Todo a su tiempo

Una carcajada áspera retumbó en el bosque y se oyó la voz burlona de Crescencio.

—¿Por qué pecan de ser tan estúpidos?

El sarcasmo que rezumaba su voz enfureció a Crismaylin, pero se contuvo.

—Aún piensan que pueden engañarme—rugió como un león y dio un paso hacia delante—. ¿Por qué me creen tan imbécil?

—Crescencio—dijo Crismaylin con cautela—. Tania te mintió. No podemos cambiar el rumbo de la historia, dame algo de tiempo para investigar un poco y así decirte todo lo que pasara a tu familia.

Se oyó otra carcajada desagradable.

—¿Y cómo piensas hacer eso solecito? ¿Lo harás mientras te revuelcas como una cualquiera en los brazos de tu amante? —preguntó él, entornando mucho los ojos—. ¿Crees que no he pensado en esa posibilidad? Sin embargo, voy a correr el riesgo y si me equivoco puedo ir rectificando en el camino. Además, ya a estar alturas deberías de estar embarazada de mi hijo.

Crismaylin sintió la mirada penetrante de Turey, se volvió hacia él y la estaba observando fijamente. Se quedó sin palabras. Entendía esa rabia que se percibía en sus gestos, la intensidad de su mirada la dejó casi sin aliento. Cogió aire, nerviosa, sin dejar de temblar.

—¿Qué fue lo que dijo? —preguntó Turey, y por el sonido de su respiración, la viajera se dio cuenta de que apretaba los dientes.

—Lo que escuchaste. —Crescencio levantó la barbilla con orgullo—. Al parecer, ninguno de nosotros moriría si haber portado la corona de los cornudos. Sin embargo, ella es mi esposa y tengo todo el derecho de ejercer mis derechos conyugales.

—Infeliz—masculló la viajera indignada.

—Atrévete a negar que fui demasiado paciente contigo, solecito—Crescencio negó con la cabeza dramáticamente y arrugó la nariz—. Tomé lo que ley me pertenece, sea que estuvieras dispuesta o no. Fue tu culpa por dejarme sin opciones solecito.

—¡Sugirieres que fui mi culpa, que me violaras! —exclamó Crismaylin sin que pudiera disimular el rencor.

—¡Por la diosa Atabeyra! —El taíno cerró los ojos un instante, y respiró profundamente. Cris notó como los nudillos de las manos de Turey estaban blancos, crujiendo bajo su presión—. ¡Maldita sea!

—¡Turey, escúchame! —lanzó la viajera

—¡No! —replicó—. Un hombre que no puede defender a su mujer no es un hombre...

—¡Escúchame, por un demonio! —exclamó Cris nerviosa. Su voz sonó lo suficientemente potente para acallarlo por un instante—. Ninguno de los dos sabía de las maquinaciones de Crescencio, incluso después de todo esto me cuesta creer lo ciega y estúpida que he sido.

—¡Por un demonio! —bramó Turey enfurecido—. ¡Ese maldito se atrevió a tocarte y con eso selló su sentencia de muerte! —amenazó, fulminando a Crescencio con la mirada.

Turey se abalanzó con una velocidad sorprendente a pesar de estar herido en una pierna y gritó como una bestia. Agarró al oidor por el cuello y de un estirón lo lanzó al piso, sin que los soldados tuvieran tiempo de reaccionar. Su puño conectó con la mandíbula de Crescencio, que de uno de sus orificios empezó a brotar sangre.

Uno de los guardias le pegó en la espalda y dos más lo tomaron de los brazos para apartarlo del Oidor que gritaba por ayuda debido a los golpes recibidos en su rostro. Moviendo la mandíbula con dificultad, escupió sangre y se levantó del suelo.

—¡Maldito hijo de puta! —rugió mientras se limpiaba la sangre de la nariz—. ¡Ella es mi mujer, maldito, puedo cogerla cuando quiera! ¿Quién demonios te crees que eres para golpearme y amenazarme?

La cara de Turey se crispó en una mueca desagradable. Crescencio volvió a disparar en dirección a Turey cuando este intentó acercarse como una señal de advertencia. Cambió de pistola mientras lo retaba con la mirada.

—¿Por qué nos haces esto? —Negó la viajera de forma compulsiva.

Crescencio chasqueó la lengua.

—Ya te lo advertí, no me subestimes solecito—dijo él con los dientes apretados—. Te ofrecí una vida llena de lujos y que decidiste hacer, irte con este salvaje a la primera oportunidad. Mataré a ese hijo de perra.

—¿Puedes dejar de insultarme? —intervino Federica, atónita—. Me importa muy poco lo que quieras hacer con esta zorra, es más, si quieres deja que mi hijo me saque de esta jungla de mierda para que ustedes dos puedan resolver sus diferencias maritales.

Crismaylin cerró los ojos al escuchar a Federica. Sentía como si el odio de Tania y Gabriel la hubiera ensuciado de alguna manera.

—¿Cómo se atreve a decir una barbaridad como esa? —replicó la viajera, mirando a Federica con una mirada glacial.

—Tú te metiste solita a en este lío. —Federica sonrió con sarcasmo—. Yo no tengo nada que ver con esto—dijo, fulminando a Crismaylin con la mirada—. Solo eres una zorra calenturienta...

—¡Callase! —gritó Crescencio. Apretó los puños y llenó sus pulmones de aire a la vez que lo repetía con un poco más de fuerza—. Usted no se irá a ninguna parte.

Una ráfaga de aire gélido los sacudió. Federica sacudió la cabeza, incapaz de entender de dónde salía tanto resentimiento.

—Eres un perfecto idiota—dijo Federica en un tono altanero—. No entiendes que si me ayudas puedo serte de mucha utilidad. ¡Maldito mequetrefe de mierda!

—Usted me es inservible—expresó él, entornando mucho los ojos—. Solo es el juguete de Coaxigüey.

El sarcasmo que rezumaba en la voz de Crescencio enfureció a Federica.

—Conozco muy bien a Tania y sé que te mintió a sus anchas— bufó ella con altanería—. Al fin de cuentas es mi hija. Así que si me ayudas te puedo revelar lo que realmente le pasara a tu linaje.

Crismaylin se llevó las manos a la boca ante la revelación inapropiada de Federica, Turey estaba en shock, incluso se tambaleó. La viajera sintió que el corazón le dio un vuelco. Contuvo el aliento y bajó la cabeza. Necesitaba abrazarlo. Y lo hubiera hecho si él no hubiera dado un respingo, de repente alerta.

—¿Has oído eso? — preguntó Turey atónito.

La viajera empezó a negar con la cabeza cuando escuchó un gemido lastimero que provenía de Turey.

—Eso no puede ser cierto—expresó Turey—. Significa que mi hijo...

A la viajera se le hizo un nudo en la garganta. En la cultura taína la exogamia fue una regla generalizada y el incesto estaba rigurosamente prohibido. Federica se percató de que había cometido una indiscreción.

Crismaylin se llevó las manos a la boca, sintiendo cómo el aire se tornaba denso. Turey estaba en shock, incluso se tambaleó, su rostro palideciendo como si toda la sangre se hubiera drenado en un instante. Sus ojos se agrandaron por la sorpresa, y las palabras quedaron atrapadas en su garganta, incapaz de articular lo que su mente apenas comenzaba a comprender.

La viajera sintió que el corazón le dio un vuelco, como si una mano invisible lo estrujara con fuerza. Contuvo el aliento y bajó la cabeza. Necesitaba abrazarlo, pero lo hubiera hecho si él no hubiera dado un respingo, de repente alerta, sus sentidos afilándose como un animal acechado. Queriendo desaparecer, fundirse con el suelo bajo sus pies para no tener que enfrentarse a la gravedad de lo revelado.

—¿Has oído eso? —preguntó Turey, su voz, apenas un susurro atónito. Sus ojos escanearon el entorno, buscando una confirmación, una negación, cualquier cosa que le permitiera aferrarse a la realidad.

La viajera empezó a negar con la cabeza, todavía aturdida, cuando escuchó un gemido lastimero que provenía de Turey. El sonido era desgarrador, un eco de dolor que reverberó en el corazón de Crismaylin, amplificando su propio tormento.

—Eso no puede ser cierto —expresó Turey, su voz quebrándose como un cristal. Cada palabra era una herida abierta, sangrante—. Significa que mi hijo...

A la viajera se le hizo un nudo en la garganta. Las palabras de Turey se clavaron en su pecho como dagas. Sabía lo que eso significaba en la cultura taína, donde la exogamia era una regla generalizada y el incesto estaba rigurosamente prohibido. El peso de esa prohibición cayó sobre ellos con fuerza. Federica, dándose cuenta tardíamente de la magnitud de su indiscreción, se cubrió la boca con las manos. El silencio que siguió fue denso, lleno de preguntas no formuladas.

—Hijo mío—dijo Federica fingiendo dolor y vergüenza—. Tania es una mujer enferma, inestable.

Turey no salía de su consternación, sentía que su garganta se cerraba.

—Ustedes, los viajeros, son unos enfermos—añadió el oidor, mirando a Federica, con dureza—. Desde aquí pudo oler la mentira, la podredumbre en tus palabras y se atreven a juzgar nuestras acciones cuando ustedes son peores. — La furia que vio en sus ojos hizo que Federica se encogiera. Se mordió el labio, incapaz de defenderse. —Pero bueno, no es mi problema. Siempre me he caracterizado, Federica, por trazar varios planes de contingencia, no puedo pecar de incrédulo con relación a las palabras de Tania. Y, si mi Amelia no quiere darme lo que quiero, pues la saco de la ecuación sin ningún problema. Todo depende de ella.

Turey resistió el impulso de apretar los puños. Respiró hondo y mantuvo el tono de voz calmado para que no se notara el infierno que estaba viviendo.

—¡Te mataré antes de que logres ponerle un dedo encima! —murmuró Turey. Sus ojos eran dos llamas peligrosas. Crescencio dio un respingo involuntario y el taíno sonrió aún más al percibirlo.

—¿Es una amenaza u otra advertencia? —preguntó Crescencio.

Aunque su voz sonó firme, todos los presentes saborearon la amenaza en la atmósfera. El instinto de supervivencia se revolvió en el interior de Crescencio, como una lombriz retorciéndose en la tierra húmeda. Tragó saliva mientras se custodiaba de los guardias mientras su mirada se endurecía, el rencor y el resentimiento que había alimentado durante años ahora se desbordaban como un río desbocado. 

—¡Han hecho un tonto de mí por última vez! —exclamó el Oidor, apretando el arma con más fuerza—. Nadie me quitará el control.

—Nunca fue mi intención ofenderte—respondió Turey en voz baja. Crismaylin notó como su espalda se movía con una profunda inspiración—. Como padre te agradezco que hayas dado cobijo a mi hija, pero tocaste una parte muy sensible en mí y esa es mi mujer. Por eso, te exijo que luches con honor contra mí de hombre a hombre.

Los ojos oscuros de Crescencio, como la noche sin estrellas, estaban fijos en Turey, pero era evidente que su furia iba más allá de lo que estaba sucediendo en ese lugar; era una tormenta que había estado gestándose desde hace mucho tiempo en su corazón.

—¿De hombre a hombre? ¿Con honor? — Crescencio escupió la palabra como si fuera veneno—. ¿Cómo la que tenías cuando te acostabas con mi mujer en mi casa mientras ella me negaba mis derechos? No me vengas con esa condescendencia, maldito salvaje.

—Reconozco que no me porté bien contigo, pero en estas últimas semanas te encargaste de tirar por el suelo el cariño que logré llegar a tenerte— admitió Crismaylin con rencor.

Una risa burlona fue la respuesta de Crescencio. Su rostro se transformó en una mueca mientras sus dedos jugueteaban con la pistola. Parecía que había mordido un limón.

—Tus sentimientos no significan nada para mí. Creí que tratándote como una reina te dignarías a mirarme como hombre, pero no, eras incapaz de corresponderme. Es como dicen, aunque bañen al cerdo, este siempre querrá ensuciarse. En tu caso, adornarme la cabeza con tu indio salvaje —gruñó Crescencio, sus palabras impregnadas de veneno y desprecio—. Es hora de que tomes una decisión, solecito. ¡Guardias!

La tensión se cortaba con un cuchillo en el aire cuando los guardias, por órdenes de Crescencio, arrastraron a un golpeado Alejandro ante la mirada horrorizada de Crismaylin y Turey. Los moretones marcaban su rostro, y su cuerpo se doblaba por el dolor mientras era lanzado con desprecio al suelo polvoriento. Crismaylin sintió un nudo formarse en su estómago, sus ojos fijos en el cuerpo maltrecho de Alejandro. Quería correr hacia él, protegerlo, pero estaba paralizada.

Turey, a su lado, apretó los puños con fuerza, su cuerpo tenso como una cuerda a punto de romperse. El dolor en sus ojos era evidente. Los perros, excitados por la violencia y el miedo palpable, ladraban ferozmente, sus ojos brillando con una ferocidad instintiva. Los soldados, con lanzas en mano, estaban listos para ejecutar cualquier comando sin cuestionamientos. Crescencio avanzó hacia Crismaylin con una calma perturbadora.

—Es hora de decidir, solecito —dijo Crescencio, su voz tranquila, llevando un peso de amenaza que helaba la sangre—. ¿Vas a morir con este salvaje? ¿O finalmente verás la razón y aceptarás tu lugar a mi lado?

Crismaylin sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral. Se obligó a mantener la cabeza en alto, a no dejar que él viera su miedo. En ese momento, Alejandro gimió desde el suelo, su voz quebrada, pero aún llena de vida.

—Nunca te perteneceré, Crescencio —dijo ella, su voz apenas un susurro, jamás se doblegaría, eso no estaba en sus genes—. Prefiero morir antes que someterme a ti.

La expresión de Crescencio se endureció, sus ojos ardiendo con una ira contenida. Alzó una mano, y en un instante, los guardias se prepararon para moverse, la amenaza palpable en el aire. La abofeteó lanzándola al suelo, mientras que los guardias con la ayuda de sus lanzas retenían a un colérico Turey que sangraba en una de sus piernas. La tomó del cabello y le acarició el rostro, recorriendo con sus dedos el lóbulo de la oreja, sus mejillas hasta levantarla por la garganta. La respiración de Cris se quebró, fatigada. Hizo un sonido de protesta, rogándole sin palabras que se detuviera.

— Acepta mis condiciones o perderás todo lo que te es querido. Turey y Alejandro no verán un nuevo amanecer si decides desafiar mi voluntad. No permitiré que nadie, y mucho menos tú, desbarate mis planes.

La desesperación y el miedo se reflejaban en los ojos de Crismaylin. Miró a Turey, luego a Alejandro, quien, a pesar de su dolor, le ofrecía una mirada que gritaba que no se dejara doblegar. Sabía que aceptar las demandas de Crescencio equivalía a entregar su vida a un demonio vestido de oveja, pero la alternativa era un precio demasiado alto para pagar.

Turey, hizo negaciones con la cabeza, ante la perspectiva de que Crismaylin accediera a las demandas de Crescencio, a su corazón se le olvidó de latir. El oidor observaba, disfrutando del dilema tortuoso en el que había colocado a Crismaylin.

—Decide, y decide rápido—presionó Crescencio.

En ese momento, Crismaylin se dio cuenta de la profundidad del abismo frente a ella. La elección no era simplemente, apretó los dientes con fuerza. Odiaba la situación en la que se encontraba. Odiaba a Crescencio por obligarla a tomar una decisión tan difícil.

—No me obligues a tomar una decisión coaccionada—dijo la viajera con un hilo de voz.

—No te preocupes, solecito—dijo finalmente Crescencio y la tiró con brusquedad al suelo una vez más—. Yo te ayudaré a tomar la mejor opción.

El aire estaba cargado de una tensión casi palpable, cada respiración parecía una cuenta regresiva. Crescencio, con una sonrisa de triunfo malévolo, levantaba el arma apuntando directamente a Turey. Justo cuando su dedo comenzaba a presionar el gatillo, una risa siniestra se empezó a escuchar.

—¡No puede ser! —exclamó Federica, llena de alegría.

Gabriel, vestido como un Caribe, apareció y en un movimiento fluido y certero, colocó un cuchillo afilado en el cuello de Crescencio, quien por primera vez mostraba un atisbo de miedo genuino en sus ojos.

—¡Pero qué demonios, guardias! —gritó Crescencio, pero su voz se ahogó en su garganta cuando se dio cuenta de que sus propios hombres no se movían para protegerlo—. ¡Maldición!

Los guardias bajaron sus armas, y los perros, como si intuyeran el cambio de poder, se aquietaron. El silencio era ensordecedor, una pausa tensa en la que el destino de todos pendía de un hilo.

—Pensabas que con un simple disparo me sacarías del juego —susurró Gabriel con voz letal—. Aprendes lo básico y te crees un experto, imbécil.

Gabriel miró a Crismaylin con una expresión indescifrable, su mirada oscura, pero con un destello de algo más profundo, tal vez añoranza o desafío.

—¿Me extrañaste, bebé? —preguntó, en medio de un puchero, su tono sarcástico, contrastando con la gravedad de la situación.

Crescencio, ahora vulnerable y desesperado, buscaba en vano alguna salida, pero estaba acorralado. Sus ojos se movían frenéticamente, tratando de encontrar un apoyo, una escapatoria, pero no había nada ni nadie que pudiera salvarlo.

—¿Pero si yo te maté? —balbuceó Crescencio. Gabriel aflojó un poco la presión del cuchillo de su cuello, solo lo suficiente para que pudiera tomar aire. —¿Qué significa esto?

—Esto significa que siempre fuiste un tonto. —El Caribe apretó el puñal contra su yugular, cortándolo un poco, dejando claro que iba en serio. —Nadie te explicó que para matar a un monstruo se le debe cortar la cabeza. La bala no perforó ningún órgano vital. Siempre tuve mis reservas contigo, pero nunca pensé que llegaras a ser tan imbécil.

—Debes de matarlo, hijo—pidió Federica colérica.

—Todo a su tiempo, madre —dijo Gabriel muy lentamente, para que Crescencio lo entendiera bien.

—No puede ser...—susurró la viajera.

Turey apretó los dientes con furia.

—¡Oh!, sí, bebé —replicó el Caribe con una suavidad letal—. Pronto sabrás lo vivo que estoy, pero primero debo de deshacerme de este y del sucio indio que quieres tanto.

Su tono era tan amenazador que a Crismaylin le costó tragar.

—Vete a la mierda—replicó ella molesta.

Él sonrió con sarcasmo.

—Eso es lo que amo de ti —dijo Gabriel, sonriendo con frialdad—. Debo de terminar lo que tu marido no pudo, ya después nos pondremos en la misma página.

—Yo vi cuando la bala perforó tu cuerpo—contestó Crismaylin tratando de pensar mientras intentaba ganar algo de tiempo—. Fuiste lanzado al mar. Es imposible que estés vivo.

—Relájate, bebé —le dijo, clavándole la mirada—. Solo fingí, nada más. Ya tenía mi sospecha sobre Crescencio, pero como siempre nublaste mis pensamientos y no tuve tiempo de trazar un plan así que improvisé. Necesitaba saber en qué suelo estaba parado antes aparecer ante ti.

—¡¿Por qué diablos no te mueres de una vez por todas?! —exclamó Crismaylin entre una mezcla de odio e impotencia.

Él la miró con dureza.

—El día en que muera te irás conmigo, bebé—sentenció el Caribe—. Antes déjame limpiar la escoria que nos rodea.

Turey gruñó. El orgullo era la única arma que le quedaba para defenderse. Apretó los dientes, renovando su determinación de acabar con Gabriel de una vez y para siempre.

—Soy el oidor de la Real Audiencia, no puedes tocarme ni un pelo si no quieres que la corona acabe contigo, no serás tan tonto para equivocarte. Si quieres que tus planes se materialicen, necesitas al oidor de la Real Audiencia —Crescencio estaba cada vez más histérico. —Soy intocable para ti, así que suéltame y seré indulgente contigo.

—En eso tienes toda la razón, necesito a un oidor, no a ti Crescencio—La voz de Gabriel era fría y sin inflexión.

Sin vacilar, Gabriel movió su brazo, y el cuchillo se deslizó como mantequilla por la garganta de Crescencio. El silencio que siguió fue profundo, interrumpido solo por el sonido sordo del cuerpo de Crescencio, colapsando, ahogándose en su propia sangre. La consternación se apoderó de todos, congelando el momento en una estampa de horror y liberación.

Crismaylin sintió que las piernas le fallaban, la adrenalina dando paso a una sensación de vacío abrumador. Miró a Turey, buscando en sus ojos una ancla, algo que la mantuviera firme. Gabriel se erguía sobre el cuerpo inerte de Crescencio, la crueldad de su acto no dejaba dudas sobre su capacidad de violencia, pero en sus ojos había también una chispa de satisfacción, un indicio de justicia cumplida a su manera.

—El juego ha cambiado, bebé —dijo Gabriel, su voz rezumando arrogancia—. Ahora, soy yo quien dicta las reglas.

Los guardias, todavía en shock, comenzaron a retroceder lentamente, reconociendo el nuevo orden que se había instaurado. Federica estaba extasiada, con una sonrisa amplia que contrastaba con la tensión aún palpable en el aire. Crismaylin, Turey y Alejandro, sin embargo, sabían que el camino por delante sería difícil.

—El desafío que le lanzaste a este mequetrefe aún sigue vigente —expresó Gabriel, mirando a Turey con una sonrisa de superioridad. La cara de Turey se crispó en una mueca desagradable, una mezcla de odio y resentimiento encendiéndose en sus ojos—. Ahora es un buen momento para que saldemos cuentas tú y yo de una vez por todas.

—¿Estás listo para morir? —preguntó Turey, con una mirada glacial que prometía dolor y retribución.

Gabriel sonrió con sarcasmo, sus ojos brillando con una mezcla de desafío y desprecio.

—Siempre.

Un sentimiento malicioso nació desde lo más profundo de Turey, convirtiéndolo en una fiera letal y hambriento, con un único propósito en la vida: matar al asesino de su hermana, de su gente y quien se atrevió a dañar a su mujer. Sintió cómo la rabia lo transformaba, endureciendo sus músculos, agudizando sus sentidos. No lo pensó dos veces, y se lanzó sobre él. 

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