Una odisea


 Hasta los más grandes se han visto frustrados por la impotencia

Crismaylin se sentía atrapada en una jaula, paseándose de un lugar a otro mientras su mente intentaba procesar la segunda explicación dada por Turey de por qué no podía regresar a su tiempo. ¿Cómo había podido comportarse de esa manera? Sabía que era imposible que él no tuviera alguna pareja sexual, pero hijos, la viajera no podía lidiar con eso. Cerró sus puños en un intento de contenerse y no lanzarse sobre él estrangulándolo.

—¿Dónde están? —preguntó con la mandíbula rígida.

Turey no respondió de inmediato. Observó cómo ella apretaba las manos, su pecho moviéndose de manera irregular.

—¡No tengo todo el día! —exclamó Cris malhumorada.

El taíno luchaba con la decisión de revelar por qué temía su temperamento. Si le confesaba que nunca las amó, lo consideraría un hombre perverso y, tal vez, la perdería una segunda vez, algo que dudaba poder soportar. Respiró hondo y apartó la vista. Una parte de él se fue con ella cuando la hizo marchar. Aprendió a vivir a medias, aunque la soledad fue egoísta y abarcó lo poco que le quedó.

La llegada de los españoles empeoró las cosas; no solo tuvo que lidiar con su dolor, sino que también presenció cómo los suyos eran masacrados. La sensación fugaz de alivio que sintió en el corazón fue la compañía de esas mujeres. Nunca hubo amor, solo la necesidad apremiante de dejar algo que confirmara que estuvo vivo, porque cuando la desesperanza, el hambre y el sufrimiento lo abrazaron, avivaron su deseo de prevalecer.

Al principio, parecía que podrían apoyarse, ya que, de un modo inexplicable, la vida que creaban les infundía una esperanza que tanto temían albergar. Quería vivir, aunque fuera un hombre incompleto.

—No puedo abandonar a mis Guali —comentó Turey, pasándose una mano por el pelo, nervioso—. Necesitan de su Baba cerca.

Cris sintió su cuerpo tan pesado como piedra clavada al suelo. Soltó un pequeño resoplido.

— No te bastó acostarte con Tania, sino que te diste a la tarea de preñar a cuánta mujer se te cruzara. —Crismaylin lo observó con frialdad—. Eres una porquería, Turey.

El taíno se levantó del suelo con rapidez, sacudiendo la cabeza.

—¡No digas eso!—exclamó Turey, molesto.

—¡Eres una porquería! —repitió Cris—. ¿Cómo pudiste?

—¡Maldita Opía! —rugió Turey, ofendido—. Yo nunca te pregunté lo que tú hiciste allá.

La viajera inhaló con furia, temblando.

—No es necesario ser tan cínico conmigo. Aunque no fui una monja, nunca me dediqué a parirle a cualquiera que pasara por mi cama—replicó Crismaylin.

Las palabras de Cris fueron un golpe en el estómago para Turey, que se quedó paralizado.

—¡Podría matarte por decir eso! —exclamó Turey, furioso—. Lo mío fue supervivencia.

—¿Cómo te atreves a escudarte en una excusa tan barata? —lanzó Cris.

—Si te dijera que las amé, comenzarías a odiarme y, si te jurara por mis dioses que nunca sentí nada por ellas, dirías que no tengo un buen corazón—contraatacó Turey.

—¡Tú no entiendes! —exclamó la viajera, frustrada—. Sé que en algún momento tuviste relaciones con alguna mujer, pero lo que me molesta es que las hayas embarazado. Eso lo cambia todo.

—¡Eso no es cierto! —El taíno exclamó irritado.

Entonces, una pregunta la impactó como si le hubiera caído un rayo. Lo miró, indecisa. Quería saber, y al mismo tiempo le daba miedo su respuesta.

—Turey, ¿te casaste con una de ellas? —preguntó ella, con el corazón en la boca.

Una mueca transformó en el rostro de Turey.

—No, solo contigo —dijo el taíno—. Lo único que nos unió fue el deseo de conservar nuestra sangre sin que fuera contaminada con la del hombre blanco. Muchas fueron violadas y obligadas a tener hijos para convertirlos en esclavos. Ellas no querían eso, ni yo tampoco.

A Cris le dieron ganas de vomitar al escuchar la verdadera razón.

—¿Dónde están? —preguntó ella con sequedad.

—Mi primer hijo nació a las orillas del lago Daiguani, en Xaragua. Sabe leer, escribir y hablar bien la lengua del hombre blanco, está bajo el cuidado de unos frailes—dijo Turey con orgullo, pero su voz se apagó.

Cris se tambaleó y tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol. Si sus datos históricos no le fallaban, Turey le estaba confesando que podría ser el padre de Enriquillo, un héroe de la resistencia indígena que inició una rebelión contra los españoles en 1519, la cual se unirían otros indios y negros en distintas partes de la isla y que perduró hasta 1533.

—¿Cómo se llama tu hijo? —curioseó la viajera.

Huarocuya—contestó Turey.

—¿De casualidad su nombre de converso es Enrique Bejo? —preguntó Cris—. En el territorio que le pertenecía a Caonabo, ahora llamado San Juan de la Maguana.

—¿Cómo sabes eso? —inquirió Turey, sorprendido.

—Soy una viajera en el tiempo—acotó ella sin querer abundar más—. ¿Y los otros?

Turey le indicó donde estaban los demás. Su segundo hijo fue llevado por un fraile a España, pero Crismaylin no quiso decirle que había una gran probabilidad de que nunca lo volviera a ver. Luego le contó que tuvo gemelos con una mujer blanca mientras vivía en la villa de Santiago. Gracias a los dioses que los niños nacieron del color de su madre, y por su seguridad, ella los hizo pasar como hijos de su esposo, un terrateniente de apellido León. Y a pesar del peligro que conllevaba, siempre que podía, los visitaba. Luego tuvo otro con una taína, pero había fallecido hace poco a causa de la viruela, y el más pequeño ya lo conocía: era el de Tania.

—Por lo que veo, solo tuviste varones—murmuró Cris.

Turey respiró hondo mientras Crismaylin se preparó para escuchar lo peor.

—No, tengo una hija que vive con su madre en tu casa—susurró Turey.

La brisa le agitó los cabellos a Cris, quien se frotó la frente irritada, fuertes punzadas detrás de los ojos le amenazaban una migraña.

—¿De casualidad se llama como a tu hermana? —preguntó ella mientras lava corría por sus venas.

Cris no tuvo que esperar a que le confirmara sus sospechas.

—No puedo seguir con esto —admitió la viajera tras coger aire—. Es demasiado —expresó con tristeza. —Lo siento, necesito alejarte de ti cuanto antes —musitó.

Turey intentó acercarse, pero ella se apartó de inmediato y le dio la espalda. El viento sopló con fuerza, moviendo las hojas de los árboles. Se quedó paralizada cuando él la abrazó por detrás. Contuvo el aliento al notar sus labios en su pelo. Su corazón le gritaba que fuera cautelosa, porque si Turey se lo proponía, podría manipularla como quisiera. Necesita tiempo para comprender y asimilar, porque todo parecía indicar que las cosas no le saldrían como las había planeado.

—No te alejes de mí. —Turey tragó fuerte y continuó:—Podemos encontrar una salida.

—Necesito pensar —precisó Cris abatida, luego le preguntó—. ¿Nunca ibas a decírmelo?

—Jamás negaría la existencia de mis hijos, solo quería encontrar un momento para decírtelo—dijo Turey.

Crismaylin hizo una mueca.

—Has tenido muchas oportunidades—replicó la viajera.

Las cejas de Turey se juntaron. Y cuando iba a responder, Cris lo interrumpió.

—Blanquita sabe que eres su padre—preguntó Cris de repente.

Turey frunció el ceño y bajó las cejas.

—Aunque me cueste la vida, mis hijos siempre sabrán que su padre los ama—respondió Turey. Crismaylin se giró, se miraron el uno al otro durante un largo momento—. Tanamá me contó que eres buena con ella.

—No estoy acostumbrada a maltratar a nadie—espetó la viajera, y él arqueó una ceja, frustrado—. Imagino que te contó que la defendí a ella y a su madre.

Turey frunció el ceño al escuchar el nombre del capataz, y un sentimiento oscuro crepitó en su pecho.

—Ese mal nacido nunca volverá a tocar a mi hija—siseó el taíno.

Los ojos de Turey brillaron, su mirada fue feroz y salvaje. Crismaylin lo estudió con los labios apretados y, a pesar de sus pensamientos preocupantes sobre confirmar o no si él fue quien asesinó al capataz, preguntó:

—¿Tú lo mataste?

Turey le sonrió.

—Hice lo que cualquier padre haría si se entera de que alguien quiere violar a su hija—respondió el taíno.

—Fue el día que dormiste conmigo —dijo Cris, vacilando por un momento, como si quisiera decir algo, pero se quedó callada.

El taíno iba a responderle cuando escucharon el crujir de las hojas secas al ser pisadas. Con cautela, para no ser vistos, se ocultaron dentro de las cuevas, pero las voces se hacían cada vez más fuertes. El sendero era bastante largo, además de que debían mantener la mirada atenta por las rocas sobresalientes. La escasa luz desorientó a Cris, pero Turey la apartó a tiempo para ocultarla detrás de una pared. Tardó en reconocer las voces de Francisco, Diego Colón y Álvaro Castro.

—Las cosas no están saliendo como yo esperaba—expuso Francisco.

—Crescencio no es tan tonto. Bueno... —agregó el impostor de Diego Colón—. Sigue siendo un imbécil, ahora un cornudo.

—Necesitamos de nuestra parte a un oidor de la Real Audiencia, no a Crescencio—sentenció Francisco con voz firme, letal.

Francisco masculló algo entre dientes, mientras los demás comentaban los posibles problemas que podrían surgir si no lograban que Crescencio firmara los documentos. El ambiente se volvió tenso y cargado de reproches. De repente, Francisco tomó por el cuello a Álvaro y lo chocó contra la pared.

—No me fastidies... —farfulló Francisco entre bufidos—. No pienso fallarle a Gabriel por ese imbécil.

Turey obligó a Cris a ocultarse un poco más para que no se dieran cuenta de su presencia. La viajera se le rompió el corazón al oír los planes que tenían para su supuesto marido; él era una buena persona y no merecía aquello.

—¡Cálmate hombre! —expresó Diego—. Podemos utilizar a su esposa para que haga lo que deseamos.

Francisco soltó con brusquedad a Álvaro. Se pasó las manos por el pelo en señal de frustración.

—No podemos tocar a la zorra, no por ahora—espetó Francisco con la mandíbula tensa, pero pugnó por serenarse.

—¿A qué te refieres? —preguntó Álvaro mientras se frotaba el cuello.

—No tengo por qué darte explicaciones. —Francisco se apretó el puente de la nariz—. Limítate a cumplir con tu parte.

—Pues para eso necesitamos la firma de Crescencio y, como no quieres que utilicemos a su esposa, nos tomará algo más de tiempo—replicó Álvaro mientras se limpiaba la camisa.

—¡Pues soluciónalo! —rezongó Francisco, molesto—. ¡Maldita sea! No es mi problema, pero sí el tuyo, así que te recomiendo que te des prisa.

La viajera exhaló un suspiro tembloroso.

—No me queda más remedio que hacer con él lo que hicimos con el esposo de María de Toledo—dijo Álvaro con un gruñido.

—Puedes invitarlo a que te acompañe a la villa de Santiago y a La Vega—expuso Diego con voz insensible—. Allá tendrás que ingeniártelas.

—A pesar de que consiga su firma, no estará en la fecha que Francisco propone—manifestó Álvaro algo desesperado.

Castro resopló como si su peor presagio se hubiera cumplido. Cris intentó no escandalizarse mientras notaba sus palmas húmedas de sudor. Le tembló el cuerpo hasta el último rincón. Turey la sostenía, pero podía percibir lo tenso que estaba. Crispó la mandíbula y gruñó en voz baja mientras la abrazaba tratando de protegerla. La viajera inspiró hondo, y todo eso le produjo un revoltijo de nervios que le revolvió el estómago. Se había dejado engañar por Tania. Llevarse a Turey de regreso se estaba convirtiendo en toda una Odisea.

De los ojos de Francisco brotaron chispas de ira, pero se obligó a mantener la calma.

—Ese es tu problema Álvaro —dijo Francisco con una sonrisa triunfal que curvó sus labios—. No el mío.

Tras escuchar los planes que tenían para Crescencio, la viajera se vio en la obligación de permanecer junto a su esposo el mayor tiempo posible, a pesar de que tuvo que sacrificar los momentos en que podía estar con Turey mientras estuvo en Cotuí. Al final, el taíno tuvo que regresar a la colonia porque debía de ayudar a Alejandro.

En cuanto a Crismaylin, las declaraciones Turey con relación a sus vástagos la mantuvieron preocupada e irritada. Sin embargo, estuvo atenta a todo lo que ingería o tomaba Crescencio. No confiaba en nada que viniera de Álvaro Castro. Acompañó a Crescencio en su viaje a la villa de La Concepción de La Vega, donde visitó la Factoría Española del Oro, observando a los esclavos taínos sacar el oro que extraían de los ríos para embarcarlos hacia España.

Allí, casi la tildan de hereje cuando refutó a un grupo de frailes por cuestionar la historia en la que la Virgen de las Mercedes, según ellos, obró el milagro de devolver las flechas que los indígenas rebeldes que lanzaban a los españoles, lo que permitió la victoria de estos.

A Cris le costó muchoesforzarse para fingir comodidad y alegría delante de Crescencio, ya quemalinterpretó su insistencia en permanecer con él en todo momento. Su esposo lepidió que regresara a la colonia junto a los Colón. La viajera se negó y lesuplicó que la acompañara en las festividades, ya que levantarían murmuracionesal verla sola, a lo cual accedió. Crescencio no tenía voluntad cuando su esposase mostraba complaciente a sus atenciones. 

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