Capítulo 9. Darien. La ondina.

«Andaos a reinas y moriréis virgen».

Refrán popular.

  No intuyó siquiera en qué momento desempeñaba una magnífica actuación ante Adrian y su novia la arpía y cuándo se dejó llevar por la atracción que lo embargó hacia Samantha. Encima, al punto de descuidar el sitio en el que se hallaban y que los clientes del restaurante comenzaran a vitorearlos.

  Más tarde retomó el control y en la limusina volvió a ser el mismo hombre calculador de siempre, midiendo al milímetro cada carta de la baraja que colocaba sobre la mesa. Le susurró en el oído, poniendo cuidado en expulsar el aire sobre el lóbulo de la oreja de la muchacha con la finalidad de provocarle estremecimientos. Apoyó «accidentalmente» la mano sobre la pierna de ella, generándole temblores. La tentó bajando en dirección al tobillo con las caricias y disfrutó de la tersura de la piel satinada, en tanto la chica le reclamaba que la alojase en su centro de placer. Cuando arribó a la zona prohibida advirtió la mirada desesperada y cuán húmeda y qué receptiva se encontraba, pidiéndole a gritos que la tirara sobre el asiento y satisficiese las ansias allí mismo, sin importar la presencia del chófer.

  Pero prefirió jugar al juego del gato y del ratón, que explosionara de tanta locura, por lo que retiró la mano y le pidió disculpas. A pesar de ser tan diferente a sus anteriores conquistas también se rindió ante él y le suplicó por las caricias.

—No estamos solos —le musitó en el oído para que contase los segundos hasta llegar a la mansión.

  Charles era la discreción personificada y ya había sido testigo de muchas escenas de esta índole, incluso más intensas. Además de que Darien podría subir el cristal tintado y no sería espectador de nada.

—¡Ay! —Se mortificó y le echó una mirada tan inocente que él estuvo a punto de soltar una carcajada.

—No te preocupes, no ha visto nada —le mintió, pasándole los labios por el cuello al mismo tiempo—. Te prometo que en cuanto lleguemos a casa continuaremos en donde lo dejamos.

  La impaciencia de Samantha le hizo gracia. Se comportaba como una niña pequeña a la que hubiesen llevado de visita a una juguetería colmada de muñecos y de peluches y que luego la arrastraban a casa sin comprarle ni uno solo. Y no lo asombraba que actuase así a pesar de amar a otro hombre, porque precisamente le gustaba jactarse de sus dotes amatorias y de su poder de fascinación: no era la primera en sentirse deslumbrada por él aunque los sentimientos la unieran a otra persona ni sería la última.

—Llegamos —le susurró lo evidente, solo para rozarle con el aliento la oreja.

 La limusina traspasó el portal de acceso y luego recorrió el kilómetro que había hasta llegar a la mansión. Al arribar Charles, comedido, les abrió la puerta. A Darien le hizo mucha gracia percatarse de que Samantha se ponía todavía más colorada al descender. 

  Ella le balbuceó al chófer:

—Gra... Gracias.

  No era necesario ser vidente para saber que se encontraba bastante mortificada por haberse dejado llevar por la pasión con público delante y por segunda vez. Porque Darien no era estúpido y se había percatado de que el beso frente a Adrian y el resto de asistentes también para la joven había sido real. Se había olvidado por completo del objeto de su amor, para que después dudaran de que el deseo era una poderosa fuerza de la naturaleza, igual que un tornado o que un huracán.

  Una vez accedieron al interior a través de la maciza puerta de madera de roble, decorada con diseños heráldicos y escenas de lances de la caballería medieval, le preguntó:

—¿Te sientes incómoda, Samantha?

  Ella suspiró y se apoyó contra la pared, antes de pronunciar:

—Un po... poco.

—No hay motivos para que te sientas así. —La tranquilizó enseguida—. Si quieres dejamos el sexo de lado y tan amigos como antes.

  Era una mentira, por supuesto. Conocía el brillo en los ojos de la muchacha, lo había contemplado demasiadas veces: clamaba a gritos por sus besos y por la reanudación de las caricias íntimas.

—Es que yo no te amo —le confesó Samantha, confusa—. No entiendo cómo puedo estar enamorada de Adrian y al mismo tiempo desearte tanto a ti.

  Darien se rio con ganas antes de acercarse a ella y abrazarla. Le acarició la cabeza como si fuese la panza de un cachorrillo travieso al que quisiera premiar por su buen comportamiento. 

  A continuación descansó la frente sobre la de ella, y, mirándola directo a los ojos, le explicó:

—Es completamente natural. Adrian te quiere, pero dedica el tiempo a esa novia horrible. No te hace el caso que tú desearías, y, en cambio, yo soy muy accesible para ti.

  Y le acercó la boca. Comenzó a delinearle los labios con la lengua, regocijándose de que fuesen tan carnosos y del tenue sabor a menta. Sintió que el fuego los consumía e intentó controlarse. Debía avanzar muy despacio, seducirla poco a poco. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto ocupando el papel de cazador, pues llevaba años siendo él la presa. Como se descuidase, además, las mujeres se le tiraban encima y lo dejaban desnudo e indefenso como un cervatillo. ¡Cada día eran más guerreras! Por eso de Samantha lo fascinaba su dulzura. Lo deseaba, pero dejaba que él llevara la iniciativa. Más difícil, sí, pero también le resultaba más apetecible.

—Tienes razón —coincidió ella con Darien, después de pensárselo bastante.

  Le pasó los brazos alrededor del cuello y se le estrechó contra el cuerpo. Ante este contacto se tensó porque la deseaba muchísimo y le dio la sensación de que toda la sangre del organismo se concentraba en el miembro masculino, que suplicaba para arremeter hacia adelante, sin tregua, sin pudor y sin obedecer al cerebro. Así que respiró hondo e intentó controlarse. Tenían todo el tiempo del mundo.

  De improviso, reparó en que se había olvidado de la apuesta. «No contamos con todo el tiempo, solo una semana», pensó. Y descubrió que el trato con Rick ya no le importaba, que solo fue una reacción exagerada al sentirse picado por su colega. Decidió, por tanto, ir al ritmo de Samantha, le costara lo que le costase.

—Por favor, vuélveme a acariciar como lo hiciste hace un rato —le pidió la chica, llevándose por delante todas sus buenas intenciones.

  Reflexionó que no se podía ser más realista que el rey y que si Samantha quería guerra, guerra tendría. Aun así decidió ser con ella más delicado y menos salvaje que con las demás. Bajó la cabeza y le recorrió con la lengua cada milímetro de la boca, en tanto ella respiraba agitada. Luego la apartó hasta el cuello y se divirtió oyéndola jadear, mientras le daba mordisquitos en el lóbulo de la oreja. Después se la pasó otra vez y le sopló la zona. Al mismo tiempo con las manos le moldeó la figura, igual que un escultor ciego al memorizar el cuerpo de la modelo momentos antes de tallarla en arcilla.

  Cuando alcanzó la piel de los muslos y dejó atrás el diminuto vestido, volvió a frotarle el pubis por encima de la ropa interior. Y, luego, en la zona más interesante, pero por encima del encaje y sin quitársela. Le respondió enseguida atrapándole la mano allí y frotándose contra ella.

—¡Me encanta! —suspiró bajando los párpados.

  Sin embargo, el estridente chillido del teléfono de la sala hizo que ambos dieran un brinco.

—Contesta tú, mejor —le pidió, respirando agitado.

  Samantha fue hasta el aparato, enfadada por haberle arrebatado el momento de placer.

—¿Y tú quién eres? —le preguntó una voz femenina del otro lado de la línea, después de que la chica pronunciase el «Hola».

—Soy la mujer que vive con Darien —le replicó, molesta, y luego añadió—: No llames más.

  Cortó y caminó, impaciente, hasta donde se encontraba él, que se reía a carcajadas de la ocurrencia. Se paró sobre la punta de los pies y comenzó a besarlo con ganas.

  «No hay duda de estoy transformando al ratoncillo en gato», pensó satisfecho.  Y, deseoso, la besó. Competían con las lenguas, enroscando una con la otra y recorriendo cada pequeña porción, desmelenándose cada vez más. Pero Darien no deseaba perder el control, así que respiró profundo y contuvo el ritmo. Recordó que Samantha se hallaba enamorada de Adrian, y, solo por este motivo, necesitaba más espacio. Con ella no podía desempeñarse como con todas «aquí te pillo, aquí te mato», sino que debía seducirla, tentarla, hasta que ya no pudiese soportar el placer y clamase a gritos por él.

  Por eso la levantó en brazos, sorprendiéndola, y la cargó hasta la espesa alfombra del centro de la estancia, que imitaba una piel de oso. La tendió allí cuán larga era, sentándose al lado de ella y acariciándole los pechos, la cintura, el ombligo, por encima de la fina tela del vestido. Mientras tanto Samantha se retorcía como un animalillo agonizante. Acto seguido cambió de sitio. Le abrió las piernas y se sentó entre ellas, juguetón.


  Sin que viniera a cuento sintió curiosidad y la interrogó:

—¿Con qué ciudad has soñado? ¿Qué país te gustaría conocer?

  Samantha se quedó rígida durante un segundo, pues parecía que el cerebro no le funcionaba con normalidad y que debía procesar la pregunta; luego levantó un poco el torso para analizarlo y lo regañó:

—¡¿Pero qué me estás preguntando?! ¡¿Qué tiene que ver eso con el sexo?!

  Se rio entre dientes porque era obvio que la muchacha no podía pensar, se hallaba anonadada por el mar de sensaciones. O, mejor dicho, solo podía pensar en lo que él le estaba haciendo.

—Nada, solo me intriga —y luego la amenazó—: Si no me respondes te dejo con la ropa interior...

  Ella intentó reactivar las neuronas rápidamente, se le habían adormecido y precisaba recapitular. Mientras, la observaba fijo y con una sonrisa, pues era muy graciosa y natural.

—Supongo que me gustaría ver lo que queda del muro de Berlín —vaciló, pensativa—. O recorrer los sitios de Inglaterra en los que vivieron mis escritoras preferidas.

—Mmm, interesante. —Y le palpó los muslos por dentro.

  Le levantó con una mano el vestido, sin dejar de tocarla con la otra. Así, la acarició también con la mirada. Contempló la tanga negra ribeteada en encaje que él le había regalado: permitió que los dedos se deslizaran por encima de ella con facilidad. Entretanto, Samantha se estremecía, la arrasaba un espasmo tras otro.

  Pero anhelaba profundizar el contacto, verla, conocer sus secretos. Así que lentamente apartó con una mano la parte baja de la tanga, sin quitársela, en tanto la otra la acariciaba con maestría.

—¡Ay! —exclamó ella, los suspiros se hacían cada vez más intensos.

  No entendió por qué, además de ponerlo a mil, la pequeña mata de vello rubio pulcramente depilado también lo llenaba de ternura. Empezó a jugar con ella, dibujando un corazón. Respiraba hondo para apaciguarse y demorar el momento de poseerla allí mismo sobre la alfombra. Aunque le llegaba hasta la nariz el aroma de su excitación de modo que calmarse se le complicaba más.

  Con toda la fuerza de voluntad fue bajando en las caricias, con toques suaves, frotando con paciencia y habilidad.

—¡Ayyyy, Darien, cuánto me gusta! —suspiró Samantha y se notaba que respirar le suponía un esfuerzo enorme.

  Al verla tan deseosa con la palma la siguió masajeando y con el dedo mayor empezó a hurgar en ella, y, poco a poco, a introducírselo muy despacio. Le costaba, era demasiado estrecha. «¡Mejor!», pensó sorprendido. «¡Me encanta!»

—Se diría que nunca has hecho el amor —suspiró, sabiendo que llegar virgen hasta los diecinueve años en California era imposible.

  Iba a sustituir la boca por los dedos, pero cuando se estaba inclinando Samantha le confesó:

—¡Es que nunca he hecho el amor, esta es la primera vez!

  La soltó como si el contacto con ella lo hubiese quemado. Recordó otra situación muy similar, en su tierra natal, hacía muchos años.

¡Ay, Darien, cómo me gusta! —exclamaba aquella chica, de manera muy similar a cómo lo había hecho Samantha.

  Y luego rememoró sus gritos de pánico, los pasos apresurados que partían las pequeñas ramas de las coníferas y hacían crujir las hojas secas, la angustia, el olor metálico de la sangre, la incertidumbre, la impotencia de sentirse fuera de control y de no poder dominar su destino. Después pensó en el asiento de clase turista del avión que lo alejó de todo aquello y lo depositó en Estados Unidos, donde logró labrar una de las mayores fortunas a nivel mundial, siendo un digno ejemplo de que el sueño americano  era una realidad.

  En definitiva, ante la confesión se sintió arrollado por un pasado que creía lejano. Las manos le temblaron por la impresión. Reconocer que su dominio, la ecuanimidad de la que le gustaba alardear, era una mera ilusión le provocaba un shock que ignoraba cómo procesar. Porque en su mente la virginidad de aquella otra joven y la de Samantha se encontraban unidas...

https://youtu.be/2IALfaAjCr4



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