La señora de la casa

La viajera se pasó los siguientes días en una situación de depresión intensa. No salía de su habitación, solo lloraba cuando la desesperación la abrumaba hasta el punto de enloquecerla. No podía hacer nada para modificar el final, habría muertes de los dos bandos con el mismo resultado, la supremacía de los colonizadores sobre los nativos. Intentó ser razonable cuando sus emociones no le nublaban la razón.

Era natural que lucharan por aquello que consideraban suyo, mostraron hospitalidad y, como resultado, obtuvieron grilletes en las muñecas. Las diferencias entre Taínos y Caribes fueron superadas cuando apareció un enemigo común, el conquistador español. Los taínos tenían mucha fuerza y valentía, pero ¿cuál sería la probabilidad de que pudieran ganar?

La táctica militar indígena era simple: ofensivo o defensivo. El orden se estableció de la siguiente manera: los más experimentados iban delante, los guerreros con cierta experiencia detrás y los novatos para ejercer la vigilancia y evitar los ataques por sorpresa. Entonces, de ser así, Turey estaría en la primera línea, la tristeza de ese hecho le traspasó el corazón.

Sus armas eran rudimentarias, elaboradas de piedra y madera, nada que ver con la superioridad del armamento y la preparación militar español. Además, se enfrentarían a otra desventaja, la del aspecto psicológico, ya que los taínos sentían temor al ruido que producían las armas, así como a los caballos y los perros.

Según Turey, ellos aprendieron a manejar las armas españolas, ¿eso les daría alguna ventaja?, tal vez. La viajera reconsideró su opinión con respecto al conocimiento histórico. Frunció el entrecejo, tratando de recordar hasta el último detalle. No había mucha documentación, solo unas pocas notas alusivas a dicha batalla.

"Después de la muerte de Cotubanamá, como botín de guerra, todas las tierras de Cayacoa fueron repartidas, tocándole al rey de España una parte, la cual fue bautizada con el nombre de "Hato Mayor del Rey", administradas por Diego Solano, luego estas serían incluidas en el mayorazgo de los Dávila, que asesinarían a cientos de rebeldes cerca del ingenio azucarero de Diego Colón, en las cercanías de la ciudad de Santo Domingo.

Los taínos atacarían a los españoles causándoles grandes bajas, pero estos lograrían movilizar la caballería y sus armas hasta conformar una estructura de defensa circular que les permitió enfrentar de forma más efectiva la ofensiva rebelde. En el combate cuerpo a cuerpo sería catastrófico, ya que los españoles, utilizarían la lanza, la ballesta y la espingarda, una especie de cañón de artillería liviano que los neutralizarían con rapidez".

Crismaylin se levantó de la cama y abrió una de las ventanas que daban al río Ozama, su caudal tranquilo y pausado, acompañado del canto de los pájaros, daba una especie de paz. En ese momento, carraspeó, aguantando el deseo profundo de llorar, pero no lo consiguió. Su imaginación le hizo pensar que Turey estaba tirado entre una multitud de cadáveres. Se ahogó, sin poder respirar. Cerró los ojos y se desconsoló, con el corazón destrozado. Se secó las lágrimas, pero no pudo evitar continuar llorando.

—De seguir así te vas a morir por deshidratación.

La viajera se dio la vuelta. Federica se encontraba en el umbral de la puerta, la miró de manera despectiva con las manos en las caderas.

La frialdad de Federica impactó a Crismaylin hasta lo más profundo de su ser. No podía concebir cómo una madre podía hablar de su propio hijo de esa manera. La rabia ardía dentro de ella, pero también sentía una profunda tristeza por la falta de empatía de esa mujer.

—Se está hablando mucho de tu aislamiento. —Federica cerró la puerta y se sentó en una silla—. No es conveniente llamar tanto la atención, y si estás así por lo que creo, debo aconsejarle que dejes el melodrama. Si mi hijo se unió a esa guerra y lo mataron fue su problema, él mismo se le buscó.

Cientos de escalofríos le atizaron por dentro por la rabia e impotencia a la viajera. ¿Cómo era posible que por las venas de esa mujer corriera hielo? Era más fría que el permafrost.

—¡Eres un ser despreciable! —le gritó Crismaylin a la cara—. ¡Está hablando de su hijo!

—Baja la puta voz—gruñó Federica—. No he dicho nada que no fuese verdad. Antes que tú, conversé con él y como la idiotez la heredó del padre, se negó a entender.

—¿Qué hizo qué? —tartamudeó la viajera.

—Lo que escuchaste, le dije que desistiera de esa estupidez de luchar con sus marginales y sucios amigos. No saldría victorioso, lo aplastarían como a simples cucarachas. Le ofrecí una salida y la rechazó, él muy idiota. —Federica levantó la barbilla en un gesto de soberbia—. Por lo tanto, no me siento culpable, ni mucho menos, si ahora es abono para fertilizar la tierra.

Crismaylin enrojeció debido a la indignación de escuchar a las palabras de Federica. Caminó hacia ella y le propinó una poderosa bofetada.

—¡Eres una desgraciada! —Le gritó—. Jamás imaginé que conocería a alguien tan miserable como tú. Estás hablando de la vida de tu propio hijo, perra sin corazón.

Federica la miró con desprecio. De sus labios salió un gruñido herido.

—¡No eres nadie para juzgarme! —estalló. Una marea roja de rabia invadió su rostro, y sus manos se convirtieron en dos puños apretados—. ¡No soy una mala madre, hice lo que tenía que hacer, pero Turey es un adulto y hará lo que quiera! No voy a permitir que me insultes, eres una cualquiera. Te recuerdo que su destino es extinguirse junto con su gente. Es algo que debe de suceder, quiera uno o no. Acaso no conoces la historia, no vengas a hacerte la loca.

Eso cabreó a la viajera.

—Morirían muchos en esa batalla, pero Turey no—corrigió Crismaylin.

—Tal vez. —Se le erizó el vello a Crismaylin ante la afirmación de Federica—. El resultado será el mismo, ya sea hoy o mañana.

—¿Y tú cómo sabes eso? —gruñó la viajera en un susurro.

—Por la simple razón de que no me niego a la realidad. No soy la primera ni la última madre en sufrir la pérdida de un hijo. Reconozco que es fuerte, superó sus ilimitaciones al sobrevivir a esta época. Como te dije, lo heredó de mí, pero ser estúpido y arrogante lo sacó del padre y yo no puedo hacer nada contra sus genes. —Federica hizo una corta pausa—. Ahora, quita esa expresión de viuda estúpida y ponte a trabajar con los preparativos para la fiesta. Aquella batalla y tu ilógica depresión lo han retrasado. Y lo mejor de esta época son sus fiestas, de lo contrario, todo se vuelve monótono y aburrido. Por último, para que veas que no soy insensible, te daré un objeto para que Blanquita viaje contigo. A la madre le daré monedas para que se largue al mismísimo infierno si quiere.

Trascurrieron eternos segundos hasta que Crismaylin por fin reaccionó.

—¡¿Qué?! —dijo la viajera sin salir de su asombro—. ¿Por qué...?

Federica resopló de fastidio.

—Como médico, te recomendaría unos medicamentos para la memoria, además de que visitaras a un neurólogo y a un otorrinolaringólogo. —Federica se rio sin ganas—. Tienes un caso grave para entender y escuchar.

—¿Por qué harías algo así por ellas? —Cris se imaginó lo peor, Federica no sería recordada por ser una persona altruista—. Si les hiciste daño, te juro...

—Cierra la boca, esa niña es mi nieta. —Expresó un tanto desconcertada—. Sería una pena que una niña con tan hermosa sonrisa se pudra en esta maldita época. Qué querías que hicieran si estabas recluida como una maldita mártir. El tiempo sigue corriendo y no perdona. Además, mira qué lindo regalo me dio.

Federica le mostró un objeto, una imagen del infinito amarrada a dos cuerdas, como si fuera un pequeño colgante. Recordó que le vio uno parecido a Turey cuando estaban de recién casados y le llevó varios solenodontes muertos para que los preparara.

—Cuando abandoné a Turey con Coaxigüey, le di ese símbolo como regalo. Todo es un ciclo eterno. —Federica soltó una risa seca—. Al parecer, eso se convirtió en una reliquia familiar, me siento honrada.

La puerta se abrió de golpe y apareció María de Toledo, con las mejillas sonrojadas y algunos mechones de pelo sueltos, había salido corriendo para darle una noticia a Crismaylin. Se recompuso al ver a Federica. Se comunicaron con la mirada, así que Cris despachó a Federica sin prestar atención a sus amenazas. Cuando se aseguró de que no serían escuchadas, instó a María a hablar.

—Turey está vivo, lo alcanzaron con un disparo en el segundo día del levantamiento, pudo refugiarse en la casa de unos amigos míos donde lo atendieron—expresó ella conmovida.

La viajera parpadeó al notar que las lágrimas se le acumulaban tras las pestañas.

—Gracias a Dios—susurró Crismaylin mientras que un escalofrío naufragó por su cuerpo.

—Ahora, como le dije, está protegido por un amigo muy leal a mí, no es recomendable que entré ahora—murmuró María en voz baja—. El impostor de mi esposo ordenó poner guardias en las entradas y revisar todo lo que entra y sale de la colonia.

—Por lo menos sé que está vivo. —Cris se rio con tristeza.

Ambas mujeres que estaban presas de sus emociones se abrazaron con fuerza. Rompieron a reír y a llorar, dejando salir toda esa angustia que guardaban en sus corazones.

—Y le tengo otra buena noticia, Turey encontró al verdadero Francisco Dávila—le susurró María en el oído a la viajera.

Con las esperanzas y las fuerzas recobradas, la viajera se dispuso a salir de su auto encierro. Su aspecto no era muy agradable, tenía los párpados hinchados, la nariz roja aparte de congestionada y los labios agrietados de tanto llorar. Buscó a Crescencio y no lo encontró, así que salió al patio a tomar un poco de aire fresco. Como de costumbre, las criadas solo la miraban sin dejar de hacer sus quehaceres. Se acercó a ellas y trató de hablarles, percibió cierto miedo o recelo. Incluso, se atrevió a pedirles consejos para la fiesta y solo recibió de ellas silencio. Era un comportamiento bastante extraño.

Empezó a caminar por los alrededores. Meditó que necesitaba lavarse el pelo y conseguir algo con lo cual maquillarse. Sin tener que verse en un espejo, sabía que su aspecto era lamentable. Cerca de las caballerizas vio cómo dos capataces arrastraban a un joven negro. Temiendo lo peor fue a ordenarles que lo dejaran en paz. Una de las sirvientas, la responsable de adquirir los alimentos en el mercado, le rogó con temor a que se devolviera, algo que no hizo.

Caminó con pasos decididos hasta las caballerizas, se guió por unos gritos amortiguados, la escena que encontró la dejó atónita. Un hombre negro que estaba atado a un potro siendo sodomizado por Francisco, su cuñado. Había otros más, arrodillados, también desnudos e inmovilizados con grilletes. Los capataces arrojaron al joven que se tapó el rostro, aterrorizado.

—Suplícame, maldito esclavo, a que te haga mío —murmuró Francisco—. O quieres que te cambie por tu hijo.

Se produjo un espantoso silencio, la humillación, que inundó cada espacio del lugar. El hombre lloró de impotencia y vergüenza. Un grito pesado escapó de su boca.

—Por favor... mi señor...

Francisco con látigo en mano lo golpeó varias veces en la espalda hasta hacerlo sangrar. Sus gritos de dolor llenaron el sitio. Desde la distancia, la viajera pudo observar el pánico que fluía a través del joven, el sudor que goteaba en su frente mientras escuchaba los gritos amortiguados de su padre.

—¿Por qué todavía se resisten? —se quejó Francisco, a la vez que lo arremetía con dureza—. Son menos que nada. Tiburcio, pásame el cuchillo.

Francisco agarró por la nuca al esclavo, lo inclinó en un ángulo doloroso y le clavó el objeto en uno de sus ojos. Él gritó y lloró mientras la sangre bañaba su cara.

—¡Mi ojo! —exclamó el esclavo.

—Ah, ¿qué importa? No lo necesitarás—gruñó Francisco enojado, luego soltó una carcajada—. Así no verás cuando comience con tu hijo.

Francisco sacudió el cuchillo y la sangre salpicó en la pared al lado de Cris, que temblaba de indignación. Quiso matarlo, destruirlo con sus propias manos. Tras tragar saliva, se armó de valor y pensó que no saldría viva de ese lugar. No le importó. Odiaba todo tipo de abuso.

—¿Qué diablos crees que haces maldito infeliz? —le gritó ella a Francisco—. Ahora mismo lo sueltas y liberas a los demás, malnacido.

Todos se giraron. El nerviosismo bailó en los ojos de los capataces, mientras que en los esclavos se apoderó la desconfianza. El único que no mostró ningún tipo de emoción fue Francisco.

—Cuñada que agradable sorpresa —dijo, con una sonrisa diabólica apareciendo en su rostro—. Ya se te pasó el duelo por la muerte de ese despreciable taíno. Por lo que supe lo colgaron con sus propias tripas.

Cris soltó el aire con lentitud. No iba a desmentirlo. Él no necesitaba saber que Turey sobrevivió y que liberó al verdadero Francisco Dávila. Sus ojos soltaron chispas asesinas, pero se obligó a serenarse.

—Me vale madre lo que escuchaste, haz lo que te ordené—masculló ella molesta.

—¿Y qué ocurre si no lo hago? —lanzó Francisco con soberbia.

—Sabes muy bien que no te gustaría conocer el resultado—gruñó la viajera en un susurro.

Francisco caminó decidido y se detuvo frente a Cris, le agarró la barbilla y antes de que pudiera zafarse le dio una bofetada en la mejilla. La sangre comenzó a hervirle como lava a la viajera.

—¡No te atrevas a amenazarme, zorra infeliz! —le gritó Francisco, las venas sobresaliendo en su frente.

Cris se limpió con los dedos la sangre que brotó de su boca. Pensando en sus opciones, se dio cuenta de que no podía vencerlo en un enfrentamiento físico directo, así que ajustó su estrategia de ataque. Notó un palo lo suficientemente firme cerca de ella y, cuando Francisco le dio la espalda, lo agarró y le golpeó la rodilla hasta que se partió en dos

—Si vuelves a pegarme, te mataré. No me creas tan estúpida de que voy a pelear cuerpo a cuerpo contigo en este momento. —Sus ojos se entrecerraron e inclinó la cabeza. Luego siseó como una serpiente: — Es más, le contaré a Gabriel que me golpeaste, lo conoces, sabes muy bien lo que te hará. Ya te imagino colgado de los cojones en la plaza con una viga atravesándote el culo.

Francisco parpadeó un par de veces en un intento de amortiguar el fuerte dolor en su rodilla, y luchando contra su deseo de matarla, pero era consciente de que sus acciones le traerían problemas con Gabriel. Dio la orden para que soltaran a los esclavos. La fulminó con la mirada mientras tomaba su ropa y salió del lugar cojeando. Crismaylin lo vio marcharse jurando en sus adentros que buscaría la forma de vengarse de él. Cuando se percató que los capataces iban a marcharse los detuvo. Les ordenó que liberaran a los esclavos y viéndolos les preguntó:

—¿Quién es la señora de esta casa? —Ninguno les contestó, por eso repitió su pregunta con voz fuerte y decidida.

—Usted—respondieron solo los esclavos.

Crismaylin mirando a los capataces, les ordenó que les quitaran los grilletes a los esclavos y les quitó las llaves de las barracas. Luego, le dijo a estos últimos que apresaran a los primeros. Al principio, dudaron, pero al verla tan decidida actuaron en consonancia. Extendió su mano y pidió un látigo.

—Busca a un médico para que atiendan a tu padre—le dijo al joven y mirando a los demás—. Y ustedes van a quedarse aquí conmigo. —Agitó el látigo—. Quiero que todos en esta casa entiendan que el ama soy yo, estos abusos están prohibidos y siéntanse en la confianza de informarme si se repite.

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