Lobas marcadas por el mismo lobo

—¡Ustedes me van a causar mi muerte!

Alejandro exhaló una crítica hacia Crismaylin mientras tomaba un poco de vino. Después de los disparos, el lugar se llenó de personas, entre ellas Crescencio y María de Toledo, formando un semicírculo. Gabriel se movía como un león enjaulado, furioso, de un lugar a otro.

—Alejandro, ¿qué ocurrió? —preguntó Crescencio frunciendo el ceño.

—Lo que sucedió fue un malentendido —respondió Alejandro, echando una mirada nerviosa hacia el lugar por el cual se había ido Turey—. No hay nada de que preocuparse.

Gabriel lo miró con frialdad.

—¿Estás diciendo un malentendido? —exclamó el Caribe con una sonrisa sarcástica.

—Lo que realmente sucedió fue que vi algo que se movía entre los arbustos y grité, entonces Gabriel comenzó a disparar...—intervino Cris—. No lo sé, pensó que era un ladrón, pero ahora que lo pienso, pudo haber sido un animal que andaba por allí o el viento que agitó las ramas.

—Me inclino más por la hipótesis de un animal con el tamaño de un hombre—expresó Gabriel con tono gélido. Su rostro se tiñó de sombras en una fracción de segundo.

—Algo no cuadra aquí —expuso Francisco cruzando los brazos—. Se oyó diversos disparos, encontramos a Alejandro en el suelo y mi cuñada señala que fue debido a un grito al pensar que vio a un ratón.

—Eso no tiene sentido—intervino Xiomara.

—Dudo que mi hijo disparé como loco a causa de unos gritos —interrumpió Federica con desinterés, y la viajera la miró desconcertada—. Lo más seguro fue que vio a alguien intentando atacarla sin que se diera cuenta.

—¿Y el golpe que recibió Alejandro? —preguntó Xiomara.

Alejandro se levantó del suelo y sacudió el polvo de los pantalones.

—No me fije en el muro y choque de frente—dijo Alejandro dejando escapar un suspiro de hastío—. Creo que me excedí con la bebida.

—No recuerdo haberte visto tomando—replicó Francisco.

—Un artista siempre tiene la capacidad de aprender a hacer las cosas sin que lo vean. —Alejandro se encogió de hombros—. Pero sí, tomé algunas copas.

—¿Dónde están tus hombres? —indagó el falso Diego Colón—. Eres conocido por esconder y proteger a los salvajes, tal vez uno de ellos pensó aprovechar el momento y robar.

—Me ofende la insinuación, mi señor —dijo Alejandro con la cara agitada—. Mis muchachos serían incapaces de hacer algo como eso. Son personas trabajadoras y dóciles. Además, llamarlos ladrones también me está involucrando a mí—. Soltó un gruñido sin esconder que se sentía muy molesto.

Diego Colón sonrió con ironía.

—Ni menos, solo expongo los hechos. —añadió Diego inspirando hondo—. Solo queremos esclarecer el asunto.

—Con todo respeto mi señor, su observación podría ser incorrecta—comentó María de Toledo.

—¡Creo que la actitud contestona de mi cuñada está propagándose entre las mujeres respetables de la colonia! —exclamó Francisco con ironía.

—Mi señora, le aconsejo que guarde silencio. —Soltó Diego Colón una carcajada ante la cara pálida de María.

—Escuchen... —La viajera cogió aire y lo soltó poco a poco—. Puedo asegurarles que estaba sola cuando comencé a escuchar los disparos. Salí a tomar un poco de aire y nada más. Me resulta desagradable que hayan puesto en tela de juicio mis palabras y la de mi primo Ruberto Alejandro.

Gabriel miró por cada parte del cuerpo de Crismaylin antes de decir.

—Nadie duda de sus palabras, mi señora. Y debo informarle que no estaba sola como dice. Como dijo mi madre, observé en la distancia una sombra, la de un hombre. No puedo asegurar que sea de los hombres de Ruberto, pero sí puedo decirle que las únicas personas que tienen esas tendencias de escabullirse entre las sombras son los taínos que de casualidad andan disfrazados por mi casa—dijo con una sonrisa. Cris dio un respingo involuntario y él sonrió aún más al percibirlo—. Su esposo debería reforzar las calles de la colonia, por allí está un depredador suelto.

—Todo esto es sumamente confuso, pero aceptaré su idea de reforzar la vigilancia, no podemos permitir que nadie perturbe la paz en la colonia —manifestó Crescencio con preocupación—. Temo que mi esposa y yo, ante los sucesos de esta noche, tendremos que marcharnos.

—Haré lo mismo que los Dávila, me marcharé con mis muchachos de esta casa para evitar otro malentendido—expresó Alejandro, quien cogió una ramita del suelo y luego la partió con los dedos.

—Me temo que no podrá irse así de fácil Ruberto Alejandro—comentó Gabriel alzando una mano para interrumpirle—. La fiesta finaliza, cuando yo lo decida, le pagué una buena cantidad para que deleite a mis invitados. En su caso, Crescencio, insisto en que se quede. Creo que es una ofensa que se vaya.

Crescencio aceptó y Crismaylin dominó una mueca de disgusto.

—La próxima vez no fallaré —dijo Gabriel en voz baja, al pasar por el lado de la viajera penetrándola con sus pupilas.

Con desasosiego, Cris observó cómo Gabriel abandonaba la sala sin volver la vista atrás.

A Crismaylin le resultó imposible abandonar la casa en los días siguientes, Crescencio se negaba a dejarla salir ni siquiera a la capilla que estaba al lado. Necesitaba excusarse con Alejandro que no quería cruzar ni media palabra con ella; sus ojos en lo que restó de la fiesta evitaron cualquier contacto visual.

Cada vez que Crismaylin trató de acercarse, percibió en él un muro de silencio, un abismo que pareció aumentar con cada intento. Y después empezó a enviarle mensajes temprano en las mañanas con algunos lacayos, que regresaban sin una respuesta de su parte.

Para pasar el tiempo y no volverse loca, se dedicó a ser una ama de casa para pasar el tiempo. Crismaylin se vio envuelta en una danza torpe de tareas domésticas. Intentó navegar entre las habitaciones de la casa con la gracia de un equilibrista, tratando de recordar qué lugar requería atención y cuál permanecía en el olvido.

La cocina, con sus utensilios de hierro y el calor del fogón, representó otro desafío aún mayor. Trataba de liderar el escenario hogareño con la gracia de un novato en su primer baile, lo cual le requería un conocimiento que aún no poseía.

Las criadas, con paciencia, trataron de enseñarle los secretos del arte culinario, pero para Crismaylin, cada plato era un poema que aún no comprendía. Cada plato se convirtió en un experimento, una exploración de sabores que iba más allá de su comprensión.

No podía esperar mucho tiempo; necesita hablar con Alejandro y, de paso, establecer un día para regresar a su época con Turey. Sin darse cuenta, los cuatro meses estaban llegando a su fin. Crescencio persistía en consumar el matrimonio, y no podía tolerar la presencia de Gabriel.

Salió unos minutos después de que Crescencio se fuera a una reunión con los nobles de la colonia. No repasó cuáles eran las costumbres que debía ejercer, por ejemplo, no debía salir sin un acompañante ni mucho menos sin un velo. Para tener una cuartada, fue a la casa de los Campusanos Polanco, casa ubicada entre la plazoleta de los curas y la catedral.

Aunque no le importó el cuchillero que se formó, tocó la puerta y esperó a que uno de los criados la recibiera. Cruzó el umbral de la casa con un presentimiento incierto. El aire estaba lleno de un olor extraño, y la tristeza se colgaba como una sombra. Mientras se incorporaba, el sonido de una campana resonaba en la lejanía. En el pasillo, se cruzó con Gregorio Campusano, quien descendía con la mirada decaída por las escaleras junto a un cura; al verla, se sorprendió.

—Señor Campusano, perdone que no avise antes de mi llegada, ¿cómo sigue su señora? —preguntó la viajera frunciendo el ceño.

—La señora Campusano está enferma, señora Dávila. El cura está ofreciendo sus oraciones—dijo Gregorio suspirando.

Crismaylin notó la tensión en los ojos de Gregorio, como si estuviera pensando en algo más que una simple enfermedad, mientras él le informaba sobre la salud de su esposa.

—¿Saben cuál es la causa de su padecimiento? —indagó la viajera bajando la voz.

Gregorio titubeó antes de hablar.

—Se dice que mi esposa está siendo víctima de malas artes. Hay rumores de supersticiones que la rodean, que no deberían ser pronunciadas en voz alta.

Crismaylin asintió, comprendiendo que las personas allí creían que el manto de lo desconocido se cernía sobre la casa.

—¿Podría verla? —preguntó ella.

Gregorio le indicó cuál era la habitación y se excusó de no acompañarla porque debía abordar algunos asuntos con el cura. Crismaylin, preocupada, se acercó sigilosamente a la habitación de María Federica Campusano. Al empujar la pesada puerta entreabierta, se encontró con la figura pálida y demacrada de la mujer enferma. Su rostro, una sombra de la vitalidad que alguna vez tuvo.

María Federica yacía en la cama, sus ojos muy abiertos con bolsas azuladas debajo y la mirada en blanco. Ahora la piel, que antes era radiante, palidecía como la luna en una noche nublada. Unas mujeres entraron en la habitación y comenzaron a cantar canciones religiosas. La viajera permaneció en silencio durante largo rato mientras analizaba los hechos. Comenzó a lloviznar. Las gotas golpeaban contra las ventanas.

—¿Crees que vaya a durar una semana más? —preguntó Xiomara con voz sarcástica, sacando a Crismaylin de sus cavilaciones. Se colocó a su lado, sosteniendo un pequeño manojo de hierbas secas.

— Sus síntomas son algo desconcertantes. Tal vez sea cáncer... no estoy segura, pero en esta época es difícil proporcionar un diagnóstico certero. —Xiomara lanzó una brevísima mirada a su tía antes de volverse hacia Crismaylin y encogerse de hombros.

—Algo conveniente para ciertas personas—comentó la viajera manteniendo el mismo tono debajo de voz que estaba empleando Xiomara.

Xiomara se golpeó una uña contra los dientes delanteros. Sacudió la cabeza.

—Te aconsejo que no insistas en que tengo algo que ver con el deterioro de la salud de mi tía —replicó Xiomara con un dejo de satisfacción—. A cada quien le llega su hora. Además, no vengas a dártela de justiciera conmigo.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Crismaylin con cautela y se apartó un poco, pero Xiomara se acercó aún más quedando codo a codo.

—Las mujeres de esta época cuando ven algo escandaloso o cuestionable les encantan ignorarlo, apartando la vista, pero como ves, yo no soy así. Tienes el descaro de coquetear con Gabriel delante de tu marido, o qué, ¿vas a negar que te la pasaste de manitos debajo de la mesa con él? —La voz de Xiomara era suave y divertida—. Eres una chica mala, no conforme con eso te desapareciste para revolcarte con tu otro amante.

—Tienes aire de vieja de patio, te inventas cada chisme, pero déjame informarte que te equivocaste por mucho conmigo —aseveró la viajera con determinación—. Nada de lo que dices es cierto.

—Bueno, si yo estoy equivocada contigo, lo mismo puedo decir de ti. No tengo nada que ver con la enfermedad de mi tía. —El tono cínico y divertido de la voz de Xiomara hizo enojar a la viajera.

La luz del sol se filtró por las ventanas y acentuó las facciones demacradas de María Federica.

—No nos compares —dijo la viajera secamente. Se fijó en el cuello de Xiomara, levemente cubierto con una cinta que trataba de ocultar una marca de dientes. El corazón empezó a latirle con tanta intensidad que creyó que sufriría un paro cardíaco allí mismo. Tragó saliva—. Eres un ser despreciable al igual que él.

Xiomara hizo una mueca de desdén.

—Somos lobas marcadas por el mismo lobo —dijo Xiomara con sarcasmo.

Crismaylin le dirigió una mirada cargada de recelo. Luego su rostro se relajó y adoptó una expresión de cinismo burlón.

—Cachorra, te equivocaste a lo grande con esta loba—dijo la viajera antes de salir de la habitación.

La viajera bajó la escalera y se encontró con Gregorio. Le sugirió que buscara otra opinión y le recomendó a Gonzalo, el médico que era viajero en el tiempo.

—Muy amable, lo tomaré en cuenta —dijo Gregorio Campusano con aire ausente.

Caminó por las sendas mojadas llenas de casas de piedra, hasta cruzar la callejuela alineada de negocios. Llegó a la casa de Alejandro, quien por medio de un criado le informó que no la dejaría pasar. Insistió, pero al cabo de un tiempo se dio cuenta de que su amigo no cedería.

El tiempo volvió a ser lluvioso, pero se negaba a volver a su casa. Empezó a caminar y llegó a una de las puertas de la colonia, que estaba abierta. Lloviznaba, pero no había frío y el sendero estaba lleno de árboles cubiertos de la neblina. Decidió explorar un poco.

El terreno no era abundante en maleza, uno que otro matorral. Llegó a un pequeño arroyo y se sentó sobre un tronco. Crismaylin se sumergió en sus pensamientos mientras las aguas fluían con serenidad. El ruido del viento entre las hojas de los árboles parecía llevar consigo sus dudas. La mirada perdida en el horizonte, anhelaba que Turey aceptara viajar a su tiempo, pero sabía que la idea de abandonar a sus hijos pesaba sobre él como una losa.

Las amenazas de Gabriel resonaban en su mente. Y, por otro lado, Crescencio, añadía una capa más a la complejidad de la situación. La brisa agitó su cabello mientras cerraba los ojos, intentando encontrar la claridad en medio del torbellino.

Crismaylin sintió la chispa de una esperanza parpadear en su mente, como una tenue luz titilando en la oscuridad. El sol emitió su luz sobre el arroyo, evidenciando la posibilidad de una solución. La idea flotó en el aire como una tentadora promesa, lista para cobrar vida. Solo necesitaba darle forma, como quien enciende un fuego y deja que la llama crezca, esparciendo su calor hasta quemar todo un bosque.

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