El inicio de una amistad

Cris encontró a Turey sentado junto a la orilla de un pequeño arroyo. Se quedó quieta, sin saber qué hacer. Lo observó escondida detrás de un árbol. Se le veía pensativo mientras lanzaba piedras al agua. Entonces lo escuchó cantar, por su tono supo que era una triste y melancólica. Poseía una suave voz, no como un tenor de ópera, pero si era hermosa.

Para Turey fue duro comprobar que los sentimientos de su padre nunca cambiarían, a pesar del tiempo y de todo lo que se había esforzado por agradarle, aún lo detestaba.

El taíno era consciente de su horrible aspecto, pero lo que nunca logró comprender fue la profundidad del desprecio de Coaxigüey hacia él. Al principio pensó que lo culpaba porque su madre fue una mujer mala o por las burlas de los demás jefes al tener un hijo deforme.

Lo cierto era que Turey tuvo una infancia difícil, ninguna mujer quería amamantarlo aún bajo las amenazas de su padre y las que aceptaban, lo hacían por un tiempo porque al final huían al no poder soportar verle. Temían que su defecto se les transmitiera a sus futuros hijos.

Así que creció siendo muy débil, enfermizo y delgado.

Ningún niño de su edad quería jugar con él y los más grandes lo utilizaban para infundirles miedo a los más pequeños. El antiguo Behique Taliní una vez lo hizo caminar por brazas ardiendo tratando de sacar de su cuerpo el mal espíritu que lo aquejaba. Y fue él quien le aconsejó a su padre que lo atara y lo dejara en una cueva sin comida por tres días.

La segunda esposa de su padre lo maltrató desde el primer día en que lo conoció, lo acusó de ser el único culpable de sus embarazos fallidos. Cada bebé muerto era una golpiza por parte de su padre.

Por recomendaciones del Behique, su padre le construyó un pequeño bohío apartado de la aldea donde vivió con su tía; y solo así con el tiempo pudieron obtener el favor de los dioses que le dieron a su hermana Tanamá y a Coayu.

Sin embargo, la diosa Atabeyra se apiadó de él. Un día huyó de la aldea cansado de las palizas y humillaciones de su padre. Además, ese día su hermano Coayu lo acusó ante su padre de intentar robar su Cemí cuando la verdad fue que nada más lo tocó por curiosidad. Trató de explicarle, pero por su defecto era difícil entenderlo cuando hablaba.

Se ocultó en el monte, lloró con tanta amargura. Se sentía tan solo y desamparado. Entonces una luz lo cegó. Al principio sintió mucho miedo; sin embargo, cuando una mujer de inusual y extraordinaria belleza se sentó a su lado, en silencio y lo abrazó, no lo pudo creer.

A excepción de su tía, nadie se le acercaba, unos por temor a compartir la maldición y otros por órdenes de Coaxigüey. Las lágrimas nublaron sus ojos y ella las limpió antes que pudieran caer.

Era un espíritu bueno con los cabellos parecidos el sol y unos ojos que reflejaban el cielo lo acurrucaron. Experimentó un profundo sentimiento de paz. El tiempo se detuvo cuando le hizo inhalar algo extraño, no le importó si eso lo mataba.

Solo deseaba que el dolor en su corazón desapareciera.

Cayó en un profundo sueño, pero sin soñar. Sintió un escozor que lo hizo gimotear. En el fondo de su mente supo que ese dolor provenía de las manos de la mujer. Cuando despertó el espíritu bueno ya no estaba, pero había cerrado la apertura de su boca. No pudo hablar por semanas. Su cara se hinchó y padeció de fiebres. Cuando pudo hablar le contó a su padre lo sucedido.

Nunca olvidaría la expresión tétrica y la vehemencia que demostró Coaxigüey cuando lo obligó a jurarle que no hablaría eso con nadie. Su cara se fue deformando todavía más, su nariz, quedó hacia abajo, y su labio superior muy arriba.

Turey elevó más sus penas al recodar a su tía Mayarí. Expresó en su canción las palabras que siempre le repetía: «Si te rompen el corazón, no pasa nada, con cada uno de los trocitos volverás a querer».

Ella tuvo una vida triste al igual que él, fue repudiada por su esposo al no poder darle hijos. El Cacique Cayacoa anuló su unión y le concedió otra mujer. Cuando ella murió volvió a estar solo. Nadie habría permanecido a su lado por tanto tiempo como lo hizo ella. El taíno parpadeó para alejar las lágrimas que batallaron por salir, un pinchazo en el corazón le recordó su destino: siempre estaría solo.

La poca alegría que sintió y que podía recordar fue cuando viajó al territorio de Maguana por órdenes de su padre, allí conoció a una mujer. Era mayor que él y fue quien lo inició en el arte del amor. Fue algo fugaz, pero intenso. Sin embargo, el dolor por su ausencia no le alcanzó. Quizá porque una parte de él sabía lo que ocurriría y estuvo preparado.

Creció con el corazón lleno de cicatrices como las que mostraba su cuerpo maltrato y moldeado por los golpes; sin embargo, las heridas que no se podían ver eran las que le escocían más. Al terminar de cantar una pequeña sonrisa asomó a sus labios, triste y temblorosa.

Escuchó el suave golpeteo de unas pisadas, se giró y vio a la que cayó del cielo. Turey le sostuvo la mirada a Crismaylin por un breve momento; su intervención ante la aldea le causó vergüenza, no obstante, no se lo reprocharía. Fue la segunda persona en ayudarlo ante los agravios de Coaxigüey, hizo una mueca de dolor al recordar sus palabras:

«Maldito inútil, hasta cuando arruinarás a los demás con tu maldición».

Crismaylin sintió pena por él, conocía muy bien esa mirada. Se armó de valor al comprender que Turey no la invitaría. Se sentó a su lado sin rozar su piel, tomó una piedra y la lanzó.

El taíno se pasó la mano por la nuca y le sonrió mientras alejaba de su mente un pensamiento triste, lanzó una piedra que no llegó a caer en el agua. Se quedaron mirando al cielo que comenzó a cambiar de color. El gorgoteo del arroyo tenía algo hipnótico. La mente de ambos abandonó de golpe el letargo en el que se habían sumido cuando sin querer rozaron sus manos.

En ese momento fue que Crismaylin lo observó por primera vez en detalle. Sus pestañas eran gruesas y negras, con una mandíbula angulosa. Tenía unos labios bonitos, carnosos, a pesar de la horrible cicatriz que los deformaban. Notó la mala sutura, algo que le llamó mucho la atención porque los taínos no eran conocidos por sus artes en cirugía.

Para corregir el labio leporino era necesario varias cirugías. A leguas eso gritaba que fue una mala práctica. Aunque la pregunta era: ¿Quién le había hecho eso?

—No sabes cuánto lo siento —dijo Cris con voz triste—. Ese hombre no debió de tratarte así delante de los demás.

Él no dijo nada, se limitó a observarla, luego respondió:

Turey toca ita (El cielo está rojo).

Se quedaron mirándose, ninguno entendió lo que dijo el otro. Entonces un ave comenzó a graznar cerca de ellos. Ambos llamaron al animal en sus respectivas lenguas, Crismaylin dijo pato mientras que Turey yaguasa. Cris tomó un puñado de tierra en sus manos, miró a Turey y le expresó como lo llamaban en su lengua. Entonces el taíno se la quitó y dijo Ke'.

Desde ese momento se creó un acuerdo entre ambos, ya que empezaron a nombrar en sus respectivos lenguajes lo que señalaban. Luego empezaron a enseñarse los números hasta del cero hasta el diez, aparte de escribirlos en la tierra. Pasaron un buen rato en eso mientras la luna asomaba entre las nubes.

Establecieron un ambiente relajado, Turey se echó en el suelo mientras que Cris se masajeó los pies. Notó los encallecidos que eran los de su compañero, explicando por qué no se le clavaban astillas ni espinas como a ella.

Un Josibí una clase de perro más pequeño que el Aon que servía para cazar, se acercó a ellos de forma sigilosa, Cris soltó un grito al verlo y se puso muy nerviosa. En cambio, Turey lo abrazó y permitió que le oliera el cuello mientras agitaba su cola con alegría. El can empezó a dar saltos alrededor de su amo. Quiso hacer lo mismo con Crismaylin, que estaba intranquila y a la vez temerosa de que la mordiera.

Cuando se cansó de dar saltos, se colocó en medio de ambos. Cris le acarició la cabeza y notó que le habían vaciado un ojo debido a un fuerte golpe. Le dio mucho coraje, solo una mano criminal puede hacerle daño a un animal tan dócil como ese.

Turey se levantó para sacar una diminuta piedra amarilla brillante. Cris lo reconoció de inmediato, era una pequeña pepita de oro.

Guanín—dijo Turey mientras lo depositaba en su mano.

—Oro—respondió la viajera.

—Oro—repitió con voz nasal.

Ese metal era considerado como un objeto de lujo, pero no de los más importantes. Los taínos no sabían fundirlo, lo martillaban en su estado natural, haciendo a veces algún labrado. Se tenía registros que el oro fue utilizado como objeto decorativo y no estaba reservado solo para los caciques.

Turey le pasó varias pepitas, Cris tuvo que morderse el labio intentando no reírse mientras razonaba que sin saberlo estaba sentada sobre una mina de oro. Si eso hubiera sido su época estuviera saltado de emoción. El Josibí empezó a jugar con ella, tuvo que dejar las pepitas para brindarle la atención que demandaba.

El taíno le hizo un gesto gracioso con la cara y Crismaylin le sonrió. Era la primera vez que reía en ese lugar, quiso repetir esa emoción porque bajo la superficie, en su corazón, se escondía una añoranza reprimida por regresar a su época que estaba a punto de amotinarse.

La noche terminó por arroparlos. Las estrellas ejercían un indiscutible dominio sobre el cielo, era hermoso lo que veía. Se quedó embelesada, la luz de la ciudad les había quitado su protagonismo, pero allí era algo tan sublime que sintió ganas de llorar.

Turey se ausentó, lo que le permitió a Crismaylin pensar un poco en su plan de regreso. Debía cruzar el río Ozama a como diera lugar, robar el reloj y largarse. Pensó incluso hasta en matar; sin embargo, desechó esa idea.

Su mente no paró de buscar posibles salidas a su problema y era incapaz de llegar a una solución que le satisficiera. El miedo de volver a encontrarse con su torturador amenazó con asomarse, pero ella la retuvo a tiempo.

Su situación era crítica, no obstante, debía de encontrarle la vuelta.

Turey apareció con una fruta. Lo llamó Acubá mientras que Cris dijo zapote. Comieron en silencio, disfrutando la belleza y tranquilidad del entorno. Y cuando empezó a circular una brisa fría, Crismaylin usó sus manos para rodear sus rodillas mientras levantaba los pies del suelo.

Turey nunca supo que lo motivó a abrazarla.

—Gracias —le susurró apoyando su rostro sobre el hombro del taíno.

Acu' Karaya Turi (mira la luna y las estrellas) —le respondió mientras extendía su dedo al cielo.

Allí inició la amistad entre ambos, estaban tan concentrados en aprender las palabras del otro que no se dieron cuenta de que alguien los espiaba desde las sombras.

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