Capítulo 16. Samantha. Rapunzel.
«La mentira dura hasta que la verdad florece».
Refrán popular.
Suspiró mientras recordaba, casi en trance, el instante justo en el que Darien la echó de la mansión/palacio. En aquellos momentos se sintió tan dolida que no aceptó su ayuda, más allá de que llamase un taxi. Le parecía una contradicción, una especie de burla, que primero la invitara a quedarse y que luego no la quisiese al lado de él. Encima, pretendía alquilarle una casa como si fuera su amante.
Aunque, pensándolo bien, quizá el hecho de verlo con la misma expresión de locura reflejada en la cara que cuando se hallaban en el bosque de robles del castillo de Dornroschenschloss Sababurg fue lo que determinó que se subiese en el vehículo público y que abandonara con precipitación su hogar y sin intención de volver a encontrarse con él. Ni siquiera respondió las llamadas de teléfono ni los whatsapps, dándole el puntillazo final al inusual vínculo que existía entre ambos. Si pretendía alejarla (tal como parecía por la actitud) debía de encontrarse contento, pues lo había conseguido. No sería ella como las demás, yéndole detrás igual que un perrito abandonado e implorándole sus caricias.
Intentó convencerse de que el hombre no le importaba. Se recordó que la intención original consistía en permanecer con él hasta reponerse del accidente y ahora se hallaba en perfectas condiciones de salud. En cuanto a sus enseñanzas, había conseguido lo que pretendía de las lecciones: había aprendido lo que Darien le había enseñado sobre el sexo y al mismo tiempo había dejado de ser virgen.
—¿En qué estás pensando? ¡Estás tan hermética últimamente! —le preguntó tía Kitty; recién acababa de entrar por la puerta y ya la acosaba con los interrogantes y con las recriminaciones.
Perdió la paciencia de la que hacía gala con anterioridad: ¡estaba harta! Haber gozado de libertad y que ahora se la robasen era una agonía.
—Por algo se llama pensamiento, porque es privado —la reprendió, cortante.
—¡Ay, no sé qué ha ocurrido contigo! —exclamó la mujer, sin darse por vencida—. Antes me lo contabas todo y ahora tu vida es un misterio. ¡No te entiendo! Desapareces con un millonario al que no conoces de nada y regresas como un alma en pena. ¡¿Cómo se te pudo pasar por la cabeza que una aventura con alguien así tendría un final feliz?!
—Tía Kitty, es hora de que hablemos en serio, no puedo continuar así. —Caminó hasta donde se hallaba y la miró fijo a los ojos azules—. ¡Quiero que esto termine, es agotador! Es tiempo de que me independice. Tengo el dinero que me han dejado mis padres y debo dedicarme a vivir la vida sin dar explicaciones en todo momento.
—¿Pero cómo me puedes decir esto después del esfuerzo que he hecho para criarte yo sola? He dejado mi vida de lado por ti. —Y comenzó a llorar: al moverse la fragancia a rosas se hizo más intensa—. Sabes que era auxiliar de vuelo y que viajaba por todo el mundo. Cuando tus padres murieron en aquel accidente de tráfico compré esta casa y ya no me moví de aquí.
—Y te lo agradezco, tía Kitty, sabes que te quiero muchísimo. —Se acercó más a la señora para abrazarla—. Pero el problema es que eres demasiado negativa y me contagias tu negatividad. Durante el período que he estado lejos de ti he tenido muchísimas oportunidades y he conocido mundos distintos. No me gusta que tú intentes hacerme cobarde, que pretendas que tenga miedo a crecer.
—¡¿Pero solo deseo protegerte, cariño, no lo entiendes?! —se desconcertó ella—. ¿No comprendes que tengo miedo de perderte como perdí a tus padres?
—Y ese miedo tuyo, tía Kitty, es lo que me impide vivir y ser feliz —y dándole un beso continuó—: Las cosas pasan cuando tienen que pasar, da igual que te protejas demasiado de algo porque luego resbalas en la ducha de tu casa y te desnucas o incendias la cocina y te quemas. Lo siento, pero es necesario que me vaya o para siempre seré una niña asustada. Necesito madurar, equivocarme, aprender. Alquilaré algo lo más pronto posible, pero entiende que esto no significa que yo no te quiera o que sea una desagradecida, solo que las dos necesitamos vivir un poco más a nuestro modo y contar con nuestro propio espacio.
Aunque su tía no la comprendió del todo, al menos se resignó ante lo inevitable: que a la pequeña gaviota le había salido el plumaje y que era hora de que emprendiese el vuelo valiéndose de las propias alas. En la búsqueda de un apartamento la ayudó su amiga Sally, aunque rechazara la invitación de irse a vivir con ella y de compartir gastos. Necesitaba disfrutar de su liberación, ser independiente, escuchar sus pensamientos, decidir por sí misma sin consultar a otra persona. Al final gracias a ella conoció a Tom, un ingeniero que buscaba inquilinos para su piso amueblado de Santa Bárbara.
Le quedaba un poco lejos del trabajo y tendría que conducir en lugar de ir caminando como antes, pero le resultó atractivo y la distancia que ponía entre su tía y ella era un incentivo extra. No le hizo caso al runrún que le susurraba que se mudaba allí porque así se hallaba más cerca de Darien. Le pareció increíble la fuerza que el hombre le había infundido, traspasándole parte de la suya, puesto que en dos días conseguía lo que durante años no se había animado a hacer. Sin embargo, debía obligarse a dejar de pensar en el billonario, nada positivo vendría de estancarse rumiando acerca de él. Además, en todo momento le había aclarado que era solo una parada de paso, jamás un lugar de destino.
No obstante ello, era una tarea imposible. El cerebro insistía en traerlo a la mente cada segundo del día. Ni siquiera la llamada de Adrian consiguió que no pensase en Darien.
—He dejado a mi novia, Ardilla —le comentó a través del móvil.
—¡¿Sí?! —se asombró—. ¿Y eso?
Aunque le extrañó no le provocó las mismas sensaciones que en el pasado, cuando anhelaba escucharlo pronunciar similares palabras. Una vocecilla irónica insistía en machacar cómo la otra mujer se interponía a diario entre ellos o cuánto la menospreciaba sin que su amigo le pusiese remedio a la situación siendo testigo de todo. Lo único que cambió esta actitud fue la aparición de Darien, un rival.
—Le dije la verdad, que te amo —le confesó y luego se quedó en silencio.
Aunque le pareciese imposible, no sintió nada mientras su amigo le confesaba los sentimientos por ella. ¡¿Tanto la había impresionado el otro hombre?!
—Sabes que Darien y yo éramos pareja y ahora nos hemos dado un tiempo de reflexión —le mintió para no comprometerse—. No te voy a negar que durante años estuve pilladísima por ti y esto me hubiese hecho muy feliz... Pero tú no me hacías ningún caso y... conocí a Darien y me enamoré de él...
—Lo siento, Ardilla, eras menor, no era mi intención que te sintieras rechazada, ¡entiéndeme! —repuso él con tono apremiante.
—Y yo te entiendo, pero entiéndeme tú a mí: ¿por qué no me dijiste esto cuando cumplí dieciocho años? —y después con voz acusatoria, como si se atragantase al hablar de la otra mujer, agregó—: Seguías con ella...
—No lo sé —le respondió.
—Yo sí lo sé, Adrian, porque con ella estabas contento en la cama —lo acusó.
—Sinceramente, Ardilla, no lo sé —insistió su colega—. De lo que sí estoy seguro es de que cuando te vi con ese estúpido en el hospital y luego en el restaurante tuve ganas de agarrarlo por el cuello y de matarlo. ¡No entiendo qué ves en él! ¡Es un presumido y un estirado!
—¿Acaso me vas a negar que es guapísimo? —Visualizó los labios húmedos de Darien recorriéndole las partes íntimas, el perfume cítrico de la piel de él, los abrazos apasionados, las suavidades y asperezas de su magnífico cuerpo, los detalles cariñosos al pasear con ella por los lugares que habían inspirado numerosos cuentos de hadas, cómo le había enseñado no solo a disfrutar con el sexo, sino también a rechazar aquello que le desagradaba, cómo la había interrogado una y otra vez para asegurarse de que ella deseaba llegar hasta el final.
—Te has vuelto superficial, Ardilla, no me había dado cuenta —le replicó él, molesto—. ¿No será porque es millonario?
—¿Y tú no te habrás vuelto idiota, Adrian, o ya lo eras antes y yo no me había dado cuenta? —se enfadó—. Tengo intacta la herencia de mis padres, el dinero del seguro y además desde hace tiempo trabajo —argumentó, sintiendo que no valía la pena aclarar su situación—. Si fuese amante del lujo hace mucho que me habría gastado todo.
—Lo siento —se disculpó su amigo—. No soporto verte así de ilusionada con ese hombre. Estoy seguro de que tarde o temprano vas a sufrir por culpa de él.
—También sufrí por ti —le recordó, fastidiada, parecía que hablaba con la tía Kitty.
—Creo que será mejor que dejemos aquí esta conversación porque me entran impulsos asesinos, Ardilla, no soporto ver cómo lo defiendes —bramó, se notaba que le dolía—. Pero no te olvides de lo que te he advertido.
Y consideró que, tal vez, su colega era el responsable de la amenaza a Darien. El perfume intenso del ramo de zarzo dorado le vino a la memoria y la hizo estremecer. La embargó una gran pena al tocar el pichón de paloma, mustio entre las flores frescas, que contrastaban con el cuerpecillo rígido. Si finalmente Adrian resultaba ser el causante de esto lo odiaría de por vida. Enseguida se dijo que se equivocaba, porque seguro su compañero ignoraba el origen del billonario.
—Dime: ¿tú sabes dónde nació Darien? —le preguntó, necesitaba quitarse esta duda.
—Sí, por supuesto, como todo el mundo: en Australia, aunque no recuerdo el nombre del sitio en concreto —le contestó con tono ronco y al borde del enfado—. Acordamos que íbamos a dejar hablar de él, Ardilla, ¿por qué no intentas olvidarte de ese hombre? Además, ¿por qué me lo preguntas?
—Por nada importante, es que yo pensaba que había nacido en California —le explicó, como quitándole importancia.
Mientras, procesaba con lentitud esta información que confirmaba las peores sospechas. ¿Sería posible que Adrian, que nunca había matado ni una mosca, fuese capaz de actuar de forma tan rastrera y de hacer hasta lo imposible para separarlos? «Incluso de dejar a la novia de la que parecía ser adicto», pensó, la vocecilla volvía a entrometerse y en las últimas fechas no la dejaba en paz. ¡Resultaba un fastidio tener conciencia!
—Mira, te voy a ser sincero, Ardilla: deseo que tengamos una cita en condiciones, nosotros dos solos, para que te hagas una idea de cómo sería salir juntos en plan pareja —antes de que pudiese negarse, añadió—: Pero hoy me conformo con que nos reunamos para practicar parkour. ¿Cómo estás físicamente? Me interesa saber si te sientes capaz. ¿Crees que podrás continuar con la serie en donde la dejamos?
—Perfecto, Adrian, estoy genial. ¿Donde siempre a las cuatro? —le preguntó, jugando con un mechón de pelo.
—Ni una sola vez en toda la conversación me has llamado Larguirucho. —Cambió él de tema, como si le doliese.
—Ya somos grandes, es hora de dejar las niñerías atrás —admitió, confusa.
Era tiempo, también, de explorar a dónde podría llevarlos la relación romántica con la que suspiró durante años. Por supuesto, mucho había cambiado dentro de ella, pero utilizaría las salidas con su amigo para olvidarse de Darien. No tenía sentido suspirar por él, jugaban en ligas distintas y la del millonario era inalcanzable.
Al ser un día de semana, cuando llegaron a El Matador State Beach solo había un par de personas asoleándose como lagartos sobre la arena de la playa. Desde hacía bastante tenían pautada una serie que solían repetir paso a paso allí, saltando entre las rocas pronunciadas y luego subiendo por la accidentada escalera. Saltaban entre una especie de arrecifes, de forma tal que parecían a punto de despeñarse cuando efectuaban los giros acrobáticos. Combinaban trescientos sesenta inversos, grimpeos, tictacs, saltos de fondo y al vacío. A veces los que contemplaban las audacias les decían que terminarían deshechos sobre la aromática espuma.
—¡No te imaginas cuánto te extrañaba, Sam! —Adrian la abrazó al terminar uno de los giros mortales—. ¡No te haces una idea de cuánto te quiero!
Y posó los labios sobre los de ella, tentándolos con un beso que no tenía nada de fraternal. Le resultó agradable, pero no vio fuegos artificiales como en aquella primera ocasión. Aun así entreabrió la boca y jugó con la punta de la lengua de Adrian, recordando todos los detalles que le había enseñado Darien cuando ejercía como profesor particular.
—Has aprendido —gimió y a ella en el tono le pareció advertir cierta recriminación y pesar.
—Sí y también a hacer el amor —le advirtió, segura—. ¡No iba a estar esperando por ti toda la vida!
Y el hombre la atrajo más hacia sí con la mano mediante la cual le sujetaba la espalda. El cuerpo pegado totalmente al suyo seguía resultándole agradable y las sensaciones eran reconfortantes, ya que muy en el fondo significaban la concreción del «incidente». Como si fuese una especie de deuda amorosa que Adrian tenía con ella. ¿Utilizar al amigo de esta forma era lo correcto para olvidar a Darien? La imagen de Karen le cruzó la mente, y, sorprendida, comprendió que hacía lo mismo que él: aferrarse a alguien más para olvidar a otra persona.
—¿Seguimos practicando? —le preguntó, en tanto llevaba la cabeza hacia atrás y lo miraba a los ojos.
—Sí. —Adrian respiraba agitado—. Ha sido un beso increíble, Sam. Recuerda cuánto te quiero... Y desde siempre...
En el fondo el comentario la molestó, ya que si recordaba cómo la quería desde siempre, tal como le pidió, debía pensar en cuánto se entretenía con la rubia de plástico viéndola hacer topless en la piscina delante de ella o cómo la besaba sin reparar en el daño que pudiera hacerle.
De improviso, rememoró los guiños de Darien, cómo la sujetaba del brazo o de la mano para llevarla de un sitio a otro o la forma en la que caminaba apurado a lo largo de la habitación cuando deseaba enfatizar algo. ¿Cómo era posible que en tan poco tiempo se hubiese enamorado tanto de él? «La culpa la tienen las duchas», pensó. Y recordó la última, pues había sido compartida y se enjabonaron mutuamente con el gel que olía a jazmines, ella gozando al recorrer por entero el cuerpo musculado de Darien. ¡Qué distinta de aquellas en las que solo había ejercido de espectadora y saludado, extasiada, al Señor Salchicha!
—A la de 1...2...3 —gritó Adrian, devolviéndola a la playa y al aroma a sal marina y a algas.
Y saltaron sobre sí mismos de manera sincronizada y luego rebotaron y giraron sobre la roca que le correspondía a cada uno y que habían numerado después de dibujarlas en un croquis. Cuando tuvo que tomar impulso sobre la más peligrosa (en uno de los extremos parecía una cuchilla afilada), resbaló.
—¡Ay, pusieron aceite aquí! —chilló, mientras intentaba eludir las puntas.
Porque sí tenía razón: alguien había colocado la sustancia allí para vengarse ella y con la finalidad de hacerle daño o de matarla.
https://youtu.be/LT1ORv9JdY8
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