La capilla de los Remedios
La viajera regresó a su hogar, incapaz de asimilar la información que Federica le había brindado. Era algo imposible de creer. Se detuvo en seco, sacudió la cabeza, cada vez más confundida. Sin proponérselo, se percató de que estaba relacionada con los hijos de Federica sin saberlo. Exhaló con tristeza y desvió la mirada.
Tania era una enferma mental, y no podía comprender cómo, aun sabiendo que Turey era su medio hermano, no había dudado en acostarse con él. Así que todo lo que le había dicho sobre Gabriel y su desesperación por regresar al presente por el bien de la criatura era mentira. No creía que esa nueva información pudiera hacer que Gabriel y Turey olvidaran sus viejas rencillas y se reconciliaran como hermanos. Ambos eran muy orgullosos y se odiaban, consumidos por la venganza como una enfermedad terminal. Hizo una pausa e intentó tragarse el nudo que tenía en la garganta antes de entrar a su casa.
En cuanto a la oferta, o mejor dicho, la amenaza que le había lanzado Federica, comprendió que estaba caminando sobre brasas, descalza. Debía ser juiciosa en cada movimiento que hiciera; cualquiera podría ser un espía de Federica o de Gabriel, incluso un criado, o todos, para su desgracia.
—Mi señora, iba a salir a buscarla —dijo Petronila—. El amo Crescencio tuvo un accidente.
Un grito se escapó de sus labios. Se dirigió al despacho donde encontró a su esposo sentado con una herida en el tobillo, unos raspones en las manos y un enorme chichón en la frente. No pudo reconocer a la persona que lo atendía, pero notó que sabía lo que hacía.
—Solecito, regresaste —dijo Crescencio, feliz al verla.
—¿Qué te pasó? —inquirió ella, nerviosa.
—No es nada, solo me resbalé por las escaleras —contestó él con ternura.
No era ningún secreto que Crescencio estaba en el punto de mira de Gabriel y que en un descuido lo eliminaría. Recordó las palabras de Francisco: necesitan a un oidor, no a él. Parpadeó para contener las ganas de llorar. Una sensación desesperada le nació en el pecho. Se sintió culpable.
—¿Te resbalaste o te empujaron? —gruñó ella y apartó el pelo de su rostro al verlo tan confundido; se obligó a recomponerse—. Perdona, estoy nerviosa.
El rostro de Crescencio, resplandeció de júbilo. Su preocupación por él le llenó el corazón de amor.
—Bajaba por la escalera junto a Francisco y Gabriel cuando resbalé. Habría sido peor si no hubiesen estado a mi lado —dijo con una mueca de dolor. La viajera abrió un poco los ojos al oír eso y experimentó miedo al comprobar sus sospechas, mientras él sonreía divertido—. Solecito, de verdad, estoy bien.
Un nuevo médico había llegado a la colonia, y la viajera no podía confirmar si era un Reescriba, así que se aseguró de comprobar que los brebajes que le indicó no fueran mortales. Se quedó cuidando a Crescencio por unos días, siempre vigilando. Con la ayuda de un bastón, caminaron por el cinturón amurallado construido por él, al que llamaba El Invencible, destinado a defenderlos de posibles invasiones. Estaba hecho con sólidos sillares bien labrados y poseía troneras para doce cañones.
A la ciudad de Santo Domingo le habían construido un cinturón amurallado para protegerla de los ataques de filibusteros y piratas. A lo largo del río Ozama, tenía una serie de fuertes y fortines, considerados como la parte más peligrosa y vulnerable. Partiendo de la fortaleza de San José, las baterías de Santiago apuntaban a las cubiertas y palos de los velámenes de las embarcaciones invasoras, mientras que la plataforma de tiro apuntaba a la línea de flotación de las naves.
—¿Los desagües están conectados, Crescencio? —preguntó mientras observaba la desembocadura de la alcantarilla.
—Supongo que sí —respondió él, mirándola embelesado—. Cuando Ovando las mandó a construir, creo que escuché decir algo así.
—¿Se encuentran conectadas con la Laguna? —indagó ella con curiosidad.
En la época, existía un gran estanque alimentado por las aguas del Ozama, conocido como el Tanque, que lamía las bases del fuerte.
—No lo sé, la nuestra está conectada con la casa de los Colón y la Fortaleza del Homenaje. ¿Por qué la pregunta? —indagó Crescencio.
El sistema de cloacas fue iniciado por el gobernador Nicolás de Ovando en 1502. Consistía en dos tramos de alcantarillado ubicados de modo que canalizaban las aguas que bajaban por las diversas cañadas e impedían que estas inundaran la ciudad.
—Curiosidad —respondió ella sin la intención de darle detalles.
En el transcurso de los días, además de cuidarlo, rechazó las invitaciones de los Bastidas para cenar y de otras familias. La viajera no tenía ánimos de fingir, y ya contaba con bastante trabajo al vigilar a Francisco y el comportamiento de los criados. Solo recibió a Alejandro, quien le notificó que Turey había abandonado la ciudad hace unos días, lo cual la molestó de manera significativa.
Una noche antes de irse a dormir, fue a darle un masaje a Crescencio. Una de las criadas le había preparado una cataplasma con unas hojas extrañas que, según ella, le aliviaría el dolor. Recordó que Turey le hizo algo parecido cuando curó las heridas que le causó Gabriel. Tomó la pierna de su esposo y esparció el producto con suavidad, luego con dureza para que penetrara. Crescencio arrugó el rostro, pero se relajó cuando pasaron las primeras punzadas de dolor. Cris visualizó unos documentos esparcidos en la cama y le preguntó por los mismos. Su esposo le comunicó que eran unas escrituras en las que Gabriel, por orden del rey, se le concedían terrenos despoblados que limitaban con las tierras de Hato Mayor.
Crescencio continuó explicándole que no entendía tanta insistencia por su firma. Aunque Cris dedujo de inmediato que se trataban de los terrenos ubicados en La Romana y San Pedro de Macorís. Ambas tierras eran fuentes importantes para la economía de la isla. Por ejemplo, la primera basaba sus operaciones en la exportación de azúcar, mientras que la segunda se basaba en la producción industrial diversificada, siendo la mayor a nivel nacional.
—Mañana tengo que ir a la fortaleza —informó Crescencio mientras tomaba un sorbo de té.
—¿Con quién irás? —preguntó Cris con cautela.
—Con las mismas personas de siempre: Gabriel, mi hermano Francisco, Diego Colón —respondió él, colocando la taza en la mesa.
La viajera se enderezó con cansancio al terminar. Se levantó y, antes de apagar la vela y salir de la habitación, expresó:
—Sabes que yo también voy.
Cris entró de la mano de su esposo a la fortaleza cuyo principal objetivo era proteger la ciudad de los ataques de los piratas ingleses, franceses y portugueses. Diseñada en forma de castillo de piedra, con túneles y calabozos donde encerraban a los prisioneros, siendo el mismo Cristóbal Colón uno de los más notables. No pudo evitar maravillarse por la construcción; a pesar de que ejercía de profesora de ciencias políticas, la arqueología le corría por las venas.
Un músculo se tensó en la mandíbula de Cris cuando observó sobre sus hombros y se encontró con los ojos fríos de Gabriel, quien soltó una risa al verla tan molesta. Según las normas del protocolo, una mujer no debía estar presente cuando se realizaban asuntos de la corona. Rechazó con vehemencia la sugerencia de Francisco de quedarse en compañía de Gabriel. Explicó que estaría cerca y caminó hacia el fuerte de Santiago, situado en el perímetro al sur de la fortaleza, al pie de la escollera en la desembocadura del río Ozama.
El muro almenado, preparado para cañones, con vestigios de la banqueta donde se apoyaban los tiradores de arcabucería, contenía un cobertizo para protegerlos. Se puso a observar la desembocadura y allí el corazón se le aceleró. Giró la cabeza hacia los lados, nerviosa. Turey estaba entrando en el alcantarillado junto a dos hombres. No se dieron cuenta de que los seguía un grupo más. Debería avisarles, jadeó como si se estuviera asfixiando. No podía gritarles porque también alertaría a los otros.
Entró en la fortaleza para encontrar las escaleras para ir a los calabozos, le llevó un tiempo encontrarlos. Maldijo con todas sus fuerzas al ingeniero que construyó ese lugar; desde que viajó a ese tiempo, experimentó una profunda aversión por los escalones en forma de caracol, cuyos tramos vertiginosos la engañaban, lo que provocó bajara con el corazón en la boca.
El ambiente era húmedo y caluroso, las antorchas mostraban sombras temblorosas en la oscuridad. Pasó de largo los calabozos con sus puertas gruesas y los grilletes oxidados en las paredes. Giró por un pasillo y se devolvió cuando oyó unos gritos desgarradores; caminó de puntillas en dirección contraria. Vio una puerta que estaba medio iluminada. Entró y se tapó la nariz de inmediato. El olor era muy fuerte. Había un cepo y una horquilla de hereje ensangrentada. Salió del lugar corriendo y cuando iba a doblar otro pasillo, chocó con una persona.
—¿Qué hace aquí? —preguntó María de Toledo sofocada.
—Esa misma pregunta se la hago yo a usted —respondió ella, mientras se sobaba el brazo dolorido.
—Estoy aquí tratando de rescatar a mi marido. —María respiraba con dificultad—. Este no es un lugar para una mujer como usted. No tiene nada que hacer aquí —expresó con frialdad.
Los ojos de la viajera se llenaron de indignación.
—Estaba observando el río desde la Fortaleza de Santiago cuando vi a Turey entrar por los alcantarillados —masculló la viajera—. Entré para avisarle que lo estaban siguiendo.
—Fuimos traicionados, pero gracias a Dios pudimos rescatar a mi marido —dijo María nerviosa.
—¿Quiénes los traicionaron? —preguntó Cris, sintiéndose demasiado aturdida.
—No lo sé —musitó María, desesperada; sin embargo, se obligó a tranquilizarse—. Pensamos que todo sería sencillo. Mi marido está gravemente herido, uno de los hombres de Turey falleció...
Angustiada, María se colocó mechones detrás de sus orejas.
—¿Dónde está Turey? —inquirió Crismaylin con la mandíbula endurecida y los puños apretados.
—Fue herido en un brazo. —La viajera tembló ante las palabras de María—. Pero asegura que solo fue un rasguño. Necesito que se vaya de aquí cuanto antes.
—¿Dónde está? —balbuceó Cris.
—Una vez que logró sacar a Diego, se devolvió a ver si encontraba a otra persona de su tribu. —Las lágrimas se le acumularon en los ojos a María—. Es un temerario insensato, no hizo caso a mis súplicas y se marchó. Entré a buscarlo, pero no lo encuentro.
Si salían de esta, Crismaylin juró que le arrancaría los testículos a Turey de forma lenta y dolorosa.
—Vamos a encontrarlo juntas —indicó la viajera, tomando la mano de María.
María asintió varias veces seguidas. Buscaron a ciegas; muchas mazmorras estaban vacías y las que no, difícilmente aquellos reclusos sobrevivirían. A cada paso, la desesperación y la incertidumbre absorbían a las dos mujeres. En un pasillo que se dividía, visualizaron a Turey saliendo de una puerta. No obstante, en la otra esquina, Cris pudo observar a Gabriel a una distancia un tanto más lejano. De repente, empujó a María a las sombras y le hizo señas con las manos para que sacara a Turey mientras ella les hacía ganar tiempo.
María se ocultó en la oscuridad y, cuando llegó sin ser vista hasta Turey, se apoyó en sus brazos, dejó salir sus emociones y le dio un beso en la boca. Él la alejó de inmediato; la viajera no pudo oír lo que le dijo, pero la expresión de vergüenza de María fue épica. Aun así, Cris quiso matarla por traicionera. Gabriel se acercó ajeno a todo lo que pasaba y ella procedió a actuar. Salió de las sombras para que la viera.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Gabriel con la frente arrugada.
—Crescencio se olvidó de mí, entré a buscarlo y me perdí —respondió ella, tratando de parecer serena y calmada.
Gabriel la miró de arriba abajo.
—No soy muy creyente, pero al parecer los ángeles te guiaron a mis brazos —dijo él, descendiendo de nuevo la vista hacia los pechos de Crismaylin.
—No te acerques —dijo ella en voz baja; aunque el corazón se le iba a salir por la boca—. Te arrepentirás si lo haces.
Se quedaron mirándose fijamente. Los labios de Gabriel se convirtieron en líneas finas.
—Mientes tan bien, bebé —susurró como una pérfida serpiente. Parpadeó un par de veces, juzgándola en silencio. Luego suspiró y añadió—: No importa. Ahora que estamos aquí vamos a aprovecharlo.
Bebé.
Así la llamó cuando le quemaba la garganta. Al verlo acercarse, trató de esquivarlo, pero la estampó contra la pared. Gotas de sudor empaparon sus sienes, quiso golpearlo. El Caribe tomó sus manos y las apoyó en la pared sobre su cabeza. No quería gritar, desconocía si María había logrado sacar a Turey.
—No sabes cómo amo esa mirada tuya hacia mí, tan llena de odio y repulsión —susurró Gabriel, mientras le acariciaba con su nariz la piel de su cuello—. Eres una zorra por intentar tapar las marcas que te hago.
Gabriel inhaló, largo y lento. Incluso después de todos estos años, la deseaba. Quería darle una lección, mostrarle lo que podrían haber tenido. Era una belleza, no en los estándares, sino en los de él. Pocas mujeres lograron mantener su interés, muchas murieron al intentar jugar su juego. Otras se rompieron. Crismaylin fue la única que pudo mantenerse en su mente. Todo lo que anhelaba era que ella se quebrara; luego, unirla con el fin de doblegarla de nuevo. La asfixió con su cuerpo y apretó sus muñecas con fuerza hasta que le doliera. Notó que amortiguó el dolor, y de sus labios no salió nada. Solo por eso la besó.
De repente, la visión de la viajera se volvió borrosa. La bilis le subió por la garganta. Su cuerpo se estremeció de asco, trató de apartarlo y, por el rabillo del ojo, observó a Turey temblando de ira al final del pasillo. María lo sujetaba del brazo, así que lo despachó con un gesto de la mano ante su mirada asesina. Apretando los dientes y dejó que Gabriel le maltratara los labios. Aguantó las arcadas hasta que supo que ambos estarían lejos. Después mordió al Caribe. Ambos cataron el sabor metálico de la sangre. Gabriel la tomó del cuello y ella le escupió en la cara.
—Eres una chica mala —gruñó Gabriel, sonriendo.
Crismaylin se limpió con la mano los labios. Debía de ser rápida. Con agilidad le estampó una de sus rodillas en su entrepierna y salió corriendo.
—¡Que te follen! —le gritó Crismaylin mientras se alejaba.
Al abandonar las mazmorras y encontrarse con Crescencio, fingió un desmayo para no tener que darle explicaciones. Cris trató de hablar con Turey, no obstante, cada una de ellas la rechazó, lo cual la causó un efecto de inquietudes.
Hoy le tocaba acompañar a su esposo a la capilla de los Remedios para oficiar una misa de agradecimiento por su recuperación. Su fachada de ladrillos, con doble arco rebajado, similar al de la iglesia de San Andrés. Contaba con un campanario bilateral rematado por uno más alto, coronado por una cruz. Además, mostraba el escudo de armas de la familia Dávila. En su época siempre estuvo cerrada, así que fue la primera vez que entraba. Su interior presentaba un estilo gótico, además habían constituido una bóveda de medio cañón con arquerías muy decorativas hechas en ladrillos. Se dividía en dos niveles, la platea y balcones colocados en los extremos. Los asientos de madera dispuestos a cada lado de dos pasillos laterales para obtener mejor visualización del púlpito. La misa iba a ser oficiada por Antonio Montesinos, recordado por su defensa de los taínos.
La viajera se cabeceó en varias ocasiones, por aburrimiento. Miró hacia uno de los balcones y pudo ver a María. Se excusó y fue a hablar con ella. Tenían un pequeño asunto pendiente que resolver. Saludó a algunas damas antes de entrar al balcón donde estaba la señora de Colón.
—¿Cómo sigue su esposo? —le preguntó ella en voz baja.
—Se está recuperando, sus heridas son muy graves—le respondió María sin mirarla.
—¿Dónde lo tienes? —inquirió Cris, con sincera preocupación.
—Esa es una información que no puedo facilitarle—respondió María de forma evasiva—. No es nada personal.
Crismaylin respiró hondo. María también lo hizo.
Entonces, la viajera prestó atención a su entorno, la primera fue que podría ver a la perfección el confesionario. Desde su posición, no se le escaparía nada. La segunda fue que notó cuando Turey entró por la puerta de atrás y le susurró unas palabras a un monje. Estaba prohibido que los esclavos y nuevos conversos entraran en la iglesia, ellos debían escuchar afuera. Y tercero, se ganaría un lugar en el infierno, por lo que iba a ser.
—Se ve todo muy bien desde aquí, me refiero a las actividades dentro del confesionario—soltó la viajera en tono casual mientras su mente era un hervidero de ideas.
—Sí, por eso no invito a nadie a sentarse conmigo—dijo María en tono condescendiente—. Me gusta darle privacidad a los que confiesan sus pecados.
Al estar de espaldas, María no pudo ver el brillo malicioso en la mirada de Cris. Todavía le picaba el beso que le dio a su hombre. Y era preciso enseñarle de una vez por todas que en su relación no se admiten terceros. La viajera se levantó, caminó con sigilo por el pasillo y cuando se encontró con Turey le dijo con firmeza que la siguiera.
Al principio el taíno se rehusó, pero al ver la determinación de ella no le quedó de otra. Él también se mostró molesto con ella, verla en los brazos del hombre que aborrecía lo desbastó, además aún no le perdonaba lo que le había hecho. Y ahora que la volvía a ver iba como un cachorro detrás de ella.
Se dejó conducir hasta el confesionario donde Cris de un fuerte empujón lo sentó en la silla. Le bajó los pantalones y tomó su miembro con las manos. Se arrodilló y sin darle tiempo se lo llevó a la boca. Turey se aferró a las estructuras, cerró los ojos con fuerza y sofocó un gemido profundo que fue sofocado por el inicio de los cánticos. Crismaylin movió la cabeza arriba y abajo, a veces utilizaba sus dientes. También le acarició los testículos con las manos. Y cuando lo sintió a punto, se levantó. Miró hacia arriba y vio la cara de espanto de María.
—No pienso tolerarle un desplante más—dijo la viajera recomponiéndose—. Última advertencia.
La pasión que Turey sintió se convirtió en enojo. A él lo castigaba mientras que con otros se dejaba manosear, no le importó la explicación que le dio María, quería matarlos a los dos. En los días que no la vio, no dejó de sentirse furioso. Aunque no tenía derecho a reclamarle nada, no pudo evitar sentir en el pecho una terrible punzada de celos.
Soltó un grito gutural y la embistió contra el confesionario y este se tambaleó bajo el discurso enérgico del fraile que amortiguaba sus ruidos. Su mano se levantó por sus costillas para dejarlas descansar sobre sus pechos. La apretó fuerte mientras la besaba por todo el cuello. Luego levantó el vestido para acariciar el centro de placer de la viajera.
Crismaylin se encontraba a medio camino al cielo del placer, lo que no le permitía despedirse era que se negaba a apartar la mirada de María que la observaba aterrada. Aunque se estaba profanando la iglesia, el mensaje fue claro.
—Solo mía—murmuró Turey mordiéndole el lóbulo de la oreja.
Crismaylin gimió en respuesta. Entonces, el taíno le hizo probar su propia medicina. Se arregló los pantalones y salió del confesionario. La respiración se le atascó en el pecho y hasta que no se recuperó, no se sentó al lado de Crescencio, quien estaba muy atento al discurso de Montesinos.
—Solecito, te ves sofocada—expresó Crescencio preocupado.
—Es que hace mucho calor aquí—dijo ella con nerviosismo.
—Amorcito, antes de olvidarlo, somos los anfitriones de una fiesta en uno de los salones de la Real Audiencia en los próximos días—anunció Crescencio mientras le estrechaba la mano, notando que estaba fría mientras la veía sudar.
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