Fiesta en la casa del lobo

Los lobos se lanzan sobre el venado herido. Es la naturaleza de la bestia. (Barbara Delinski)

Crismaylin se mostró sorprendida al encontrar la colonia sumergida en un entusiasmo colectivo debido al inicio de los festejos y celebraciones de la temporada. Intentó visitar a Alejandro, pero Crescencio lo impidió, señalando que debía dedicar tiempo a la modista que había contratado para confeccionarle un vestido en tiempo récord, ya que ninguno de los vestidos que le mostraron se ajustaba a la ocasión.

La viajera dedujo que su esposo había pagado una buena cantidad de monedas por el esmero y dedicación que recibió por parte de la modista y sus dos criadas. Aguantó los pinchazos y apretones que le robaron el aliento en más de una ocasión. En medio de su sufrimiento, recordó el mal rato que vivió cuando encargó sus vestidos antes de viajar a esa época. En resumen, las personas allí cumplían con los tiempos acordados.

Llegó el día en que iniciaba la temporada de fiestas con banquetes exquisitos, música y representaciones teatrales. Todas las casas de renombre se esmeraban por convertirse en la cotilla de la colonia. Los primeros en hacerlo fueron la familia Bastidas. Mientras Crismaylin se encontraba sentada junto a la ventana, con la mirada fija en dirección a la casa de Alejandro y luchando contra la ansiedad de vomitar, pudo observar a los criados cargando alimentos y bebidas.

En horas de la tarde, la modista llegó con el vestido. Cris se sentía mareada mientras le apretaban el corsé con ballenas que envolvían su cintura. Cansada, hizo un gesto con la mano para indicar a una de las criadas encargada de peinarla que dejara de pasarle un peine por el cabello.

La modista junto a su criada la ayudó a bajar las escaleras para que no tropezara con los peldaños. Crescencio la esperaba en la puerta cuando Cris escuchó su exclamación de asombro. El vestido era de terciopelo azul cielo con encajes de flores blancas de hombros caídos. Crismaylin se sintió algo tonta cuando, por insistencia de la modista, se meció con suavidad para que su esposo viera los adornos del vestido.

Crescencio cerró la boca y parpadeó varias veces.

—¡Estás preciosa, solecito! —dijo Crescencio, con una mirada resplandeciente de emoción.

—Gracias—contestó la viajera, ofreciéndole su mano para dirigirse a la entrada de la casa.

—Estoy convencido de que no habrá nadie más hermosa que tú en la fiesta—manifestó Crescencio en voz baja—. Eres muy bonita y me siento muy orgulloso de ser tu dueño.

La viajera tragó saliva, como si le costara hablar. La débil sonrisa desapareció de su rostro al escucharlo proclamarse su propietario. Le resultaba difícil hacerle comprender que no le agradaba que se refiriera a ella como si fuera un objeto que poseer.

—Todo el mérito debe de llevarlo la modista—intervino Francisco, quien sostenía una copa de vino en la mano.

La viajera movió la cabeza, sonriendo contra su voluntad.

—Me resulta difícil admitir que tienes razón, cuñado. La modista hizo un magnífico trabajo, sin embargo, no puedo permitir que me robes los halagos—respondió Cris.

La viajera sintió que ponía un pequeño objeto en la palma de su mano y se sorprendió al contemplar un anillo de oro sólido de zafiro y diamante.

—¡Dios mío! —exclamó en voz baja, sin poder apartar los ojos de la joya e incapaz de dar crédito a lo que veía.

—Estas joyas la envié a adquirir cuando estábamos comprometidos, pero tengo la impresión de que no te hacen justicia—manifestó Crescencio mientras le mostraba el collar a juego con el anillo. Era igual de impresionante, con zafiros y diamantes conjuntados.

—¡Esto debe de valer una fortuna! —susurró la viajera, sin poder salir de su asombro.

—Tu felicidad para mí no tiene precio, solecito—comentó Crescencio sin darle importancia.

Crismaylin siguió mirando la centelleante gema que tenía en la mano, luego el collar, y preguntó:

—¿En verdad son para mí?

Crescencio hizo un gesto con la cabeza y se alegró de ver a su esposa sorprendida por el regalo que le dio.

—Estoy sumamente estupefacto de tu reacción, cuñada. Pensaba que las mujeres como tú no podían quedarse deslumbradas por una piedra. —Francisco le dedicó una fugaz y burlona sonrisa—. Pensé que no fueras tan banal.

—Te equivocas, cuñado —contestó Cris, cada vez más fastidiada—. Acaso no sabías que los diamantes son los mejores amigos de una mujer. Además, yo nunca los pedí. Crescencio me los regaló por el mero placer de hacerme feliz. ¿Acaso te atreves a llamar a su gesto algo banal?

—Hermano, ¿podrías brindarme la oportunidad de hacer feliz a mi esposa? — inquirió Crescencio con una expresión de brusquedad, como si se sintiera molesto.

Francisco la observó con cautela, cerrando los ojos, mientras Cris le hizo un gesto de burla. La viajera deslizó la gema en su dedo anular. Después, Crescencio le colocó el collar sobre su cuello, sintiendo el frío en su piel, pero le gustó la sensación que le produjo.

—Gracias, Crescencio—dijo ella—. Apenas sé qué decir.

—Puedes agradecérmelo después, solecito—respondió Crescencio, depositando un ligero beso sobre uno de los hombros de Crismaylin—. Creo que ya sabes cómo.

La respiración se le quedó atrapada en la garganta a Cris, escalofríos estallaron sobre su cuerpo que le revolvieron el estómago. Entonces llegó a la deducción que Crescencio le regaló esas joyas con la intención de recibir algún tipo de favor de su parte.

—Crescencio, no está bien que hagamos esperar a nuestros anfitriones—espetó Francisco. Luego miró a la viajera, su rostro severo se iluminó un poco, pero ella no se dejó engañar.—. Sé que deslumbrarás a todos los invitados, cuñada.

A pesar de que el sitio se encontraba a distancia, Crescencio solicitó que fueran en literas transportadas por esclavos. En menos de diez minutos, llegaron a su destino. La puerta de los Bastidas estaba iluminada por dos antorchas que apenas mostraban el escudo familiar y se encontraba al lado de la Fortaleza Ozama. Fueron recibidos por uno de los criados, que los condujo adentro.

Al cruzar la pesada puerta de madera envejecida, Crismaylin se encontró en un entorno de elegancia rústica que solo el siglo XV podía albergar. Las columnas romanas sostenían el techo alto con detalles ornamentales. Los arcos se extendían a lo largo de caminos estrechos y alargados, generando una sensación de misterio.

El patio central rectangular, iluminado por la tenue luz de la luna que se filtraba entre las grietas de los ladrillos y las hojas de las enredaderas, se convirtió en el corazón de la casa. Allí, las sombras danzaban sobre las baldosas desgastadas. Al caminar por esos pasillos, Cris luchó contra la opresión en su garganta. Era consciente de que entraba en la boca de un lobo, y no estaba equivocada; se encontraba en la guarida de Gabriel.

El criado los condujo a un salón amplio, iluminado por lámparas colgantes que emitían una luz cálida y dorada. Los muebles de madera maciza y las ventanas altas permitían que la luz de la luna pintara patrones en el suelo de piedra. Una de las criadas le brindó un poco de vino, y Cris casi lo escupe por lo desagradable que le supo.

Fue presentada a un montón de personas que sabía que olvidaría al día siguiente. Luego, fue llevada a una habitación conjunta, al igual que María de Toledo y otras damas. La viajera ingirió dos copas más de ese vino de sabor desagradable para soportar las conversaciones sin sentido que se vio obligada a presenciar. Llegado un momento, la invadió una calma engañosa.

—¿Deseando disfrutar de la celebración? — Xiomara exclamó con una sonrisa, sin embargo, en sus ojos se observaba una expresión incierta. La viajera le devolvió la sonrisa, algo vacilante.

—No está mal —expresó Cris—. Es más, de lo que imaginé.

Xiomara hizo una mueca.

—Me sorprendió tu habilidad para adaptarte tan rápido, debo de confesarte que al principio me resultó algo aburrido y frustrante —comentó Xiomara—. Pero esta época tiene un encanto especial. Una prueba es que en nuestro tiempo sería difícil ponerse uno de esos.

La viajera se llevó de inmediato la mano al collar que le había regalado Crescencio, miró a su alrededor y se percató de que María Josefa Campusano no se encontraba allí.

—¿Dónde está su tía? —preguntó Cris con seriedad.

—La salud de mi tía a desmejorado bastante—respondió Xiomara sin un atisbo de interés.

—¿La ha visto un médico? —curioseó la viajera con interés.

—Varios, para ser exactos—replicó Xiomara mientras le sonreía a una de las damas que la saludaba—, pero no podemos hacer nada con los designios del señor.

—O, mejor dicho, los tuyos—susurró Crismaylin.

Xiomara se puso seria.

—Mucho cuidado con lo que dices, señora Dávila—manifestó Xiomara con lentitud irónica—. Aunque no me creas, amo mucho a mi tía y sería incapaz de causarle algún daño alguno.

—Pero por quién me tomas—dijo Cris, inclinándose hacia delante con seguridad—. Aquí el que no corre, vuela. Nadie que es amigo de Gabriel puede fingir que no sabe el daño que les hace a los demás. No tengo pruebas, pero no dudo de que la salud de María Josefina desmejoró desde que te enroscaste como la víbora que eres para constreñirla y al final tragártela. Lo que no termino de entender es qué buscas con eso.

—¿Cómo te atreves? —susurró Xiomara con rabia contenida.

Un lacayo se les acercó e hizo una profunda reverencia, indicándoles que debían de acompañarlo a otro salón. Los invitados se dirigieron hacia el fondo del pasillo, unos criados entraban y salían con platos en las manos.

El nuevo salón era de banquetes, revestidos con tapices ricos en tonos terrosos y detalles dorados. Una extensa mesa de madera maciza se extendía a lo largo del salón, cubierta con manteles finamente bordados. Los candelabros de plata emitían luminosidad sobre los platos y copas de cristal tallado, y arreglos de flores frescas inundaban el aire con fragancias sutiles. Las sillas estaban tapizadas en terciopelo oscuro.

Crismaylin se colocó al lado de Crescencio para apartarse de Xiomara. En aquel instante, en el umbral del salón, la atmósfera se alteró de manera sutil, aunque perceptible. Un tenso silencio se apoderó del lugar cuando Gabriel apareció, sosteniendo la mano de una mujer cuya belleza parecía más allá de lo convencional.

Gabriel avanzaba de forma fría que contrastaba con su sonrisa, más una mueca que una expresión amable. Sus ojos inexpresivos como abismos sin fondo barrían el salón como un halcón en busca de presas. A su lado, la mujer emanaba una presencia que le recordó a la viajera a una serpiente acechante.

Su entrada parecía indicar que empezaban un juego siniestro, y siguiendo el protocolo, saludaron a cada invitado con una breve inclinación. Cris sacudió la cabeza porque tuvo la sensación de que, a medida que caminaban por el salón, la luz parecía absorberse en sus figuras, creando un halo oscuro a su alrededor.

—Me complace mucho verlos, Crescencio, permítame comunicarle a su señora que esta noche se ve muy hermosa —manifestó Gabriel.

Un frío le heló la sangre a la viajera y se quedó inmóvil mientras permitía que Gabriel le diera un beso en la mano.

—Agradezco profundamente, también me he atrevido a apreciar la belleza de su progenitora— expresó Crescencio, imitando los movimientos de Gabriel y besando la mano de la progenitora de este. Luego añadió: —Solecito, esta bella dama es Federica de Bastidas, la madre de Gabriel y esposa del hermano de Rodrigo de Bastidas.

—Mira nada más que belleza —dijo Federica, haciendo el gesto de querer tocarla, pero la viajera se apartó de inmediato como si su proximidad la quemara—. Eres un sinvergüenza, Crescencio. Bien guardado, tenías esto—manifestó Federica con una sonrisa que ocultaba más de lo que revelaba.

La viajera, por fin, pudo ponerle un rostro a la cirujana que la asistió cuando regresó por a su tiempo hace años. Federica todavía era bonita, con su pelo, como una cascada dorada, que imitaba los rayos del sol. Los ojos eran de tonalidad dorado, al igual que el ámbar, y su rostro exhibía algunas arrugas bien camuflajeadas por el maquillaje.

La atmósfera en la cena se volvía más tensa con cada momento que pasaba. Crismaylin, a pesar de su intento por mantener la calma, sentía que el ambiente se cerraba a su alrededor. La mirada intensa de Gabriel la incomodaba, y sus palabras tenían un tono de burla que le resultaba perturbador.

La posición en la mesa solo contribuía a aumentar la incomodidad de Cris. Sentada junto a Gabriel, cada gesto y palabra de él la ponía a prueba. Los roces accidentales eran como pequeñas agujas que le perforaban la piel, Crismaylin trató de mantenerse firme, pero la idea de clavarle a Gabriel un cuchillo en el pecho cruzó su mente como un destello de desesperación. La situación era difícil y no sabía si podría soportarlo por mucho tiempo.

—Crescencio, como el excelente oidor de la Real Audiencia, ¿tienes alguna novedad sobre el nativo que me atacó? —soltó Gabriel, quien no dejó de observar con interés a Crismaylin, importándole muy poco la presencia de Crescencio.

—Aún estamos investigando—comentó Crescencio, tratando de mantener un tono diplomático—. Muy bien sabes qué han ocurrido sucesos extraños en la colonia, además de los hurtos y otros.

—Es un tanto decepcionante escuchar algo así de tu parte—respondió Gabriel. Cada vez que sus manos rozaban las de Cris, la frialdad de sus gestos producía escalofríos que no podían ser disimulados.

—Creo que lo más conveniente es que olvides eso—manifestó Federica, alzando la barbilla.

—Imposible—respondió Gabriel, exhalando un suspiro de fastidio, encogiéndose de hombros, sin mirarla.

—Lo más conveniente es continuar avanzando y dejar todo en el pasado—susurró Federica con voz suave y un tanto cortante.

—Solecito, ¿te sientes bien? —preguntó Crescencio al notar a su esposa incómoda.

—Por supuesto que sí, no te inquietes, amor—dijo Crismaylin mientras se enderezaba en la silla.

—Es muy bonito escuchar a una pareja que se habla de esa manera—expresó Gabriel con sarcasmo solapado.

—Mi hermano nos sorprendió a todos con su matrimonio—añadió Francisco irónico—. Gracias al cielo, soy testigo del gran amor que se profesan.

Gabriel soltó una risa sin alterar su actitud y se volvió aún más arrogante. Cris se sintió en la necesidad de defender a Crescencio.

—Mi esposo es un hombre honorable. Algo que me gusta, ya que no todos actúan así—expresó Cris.

Francisco guardó silencio, pero a Gabriel aquello le hizo gracia.

—Creo, mi señora Dávila, que no tiene mucha capacidad para comparar el comportamiento de otro hombre con el de su esposo—manifestó Gabriel, observándola con intensidad.

—Se equivoca—replicó la viajera mientras fingía limpiarse la boca con un pañuelo.

La viajera observó cómo la sonrisa se le congeló al Caribe.

—¡Qué agradable descubrimiento! —dijo el antiguo Caribe con una sonrisa enfurecida.

—¿Quién es esa persona? —preguntó Crescencio soltando una sonrisa nerviosa—. No hagas que me sienta celoso.

La viajera le dirigió una sonrisa dulce a Crescencio.

—No tienes nada que preocuparte, los dos están muy bien en mi corazón—dijo Crismaylin.

Crescencio permaneció inmóvil un instante, y llegó a la conclusión de que su esposa se refería a su padre. Las miradas de Gabriel y Federica se encontraron, formando una conexión que transmitía el fuerte lazo que los unía.

—¿Qué opina usted, señora Colón, acerca de las palabras de la señora Dávila? —inquirió Federica.

María de Toledo, con la experiencia que había adquirido en la corte, sabía que debía responder con cautela, sin dejar que las emociones dominen la conversación.

—El corazón de una mujer es rebosante en amor y benevolencia—expresó María—. He tenido la ocasión de compartir algunas cosas agradables con la señora Dávila y es digno de halagos que se exprese así de su esposo.

—Gracias, María, pero no me refería a esa parte, sino a la de las comparaciones—recalcó Federica.

María conocía el juego que pretendía jugar Federica, pero no se lo permitiría, no con ella.

—En efecto, comprendí la opinión de Amelia hacia su progenitor— expresó María con una expresión sutil.

—Eso mismo pensé—dijo Federica en medio de una carcajada que no pudo esconder su incomodidad ante las palabras de María de Toledo.

—Es bueno que se vuelva a retomar en la Real Audiencia el tema de la repartición—expuso Gabriel—. Debemos asegurarnos de que los salvajes comprendan y obedezcan nuestras leyes. Ya fui atacado y, por lo que parece, nadie hará nada.

—Se necesita que se dé un escarmiento a todos los rebeldes que todavía no quieran someterse. Por lo visto a nadie se le hará justicia en la colonia. En nuestra casa mataron al capataz y nadie sabe quién fue. No es difícil entender que los taínos y negros rebeldes son los únicos que cometen esas acciones. — completó Francisco.

La viajera se quedó estupefacta.

—Estoy de acuerdo contigo, Francisco, no se puede esperar nada bueno de esos salvajes. —Gabriel se mostró divertido al verla tan agitada—. Asesinatos, violaciones, raptos y la lista se irá alargando a medida que vean que aquí no se hace nada.

Crismaylin tembló de cólera.

—Estoy de acuerdo en que debemos de actuar con dureza—expuso Diego Colón—. Si no tuviera mi poder limitado por la Real Audiencia, este problema ya se hubiera resuelto.

—Entiendo la preocupación por la seguridad de la colonia, pero creo que debemos buscar soluciones que no impliquen más violencia —expresó Crismaylin.

—Señora Dávila, no creo que comprenda la gravedad de la situación —interrumpió Diego Colón con una voz autoritaria—. La colonia está en peligro y debemos tomar medidas firmes para asegurarla.

Crescencio, por su parte, permaneció en silencio, aunque su mirada reflejaba una cierta inquietud acerca de la incomodidad de Crismaylin.

—Estoy de acuerdo con la señora Dávila. La violencia solo generará más violencia. Debemos buscar soluciones pacíficas—argumentó María de Toledo, intentando equilibrar la conversación.

Gabriel observó a María de Toledo con una sonrisa burlona.

—Claro, porque ustedes, mujeres, siempre optan por la paz y la armonía. A veces, la firmeza y la autoridad son necesarias para mantener el orden. Y, es importante que mi señora tenga en cuenta que este asunto solo debe opinar quiénes están a cargo de velar por su seguridad—respondió Diego Colón.

—Recuerdo muy bien el rostro de la persona que me atacó— comentó Gabriel, su tono adoptó una preocupación fingida antes de dirigirse a Cris, con un matiz de burla que la enfureció. —Si logró atraparlo, me veré en la obligación de ejercer la justicia por mi propia mano.

—Es probable que ese salvaje taíno huyera lejos—señaló Federica manteniendo su mirada penetrante y su sonrisa astuta.—. Hágame caso, hijo, y olvídese de ese asunto.

—¿Y si sigue merodeando por aquí, madre? —preguntó Gabriel, con los ojos entrecerrados—. No quiero que me asesinen mientras duermo o saber que entró en la habitación de cualquier mujer respetable de la ciudad y la viole. Nada bueno se puede esperar de esos salvajes.

La conversación prosiguió con la discusión de temas relacionados con la seguridad y las acciones que se debían adoptar. Crismaylin intentó aportar una solución menos cruel a la que se proponían, no obstante, la sensación de ser observada como si fuera una presa por parte de Gabriel la incomodaba.

Cada movimiento del Caribe, cada palabra susurrada con tono sutil parecía diseñado para que Crismaylin se sintiera desconcertada. La mirada de Gabriel, que no perdía detalle, descendía por Crismaylin como una lluvia helada.

Crismaylin intentaba mantener la compostura, pero sus movimientos eran rígidos y sus respuestas eran monosílabas. Todos sus pensamientos se encontraban con Turey. En este lugar nada era seguro, pero debía encontrar una solución.

Aunque no fuera la mejor.

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