Guaiba

Un rechazo claro es mejor que una falsa promesa. Rihanna A. Mohammed

La viajera despertó con una sonrisa en los labios, estirándose con pereza antes de levantarse de la cama, moviéndose como una gatita satisfecha. Aunque sentía dolor en una parte específica del cuerpo, sabía que podía manejarlo. Decidió ahogar su grito de alegría al cubrir su rostro con una almohada. Turey había logrado desmoronarla, pero ella también le dio batalla.

Unos toques en la puerta rompieron su ensoñación. Con rapidez se tapó con las sábanas y otorgó el permiso. Antes sus ojos se presentó una niña indígena de alrededor de unos doce años, llevando un vestido desgastado en los bordes y caminando descalza. Sus manos sostenían una bandeja pesada.

La joven depositó con cuidado una jarra de agua sobre la mesa adornada con flores y toallas, arrugando la nariz por la sensación del ambiente. Sin mirar a la viajera, abrió las ventanas para permitir la entrada de un poco de aire fresco. Luego, se aproximó al jarrón de cerámica de boca ancha y gruesas paredes de borde aplanado. Crismaylin que no lo había utilizado, por lo que supuso que Turey sí lo hizo. Sintió cierta incomodidad al pensar que la niña estaba realizando tales tareas, pero antes de que pudiera decir algo, la pequeña arrojó el contenido por la ventana, sin pronunciar palabra alguna.

En tiempos coloniales, los inodoros y los baño, como se conocen hoy día, eran inexistentes. En algunos casos, se excavan pozos profundos para la disposición de los desechos. Los españoles solían ubicar los orinales debajo de la cama o los guardaban en armarios para evitar salir al patio durante la noche.

—¿No te parece que hace un hermoso día? —comentó Crismaylin para romper el silencio.

La niña, echando una mirada fugaz mientras acomodaba las sábanas. Sin embargo, no habló y continuó con sus trabajos, ya que le estaba prohibido entablar cualquier tipo de conversación con aquellos que fueran sus amos.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Cris en voz baja, buscando establecer algún tipo de comunicación.

La niña dudó un momento, sus ojos reflejando la incertidumbre, antes de bajar la mirada. La viajera entendió que debía usar su posición para romper el hielo. Se aproximó y con gentileza Cris levantó el mentón de la jovencita.

—Es una simple pregunta—dijo Crismaylin con amabilidad.

—Me llamo Blanquita—respondió la niña nerviosa.

La viajera entrecerró los ojos, recordando que los niños esclavos eran evaluados por su dentadura y las condiciones al momento de ser transaccionados. Carecían de nombres individuales y eran llamados basándose en sus características dentales.

Daca anflia Amalia (yo soy Amalia) —respondió Cris en la lengua nativa de la niña.

El asombro se pintó en el rostro de la pequeña al escuchar aquellas palabras en arahuaco. De manera instintiva, corrió hacia la puerta y la cerró, temerosa de ser escuchadas hablando en la lengua que los colonizadores despreciaban.

Daca Tanamá—pronunció la niña.

Un pellizco de nostalgia apretó el corazón de Cris. Tanamá había sido el nombre de su mejor amiga hace veinte años, cuando viajó. Lo que había sucedido entre ellas después carecía de relevancia en aquel momento. La tristeza por su pérdida seguía viva. Sin embargo, la niña comenzó a hacer preguntas, lo que llevó a la viajera a explicar que ese secreto sería compartido entre ellas. Jugando con la inocencia de Blanquita, le dijo que necesitaba una amiga, una afirmación que no era del todo falsa. Conversaron un poco más hasta que Blanquita indicó que el señor Crescencio la esperaba para el desayuno. Al levantarse, la viajera notó que una hoja había caído al suelo. Lo que estaba escrito en ella provocó que su estómago diera un vuelco.

La viajera sintió como si estuviera masticando piedras. Se hallaba humillada y usada. La nota que Turey le dejó era una bofetada disfrazada de palabras. La despachaba como si fuera una simple chica de servicio. La cobardía de Turey avivó la ira que recorría su sangre. Si no deseaba su compañía, podría haberlo comunicado antes de acostarse con ella.

—Mi querido, necesito ver a mi primo Ruberto—expresó Crismaylin, buscando una excusa.

Crescencio titubeó en su respuesta. No quería exponer la reputación cuestionable del primo de su esposa. Rumores desfavorables lo rodeaban a Ruberto y del negocio que mantenía en su casa. Como su esposa era una mujer de buen corazón, Crescencio intentaba protegerla y mantener la imagen de respetabilidad.

—Mi solecito, he planificado pasar el día aquí, a solos—respondió Crescencio con un guiño de seducción—. Ya que veo que estás bien.

Cris pasó una mano por su cabello, nerviosa.

—Amor, todo tiene su momento, incluso ese tipo de cosas—respondió ella, sintiéndose angustiada.

—¿Por qué no consideras quedarte aquí para familiarizarte más con la casa? —sugirió Crescencio—. Tienes muchas actividades con las cuales entretenerte, pero ten cuidado de no fatigarte, si entiendes a lo que me refiero.

Una vena palpitó en la sien a Crismaylin; los quehaceres domésticos nunca fueron lo suyo y tuvo que contenerse para no explicarle a su esposo que existen innumerables actividades para una mujer que no involucran la cocina. Además, no sabía por cuanto tiempo podría evadir sus insinuaciones. No estaba dispuesta a acostarse con él y necesitaba idear un plan para escapar de esas obligaciones.

—Crescencio, necesito hablar con mi primo—recordó Cris, odiando tener que pedir permiso siendo una mujer adulta e independiente.

—Solecito, no me agrada empezar el día negándote cosas, pero preferiría que hagas lo que te digo. Además, Ruberto me habló sobre el certificado de virginidad que debemos solicitar a tus parientes para demostrar el honor familiar basado en tu castidad—dijo Crescencio mientras se limpiaba la boca con una servilleta—. Me explicó que el documento debe de estar firmado por dos testigos, pero ya sabes lo que tardan en llegar las cartas; no creo que pueda esperar tanto.

Cris tragó saliva, preguntándose qué más habría inventado Alejandro.

—Es una tradición familiar—respondió ella, sin estar segura de qué decir.

—Aunque podríamos realizar la prueba aquí, si prefieres—sugirió Crescencio.

En esa época, para muchos hombres, casarse con una mujer virgen era fundamental. Y si su memoria no fallaba, la prueba de virginidad consistía en comprobar la laxitud de los músculos vaginales con los dedos. Un médico llevaba a cabo la prueba introduciendo un dedo en la vagina de la mujer, y en función de la flaccidez de las paredes vaginales, determinaba si estaba acostumbrada a las relaciones sexuales; una observación bastante subjetiva.

—No permitiré que nadie me toque—declaró Cris con firmeza—. Considero esa práctica humillante.

—Pero ya lo permitiste allá, ¿por qué no aquí? —indagó Crescencio.

La viajera exhaló lentamente.

—Ya me sometí a esa prueba. —Cris negó con la cabeza ante el recuerdo como Turey había introducido uno de sus dedos en su interior—. Y no pienso repetirla. ¿Acaso dudas de mi castidad?

—¡Claro que no, Solecito! —exclamó Crescencio—. Por eso insisto en que no necesito ese certificado, tu palabra me basta.

Crismaylin deseaba cambiar el tema y hablar con Alejandro.

—Gracias, pero sigo insistiendo en visitar a mi primo. Sabes que soy muy creyente; Jesucristo nos insta a honrar a nuestros familiares—dijo la viajera.

Cris reprodujo el sermón que su madre le había dado cuando era adolescente y mostró renuencia a visitar a parientes lejanos.

—Entiendo eso, pero desde tu llegada ayer, no hemos tenido un momento a solas y he esperado meses para estar contigo. Quisiera saber: ¿qué opinaste de mis poemas? ¿Te gustaron? ¿Por qué nunca respondiste a mis cartas? ¿Cuáles son tus expectativas para mí como tu esposo y señor?

Crescencio tomó la mano de Cris.

—No negaré que me había imaginado algo diferente. Me refiero a las cartas que tu padre me escribió, hablando de ti. Cuando te vi en el puerto, supe que eras la indicada. La gente puede afirmar que nadie podría fijarse en mí, pero tú lo hiciste. Y aunque es temprano para decirlo, quiero confesarte que siento un ardor en el pecho, y sé que es por ti, mi querida esposa.

La viajera tragó saliva. Sus palabras la conmovieron, aunque sabía que no estaba destinada a ella. Era una impostora en esta situación. Pensó que su partida causaría mucho dolor. Al principio, no le importó, pero al conocer a Crescencio cambió su perspectiva. Descubrió que era un hombre bueno, digno de amor.

Su marido se inclinó a besar sus labios, pero Cris le hizo la cobra.

—Usted también es mucho más de lo que esperaba —añadió Crismaylin en un intento por suavizar la situación.

La mirada de la viajera se encontró con los ojos de Crescencio, transmitiendo un tono de afecto, lo que provocó que su sonrisa se ensanchara. Sorbió por la nariz y soltó su mano.

—Bueno, tengo que ir a la Real Audiencia, lo que significa, que puedo otorgarle un poco de tiempo a su primo—comentó Crescencio besando la mano de Cris—. Eso sí, solo un momento. Lamento tener que decirle que han circulado ciertos rumores en la casa de Ruberto.

—¿Qué rumores son esos? —preguntó Crismaylin, frunciendo el ceño.

Crismaylin estaba tumbando la puerta de Alejandro. En aquella época, las puertas se construían de madera maciza y se aseguraban con clavos. Su furia ardía, ya que, si los rumores eran ciertos, ambos pagarían por ello. Crescencio le había permitido salir con un niño llamado Miguel, no era indígena, sino un esclavo negro.

—Su merced, dejar a mí hacer eso—dijo Miguel.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué maneras es esta de golpear mi puerta?

La voz de su amigo Alejandro llegó a los oídos de Cris, y sin titubear, continuó golpeando la puerta.

—Ábreme ahora mismo—demandó la viajera furiosa.

La puerta finalmente se abrió y Alejandro apareció con un jubón que apenas llegaba a la rodilla y unos calzones cortos hasta los muslos.

—Hijas de las tinieblas, así no se visita a alguien. Te advierto que no me responsabilizaré por los asuntos de alcoba; las quejas las atiendo después de mediodía.

Cris se abrió paso a través de la entrada, empujando con determinación. Mientras tanto, Miguel esperaba afuera, como era costumbre. Un nudo se formó en la garganta de Cris, y sus entrañas se retorcieron como si alguien las apretara con fuerza.

Lo primero que captó la atención de Crismaylin fue el cartel que rezaba: "El Jardín de Venus" acompañado por un sutil aroma a incienso que se deslizaba en el aire. Volvió la mirada hacia su amigo con una expresión inquisitiva antes de dirigirse a una de las ventanas de madera, adornadas con intricados detalles tallados. Con un movimiento, corrió una cortina de terciopelo y, contempló un elegante patio interior. En el centro de este, se erguía una fuente de mármol, rodeada por una exuberante vegetación tropical y varios sillones repletos de cojines de diferentes colores. Sin embargo, en el suelo yacían botellas vacías.

Dirigió la mirada hacia el techo, observando su estructura circular. Luego, bajó la vista y se encontró con sábanas de seda esparcidas por el suelo, algunas manchadas. En las mesas cercanas, había restos de frutas. No obstante, lo que realmente escandalizó a Crismaylin fue la visión de objetos esparcidos por el suelo: consoladores elaborados en madera y piedra, látigos, anillos confeccionados a partir de párpados de cabra, así como muñecas vestidas con ropa de mujer y rellenas de paja.

—¿Qué demonios es este lugar? —exclamó Crismaylin, desconcertada.

Alejandro cerró la puerta y frunció los labios, soltando un suspiro de aburrimiento.

—Veo que los rumores te han alcanzado— comentó Alejandro, contando con los dedos—. Por la mañana hacemos rituales demoniacos, al mediodía servimos extremidades sazonadas con sangre de doncella, y por la tarde, las orgías.

—No tengo tiempo para tus juegos—exclamó Cris, agitando una mano en el aire.

—Bueno, lo mismo digo yo, estúpida—bufó Alejandro, invitándola a sentarse—. Recuerda que eres una dama de alta cuna y no puedes entrar derribando puertas como cualquier persona sin modales. Las mujeres llevan las de perder, podrían deportarte con una carta de repudio, y nadie intercederá por ti. Por favor, intenta comportarte como una dama, aunque te cueste.

Cris lo examinó de arriba abajo.

—¡Gracias, oh, gran maestro de la etiqueta y la elegancia femenina! —exclamó Crismaylin, frotándose las manos —Si mi comportamiento ha causado alguna molestia, ofrezco mis más sinceras disculpas.

Alejandro apoyó su mentón en su palma abierta y asintió con ironía.

—Sin embargo, tus consejos me importan un bledo. Dime, Alejandro, ¿a qué te dedicas? —indagó la viajera.

—Soy artista —afirmó su amigo, sonriendo de oreja a oreja.

—Esta es tu última advertencia—advirtió Cris, apretando la mandíbula.

—No me dedico a lo que Crescencio te dijo. Mi casa no es un burdel, aunque pudiera parecerlo. Ofrezco entretenimiento, tengo músicos, como bien sabes, y de vez en cuando organizo fiestas con vino.

—Alejandro—murmuró Cris.

Ciertamente, esos rumores son obra de las viejas chismosas que me buscan para que les ayude a organizar sus eventos, pero luego me odian cuando sus esposos desaparecen en la noche—se defendió él.

Alejandro comenzó a jugar con un pañuelo bordado, pasaron unos segundos que parecieron minutos para Cris antes de que hablara. Luego, arrojó el pañuelo sobre la mesa y se reclinó en el respaldo de la silla.

—Soy un actor consumado y lo sabes. Decidí abandonar vivir en el futuro porque allá no sentía que se valorara mi arte. Y cuando me conociste, yo era un Behique; era feliz, las tribus disfrutaban de mi espectáculo—dijo Alejandro con un toque de nostalgia—. Sin embargo, con el tiempo, todo se llenó de religiosidad aburrida y sin sentido. Las primeras obras teatrales que se presentaron eran historias bíblicas diseñadas para evangelizar a los indígenas —comentó con falso horror —. Así que me rebelé contra tanta catequesis—soltó una carcajada y aplaudió con entusiasmo—. Soy un fenómeno. En realidad, logro hacer feliz a la gente.

—Supongo que se trata de obras para adultos—comentó Crismaylin, mientras escudriñaba su entorno. Sin embargo, al percatarse del bufido que escapó de los labios de Alejandro, inquirió—: ¿Qué tipo de obras sueles presentar?

—Las clásicas: Romeo y Julieta, Hamlet, El viejo celoso...— explicó Alejandro, extendiendo las manos—. Estoy trabajando en otras que vi antes de viajar como Casa de muñecas, El gorigori, entre otras.

—¡Estás loco! —exclamó Cris horrorizada.

—¿Por qué? —le lanzó una mirada inocente que podría engañar a cualquiera—. Nadie puede acusarme de plagio. Ninguno de esos hombres todavía está vivo. Además, hice algunas modificaciones. Por tanto, quita esa cara de estúpida.

Cris apenas podía creer lo que escuchaba. Era una locura, esas obras habían hecho famosos a sus autores. Y aunque fuera cierto que ninguno de ellos hubiera nacido aún, eso no justificaba su comportamiento. Sabía que sería inútil discutir, así que decidió cambiar el tema y preguntar por Turey.

—¿Turey es uno de tus músicos? —preguntó la viajera.

Alejandro negó con la cabeza y se mordió el labio inferior, como si contuviera una risa.

—Mi querida, eso no es lo que realmente deseas saber. Mejor pregúntame esto: ¿qué hace visitando a María de Toledo durante la madrugada, especialmente cuando su esposo no está cerca? —dijo Alejandro, fingiendo examinarse las uñas—. Y si no me crees, puedes preguntarle a él mismo, ya que acaba de regresar de allí.

—¿Cómo? —exclamó la viajera furiosa.

—Al parecer lo dejaste con algo de energía, porque vino en plena madrugada a buscar su flauta y luego se fue a visitar a su amiga — dijo Alejandro fingiendo desinterés—. Su habitación está en la parte trasera, a la derecha.

Cris se levantó de inmediato, bufando, y subió las escaleras a toda prisa, mientras escuchaba las risas de Alejandro resonando en el fondo.

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