Volveré con la victoria

Crismaylin se despertó sobresaltada por unos ruidos, percibiendo pasos y una breve discusión antes de que la puerta se abriera. María de Toledo, con una expresión furiosa, la miró fijamente y se acercó decididamente a la cama, mientras la viajera carraspeaba incómoda.

—Buenos días, señora de Colón. ¿Qué la trae tan temprano a mis aposentos? —saludó Crismaylin con un tono cauteloso.

María exhaló bruscamente y alzó la barbilla en un gesto de incomodidad.

—¿Cómo se atreve, desvergonzada, a mirarme después de todo lo que hizo? —exclamó María, con un temblor evidente en su cuerpo—. Profanó la casa de Dios, arrastrando a un buen hombre en sus actos lujuriosos. ¿No le importa la salvación de su alma? ¿Qué me dice de su esposo?

La viajera torció los labios en una sonrisa cínica.

—Dejemos la hipocresía a un lado. Mi salvación le vale un pepino. Es más, le aseguro que desea verme arder en el infierno.

—Eso se lo buscó usted sola, no yo —exclamó María en voz baja—. No puedo cerrar los ojos sin recordar esa escena de usted comportándose como una cualquiera.

La viajera se rascó la nuca, sintiendo el peso del enojo en los ojos de María, y se acomodó en la cama.

—¡No se atreva a juzgarme! Me parece apropiado que aclaremos algunos puntos. Primero, no me vengas con tus tonterías religiosas. Mi relación y posterior castigo divino son asuntos en los que no tienes derecho a opinar. En segundo lugar, lo vio porque quiso. Podría haberse alejado, y si no lo hizo fue, posiblemente, por la curiosidad que le causó. Sé que siente algo por Turey. Si no recuerdo mal, hace unos días mandó al carajo sus votos matrimoniales cuando estuvimos en las alcantarillas, o ¿se le olvidó?

María se quedó sin palabras y se abrazó a sí misma.

—¿Cómo se atreve a hablarme así? —le recriminó María, moderando nuevamente su tono de voz—. Su comportamiento es inmoral y no pienso participar en ello.

—Ah, ¿me amenaza? —preguntó Crismaylin, arqueando una ceja.

—Tómelo como quiera —respondió María.

—Bueno, si es así. Le invito a que me exponga ante mi esposo y la iglesia, pero también lo haré yo —informó Crismaylin, lanzándole una mirada interrogante—. Confirmaré la sospecha de muchos sobre sus visitas nocturnas. Y dado que se la considera muy mujer de principios, dudo que se niegue cuando diga que besó a un hombre que no era su esposo.

María se quedó inmóvil al escuchar esas palabras y apoyó la espalda en la pared para poder mirarla a los ojos.

—No sería capaz —susurró con angustia.

Cris dejó escapar un sonido parecido a un suspiro.

—Si me atreví a darle una mamada al hombre que amo en plena misa, de que no sería capaz.

María observó a Crismaylin con el rostro contrariado y la respiración agitada. Sus sospechas sobre ella se intensificaron al admitir que amaba a Turey. Recordó una vez que Turey le mencionó que su mujer era capaz de viajar en el tiempo. En un principio, no creyó en esas palabras, pero después de los sucesos en los que se vio envuelta, estaba dispuesta a creer cualquier cosa.

Su padre, García Álvarez de Toledo, halconero mayor del rey y señor de Villorías, hijo menor del duque de Alba de Tormes, la casó con Diego a pesar de los rumores y escándalos que lo perseguían. Primero estuvo casado con Isabel de Gamboa, con quien al parecer tuvo un hijo. Luego de una unión no formalizada con una de las hijas del duque de Medina Sidonia, finalmente se estableció con su familia. Al partir, dejaron atrás una disputa con Isabel de Gamboa que requería la anulación de su matrimonio.

No se casó por amor, de hecho, en su noviazgo apenas cruzaron unas cuantas palabras. Fue más bien una transacción, pero si así lo había dispuesto Dios, ella no se opondría a sus designios. El amor llegaría después, con el tiempo. Lo lamentable era que no lograba concretarse y, en ocasiones, su matrimonio la agobiaba.

Diego, su verdadero esposo, era un hombre que irradiaba autoridad. Recatado, bien hablado, devoto y temeroso de Dios. Temía cometer errores en la administración que tenía a su cargo; eso le gustó al principio, pero cuando quiso establecer la encomienda, sus puntos de vista chocaron de inmediato. Sin embargo, era algo que podía manejar. Sus discusiones no pasaban de las palabras, hasta que regresó de su viaje y todo cambió. Su corazón le decía que el hombre que había aparecido no era su esposo, aunque él aseguraba que sí. Es evidente que eran idénticos, pero ¿qué mujer no reconocería a su marido?

—Usted es una caminante, ¿verdad? —preguntó María, sintiendo su corazón palpitar con fuerza—. No vale que lo niegue.

La viajera enderezó los hombros, adoptando una postura defensiva.

—¿Por qué no habría de negarlo? —respondió desafiante.

—Turey me confesó que su corazón pertenecía a una caminante. Yo sé que, si no hubiera sido usted, dudo que se dejara hacer lo que le hizo —dijo María, inhalando profundamente y cerrando los párpados.

—¿Lo intentó, verdad? Por eso me dice eso —arguyó la viajera, mostrándose retadora y furiosa—. Me sorprende que una mujer de su virtud quisiera tener una aventura con un hombre de origen indígena. Pues sí, lo soy. Nací siglos después y, por un suceso que todavía desconozco, viajé al pasado donde lo conocí. No revelaré más sobre mi vida, esos detalles no los divulgo tan fácilmente —la miró intensamente—. ¿Qué hará? ¿Prenderá una hoguera para quemarme como bruja?

María resopló ante la idea.

—Aunque quisiera, no podría hacerle tanto daño a la persona que me ayudó a encontrar a mi esposo. Y, puesto que estamos en confesión, sí, siento afecto por él, pero bajo ningún motivo faltaré a mis votos. A veces, no podemos tener todo lo que deseamos. Soy la esposa de Diego Colón y le debo lealtad.

La viajera se levantó de la cama y peinó su cabello distraídamente. La voz de María llenó el espacio.

—Sospecho que muchas personas no son quienes dicen ser —afirmó María sin titubear.

Cris sintió una desagradable sensación en el estómago ante las palabras de María.

—¿Qué la hace pensar eso? —preguntó Crismaylin tras varios minutos de incómodo silencio.

—Por la persona que dice ser mi esposo, sé que no lo es, aunque lo asegure. Desconfío de Francisco, su cuñado, también de toda la familia Bastidas —explicó María con un suspiro apenas audible—. Y de otros más, si le soy sincera. Es algo que me atormenta y necesito respuestas, por favor.

La viajera percibió la angustia de María y se giró para enfrentarla. Había tanto desconsuelo en los ojos de la mujer que Crismaylin flaqueó por un instante.

—Existen personas que pueden viajar en el tiempo, algunas podrían considerarse buenas y otras no —advirtió—. En la práctica, son lo mismo. Yo no pertenezco a ninguno. Algunos adoptan una identidad para llevar a cabo sus planes, lo que al final altera mi futuro y el de millones de personas.

—¿Cómo pueden hacer eso? —preguntó María con interés.

—Buscan personas parecidas, tal vez se someten a algún tipo de cirugía, algo que ustedes desconocen —explicó Crismaylin—. En mi tiempo, es fácil modificar rasgos faciales para parecerse a alguien.

—¡Jesús sacramentado, eso es magia de Satanás! —exclamó María.

Cris resopló.

—Es medicina avanzada. Mire, mis pechos fueron agrandados y no tengo ninguna conexión con los demonios. Pero es algo que no entenderá, aunque se le explique con manzanas. Esas personas deben ser detenidas cuanto antes —añadió, con los ojos fijos en María—. Si me promete que me ayudará a persuadir a Turey de que se venga conmigo, le revelaré sucesos de su futuro que le convendría conocer.

María sintió que su corazón se retorcía dentro de su pecho. Separarse de Turey sería un gran sacrificio. Tenía que ser valiente, lo echaría de menos durante mucho tiempo, hasta que consiguiera olvidarlo.

—Haré lo que esté a mi alcance —susurró ella.

—Lo siento, pero soy muy egoísta con mi felicidad —respondió Crismaylin, arqueando una ceja—. Es todo o nada.

María tomó aire, nerviosa, temblorosa, sabía que Crismaylin le pedía demasiado.

—Lo juro por mi honor —susurró, acongojada.

Cris se pasó las manos por la cara y se humedeció los labios.

—Dentro de tres años su esposo comparecerá ante el rey. Usted, durante su ausencia, se hará cargo del gobierno por unos cinco años. Su esposo morirá en 1526, tendrán siete hijos y todos serán menores de edad cuando eso ocurra. Le recomiendo que se deje ayudar por su cuñado Fernando Colón. La corte hará todo lo posible por quitarle los títulos y privilegios a sus hijos.

—¿Cuánto tiempo estaré allá? —preguntó María, asimilando lo que acababa de escuchar.

—Unos catorce años. A su regreso, encontrará su hacienda arruinada debido al descuido y los robos —respondió Crismaylin.

—¿Tendré éxito allá en España? —preguntó María, mortificada.

La viajera no quiso darle más detalles. María perdería los privilegios y sus títulos de virrey. Solo conservaría a duras penas el ducado de Veragua. Además, conseguiría una pequeña renta para sus hijas, nada más. Su segundo vástago, Luis, se quedaría con el título y sería gobernador de la capitanía de la colonia por solo cuatro años. La perdería al no poder hacerle frente a la rebelión de esclavos que acontecería en 1545. Durante el resto de su vida, defendería sus intereses personales contra la realeza española, aparte de sus múltiples matrimonios plagados de contiendas. Sería desterrada y encarcelada y, tras sobornar a los carceleros de la Corte, donde estaba presa, lograría escaparse. La capturarían y la enviarían a Orán, donde moriría cinco años después.

—No deje de luchar, es lo más que le puedo decir. También le pido que renuncie a exhumar los restos de su marido y de su suegro —dijo Crismaylin—. Usted querrá cumplir con los deseos de su testamento de ser enterrado en la Catedral, pero le pido que los lance al mar cuando esté de regreso. Ellos no merecen un entierro digno.

—¿Cómo puede pedirme algo así? —exclamó María, horrorizada.

—Por la simple razón de que, gracias a su suegro y a toda su nación, en los países conquistados, miles de indígenas vivirán en la pobreza extrema. Sufrirán exclusión y discriminación por ser quienes son, lo que afectará su vida diaria limitando sus derechos a la educación, la salud y la vivienda. Si desea obtener más información, los responsables de la extinción de la tribu de Turey y del sufrimiento de millones de personas negras raptadas y esclavizadas en un continente que ni siquiera conocen son sus parientes políticos.

María tenía la boca tan seca que no podía tragar saliva.

—Y, por último, usted morirá el 11 de mayo de 1549, en su alcázar.

Después de hablar de otros asuntos y trazar planes suicidas, Cris se puso manos a la obra. Se dirigió a las barracas buscando a Petronila. El hedor que emanaba era intolerable. La última vez que estuvo allí no olía así, después de hablar con Petronila mandaría a limpiar el lugar. Era inhumano y cruel obligar a personas a vivir en ese estado. No tenían camas ni utensilios de primera necesidad, pero verlo tan de cerca era algo incómodo para ella.

Se encontró con tres criadas en el largo pasillo. Les ordenó que buscaran a otras y limpiaran ese lugar. Una de ellas se excusó al explicarle que debía preparar un té para Crescencio y se uniría a las demás después. Se percató de que en la sección de los hombres los resguardaban bajo llave, a las mujeres no. Era horrible para ellas trabajar largas jornadas y después no poder dormir por temor a ser violadas por uno de ellos. Preguntó por Petronila y al conseguir su ubicación fue en su búsqueda. Gracias a María pudo deducir quiénes podrían ser las informantes de Federica. Las demás criadas podrían manejarlas, pero con esta haría una excepción.

La taína limpiaba su espacio con una escoba de guano. Cris notó que contaba con utensilios nuevos como un catre desgastado y una bacinilla. La viajera carraspeó dos veces para llamar su atención y le pasó un pergamino.

—¿Qué es eso, mi señora? —preguntó Petronila, mientras se limpiaba las manos sucias con su falda.

—Es un poder que te permitirá viajar junto a Tanamá fuera de la isla —informó la viajera.

—Yo no querer irme —contestó, desanimada, tras varios segundos.

—Pues lo harás —dijo Crismaylin con firmeza—. Sé que le cuentas a Federica todo lo que hago, pero no te juzgo. Sé que no dispones de muchas alternativas, pero permíteme decirte que ella no es de confianza y cuando dejes de serle útil te desechará como basura. Olvidaré tu traición hacia mí, por eso te estoy ofreciendo la oportunidad de un futuro mejor.

La taína reflexionó un segundo sobre mis palabras.

—Yo no poder irme, ser peligroso. Cualquier soldado en el camino puede quitarme a mi hija —dijo a punto de llorar—. Perdóneme, mi señora. —Se arrodilló tomando el borde del vestido de Cris y, con voz quebrada, suplicó—. Le juro que no le contaré nada a la señora Federica.

—No te voy a engañar, es peligroso lo que vas a hacer, por eso te daré las herramientas para que puedas sobrevivir —dijo Crismaylin, frunciendo el ceño al oír su petición—. Te entregaré un documento que lleva el sello del oidor de la Real Audiencia y por el virrey Diego Colón, donde se les permitirá tomar el próximo barco sin ser molestados ni cuestionados a la isla San Vicente, de ahí te moverás a Dominica.

—No sé leer, nadie creer que sus mercedes darme ese documento —replicó Petronila, angustiada.

La viajera se frotó la nuca. Al redactar el documento, se tuvieron en cuenta diversos factores, como el Requerimiento de Palacios Rubios, un documento que notificaba a los indígenas que, por órdenes divinas, debían someterse a los conquistadores. En el pergamino se mencionaba que obstruir ese mandato acarrearía un castigo tanto civil como divino. También se utilizaron algunos artículos de las Leyes de Burgos, aún no emitidas por el rey Fernando el Católico, ya que lo haría en ese año, meses después. No obstante, en lo que iba y venía el hacha, Petronila y su hija estarían bien lejos. Además, contaba con la ayuda de María para convencer al fraile Montesinos de que la acompañara hasta el puerto con otra carta de protección.

—Te aseguro que allá no será así. Te daré una gran cantidad de monedas, pero si quieres te puedo enviar a vivir con los dos hijos de Turey. Así Tanamá podrá convivir con sus hermanos, solo tengo que redactar algunas cartas —ofreció Crismaylin.

—¿Por qué haces eso? —preguntó la taína, recelosa.

—No lo hago por ti, Tanamá merece ser libre. Además, sé que su libertad hará feliz a su padre —afirmó la viajera sin dar más explicaciones—. Te estoy dando opciones. Te vas para las islas Vicente y Dominica, donde las tribus tainas y caribes se unieron para no permitir la esclavitud, te recibirán por ser uno de ellos, o te vas para Ámsterdam y vives con Lucia Antonia y los hijos que tuvo con Turey.

—Me gustaría proponerle otra cosa —y antes de que pudiera añadir algo más, le informó—: Le pido que se lleve a mi hija con usted. Sé que vino por Turey, pues le suplico que también le brindé a Tanamá otra vida.

Crismaylin negó con la cabeza y echó un vistazo a la ventana ubicada al otro extremo de la habitación.

—¿Por qué debería separarlas? —La viajera miró a Petronila con extrañeza—. Estás dispuesta a renunciar a vivir al lado de tu hija.

—Mi corazón se rompe solo de pensarlo, pero el amor me motiva a pensar en su bienestar. —La taína tembló de pies a cabeza—. Aquí solo será la hija de una esclava, contigo allá será libre.

—No esperaba esa petición de tu parte —dijo Crismaylin, acongojada—. No te prometo nada, pero lo pensaré.

—Agradezco a mi señora, pero también podemos tener esperanza aquí, pronto nuestros guerreros se reunirán y expulsarán al hombre malo de nuestras tierras —gruñó Petronila en voz baja.

—¿Cómo? —susurró Crismaylin casi sin voz.

—Turey y otros guerreros pelearán por nuestras tierras —expresó con orgullo—. Él luchará por la libertad de su hija.

Crismaylin salió corriendo a buscar a Crescencio para que cerrara las puertas de la colonia. No podía permitir que Turey fuera a esa guerra. Se apartó las lágrimas de un manotazo. ¿Por qué no se terminaba de convencer? Ellos nunca les ganarían a los conquistadores. Se perderían cientos de vidas y sangre derramada sin necesidad. La viajera se sintió traicionada por él, sus actos le gritaban que ella no era importante para él. Abrió la puerta sin tocar y soltó un grito de sorpresa al encontrarse con la criada que le dijo que le prepararía un té, pero los encontró infraganti mientras ella daba una mamada a su esposo.

—¡Crescencio! —exclamó. Las palabras se le atascaban en la garganta. Miró a la criada y con un gesto de la mano la despachó. —¿Cómo te atreves?

El esposo de Cris se ajustó los pantalones con torpeza, aún nervioso por haber sido descubierto.

—Solecito, yo... —balbuceó. Acortó la distancia que los separaba, indeciso. Contuvo el aliento sin dejar de mirarla. —¿Qué haces aquí?

Cris abrió la boca de golpe, caminó hacia él y le dio una bofetada.

—¿Cómo te atreves a preguntarme eso? Vivo en esta casa o se te olvidó —replicó ella molesta—. Jamás creí que fueras capaz de utilizar tu poder para someter a una pobre mujer.

Crescencio sacó un pañuelo y se secó el sudor de su frente.

—No digas eso, Solecito. Esa criada no es nada para mí —expresó quitándole importancia al hecho.

—¿No es nadie? —Crismaylin arrugó la nariz indignada—. ¿Cuándo llegaste a esa conclusión, antes o después de que te interrumpiera la...? —se detuvo, prefiriendo no continuar.

—Amelía, no hables de esa manera, con ese tono de vulgaridad. Sé que estás alterada, sin embargo, no olvides tus modales —intervino Crescencio, conteniendo el aliento un instante—. Además, me niegas mis derechos como marido. No te obligo, pero me tienes desatendido y soy hombre. No muestras ni un gramo de empatía por mis necesidades. A veces pienso que pudiera morir mañana y eso no te importaría.

—Y yo soy una mujer y no ando... —Se interrumpió. No tenía moral para cuestionarlo, sin embargo, lo que le molestó fue que subyugara a una pobre esclava para saciar sus deseos. Ya estaba bien de tanta comedia melodramática, pensó, incluso se esforzó por no reírse en la cara al imaginar a Alejandro observando la escena—. Crescencio, me fuiste infiel y es algo que no puedo permitir, y estoy convencida de que abusaste de tu posición. Y no lo dudes, te aprecio mucho de corazón, te lo aseguro. Voy a salir y aclarar mis ideas, me iré a la casa de mi primo Ruberto, estaré ahí el resto del día. No me busques cuando me sienta mejor, regresaré.

Cris se fue sin prestarle atención a las súplicas de Crescencio. Salió de la casa y cruzó la plaza en dirección a la vivienda de Alejandro. Fue sin dama de compañía, se encontró con algunas señoras, las saludó sin detenerse siquiera. Se hizo la loca al escuchar las murmuraciones en su contra. No estaba de ánimo para fingir de alcahueta. Cuando estuvo a punto de doblar la esquina, sintió que la tierra temblaba, se apoyó en una pared y notó que la gente continuaba como si nada. Sus ojos vieron una sombra surgir del suelo y engullir a un hombre que no le dio tiempo ni de gritar. La tierra volvió a mecerse y en un leve parpadeo, se encontró una vez más en su época. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar cuando regresó al periodo colonial.

Llegó a la casa de Alejandro con el corazón en la garganta, entró sin tocar porque la puerta estaba abierta. Dentro se dio cuenta de que se preparaban para una actividad.

—¡Por fin te acuerdas de tu primo! —Exclamó su amigo mientras bajaba las escaleras con los ojos y la boca pintados blancos y la nariz roja.

—Oh, dios, pero si es Krusty el payaso —dijo la viajera sofocada.

Karl Adrien Wettach, para ti, zorra —replicó Alejandro mostrándole el dedo corazón—. ¿Vienes de correr un maratón o qué?

A pesar de sus problemas y de lo que acababa de presenciar, la viajera no pudo contener una carcajada. Karl Adrien Wettach, conocido como Grock, un artista de circo suizo. Alcanzó fama mundial como payaso, aunque también fue acróbata, músico y escritor.

—Qué va, perdona mi ignorancia, Ronald McDonald's —dijo ella con un nudo en la voz.

Alejandro hizo un gesto aristócrata con las manos, restando valor a las burlas de su amiga.

—¿Por qué tus criados andan vestidos de bufones? —inquirió la viajera mientras colocaba su mano en su pecho. Su corazón latía muy deprisa.

—Se supone que dentro de unos días tendremos una actividad en una de las salas de la Real Audiencia, donde una persona que conozco es la anfitriona y que por los chismes de la colonia no está realizando ningún preparativo —respondió Alejandro en tono burlón.

Cris se golpeó la frente con la palma de su mano. Lo había olvidado por completo. Tomó aire con brusquedad, con tantos problemas en la cabeza, ni siquiera pensó en esa actividad.

—Alejandro, necesito tu ayuda con esto —dijo ella con voz lastimera—. Pero antes quiero contarte lo que me pasó.

—Aquí es donde la puerca retorció el rabo, no puedo ayudarte, me debo a mis muchachos, ellos no van a dirigirse solos. —Alejandro fingió ver unas telas—. Y no creas que voy a caer en tus tretas. Mejor no me cuentes nada.

—Alejandro, por favor —le suplicó ella.

Houston, tenemos problemas —dijo él imitando una cabina de mando—. En verdad no puedo, lo siento.

La viajera se pasó ambas manos por el pelo y tiró de algunos mechones con frustración.

—Alejandro, te contaré todo lo que me ha pasado y luego me dirás si no puedes ayudarme.

Cris no esperó su negativa, lo arrastró hasta la sala y lo obligó a sentarse a pesar de sus quejas. Le contó su conversación con Federica, lo que vivió en las alcantarillas, lo que hizo en la Iglesia de los Remedios. Los planes de Turey de ir a Hato Mayor del Rey, encontrar a Crescencio siéndole infiel. Y, por último, de esa sombra que se tragó al hombre y su breve viaje al futuro.

—Tengo que impedir que Turey... —añadió algo sofocada—. Y en verdad no puedo organizar ninguna fiesta.

—¡Con que a Crescencio le gusta el cunnilingus! —comentó Alejandro tapándose la boca con una mano—. ¿No me digas que también hizo el humming?

Cris giró los ojos hasta ponerlos en blanco. De todo lo que le dijo, lo único que le prestó atención fue a lo último.

—¿El humming? —curioseó la viajera.

—Coño, Cris, no te hagas, me refiero al sonido gutural con la garganta —explicó el antiguo Behique.

La viajera se levantó de golpe e intentó estrangular a su amigo.

—Te digo cosas importantes y me vienes con esa payasada —dijo ella molesta.

—Oye, ya déjame —dijo Alejandro en medio de un ataque de risas—. De todo lo que me revelaste, lo único que puedes hacer es tratar de impedir que Turey se vaya. Ahora que lo pienso, me comunicó que se ausentaría por unos días, pero me prometió que estaría presente para la fiesta.

—Eres su amo, dile que no puede marcharse —dijo Cris desesperada.

—Cariño, Turey es libre, no voy a decirle lo que tiene que hacer y lo que no —le informó él al verla tan exasperada—. Sube a hablar con él, creo que aún no se ha ido.

—¿Si se rehúsa me ayudas a amarrarlo? —preguntó la viajera con el corazón en la boca.

—Para actos delictivos y criminales en eso sí le entro —respondió Alejandro aplaudiendo—. En cuanto a la sombra que viste, nosotros los viajeros la llamamos Érebo.

—¿Cómo el dios griego de la oscuridad y las sombras? —indagó ella.

—Exacto, pero no se trata de él —aclaró Alejandro—. Creemos que es una rama de la historia que busca a las personas que hacen cambios muy drásticos. Entonces, viene y los devora. Creo que ya te lo había dicho antes.

—¿No lo recuerdo? —dijo la viajera con duda.

—Te lo comenté en el parque cuando Blanquita fue a buscarte. No con estas palabras, pero el tiempo trata de curarse. Le hemos hecho mucho daño, puedes estirarla hasta un punto, después todo se complica y boom, desapareces —explicó Alejandro.

—¿Y por qué no se ha comido a Gabriel? —indagó ella. Un gruñido de frustración emergió de la garganta de la viajera.

—Debido a que son sus subordinados los que efectúan los cambios, y no él mismo —respondió Alejandro.

Cris se levantó aturdida. Demasiadas cosas que procesar. Se obligó a concentrarse en lo más relevante, por eso se dirigió hacia la habitación de Turey. La puerta estaba cerrada con llave, dio fuertes golpes para que le abrieran. Cuando Turey le abrió se arrojó a sus brazos. El taíno no vestía como los españoles, usaba la ropa que tenía antes.

—¿Por qué maldito desgraciado me haces esto? —Empezó a golpearlo embargada por el pánico. El taíno la apartó con firmeza.

—Me ausentaré por unos días —respondió alejándose de ella—. Gracias a los dioses pude despedirme de mis hijos antes que el barco zarpara. También hablé con mi hijo mayor y me contó que hablaste con Coaxigüey.

Turey observaba a Crismaylin, su corazón retorciéndose de dolor ante la traición que aún quemaba como brasas en su pecho. A pesar del ardiente deseo de tenerla entre sus brazos nuevamente, el orgullo herido le impedía dar el primer paso. Cada vez que la veía, una oleada de emociones contradictorias lo invadía: anhelaba sentir el roce de su piel, pero al mismo tiempo se resistía a ceder ante la vulnerabilidad de que lo hiriera otra vez.

El taíno sabía que no podía ignorar el eco de su corazón que clamaba por su presencia, pero tampoco podía ignorar el nudo de resentimiento que se había formado en su interior. A pesar de todo, una parte de él aún anhelaba la reconciliación, deseando encontrar la paz en los brazos de la mujer que amaba.

—No seas tonto, ¿crees que no sé hacia donde te diriges? —El corazón le empezó a latir frenético en el pecho—. Pretendes unirte a esa rebelión que será conocida por ser una de las guerras más sangrientas.

El Taíno le sonrió como si no le creyera.

—Nosotros tenemos un buen plan —dijo dándole la espalda.

A la viajera todavía le costó hablar después de verle el rostro tan confiado. Sintió algo pesado en su pecho.

—Turey, no estoy mintiendo, recuerda a Cotubanamá, con su gran tamaño y fortaleza, nadie podía tensar el arco como él. Miles de ustedes se unieron a su lucha. Y, ¿qué pasó? Juan Esquivel junto a sus cuatrocientos hombres sofocaron su rebelión. Al final, fue tu propia gente que lo entregó, llevándolo aquí donde lo ahorcaron —le recordó, acongojada.

—Ahora será diferente —expresó con voz firme—. Vamos a ganar, nuestros dioses van delante.

—Eso mismo dijo la anciana Higuanamá y ves cómo fue ahorcada por Esquivel. Te recuerdo que soy una viajera, sé lo que pasará —le gritó desesperada.

Turey se estremeció y durante un largo instante no dijo nada. Solo respiraba.

—El hombre blanco nunca cumple su palabra, abusos, violaciones, torturas y muerte —gruñó Turey con la mandíbula tensa—. Nosotros no contamos con armas al ocurrir las primeras batallas, ahora sí. Muchos de nosotros ya sabemos usar pistolas y cañones. También te recuerdo que Cotubanamá luchó cuerpo a cuerpo con Juan López y estuvo a punto de estrangularlo.

—Estuviste allí —susurró ella consternada.

—Yo quise luchar hombro a hombro junto a Cotubanamá, pero él me obligó a jurarle que sacaría a su familia con vida —Turey la miró por encima del hombro—. Yo cumplí, ahora exijo venganza.

Cris sintió un leve mareo.

—¡No te involucres! —le suplicó y lo abrazó—. No sabes lo que acabo de presenciar hace un rato. Nada de lo que hagamos va a cambiar la historia. Por favor, vete conmigo.

El rostro de Turey palideció, luego se endureció. Se giró y tomó ambas manos de ella y las besó con ternura. Cris se dio cuenta de que su mirada reflejaba que no iba a ceder. Iba a decir algo, pero vaciló.

—Confía en la furia de Bayamanaco, señor del Fuego, y en mí —susurró en voz tan baja que apenas Cris pudo oírlo, luego le soltó las manos.

La viajera lo observó cuando se pintó la cara, los brazos y el pecho con símbolos tribales de guerra, y tomó sus armas. Estaba desesperada, por eso le dijo lo primero que le vino a la mente.

—Si te vas, cuando regreses no me encontrarás aquí —dijo ella con un gruñido.

Turey se plantó frente a la ventana y la miró por encima del hombro.

—Volveré con la victoria —afirmó con los músculos endurecidos—. Y te encontraré aquí, esperándome.

Cris permaneció en silencio, observando cómo se alejaba. Se abrazó y permitió que saliera toda la tristeza que sentía.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top