Capítulo 2. Samantha. Como una heroína de otra época.


«Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe».

Refrán popular español.

—Ve con muchísimo cuidado, Sam. —Tía Kitty organizaba una reunión en el hogar y se hallaba reacia a permitirle que saliera—. Maneja atenta a las señales de tráfico y no te distraigas. Sabes de sobra que muchos conductores se emborrachan y debes mantenerte alerta para esquivarlos.

—Te lo prometo, mamá. —Samantha se aburría de que le repitiese la misma cantinela por enésima vez y le costaba ser paciente.

     Sabía que era injusta al enfadarse, se lo decía por su bien. Pero esta letanía constante le recordaba —cada vez que salía a divertirse— la triste historia de su vida, pues se había quedado huérfana al morir sus padres en la carretera. Los había «asesinado» un borracho al utilizar un camión cisterna como arma letal. Encima, el monovolumen en el que viajaban se había incinerado. Y en las urnas mortuorias que había entregado la funeraria se mezclaban las cenizas de ambos, los restos de cuero de los asientos y los trozos de metal de la carrocería. Por eso odiaba el olor a incienso, porque era muy parecido al que le había quedado impregnado en la nariz cuando había lanzado al mar —en cumplimiento de lo establecido en sus testamentos— lo poco que quedaba de sus progenitores.

     Caminó despacio hasta el viejo Toyota. Después, se sentó con calma. Antes de encenderlo, contempló cómo las olas se estrellaban contra las rocas de la playa. La rompiente generaba los copos de espuma que luego perfumaban de salitre el aire. El sonido mezcla de latigazos, de truenos y de gorgoteos le traía a la memoria las tormentas de Cumbres Borrascosas —obra escrita por Emily Brontë a mediados del siglo XIX—, que releía hasta el cansancio. Era adicta a este libro desesperanzador porque le recordaba el devenir de su amor por Adrian, que se había frustrado en el momento de comenzar.

     Se distrajo porque en la escalerilla que bajaba hasta la arena un par de gaviotas la analizaban, esperanzadas, ya que Samantha siempre les llevaba algún resto del almuerzo. Por esta actitud voraz las había bautizado con los nombres de Glotona e Impaciente.

—Hoy no les he traído nada, chicas —les gritó desde la ventanilla y le respondieron con una mirada de reproche.

     Por el rabillo del ojo vio que su tía todavía la vigilaba desde la casa de cuatro plantas y sonreía condescendiente. ¡Pobre Kitty! ¡Si supiera adónde iba! La sobreprotegía en exceso para compensar las pérdidas y no se percataba de que este proceder era contraproducente para las dos. Debían apoyarse la una a la otra en lugar de ahogarse.

     La mujer estaba al tanto de los teléfonos y de las direcciones de sus amistades, de las últimas novedades del trabajo como auxiliar de biblioteca, de su decepción amorosa. Pero —a pesar de saber bastante— ignoraba que todos los días a las cinco de la tarde se citaba con su amigo del alma en El Matador State Beach para practicar parkour  sobre las zonas escarpadas. Era la manera de rebelarse ante tanta sobreprotección y lo ejercitaba desde que tenía ocho años y Adrian once.

     Ahora, con diecinueve, era una experta. Contaban con la complicidad de Mary —la progenitora de él— que ejercía también como madre de Sam. De hecho, arreglaba todo lo que desarreglaba Kitty al comportarse como una gallina arisca a la que le querían robar los huevos.

     Cuando su tía abandonó la ventana y la cerró con un ruido seco, Samantha musitó aliviada:

—¡Al fin!

     Colocó la llave en el tambor de encendido y la giró hacia el lado derecho... Pero por más que probaba no funcionaba. Enfocó la vista en el agua cristalina, en las gaviotas curiosas, en el sol de la mañana. Aspiró el aroma a salitre y a algas. Y suspiró resignada.

     Decidió darle una última oportunidad al Toyota. Volvió a intentar arrancar, aunque solo para constatar que daba la impresión de que el vehículo constituía una chatarra compuesta solo por el chasis, sin motor y sin sistema eléctrico.

     La única parte positiva era que iba bien de tiempo. Así que buscó el móvil en la mochila y localizó a Adrian en marcación rápida. Él demoró un par de minutos en contestar. ¿Qué diantres lo distraía?

¿Te has caído de la cama, Ardilla? —La voz masculina sonaba lánguida, quizá aún dormía—. ¿No quedamos a la cinco como todos los días?

—Hoy no.

¡Ay, es verdad, lo cambiamos para la mañana! ¡Lo había olvidado! ¿Vas hacia allí?

—Iba, Larguirucho. No contaba con que el Toyota decidiera morirse justo hoy. —Le pareció oír un quejido femenino al fondo, así que aguzó el oído.

Bien, voy para tu casa. —Ahora sonaba más activado y menos perezoso—. Dame quince o veinte minutos. Primero llevo a Karen a un sitio.

—¡Perfecto! —Sam fingió alegría—. Te espero en la entrada a Point Dume State Beach. Así ahorramos tiempo y no subes hasta aquí.

—¡Genial, ya salgo! —se despidió, contento.

     Escuchó que la novia lo reprendía con voz de bruja malvada de cuento infantil:

¡Dile a esa pesada que no nos moleste cuando estamos en la cama! Y no entiendo, tampoco, por qué tienen que andar a los saltos como si fuesen monos en lugar de caminar igual que las personas maduras.

     Sam avanzó hasta el punto de encuentro con zancadas furiosas, que levantaban el polvo del arcén. «¿Qué le ve Adrian a esa cabeza hueca, que solo tiene aserrín dentro del cerebro?», pensó decepcionada. No comprendía por qué seguían juntos si eran como el día y la noche.

     Además, le daba rabia que se hubiesen puesto de novios justo un par de días después de ocurrido «el incidente», hacía ya cuatro interminables años. Cierto era que tenía un cuerpo de infarto —lo reconocía a regañadientes—, aunque logrado a base de bisturí. Si la hubiera elegido luego de un tiempo prudencial tal vez no protestaría. Sam sabía que era absurdo, pero se sentía como una esposa engañada.

     Sí le divertía que Karen tuviera los senos pegados uno contra otro hasta la exageración. En ocasiones imaginaba que Bimba —la cachorra caniche toy de Mary— se le metía por el canalillo para usarlo como escondrijo y se perdía ahí dentro para siempre. No continuaba con la vengativa ensoñación porque existía la posibilidad de que la asfixiase. Sam amaba a los animales y llegaba al extremo de humanizarlos. «¿Y si se le cae un implante encima de la cabeza de la perrita y la aplasta?», pensó seria. Se dijo que trataría de mantenerla alejada como forma de precaución.

     Encima, se hallaban mal colocados, tan arriba que casi le llegaban al cuello. Quizá debido a este error del cirujano estético picoteaba la comida en lugar de tragarla. Como eran de tamaño extragrande si un huracán de categoría seis intentaba barrerla ella permanecería enraizada en el sitio, gracias a las dos anclas a las que llamaba senos. Samantha los conocía de primera mano, pues cuando la madre de Adrian no se hallaba en casa Karen aprovechaba para tomar el sol en topless al lado de la piscina. ¿Pretendía traumatizarla o hacerla sentir incómoda para que los dejara solos? ¡Nunca lo conseguiría!

     Porque consideraba que la intrusa era Karen, que lagarteaba con un cóctel entre las manos mientras ellos dos practicaban parkour, tan bien sincronizados como los amantes en el lecho. Proyectaban ganar la competencia callejera del mes siguiente y tenían la esperanza de que lo declarasen deporte olímpico para en el futuro representar a Estados Unidos.

     En medio de estas reflexiones llegó al cruce de caminos. Acto seguido recorrió seis o siete pasos más y se apoyó contra el cartel que indicaba el comienzo de Point Dume State. Respiró hondo y se recreó al otear el manto de luz —con los colores del arcoíris— que envolvía las colinas lejanas. Los peñascos cercanos al mar desprendían brillos semejantes a diamantes y los yates se perdían en el horizonte, al igual que su adolescencia. Pretendía que el paisaje distrajera su atención de Karen y del odio que la embargaba solo con pensar en ella. O al oler en cualquier persona el perfume a flor de azahar, a rosas y a jazmín que la entrometida solía usar. Debería aborrecer a Adrian también porque «el incidente» lo descolocó por completo y a partir de ese instante se comportó como un desquiciado. Y porque fue él quien introdujo a un tercero en la relación que compartían.

     Tal vez resultaba inoportuno centrarse en el tema Karen cuando su amigo venía a recogerla. La conocía demasiado bien y consideraría que se moría de celos, aunque no fuese cierto. Y pondría la cara de escepticismo que Sam odiaba. La situación era más simple: su novia pechugona le resultaba antipática porque se comportaba como una persona antipática. Hasta cuando la saludaba cortés la menospreciaba y hacía lo posible y lo imposible por alejarlos.

     Sumado a esto, Adrian no le ocultaba que Karen le pedía que terminasen la amistad y que él le replicaba:

—La Ardilla  y yo somos amigos del alma. Si te molesta vernos juntos ya sabes dónde está la puerta.

     Pero Karen no se iba ni Adrian la echaba. Y el rencor de Sam aumentaba al escucharle pronunciar la palabra «amigos». Porque si eran tan amigos del alma, ¿cómo se explicaba que se hubieran enrollado? Encima, al instante de locura lo denominaban «el incidente» y evitaban hablar de él con la misma resolución de la mayoría de los gatos al escapar del agua.

     Por aquel entonces Sam tenía quince y Adrian dieciocho. Estaban solos en su casa, como en tantas ocasiones. Mataban el tiempo frente a la pantalla tamaño cine del dormitorio de su colega. Y «destrozaban» en el karaoke Blank space, de Taylor Swift. Lo más divertido era que interpretaban las situaciones del vídeo y representaban los papeles a la inversa: Adrian era Taylor y Sam el chico apuesto. Se descostillaban de la risa mientras él gesticulaba encima de la cama.

     Luego se ponía de pie, movía las pestañas como si fuesen postizas y le pesaran. Y la invitaba a bailar. Ella paseaba a unos perros dóberman imaginarios —igual que en las imágenes— y simulaba que montaba a caballo. A continuación le clavaba la vista —intentaba estar seria— y controlaba con dificultad la risa. Poco hacía el guapísimo modelo, además de posar, era Adrian el que debía currárselo más.

     Cuando en la pantalla las caras se acercaban y se producía el beso, Sam corrió a traer una silla para compensar la diferencia de alturas, pues ella medía un metro setenta y cinco y su amigo más de uno noventa. Mientras, se carcajeaban y bromeaban como de pequeños. Recreaban lo que veían en el televisor mediante la técnica de acercar la cara, pero sin tocarse los labios.

     Adrian —de improviso— se puso serio y un destello le iluminó la mirada azul. Recorrió los centímetros que lo separaban de su boca y la besó. Sam no sabía muy bien qué hacer. Se sentía ridícula montada arriba de la silla, con los brazos caídos a los costados y los párpados levantados a lo pez debido a la sorpresa. Adrian, en cambio, tenía los ojos cerrados. Sabía que era un experto en el tema porque le contaba sus batallitas amorosas y ambos se reían, sobre todo cuando la chica se comportaba de modo extraño o demasiado posesivo.

     Suspiró y lo vio como un hombre por primera vez... Y reconoció que le resultaba muy atractivo. El beso no solo era placentero, sino que la fragancia de las notas amaderadas del perfume masculino que utilizaba —unido a su aroma corporal— provocaba que le temblasen las piernas. Cerró los ojos y se dejó llevar por los sentimientos que siempre habían ocupado un pequeño rincón de su corazón, aunque ella no se percatara. Le acarició el pelo castaño oscuro y disfrutó con la suavidad. Él la guiaba y aprovechó para seguirle el ritmo y aprender.

     Adrian le recorría —tímido— la boca con la lengua, igual que si golpease una puerta para que le permitieran el acceso. Era bastante ingenua, pero no tonta. Entreabrió los labios y él la besó con la misma intensidad de una fuerte tormenta de verano. Ambos degustaron el sabor de las fresas, que poco antes habían comido tirados sobre el suelo de la habitación, y daba la impresión de que flotaban hacia las nubes.

     Deseoso, Adrian la ciñó contra el cuerpo. Llevó los dedos hasta los senos y se los masajeó con ternura. A diferencia de los de Karen, eran del tamaño apropiado para sus manos y las llenaban sin desbordarlas. Y le desprendió —uno a uno y muy lento— los botones de la camisa.

     De repente la soltó —respiraba agitado—, giró sobre sí mismo y le gritó:

—¡¿Qué estamos haciendo?! —La observaba como si ella fuese la responsable de que se liaran.

     Se le acercó y le tocó la espalda para calmarlo, pero él pegó un salto como si lo hubiera rociado con ácido. Y se alejó igual que si oliese a orina de mofeta. La mirada de Sam le brillaba por las lágrimas contenidas, pues se sintió tan rechazada como una ardilla a la que sus compañeras arrojaban fuera del nido escondido entre las ramas de la conífera, con la finalidad de que se valiese por sí misma sobre la dura tierra sobre la que se había desplomado. Porque, ¿qué había hecho tan mal para que Adrian se comportase como una bestia herida? Cierto era que nunca había probado los labios de un chico ni había hecho el amor, pero siempre había una primera vez para todo. ¡¿Por qué no era capaz de tenerle paciencia y de enseñarle a besar en condiciones?!

—¿Te das cuenta de que acabo de cometer un delito? —La contemplaba furioso, como si del otro lado de la puerta un juez golpeara el mazo para condenarlo y enviarlo a prisión—. Tú solo tienes quince años, no puedes prestar tu consentimiento, y yo ya soy mayor de edad.

—¿Es necesario que ahora mismo pienses en estas tonterías? —La explicación le sonaba a simple pretexto—. ¡Ha sido solo un beso! ¡Ni que hubiésemos robado un banco!

     Le daba la impresión de que se había dejado llevar por las hormonas masculinas. Y, luego, como ella no tenía experiencia ni se comportaba demasiado osada se había arrepentido.

—Pues estas tonterías son los temas que yo estudio en la Facultad de Derecho de Berkeley —le habló con tono áspero por primera vez—. Ya ves, ni siquiera tengo la excusa de que ignoro las normas.

—Has dado con la palabra exacta: excusa. —Sam puso gesto irónico mientras lo analizaba—. Se nota a la legua que el beso no te gustó y que querías terminarlo. Bastaba con dejarlo ahí sin tanto dramatismo.

—¡Piensa lo que quieras! —Se pasaba la mano por el cabello como cada vez que se enfadaba.

     Sam por respuesta se giró, salió de la habitación y dio un portazo que hizo retumbar el marco de la puerta y los cristales. Encima, cuando llegó a casa el radar de tía Kitty detectó enseguida que había problemas en el horizonte. Le sonsacó lo que había ocurrido mientras contenía las lágrimas y se mordía los labios que poco antes Adrian le había besado con gran habilidad: ahora le ardían y estaban el doble del tamaño habitual. Confió en su tía y compartió con ella los pensamientos, sus temores y las ilusiones rotas, las frases brotaban tan incontenibles como el agua de un manantial.

—Me alegro de que Adrian se haya comportado de una forma tan madura. —Movía la cabeza de arriba abajo como los muñecos que decoraban los salpicaderos de los coches—. Resulta evidente que nunca me equivoqué con él y que no fue un error permitir que pasaran tanto tiempo a solas en su casa... Y no te preocupes, mi amor, ya lo arreglarán y continuarán siendo amigos. Piensa que después de esta vendrán más decepciones con otros chicos, así que poco a poco pondrás esta experiencia en perspectiva y solo será un fracaso más de tantos.

     ¡Vaya consuelo! Tía Kitty intentaba reconfortarla —no había duda de que las intenciones eran buenas—, pero no tenía idea de cómo lidiar con una chica que agonizaba por un corazón roto. Le costaba asumir que, de un plumazo, hubiera perdido las ilusiones amorosas y a su amigo del alma. Al poco rato llamó a Sally, su otra amiga, y le preguntó si podía venir a visitarla porque no tenía fuerzas para desplazarse hasta su hogar.

     Una vez que la joven hizo acto de presencia, Sam se desahogó. Las lágrimas no lavaban la tristeza que la embargaba por la manera en la que Adrian la había tratado, pero que alguien de su misma edad la escuchase comprensiva calmaba un poco el dolor.

—No te preocupes, cielo. —La abrazó así como se encontraban, sentadas sobre el horrible sofá de tía Kitty, de tono violeta y decorado con rosas rojas—. Déjalo correr, los chicos son unos tontos. Adrian no comprende que eres única, dulce y la mejor persona. Es obvio que le gustas y que te quiere, pero no se entera. Dale tiempo. U olvídate de los hombres y concéntrate en tu género. Sabes de sobra que me gustas y no me comportaría como ese idiota... No digas nada, ya sé que eres hetero, pero si cambias de acera lánzame un chiflido.

     Y Sam le dio a Adrian el tiempo que requería y no se apareció más por su casa. Se hizo a la idea de que vivían en distintos hemisferios del planeta... Hasta que él la visitó, le pidió disculpas y le rogó que retomaran la relación amistosa. Bautizaron el calentón con el nombre de «incidente», aunque convinieron en que las referencias debían ser mínimas y solo a modo de luz roja si recaían en las miradas tontas o en las caricias fuera de lugar. Dos días más tarde Adrian empezó a salir con la pechugona, que era cinco años mayor que él. Y por culpa de esta intrusa solo eran amigos. Estaban juntos, pero no revueltos como a Sam le gustaría.

     Escuchó el claxon. Y a continuación el chirrido de neumáticos sobre el pavimento, el sonido del metal que se partía y más bocinas apremiantes. De repente, vio un bólido que arrasaba con el letrero sobre el que se apoyaba. Y este jaleo interrumpió con brusquedad los melancólicos recuerdos. Porque salió despedida por el aire —en medio de los pensamientos acerca de su amor no correspondido hacia Adrian— y cayó sobre el césped igual que una muñeca rota.

     Lo último que observó —antes de desmayarse— fueron un par de preocupados ojos miel, que destacaban en el rostro masculino más hermoso que había visto hasta el presente. Lo enmarcaba la cabellera castaña, que lucía destellos dorados a causa de los rayos del sol. Se lo había cortado en las sienes al estilo comb over y se elevaba un poco hacia el lado izquierdo.

     «Parece un príncipe sin armadura», reflexionó fascinada. Y luego se desvaneció del mismo modo que las heroínas de los clásicos que amaba leer.

Cada vez le cuesta más a Samantha contenerse ante las ofensas de Karen.

  

Adrian siempre a medias.

La pérfida Karen se dedica a malmeter.

 Y Darien.


https://youtu.be/NME6ODpH3pQ



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