Capítulo 4. Samantha. El despertar de la Bella Durmiente.

«Ni abril sin flores, ni juventud sin amores».

Refrán popular español.

Nunca se había sentido tan libre como ahora, mientras volaba por encima de la arena de Point Dume State Beach. Acompañaba a Glotona e Impaciente y movía los brazos en sincronía con las alas de las dos gaviotas.

     Cada tanto descendían a velocidad de vértigo y se zambullían en el mar. De este modo, sorprendían a los salmonetes y los atrapaban. Sam ponía un cuidado extremo a fin de no romperse los incisivos, ya que carecía de pico. La felicidad la inundaba, pues la fascinaba el aroma de las algas y de los peces, aunque se mezclaba con un dejo a antisépticos.

¿Sabes, Ardilla? Creo que a tu amigo le interesas más de lo que tú piensas. —Escuchó una voz masculina muy sensual, que salía del interior del cielo—. Te lo digo yo, que soy mayor que tú y con mucho mundo. Mi olfato para los negocios me indica que tú eres una propiedad que al Señor Larguirucho le encantaría adquirir. ¡El tipo suspira por tus huesos!

     «¿Es Dios quien me habla?», se preguntó, perpleja. No era para menos, había localizado un mundo en el que los seres humanos volaban y en el que Adrian la quería... Un mundo paralelo en el que pretendía quedarse para siempre.

     No volvería a afligirse por ser como Jane Eyre, la protagonista del libro de Charlotte Brontë —su preferido—, una huérfana que a todos les molestaba y que aún no hallaba su sitio. Como si fuese el volumen tres de una saga y faltasen los dos anteriores. Ahora el alma se le completaba al hallarse en la playa, rodeada por el océano y por la arena. Quizá su amigo del alma había comprendido que las emociones sinceras eran el camino más corto para ser felices juntos.

     Más gaviotas se les unieron. Tantas que comprendió que iba a necesitar de una imaginación infinita para ponerle un nombre a cada una. Porque, según su rutina, el apelativo dejaría constancia de alguna característica particular del ave, ya fuese del carácter o del físico.

     La gente les echaba un vistazo y creía, por equivocación, que todas eran iguales. Pero, como las cebollas, contaban con un sinfín de capas y se asemejaban a las personas. No había blanco ni negro, las aves y la humanidad eran grises. Solo la muerte las convertía en cenizas de un color uniforme, aunque en ellas se mezclaran los trozos de metal y de cuero.

     En la distancia observó a su colega. Iba sin camiseta y llevaba pantalones cortos. La enfocaba con unos binoculares y vigilaba su vuelo, igual que el ornitólogo cuando estudiaba una especie de pájaro a punto de extinguirse.

     Bajó en picado y aterrizó al lado de él. Primero, se recreó en los destellos de tono canela que desprendía la piel masculina. A continuación analizó la mágica sensación de los granos templados de arena, que el sol mañanero calentaba. Efectuó con el pie derecho un pequeño hoyo y este enseguida se llenó de agua marina. Y suspiró de puro placer.

     Adrian le sonrió y Sam, sin mediar palabra, dio un salto y le puso los brazos alrededor del cuello. Y le ciñó la cintura con las piernas. En este nuevo refugio obraba a voluntad y no precisaba contenerse.

     Así que le recorrió con la lengua el cálido cuello. Despacito, igual que la canción de Luis Fonsi, que en su momento ambos tararearon y desafinaron hasta el cansancio.

     Juguetona lo mordió, y, cuando Adrian protestó, le introdujo la lengua. Utilizaba la misma pasión desbordante que le había enseñado. Y que luego Sam había intentado reproducir con la almohada para aprender y evitar un nuevo rechazo.

     Es más, escribió canciones de amor sobre los perfectos labios de él. Hasta dio vida al manuscrito erótico que guardaba en el segundo cajón del escritorio y que no se atrevía a enviar a una editorial.

     Aspiró la loción para después de afeitar mientras le mordisqueaba el lóbulo de la oreja. Le apoyó un momento el rostro sobre el pecho, solo para verificar si el corazón de Adrian bailaba desbocado. Y, en efecto, así era.

—¿Te parece que lo hago mejor? —Sabía la respuesta, pero le apetecía oírlo—. ¿Ya no te quejas de mis besos?

     Le clavó la vista para comprobar si le decía la verdad. Si fruncía la nariz significaba que mentía.

—Has aprendido. —Su amigo suspiró.

—Pues entonces vuélveme a acariciar los senos como la otra vez y no te detengas —le ordenó y le palpó el rostro.

     Adrian le besó los pechos por encima de la blusa, todavía la cargaba en brazos como cuando hacían algunas elaboradas figuras de parkour. Creaba poesía sobre su torso, tantas que Samantha estiró el cuello hacia arriba y hacia atrás para darle más espacio. Al efectuar el movimiento enfocó la mirada en el cielo y contempló a las gaviotas. Revoloteaban a baja altura y la animaban con los graznidos a seguir.

Hazle el amor. —Emitían los sonidos de las letras en inglés y luego entrechocaban los picos, lo que les daba la potencia y la agresividad propia del idioma alemán.

—¡Lo haría si supiese, amigas! —Extendió los brazos hacia el cielo.

—No te preocupes. —Adrian la colocó sobre la arena—. Hoy te daré placer aquí mismo. ¡Te dejaré agotada y sin respiración!

Buenas tardes, soy Darien Ferrars. —La sexy voz volvía a originarse en el centro del cielo.

     Quiso expresarle que había errado el nombre. El correcto no era Darien, sino Edward Ferrars. Cualquiera que hubiese leído la obra Sentido y sensibilidad —de Jane Austen— lo recordaría.

     Molesta, escuchó la entonación aguda de Karen, que se colaba en el nuevo mundo para corromperlo:

¡Te advertí que cualquier día se rompían la crisma si seguían saltando como monos!

—Igualito que una bruja —susurró con voz débil—. ¡Te odio, maléfica!

     No tenía sentido proseguir con las caricias y con los besos. La insoportable mujer antes había arruinado la relación y ahora se ensañaba con la magia del instante. Otro intento en otro lugar... e idéntico resultado negativo.

     Oyó un murmullo y efectuó el esfuerzo sobrehumano de levantar los párpados. Parecía mentira, le pesaban como si fuesen colosales rocas.

     Se sorprendió porque los objetos que la rodeaban —con excepción de la ropa de entrenamiento y su mochila— eran de color neutro. Las cortinas, la mesa, las hojas, los muebles lucían del blanco más puro. También había bolígrafos negros, mesillas de ruedas grises y sillones en tono azabache, de apariencia confortable. Lamentó que no hubiera ninguna gaviota y que no se oliese el perfume del mar. Por el contrario, colmaba la estancia el hedor a alcohol y a desinfectante, que le provocaba picor en la nariz y le trastornaba el cerebro.

—¿Dónde estoy? —Sonaba tan débil como una ardilla recién nacida.

—Te encuentras en el Santa Barbara Cottage Hospital —su amigo hablaba bajito y se notaba conmovido.

     Sam intentó extender el brazo para acariciarle los labios —como poco antes cuando se hallaban en la otra dimensión—, pero el cuerpo no respondía a sus órdenes.

     Y fue afortunado, ya que Karen chilló:

—¿No te dije yo que terminarías lastimada? Y tú te empeñabas en pegarte a mi novio y en trepártele como una mona. —El volumen era insoportable, una especie de graznido agudo que le martirizaba la mente—. ¡Ahí lo tienes, pasó tal como te lo advertí! ¡Si me hubieses hecho caso no estarías ingresada!

—¡Cállate, la confundes! —Adrian le echó una mirada fulminante, y, a continuación, con dulzura pronunció—: Ardilla, has tenido un accidente de coche. ¿Recuerdas cómo fue?

—¡¿Un accidente de coche?! —A la víbora de Karen se le traslucía en el semblante lo frustrada que se encontraba porque no se hubiese lastimado al practicar parkour.

     Adrian volvió a mirarla con furia y le gritó:

—¡Cállate!

     Nunca funcionaba y por eso no entendió por qué ahora sí... Hasta que por sobre ella flotó la cabeza de un hermoso desconocido, cuyo rostro de algo le sonaba.

—Estoy encantado de verte despierta, Samantha. Lo único que lamento es que sea en estas circunstancias —efectuó una pequeña pausa y luego añadió con pesar—: Por desgracia, soy el responsable de tu accidente. Mi coche se salió de la ruta por culpa de una furgoneta y embistió tu señal. ¡Qué suerte que no te dio de lleno!

     Adrian lo apartó y luego lo encaró:

—¡Vete de una buena vez y déjanos tranquilos!

—No puedo, mi conciencia no me lo permite —repuso como si esta fuese suficiente explicación—. Tengo que encargarme de que Samantha se recupere.

—Para eso estamos nosotros y su familia. —El otro hombre mordía las sílabas y no guardaba las formas—. ¡Vete de aquí!

     Las palabras de su amigo despertaron a Sam del letargo y enseguida inquirió:

—¿Le han comunicado a tía Kitty lo de mi accidente? —Rezaba para que nadie le hubiera avisado.

     Bastante mal se encontraba como para que la mujer la volviese loca con atenciones y con comentarios fuera de lugar. Requería de mucha paz para recuperarse.

—No, ahora mismo la llamo. —Adrian empezó a buscar el número en marcación rápida.

—¡Ni se te ocurra! —Se sentó con toda la energía que le restaba por lo que, cuando terminó de hablar, cayó hacia atrás.

—¿No le explicarás qué te ha pasado? —Se asombró su colega.

—¡De ninguna manera! —Sam cerró los ojos—. Bastante esfuerzo es que me dé la lata a diario y que me prediga accidentes. ¿Te imaginas si se entera de que he tenido uno, y, encima, que involucra a un par de vehículos? ¡Pretendería encerrarme bajo cientos de llaves!

—Tienes razón, Ardilla. —Adrian se rascó el mentón, indeciso—. Pues entonces duermes en casa, no sería la primera vez que te quedas a pasar la noche. —El extraño esbozó una sonrisa irónica y Karen se llevó la mano a la garganta.

     Antes de que la mujer de plástico expusiera uno a uno sus argumentos en contra de esta opción, Sam lo contradijo:

—¡Imposible! Si sabe que estoy allí pasaría a verme con la excusa de compartir la hora del té con tu madre.

—¿Entonces qué hacemos? —Después de pronunciar la pregunta se percató de que la muchacha no se hallaba en condiciones de pensar demasiado.

     Pero Darien aprovechó la ocasión e intervino:

—Creo que yo te puedo ayudar a resolver este dilema, Samantha. —Se acercó a la cama—. Puedes quedarte en mi casa. Es positivo para ambos porque así me aseguro de que te recuperas. Al fin y al cabo, soy el responsable de tu actual estado.

—¡¿Qué dices, idiota?! —se enfadó Adrian y por la forma en la que movía las manos se diría que intentaba controlarse para no darle un puñetazo—. ¡A Ardilla jamás se le ocurriría permanecer en la casa de un desconocido del que lo ignoramos todo!

—Pues deberían conocerme si ven las noticias. Soy el accionista mayoritario de Advanced Programs & Networks Corporation  y el creador de la red social Ties, la número uno en este momento. —Siempre aprovechaba para hacerse publicidad—. Además, te he dado mi tarjeta de visita. Ahí están todos mis teléfonos y la dirección de la empresa y la mía particular.

—¡¿Y qué diantres me puede decir una tarjeta acerca de ti?! —le preguntó, enfurecido—. Que seas rico me resulta indiferente. Solo me indica que tienes dinero para pagarte tus vicios. ¡Hasta podrías ser un psicópata!

     Sam reparó en la circunstancia de que el extraño contemplaba a Adrian como si deseara responderle con golpes, aunque se contenía. Y lo entendía porque sentía lo mismo por haber traído a Karen al hospital.

—A ver, mi amor. —La novia le hablaba cariñosa, pero se comía al millonario con los ojos, igual que la mantis religiosa cuando devoraba la cabeza del macho mientras se apareaban—. Todos conocen la red social Ties y a su fundador. Nunca ha motivado ningún escándalo. Y siempre escucho acerca de sus obras filantrópicas. En mi opinión, las referencias de Darien son más que suficientes. Samantha se puede quedar en su casa. Y, si a él no le molesta, nosotros la visitamos todos los días para comprobar que se encuentra bien.

     «¡Sí, seguro que te importa mi bienestar!», pensó Sam, irónica. Y sintió una furia asesina porque notó que los argumentos de la bruja hacían mella en su colega y lo convencían.

     Reflexionó que, tal vez, la vida le pedía a gritos un cambio. Mientras, apreciaba cómo la odiosa Karen se incrustaba en Adrian y apretaba las abundantes caderas contra las piernas de él.

     Respiró hondo y observó al desconocido. Era guapísimo, bastante más que su colega. Y, encima, se preocupaba por sus sentimientos.

—¿Qué me dices, Samantha? —Darien la enfocaba con los increíbles ojos, que por momentos parecían del color de la miel de azahar y en otros del tono de las avellanas.

     Su vida clamaba por algo diferente, aunque ignorara qué. Y salir de la monotonía de su rutina sería el primer paso positivo. «Un viaje de miles de kilómetros empieza con un pequeño paso», el cerebro le recordó las sabias palabras de Lao-Tse. Si tomaba esta decisión, encima, se libraría de volver a ser testigo de cómo Adrian y Karen se sobaban sin pudor delante de sus propias narices.

—Gracias, Darien, me parece perfecto, pero solo si les prohíbes la entrada a tu casa a estos dos —y, luego, en dirección a la pareja agregó—: Porque no quiero que me visiten. Preciso tranquilidad y hoy ustedes dos me han hecho doler la cabeza. Además, Karen, seré sincera y te diré lo que he guardado durante años. ¡No te soporto, siempre te comportas como una bruja conmigo! ¡Fuera de mi vista los dos! He estado a punto de morir y a partir de hoy haré limpieza en mi vida.

—¡Tú ordenas y yo cumplo! —Darien, divertido, lanzó una carcajada.

     Y, al mismo tiempo, efectuó una reverencia propia de siglos anteriores, que ocasionó que Adrian bufase como un toro en celo al que le alejaban la hembra.


  Así le hubiera gustado a Darien darle a Larguirucho...


https://youtu.be/rQOj3LTd5lc





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