Capítulo 18. Samantha. El flautista de Hamelin.

«Ni los hombres son imposibles ni las mujeres incomprensibles».

Refrán popular.

  Se quedó en shock en el momento en el que Darien le prometió que iba hacia allí, dejando de mandarle mensajes. No entendía qué le sucedía con este hombre, ya que solo le hacía falta escribir simples palabras para que ella luego le fuese corriendo detrás, como si se tratara de El flautista de Hamelin.

  La culpabilidad la embargó: de no ser por Adrian, que reaccionó instintivamente en la playa sujetándola en el aire cuando se hallaba a punto de estamparse contra las púas afiladas, ahora tendría el cuerpo hecho trizas sobre la mesa del médico forense de turno. Y, en lugar de agradecérselo, aprovechaba la mínima ocasión para acostarse con Darien. «Si he estado en peligro es porque su novia loca se puso celosa e intentó matarme», se justificó, convencida.

  No en vano enseguida la policía había hallado pruebas contra la mujer de plástico. En unas imágenes de la cámara de seguridad del parking cercano a la playa se la reconocía echando el aceite de coche sobre las rocas donde ella sabía que Sam iba a saltar. Un delito bastante chapucero, por otra parte, ya que primero había anunciado que planeaba hacer algo dejando el ramo de flores y la paloma muerta en lo de Darien.

   A diferencia de él no dudaba de quién había sido, porque sabía que se celaba de su cercanía al millonario. Al fin y al cabo, los presidentes ejecutivos de las empresas relacionadas con Internet no eran setas que creciesen al lado de las carreteras. Sospechaba que de saber lo que le había deparado el destino, Karen hubiera intercambiado su lugar en el cartel para salir despedida por el aire y quedarse en el hogar del magnate recibiendo las atenciones.

  Una idea le cruzó por la mente, tan rápida como un transbordador espacial hacia Marte: ¿y si Darien la dejaba plantada? Recordó cómo la había asesorado con la finalidad de que fuese creativa a la hora de encontrar excusas a los batallones de amantes de una noche que lo llamaban al teléfono de la mansión/palacio una y otra vez. Estaba trabajando en Silicon Valley y ella descansando en su piso de Santa Bárbara: ¿cómo sería posible que recorriese durante casi cinco horas la ruta solo para compartir una breve madrugada? No tenía ningún sentido. ¿Para qué tomarse tantas molestias si solo era una más del montón y no existía la menor duda acerca de esto? Y, lo peor, ni siquiera contaba con la suficiente experiencia para entretener a un hombre como él, tan refinado en lo que guardaba relación con las artes amatorias. Es más, lo que sabía se lo había enseñado el propio Darien, así que sería igual que hacer el amor consigo mismo, apenas un paso más que masturbarse.

  Por desgracia, estas reflexiones le bajaron la moral. Se resignó, entonces, a pasar tensa y a la expectativa durante horas para, luego, recibir un whatsapp de Darien pidiéndole disculpas por no acudir. El consuelo sería que, al menos, se lo habría escrito él. Salvo que hubiese alguna rubia despampanante en el lecho tecleando en su móvil y a la que estuviera instruyendo en la tarea de buscar pretextos. Incluso podía ser la chica con la que lo había encontrado poco antes.

  ¡La odió! Y también a las caras femeninas que ella no conocía y que se le presentaban como sombras difusas, voces desesperadas a través de la línea telefónica. Creía que sabía lo que significaban los celos por sus vivencias anteriores con Adrian. Sin embargo, no se encontraba preparada para los impulsos destructivos que le entraron al imaginar a Darien con otras muchachas, pues necesitaba opacar las siluetas, silenciar las palabras, borrar los recuerdos del perfume y del sabor de todas. No comprendía por qué le ocurría si la situación había estado clara como el agua desde el inicio. Una parte de ella consideraba, de manera irreal, al billonario como algo suyo y le parecía imposible que pudiese compartir con otras el mismo grado de conexión y de acercamiento en todos los niveles y no solo en el físico y sensual.

  No obstante ello, debía reconocer que Darien era extrovertido y su presencia generaba una especie de magia inexplicable porque lograba abarcar el espacio en el que se encontraba, hasta los rincones más minúsculos. Lo había observado en la puerta del restaurante, acompañado, antes de que reparase en ella, desplegando sin cuartel la simpatía y las atenciones, de tal modo que la otra joven daba la impresión de hallarse fascinada.

  Quizá, después de todo, era mejor así, que la plantara y que continuasen cada uno por su lado. De nada valía profundizar más en esta relación si al final terminaría escaldada, pues Darien le resultaba atractivo a todas y todas las mujeres serían capaces de arrancarle los ojos con tal de ocupar su lugar. Tal vez debería conformarse con parejas más accesibles para ella en vez de desgastarse por alguien muy por encima de su nivel. Adrian, por ejemplo. Antes había sido su crush  y ahora le había confesado su amor. ¿No debería, mejor, seguir para adelante y olvidarse de un hombre a la altura de los protagonistas de las novelas que amaba? La vida real no resultaba como la mayoría de los libros, no había finales cerrados. Uno no controlaba las circunstancias ni los caminos que se abrían a cada paso y menos las encrucijadas que significaban puntos de inflexión de los que no se podía volver atrás. Después de todo: ¿quién iba a decirle unos meses antes que un accidente automovilístico haría que se enamorase de un amante inalcanzable?

  La asustó el ruido del helicóptero que controlaba la velocidad, al igual que un águila en los cielos. Normalmente apenas se escuchaban a lo lejos las aspas del rotor al golpear el aire y crear vórtices en las puntas, contra los que luego impactaban multiplicando las ondas de sonido. Creyó, debido al estruendo, que caía sin control a causa de algún desperfecto técnico. Corrió a toda velocidad hasta la ventana trasera, que daba a un parque despejado, sobre el que tocaría tierra para no estrellarse. ¿Debería llamar al teléfono de emergencias, en lugar de ser una simple testigo de cómo se las ingeniaban para no morir en estos minutos agónicos? Agarró el teléfono, mientras iba a toda velocidad, para poder explicar mejor a las ambulancias qué estaba sucediendo.

  Cuando contempló, con la cara sobre el cristal frío, cómo el aparato descendía sin problemas y se posaba grácilmente sobre la grava, igual que un elegante cisne después de planear a lo largo del río, se sintió muy tonta e inexperta. 

  Y, más todavía, cuando Darien bajó de él enfundado en unos vaqueros y con una cazadora de cuero, ambos en tono negro, que le dejaron la garganta seca de lo bien que le quedaban. De manera involuntaria los pezones se le pusieron erectos, anticipando las caricias de él, y el bajo vientre se le revolucionó.

  Dudaba si recibirlo en el hall del edificio o esperar en el piso para no parecer desesperada. Ante esta incertidumbre, mortificada, se mordió las uñas. ¡¿Cómo podía ser que estuviese allí, y, encima, que lo hubiera traído el pájaro de metal cuando cualquiera, por muy poco instruido que fuese, sabía que estaba prohibido volar de noche?!

  Se sintió halagada de que se tomara tantas molestias para pasar un tiempo con ella. Y, más aún, al tenor de los pensamientos anteriores. Porque a causa de la inseguridad a punto estuvo de estropearlo todo y de conformarse con Adrian, el sucedáneo de Darien en estos tiempos. Su colega era como comer de una marca blanca o igual que tomar un genérico en lugar del medicamento de la compañía que había patentado el original. Pensar en esto no la hizo sentir culpable, todo lo contrario: significaba una verdad como un templo y debía ser sincera consigo misma. ¿Bajar o no bajar? Esta era la cuestión ahora.

  Pero no tuvo que seguir rumiando, pues enseguida Darien tocó el timbre. ¿Tan impaciente se hallaba que había subido corriendo? En el ascensor se demoraba más.

  Abrió y se lo quedó mirando a los ojos durante un par de segundos, llenando las fosas nasales con el perfume a limón de la piel, que se mezclaba con el de raíz de lirio que contenía la fragancia que él se había echado. Lo sujetó por la mano y lo atrajo hacia el interior de su hogar, sin desviar la vista en ningún instante. Después de cerrar la puerta con el pie se le tiró en brazos y comenzó a besarlo,  amplificándose la necesidad por las ansias contenidas.

  Luego hizo una pausa para, audaz, susurrarle con sensualidad:

—Hoy es mi turno, profesor, aún falta que usted me dé la nota final.

  Y pudo sentir cómo se derretía por la anticipación. No entendía qué le sucedía con Darien, pues parecía que lo conocía de toda la vida. Tal vez la forma de ser, liberal, a la vuelta de todo y que no se espantaba ante nada era lo que le daba esta seguridad.

  Le desabrochó el cinturón, le bajó la cremallera y al comprender que él pretendía sacárselo lo detuvo:

—No te lo quites.

  Y se le agachó entre las piernas, sin desvestirlo más, masajeándole los muslos antes de bajarle el bóxer. Así, comprobó cuánto la deseaba.

—¡Qué me haces, Samantha! —exclamó él, llevándole las manos a la cabeza y acariciándole la cabellera con suavidad.

—Lo mismo que me ha hecho usted el otro día, maestro del sexo —se burló, deslizándole la lengua por las ingles y dándole un toquecito delicado con el índice en el húmedo glande para que se hiciese una idea aproximada de cuáles eran sus intenciones.

  Llevó ambas manos hacia el miembro viril en tanto lo frotaba con la suave lengua. Olía a cítrico y el sabor salado del lubricante le encantó. Le recorrió la parte de atrás, de abajo hacia la punta, combinando líneas rectas y zigzag. Cada pocos segundos lo miraba y comprendía que a Darien le costaba respirar. El pecho le subía y le bajaba rápidamente.

—¡Sobresaliente, alumna! —exhaló como si le doliese, combinando las palabras con suspiros entrecortados—. ¡Se nota que atendías tus clases en la ducha!

  Y ella dejó lo que estaba haciendo y le sonrió, antes acariciar con el rostro la superficie suave y cálida que tanto la tentaba y que la lengua ya había probado.

  Darien iba a decir algo, pero se interrumpió cuando se lo introdujo en la boca, al mismo tiempo que acompañaba los movimientos con los dedos. Se comportaba como si disfrutase del helado de durazno y de mandarina que siempre pedía e imitaba la actitud que él había tenido en el primer encuentro íntimo. Instintivamente hacía presión entre la lengua y el paladar para darle más placer.

  Pero él pronto dijo:

—¡Basta, no aguanto más!

  Y se quitó el pantalón y la levantó entre los brazos. Fue mirando dentro de las distintas estancias hasta dar con su dormitorio.

  Cuando ella constató que iba a prodigarle las mismas atenciones, le pidió:

—¡Por favor, hazme el amor ahora mismo! ¡Te deseo tanto!

  Y, por fortuna, no se hizo rogar. Se colocó con rapidez un preservativo y se dedicó a satisfacerla. Entró y salió con un ritmo veloz desde el inicio, que la volvía loca. Daba la impresión de que los cuerpos se habían extrañado, de que necesitaban repetir la experiencia hasta agotarse.

  El compás era frenético y de ser música rompería cualquier partitura. Nada de despacito, el fluir anterior del acoplamiento. Le daba la sensación de que se elevaba en el aire y de que caía, para luego volver a subir en un ciclo sin principio ni fin. Hasta que Darien terminó y se quedó tendido sobre ella, teniendo cuidado de no aplastarla.

  Iba a decir algo, pero el hombre la interrumpió:

—Golpean, ¿será Adrian?

—Yo no he escuchado nada —gimió, estirando las piernas.

  Darien se levantó y caminó hasta la entrada. Ella lo siguió de cerca. Cuando su amante abrió la puerta comprobó con horror que del otro lado había un ramo de zarzo dorado idéntico al de la vez anterior, con otro pichón asesinado decorándolo macabramente. Confundida, comprendió que Karen era inocente de este delito, pues se hallaba detenida.

—¡No puede ser! —exclamó Darien, mesándose los cabellos y con la misma cara trastornada del bosque de robles.

  Al contemplarlo así se preguntó si de verdad existía este enemigo al que él se refería o si era el producto de su imaginación enferma. Se dijo que perfectamente Darien podría haber dejado todo allí, en el acceso, al llegar del vuelo. ¿Sería posible que este despliegue horrendo fuese el resultado de una mente enloquecida?

  Al fin y al cabo debía ser objetiva y no dejarse arrastrar por sus sentimientos, pues ella no oyó que alguien llamase a la puerta...


https://youtu.be/5RIFlNq7P8s



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