Valle de San Juan

"Un enemigo hábil ataca donde más seguro crees estar".

La viajera puso en marcha su plan y le recordó a Crescencio el viaje que tenía programado a la villa de Santiago, que postergó debido al inicio de las fiestas. Se ofreció a acompañarlo con la excusa que no quería quedarse sola en la casa y que un cambio de aires le haría bien. Soportó como una campeona la incomodidad de los asientos y las inclemencias del tiempo.

En la villa de Santiago, fundada durante el segundo viaje de Cristóbal Colón en 1495, se hospedó en la casa de unos amigos de Crescencio. Como era una villa pequeña y poco poblada, no le costó nada indagar quiénes entre los hacendados habían tenido gemelos. Y, como rezaban el refrán de pueblo chico, infierno grande, de inmediato se empapó del rumor que rondaba a cierta familia en particular.

A la mañana siguiente, después de una breve, pero intensa discusión con Crescencio, quien le exigía sus derechos maritales, Crismaylin transitó junto a una mestiza llamada Teresa por los bordes del río Yaque del Norte, el río más largo del país. Se dirigió a la Plaza donde se construiría la Catedral Santiago Apóstol, de momento solo era una pequeña casa que usaban como parroquia.

Llegaron a la plaza. Le solicitó a Teresa que la esperara mientras ella entraba en la morada de la familia León Pizarro. Fue recibida por Lucia Antonia, la señora de la casa. La mujer tenía una belleza chispeante, con su cara rubicunda y saludable y los ojos castaños claros. La viajera no se anduvo con rodeos y le hizo saber cuáles eran los verdaderos motivos de su visita.

—¿Cómo se atreve? —gruñó Lucia Antonia con ferocidad.

—Mi propuesta no debería ofenderla—indicó la viajera mientras tomaba asiento.

Lucia Antonia apartó la vista y la miró de soslayo con los hombros tensos.

—Lucia alzó las manos con impaciencia, y abrió la boca para decir algo más, pero Crismaylin no la dejó atrás.

—Le estoy brindando la oportunidad de un nuevo comienzo para usted y sus hijos, ya que oí que su reputación está por los suelos y eso tristemente tiene consecuencias en la vida de sus hijos. —Un escalofrío se apoderó del cuerpo de la viajera—. Si acepta abandonar la isla con el dinero que le brindo, pueden vivir lejos de los rumores y habladurías, en un lugar que nadie los conoce.

—No pienso ir a ningún lado—se opuso Lucia—. ¡Fuera de mi casa!

—Es la única manera en que sus hijos sean libres. Sé que son hijos a un taíno llamado Turey que residió en este lugar durante un tiempo, él mismo me lo reveló preocupado por el bienestar de sus esposas —manifestó la viajera—. Por esta razón, no les recomiendo que regresen a España, acudan a Ámsterdam.

Crismaylin omitió añadir el conflicto inminente entre los Países Bajos y Felipe II de España. No obstante, tras la ruptura, la República Neerlandesa sería conocida por su tolerancia y su avance económico, a pesar de las tensiones con España.

Lucia Antonia se estremeció y durante un largo instante no dijo nada. Solo respiraba.

—Estamos bien aquí, dijo Lucia mientras se levantaba. Se levantó frente a la ventana y la miró por encima del hombro mientras el sol brillaba en su figura—. Han transcurrido muchos años y la gente olvida con rapidez.

—No es cierto y lo sabe—respondió la viajera que se golpeó con un dedo el mentón mientras Lucia la estudiaba con sus pupilas llenas de miedo y rencor—. No soy su enemiga, la entiendo bien. Sus padres la obligaron a casarse con un hombre que le era mayor por no decir un anciano. Dado que ni siquiera tuvieron la gentileza de preguntarle si deseaba o no a ese hombre. Para evitar problemas, la llevan a un lugar lejano y lejos de lo que conoció para que viva feliz con un hombre que nunca logró amar.

—¡Usted no sabe nada de mí! — exclamó Lucia de nuevo como una fiera.

—Vuelvo y le repito, no soy su enemiga. —La viajera se acercó a Lucia y la miró a los ojos para que pudiera percibir la verdad en ella—. Allá nadie la juzgará y le daré suficiente dinero para que comiencen un negocio.

—Las cosas no son tan fáciles como las pinta—objetó Lucia.

—Ni tampoco tan difíciles como las quiere poner—replicó Crismaylin—. Tome todo lo que tiene y huya. Tome el control de su vida y sea feliz.

—¿Qué clase de mujer es usted? —preguntó Lucia, consternada—. Si su familia la escucha, se avergonzarían. ¿Su propuesta es indecorosa y va contra los planes de nuestro señor? O ¿acaso no le teme al infierno? Mi esposo lleva más de un año fuera de casa, y zarpó junto a mi primo Hernán Cortes hacia Cubanacán. En su carta, me dijo que estaría disponible para mi pariente todo el tiempo que necesitara. ¿Cómo piensa que se sentiría si le hago una acción tan lamentable como esa?

Crismaylin comprendió que, si el esposo de Lucía acompañó a Hernán Cortes a Cuba, este no regresaría durante mucho tiempo, ya que los registros históricos indican que Cortes nunca regaría a la isla, sino que partiría a México. Lucia tendría, por lo tanto, un tiempo de sobra para marcharse y comenzar su vida lejos de su marido, si la muerte no se le adelantaba primero.

—El verdadero infierno lo vive usted aquí recluida en un sitio donde no es feliz—respondió la viajera—. Véame como la respuesta a todas sus plegarias.

Después de un rato, ambas caminaron en silencio hasta la entrada. El terreno, una alfombra de hojas amarillentas y crujientes, parecía estar envuelto en un denso disfraz. Cada paso emitía un sonido melancólico y el aroma a la tierra húmeda se mezcla con el dulce aroma de las hojas en descomposición. Antes de marcharse, tuvo la oportunidad de conocer a los hijos de Turey; Fulgencio y Rigoberto, muchachos elocuentes y muy despiertos. Aunque físicamente no habían heredado rasgos de su padre, la viajera pudo percibir algunos de sus gestos. No fue sencillo para ella verlos, eran la prueba de que Turey había estado con Lucia, aunque le juró que solo fue debido a su supervivencia. Su excusa no lo hacía más sencillo de comprender.

—Amo a mis hijos con todo mi corazón, ¿sabe? Y a diferencia de muchos, ellos sí fueron concebidos con amor. —La viajera vio un destello en los ojos de Lucia que desapareció casi al instante y fue reemplazada por la ecuanimidad—. Esas habladurías las inicio mi esposo—agregó Lucia—. Sus sospechas han hecho la vida de mis hijos un infierno.

La viajera intentó mantener la calma ante las palabras de Lucía. Su mente se convirtió en un campo de batalla en el que las sombras de la duda y la desconfianza se abalanzaron como lobos hambrientos. Los imaginó amándose en cada rincón oscuro de la casa. Cada imagen que creó en su mente fue como un goteo constante de veneno. Finalmente, ocultó sus celos con una sonrisa forzada.

—Por eso, aproveché y vaya a Puerto Plata, tome un barco que la lleve a Portugal y a partir de ahí a su destino —aventuró la viajera con cautela.

Lucia permaneció en silencio, observando el horizonte atravesado por árboles, piedras y montañas, mientras se abrazaba por los codos. Suspiró y el silencio se alargó.

—¿Cree que el padre de mis hijos quiera irse conmigo? —soltó Lucia de repente.

—Fue él quien me solicitó que les patrocinara el viaje—manifestó la viajera. Tomó aire, nerviosa, y continuó: —Lo más importante para Turey es que sus hijos estén a salvo y sean felices.

Una brisa de aire gélido la sorprendió de pronto, generando un escalofrío en Crismaylin que le recorrió la espalda y le puso la piel de gallina.

—No vendrá a despedirse siquiera de ellos, ¿verdad? —preguntó Lucia que la miró de reojo.

—Lo dudo —susurró Crismaylin. Apretó los puños y llenó sus pulmones de aire a la vez que se repitió de manera constante que lo que estaba haciendo era lo mejor—. Enfatizó que, en caso de que usted sienta un sentimiento de afecto genuino hacia él, adopte la elección más adecuada para sus hijos.


Crismaylin tomó un cepillo que una de las criadas le había dado y cepilló su cabello mientras luchaba con el cargo de conciencia que sentía. Temía la reacción de Turey cuando se enterara de lo que estaba haciendo. Convencer a Lucía no fue tan difícil como lo imaginó, abogó por sus deseos de ser libre y por el bienestar de sus hijos, pero tampoco le resultó sencillo mantenerse fuerte cuando la escuchó hablar de su relación con él.

Aunque tampoco su propuesta fue descabellada, Lucia no amaba a su esposo y era una mujer atractiva. Se vio obligada a cumplir con los requisitos que imponía la sociedad en aquel entonces y quizás su vínculo con Turey fue una fuente de escape a todo su sufrimiento, pero ella merecía ser feliz al igual que sus hijos y en Ámsterdam podrían lograrlo.

Una vez que terminó de cepillar su cabello, cruzó un pasillo que la conducía a una tina llena de agua y flores, se metió y se hundió completamente. Al salir, dejó un suspiro libre intentando liberarse de esa presión que la estaba torturando. Tenía que relajarse un poco, pero también tenía que resolver otro problema: la insistencia de Crescencio por consumar el matrimonio. Eso la crispaba.

Reconocía que la fortaleza de Crescencio era admirable, otro hombre hace tiempo habría hecho valer sus derechos, sin embargo, después del incidente en la casa de Álvaro, su esposo se esforzó por no imponerse. La mentira que Alejandro se inventó se descomponía por sí sola; se le estaban acabando las excusas y llegaría el momento en que le sería imposible negarse.

La viajera había aprendido a querer a Crescencio, lo respetaba, pero no podía imaginarse acostándose con él. Se preguntó si cerrar los ojos y dejarse llevar haría la situación menos incómoda. En el pasado estuvo con otros hombres, los cuales nunca amo, sin embargo, Crescencio no se lo merecía algo como eso. Él no conseguía despertar ni una chispa en ella, en cambio, Turey la tenía comiendo de su mano.

Dejó descansar la cabeza en el borde, la tina y cerró los ojos. Pensó en Turey y de inmediato su cuerpo cobró vida. Sus deseos la llevaron a recorrer sus piernas con caricias. Llevaban días sin estar juntos y la viajera lo extrañaba. En aquel momento, sintió una presión en sus pechos, su cuerpo se estremeció, mientras se acariciaba en su centro y dejó salir algunos gemidos.

Crismaylin sintió un mordisco fuerte en el cuello, su corazón dio un salto en la garganta. Abrió los ojos de golpe y se alejó de manera brusca, Crescencio se encontraba excitado al encontrar a su esposo tocándose a sí misma; sus gemidos fueron el motivo de que cruzara la puerta.

—Crescencio, ¿qué haces aquí? —reprochó Crismaylin sonrojada por la vergüenza.

—Estaba a punto de acostarme cuando te escuché —respondió algo desorientado ante la reacción de su esposa.

—Debiste de tocar la puerta—indicó la viajera, envolviéndose en su bata de dormir, salió de la tina.

—No tienes por qué cubrir tu cuerpo —dijo Crescencio—. Eres perfecta.

—Gracias—respondió Crismaylin con cautela—. Sin embargo, me resulta un tanto incómodo que entraras sin avisar.

Ya que estamos aquí, solos, podemos dormir juntos como lo manda Dios. La noche está fría...

La viajera no pudo evitar que un escalofrío azotara su cuerpo, rechazando la idea de tener que entregarse a su esposo. En ese instante, un nudo se formó en su estómago y sus pensamientos se tornaron tumultuosos. La sola idea de la intimidad con Crescencio le provocaba una sensación de claustrofobia emocional. Su mente revivió imágenes de Turey, y la comparación era abismal. Necesitaba una estrategia para alejar a Crescencio de sus avances sin herirlo ni revelar su verdadero sentir.

—¡Qué cosas dices! —exclamó ella, tratando de actuar de manera normal y relajada.

Crismaylin, tratando de ocultar sus reservas, indagó con una leve sonrisa: —¿Puerto Plata? ¿Por qué precisamente ese lugar, Crescencio?

Crescencio, con la mirada perdida en la nostalgia, confesó: —Pensé que podríamos construir hermosos recuerdos allá juntos. Además, necesitamos un respiro de las tensiones aquí.

Crismaylin notó la sinceridad en sus palabras, pero eso iba en contra de sus planes.

—Además, quiero mostrarte un árbol que brilla tanto como las monedas de plata—comentó Crescencio entusiasmado.

De acuerdo con los historiadores, Cristóbal Colón llamó a Puerto Plata de esta manera en su primer viaje en referencia al árbol Grayumbo. Desde la costa se podía apreciar en las montañas, una especie de planta que, como consecuencia de la humedad, redoblaba su follaje verde, y cuando el sol a su vez se reflejaba, mostraba su intenso color de plata intenso.

—Yo no quiero ir a ese lugar, Crescencio, no te lo había comentado aún, pero necesito ir a la parroquia en el valle de San Juan de la Maguana —dijo Crismaylin con una voz apacible, aunque su mente estaba turbia con una mezcla de emociones contradictorias. Mientras hablaba, se sentía culpable por ocultar sus verdaderas intenciones bajo la excusa de una promesa a San Juan Bautista. No quería herir a Crescencio, pero la verdad se le escapaba como el humo entre los dedos.

—¿Al valle de San Juan? ¿La parroquia? ¿Por qué? —preguntó Crescencio, con la confusión pintada en su rostro, sin sospechar las complicaciones que rondaban en la mente de su esposa.

—Acabo de hacer una promesa a San Juan Bautista—respondió con ternura.

—¿Otra promesa? —pregunto, Crescencio, consternado—. No crees que estás abusando de las promesas, solecito.

Crismaylin sabía que debía de actuar con decisión si quería largarse a su época junto a su hombre. Después de ayudar a los hijos de Turey, buscaría una mujer interesada en Crescencio. Notó algunas viudas y otras jóvenes, pero solo necesitaría fijarse bien y actuar. Era consciente que, en este tiempo, el matrimonio era una oferta difícil de rechazar para cualquier mujer.

Crismaylin, utilizando su feminidad, dejó caer la bata al suelo. Las aletas de la nariz de Crescencio se dilataron al verla caminando hacia él.

—Solo Dios sabe lo que me motivo a hacer esa promesa a San Juan Bautista. —Crismaylin se mordió el labio de forma juguetona, tomó las manos de Crescencio y las colocó sobre sus senos—. De la única manera en que pueda ser tuya por completo es llevándome a ese lugar.

Para Crescencio, la sensualidad que desplegaba su mujer, aceleraba de forma desmedida los latidos de su corazón, por un momento pensó que iba a reventarle el pecho.

—¿Me llevarías a la parroquia de San Juan Bautista? —preguntó suavizando la voz y llevando ambas manos a la mejilla de su esposo, regalándole un tierno beso en los labios—. No puedo hacer nada de lo que estoy pensando contigo hasta que cumpla la promesa.

—Solecito, saber que en breve podré hacerte el amor una y otra vez, me produce mucha alegría. Por supuesto que te llevaré dentro de unos días a la villa de San Juan de la Maguana, solo déjeme arreglar un papeleo —manifestó Crescencio con una chispa de ilusión en sus ojos y una sonrisa que expresaba el deseo de iniciar la intimidad con su esposa.

A pesar de que sus palabras parecían cargadas de entusiasmo, en el fondo de la mirada de Crescencio se ocultaba una profunda nostalgia. La idea de vivir momentos felices se aferraba a él como un refugio contra las tensiones del presente. Anhelaba la conexión con su esposa. Crismaylin, por otro lado, no pudo evitar estremecerse ante la incomodidad que le causaba el momento. A pesar de la buena voluntad de Crescencio, las complejidades de su corazón la atormentaban. A pesar de sus esfuerzos por sonreír, la situación la obligaba a continuar adelante por el bien de su felicidad.

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