Capítulo 14. Samantha. La cena de la Bella y la Bestia.

«El sexo sin amor es una experiencia vacía. Quizá de las experiencias vacías, la mejor».

Refrán popular.

  Le enternecieron las consideraciones de Darien relacionadas con su primera vez. ¡Se comportaba de forma tan diferente a las anécdotas de sus conocidas! Y la complacía, además, porque le permitía alejarse del extraño que descubrió en el bosque de robles y fingir que nada pasó.

  Más que disfrutar, ellas habían padecido esta experiencia. Le comentaban que había significado un mero entrar y salir sin sentido, pues sus compañeros sexuales no se habían esforzado por infundirles pasión.  Y debido a esto, por supuesto, solo habían sentido frialdad, decepción y dolor físico y emocional, porque durante el encuentro en lugar del príncipe encantado se dieron de bruces con un gigantesco y desagradable sapo. Siempre la prevenían de que le hiciese caso a las señales previas durante las citas y que no fuera tan tonta dejándose engañar por una sonrisa bonita. ¿Cuál era la clave? Buscar a un hombre que tuviese sensibilidad y empatía, porque la pérdida de la virginidad nunca se olvidaba, aunque sí se podía obviar el mal desempeño de los amantes posteriores.

  Quizá por esto omitió rápidamente los acontecimientos ocurridos dentro del bosque. Impaciente, solo pensaba en las próximas horas y se apresuró a duchar para estar lista a la brevedad. La cena, a pesar de las buenas intenciones del hombre, para ella constituía una espera innecesaria, ya que lo deseaba como nunca sospechó, siquiera, que se pudiese desear a alguien. De forma voluntaria se forzó a pensar en Adrian: con sorpresa se percató de que el recuerdo se hallaba muy, muy lejano, y le costó atraer hacia el presente las sensaciones que la embargaron cuando tenía quince años. Darien había conseguido hasta esto: borrar u opacar las remembranzas acerca del «incidente» y que antes tanto daño le hacían. Ahora, con sinceridad, le parecía una tontería.

  Mientras las gotas caían sobre su cuerpo aún virgen, de improviso pensó que tal vez el motivo de este borrón y cuenta nueva radicaba en el hecho de que sus sentimientos se habían desplazado desde el colega al empresario. Se quedó paralizada, con la mano que sostenía la esponja flotando en un punto aleatorio del aire. A juzgar por la sangre que le calentaba el rostro daba la impresión de estar asida de la barra del techo de un autobús repleto de gente, prensada casi hasta el desmayo.

  El aroma intenso del jabón con esencia de orquídea negra le recordó dónde se encontraba y qué estaba haciendo, por lo que bajó el brazo. «¡Es imposible!», pensó, moviendo la cabeza en un gesto negativo y volviendo a efectuar la tarea con rapidez. Rememoró las llamadas telefónicas de un ejército de mujeres histéricas, el lujo del que él gozaba, el trabajo que Darien había dejado en suspenso para cuidar de ella. Y fue la primera ocasión en la que tomó conciencia de la distancia social que existía en la vida real entre ambos. Entonces: ¿cómo había sido factible que conectasen de un modo tan veloz y tan intensamente? ¡Vaya misterio! Siempre había sido una persona introvertida, reticente, y gracias al compañero de aventuras estas últimas semanas se había comportado de manera inusual al confiar ciegamente. Al fin y al cabo era el desconocido guapo que casi la había matado con el coche y aun así había logrado que abandonara a tía Kitty como soñaba hacerlo desde sus malas vibraciones relativas «al incidente».

  Cerró el grifo y salió de la ducha con cara de sonámbula. Después se secó, todavía con la boca abierta. Luego empezó a elegir el vestido que se pondría entre la amplia colección de ropa de diseñador que el millonario le había regalado. Reflexionó que su estado emotivo era preocupante al constatar que el único que le apetecía ponerse era el verde escotado con el que había posado para la foto que colgaron en Ties. Quizá el hombre pensase que era un gesto romántico y dudó antes de colocárselo. Aunque la necesidad de hacerlo le resultó tan imperiosa que desoyó la vocecilla interna que le suplicaba que se anduviese con cuidado. Después, sin meditar demasiado, se maquilló con habilidad, eligiendo para los párpados una mezcla de matices en verdes y en marrones, que destacaban los llamativos ojos que la naturaleza le había regalado. Y, en los labios, se coloreó con un rojo ardiente de larga duración, que pedía a gritos que Darien la besara.

  Se contempló ante el espejo: el tono carmesí de la boca le recordaba cómo debieron de ponérsele las mejillas cuando le explicó qué le haría para que gozase. No se acordaba de si lo había manifestado de manera personal o no, pero ella sí se lo tomó de modo personalísimo. Lo imaginaba con la lengua justo allí, donde él le indicaba, y siguiendo los movimientos rítmicos a los que hacía referencia. Volvieron a encendérsele los cachetes. ¡Qué poder tenía Darien sobre su piel aunque no la acariciara ni lo tuviese cerca! ¿Sería mago también para ejercer este poder en la distancia? Y, sospechaba cada vez con más fuerza, también efectuaba hechizos sobre sus sentimientos.

  Cuando salió de la habitación lo encontró en la sala común de la suite... con el mismo smoking que había utilizado para hacerse la fotografía.

—Veo que ambos hemos tenido la misma idea, Samantha —se rio, contento: ¿sería en el fondo tan romántico como ella?; luego se le aproximó y la sujetó de la mano, diciendo con un susurro cariñoso—: Vamos, princesa de cuento de hadas, empecemos a hacer magia en nuestra noche.

—¿Y no será mejor que primero pongamos un poco de orden aquí? —le preguntó disimulando la confusión, pues segundos antes ella había pensado algo semejante; se concentró en mirar  alrededor el reguero de cosas que habían dejado tiradas para que no se percatase de su deslumbramiento.

—No te preocupes por esto, Samantha, solo céntrate en cómo acabará el día de hoy y en cómo nos daremos placer durante toda la madrugada —repuso Darien, en tanto ella sentía que una llama se le había instalado en el bajo vientre y se le desplazaba por todas las terminaciones nerviosas, amenazando con hacerla entrar en combustión espontánea.

  Caminaron por los pasillos hasta llegar al restaurante. Tenía la impresión de que iba flotando en lugar de dar pasos.

—Hemos hecho una reserva a nombre de Darien Ferrars. —Y le sonrió a la recepcionista.

  La bella mujer se lo quedó mirando como si él la hubiese hipnotizado. Pese a la aparente profesionalidad vio cómo tragaba un nudo y cómo este le recorría la garganta antes de invitar a Darien a pasar haciendo un gesto.

—Por supuesto, señor Ferrars, acompáñeme. —Pendiente del hombre se olvidó de que ella iba también.

  Después de que se sentaron en las cómodas sillas la empleada recobró la compostura, pues le entregó un elegante menú a cada uno. «Ya ves, Sam, no eres la única y ni siquiera intentes competir con el resto», pensó. «Recuerda bien por qué no debes enamorarte de Darien y disfruta solo del sexo. Tienes una oportunidad única: ¡aprovéchala!»

—¿Qué deseas pedir, Samantha? —le preguntó con un murmullo sexy, mirándola fijo a los ojos: el vientre le entró en ebullición, anhelándolo.

—Te dejo a ti la elección. —Y, por desgracia, sonó demasiado tímida.

—Entonces ostras con champagne, sin ninguna duda. —Darien llamó al camarero para hacer el pedido.

  Se estremeció, pues conocía el rumor acerca de que estos moluscos eran afrodisíacos. ¿Y si con tanta excitación salía disparada como un cohete hacia la luna? Lo que no sospechó fue el erotismo que le puso la piel sensible cuando Darien, haciéndole el guiño pícaro al que la tenía acostumbrada, dejaba caer la primera ostra en la boca y la saboreaba anticipándole cómo la disfrutaría a ella en la cama.

  No lo pudo evitar: sacó del bolso un marcapáginas de cartón que siempre llevaba allí y se abanicó.

—¿Tú no vas a probarlas? —le preguntó él con un ronroneo, acariciando una de las valvas circulares antes de llevársela hasta los labios y tentando a la joven a más no poder.

—¡Claro! —suspiró, emitiendo un apenas audible quejido.

  Entre la comida que aumentaba el deseo sexual y la chispeante bebida alcohólica, que se sumaba a los millones de sensaciones que acumulaba en relación a Darien, no supo cómo logró aparentar una cierta normalidad para no montar un espectáculo delante de los comensales, más erótico todavía que el que ambos habían protagonizado en Santa Bárbara. Ondas eléctricas le recorrían el cuerpo, haciendo que el magnetismo fuese tan intenso que poco faltaba para agarrarlo de la mano y tirar de él hasta la suite. Era un experto, conocía las estrategias idóneas para conseguir que una chica se volviese loca por sus huesos.

—¿En qué piensas, Samantha? —le preguntó, en tanto se servía una de las últimas ostras.

—¿Qué pienso? Sinceramente, para qué perdemos el tiempo aquí si podrías estar haciendo conmigo lo que haces con ellas. —Y, envidiosa, señaló los mariscos.

  Darien la observó con intensidad. Sin decir nada se levantó y fue a arreglar lo relativo a la cuenta. Luego volvió, la sujetó por el brazo y con pasos rápidos desandaron juntos el trayecto hasta la suite.

—¿Estás segura, Samantha? —la interrogó, antes de pasar la tarjeta.

—Segurísima —le respondió ella enseguida.

—¿Aunque sepas que conmigo no hay ningún futuro y que solo sea sexo de una noche? —Más directo y más sincero no se podía ser, empezaba a comprender por qué todas se comportaban con él igual que las abejas revoloteando a las petunias.

—¡Por supuesto! ¿Y tú recuerdas que solo me estás enseñando para que luego vuelva loco a Adrian con tus lecciones eróticas? —le replicó ella, dándose ínfulas con la finalidad de imitarlo y a sabiendas de que era improbable que conquistase a Darien.

—¡No lo olvido ni por un segundo, Samantha! —La abrazó y le recorrió los labios con la lengua, incitándola a que le respondiera de la misma manera.

  Entraron así, pegados, los dos con la mano sobre la espalda del otro y atrayéndolo hacia sí. Mientras profundizaban el beso, llevó la palma hacia el paquete del hombre. Llevaba días viéndolo ducharse y aún no lo había acariciado allí. Anhelaba sentir las asperezas, las suavidades, recorrer cada pequeña zona de él. Apenas reparó en que las camareras de piso habían acomodado la habitación y dejado un reguero de pétalos de rosas blancas, una especie de alfombra que conducía hasta la habitación de su «casi amante».

  Entretanto, Darien le frotaba los pechos, haciendo que el cuerpo se le derritiese en un mar de sensaciones, pues el deseo se mezclaba con la ternura y con la necesidad más absoluta de fundirse en él. No se conformaba con tocarlo, precisaba liberarlo del pantalón. Así que se lo desabotonó y le bajó la cremallera.

  Él, en cambio, continuaba prodigándole atención a los senos, pausado, y si no fuese por la imperiosa erección se diría que iba estimulándose poco a poco. Pensó que la regañaría por su avidez, al fin y al cabo le había enseñado que debía ir lentamente. Pero parecía que atrás había quedado la labor como profesor y ahora se servía del menú.

  Cuando, ¡al fin!, pudo tenerlo contra la piel y jugar con él, se enamoró de las distintas texturas, de la humedad del extremo, mientras ejecutaba lo que Darien le había explicado mientras se bañaba. Hubiera preferido cambiar los labios por las manos, pero el hombre le besaba los pechos con minuciosidad, recorriendo cada milímetro, sin darle libertad para que se zafase de sus atenciones. Estaba empeñado en ser él quien le regalara placer y no en que se lo proporcionase.

—Esta noche será inolvidable para ti, Samantha. —Y, conocedor, le leyó los pensamientos en la reacción de la piel, al tiempo que la boca sustituía a los dedos sobre los senos.

  Los recorrió de abajo hacia arriba y con movimientos circulares, haciendo que gimiera sin control. Ella tenía cuidado de no sujetarse demasiado del miembro viril durante los espasmos de placer. Cuando Darien le bajó la cremallera del diminuto vestido y este cayó sobre la alfombra azul de la sala, creyó que iba a explosionar. A pesar de que nunca había practicado el procedimiento, necesitaba que él calmase los ardores y que la guiara por los caminos desconocidos y misteriosos del sexo. Darien no era un hombre normal, sino un músico que escribía letras de amor y de pasión sobre su cuerpo. Un mago que efectuaba un hechizo utilizando la varita mágica y mediante métodos que lo hacían poderoso e irresistible.

  La levantó entre los brazos y caminó con ella hasta la habitación que ocupaba. Allí la colocó sobre la orilla de su cama, en medio de los aromáticos pétalos de rosa. En lugar de acostarse también, se situó sobre el borde del lecho y las caderas de Sam se posicionaron a su nivel. Con lentitud comenzó a besarla y a recorrerla con la suave lengua en las partes íntimas, empezando por la zona de abajo. La degustaba, paciente, mirándola a los ojos con frecuencia, para disfrutar del placer que la traspasaba por entero. Ella era incapaz de verbalizar nada, solo suspiraba, gemía y volvía a suspirar.

—Te juro, Samantha, que eres más rica y más apetecible que las ostras —pronunció Darien con esa especie de ronroneo al que la tenía acostumbrada y que le despertaba al máximo los sentidos.

  Ante este sonido y debido al perfume natural de los fluidos, la joven se desquició. Solo podía acariciar y sujetarse de la cabellera de Darien, totalmente entregada, mientras se revolvía contra la boca de él. Anhelaba que la poseyese de inmediato, demasiado habían dilatado el momento de la consumación.

  Cuando Darien terminó de dedicarle la atención a cada pequeña zona de su esencia llegó, casi tímido y aún más cariñoso, al capuchón del clítoris. Con mucho cuidado dibujó con la lengua sobre él, variando el ritmo y la intensidad.

—¡No aguanto más, Darien, hazme el amor ahora mismo! —gritó sin control, moviendo la cabeza de un lado a otro.

  Darien ignoró el pedido e introdujo un dedo. Comenzó a moverlo rítmicamente, primero, y luego buscó su punto G, trayéndolo hacia adelante, en tanto ahora los labios se centraban en la superficie del clítoris. Ella se contoneaba, arqueaba la espalda y empezó a suplicar, y, recién ahí, las palabras parecieron hacer mella en él.

—¿Estás completamente segura de que deseas perder la virginidad conmigo? —volvió a interrogarla, ¡como si tuviese capacidad para pensar en una respuesta!

—¡Claro que sí, Darien, deja ya de preguntar y hazme el amor, so idiota! —Aulló, exasperada, tirando del brazo de él para que se trepase a la cama y que rematara la faena.

  Darien, antes de recostarse junto a ella, se colocó un preservativo, mirándola con ansia.

—¡No te haces una idea de qué hermosa eres y de qué bien te ves así, tendida sobre el lecho como una modelo! —exclamó, en tanto subía hasta el rostro y regresaba a los labios, colocando el miembro varonil en las puertas del pequeño receptáculo.

  A pesar de la necesidad que lo recorría tuvo la fuerza de voluntad suficiente como para irlo introduciendo milímetro a milímetro, con mucha paciencia. Avanzaba despacio y se quedaba quieto para no provocarle dolores innecesarios o que se desgarrase por dentro. Así, hasta llegar al fondo.

—¡Por favor, no me dejes, quiero más! —le imploró Sam al apreciar tanta quietud, deseosa, y recién ahí Darien se atrevió a empezar a moverse con más contundencia para que ambos remontaran hasta la cima.

—¡Más, por favor, más! —le pedía ella con suspiros entrecortados y con largos gemidos.

  Y escalaron hasta el Everest de la pasión, estremecidos, paladeando el sabor del otro y gozando del perfume del sexo, que les nublaba los sentidos, convirtiéndolos en cuerpos entregados, embestidas que se complementaban, suavidad y fuerza. Cuando se corrieron permanecieron abrazados y en silencio reverencial. 

  Hasta que Sam se repuso, y, maravillada, gimió:

—¡Jamás imaginé que pudiera ser de este modo!

  Y observó el pene de Darien aún con el preservativo, que lucía coloreado por su propia sangre, mientras él se levantaba para ir a buscar el móvil. Suspiró al contemplarle el cuerpo perfecto y disponible para ella durante toda la madrugada. Disfrutó sin pensar en el mañana, siendo consciente de que tenía fecha de caducidad.

—Pues deberíamos hacer una foto para inmortalizar este momento —le sugirió el hombre—. La primera vez de muchas —le prometió, olvidando que poco antes había afirmado precisamente lo contrario—. Para mí también ha sido increíble, Samantha. Eres como un lienzo sobre el que nadie ha dibujado, me siento muy honrado de que me hayas permitido ser el primer pintor —le confesó con elegancia, en tanto regresaba al lecho—. ¡Ven, colócate aquí a mi lado!

  Ella le hizo caso enseguida y Darien la tapó recatadamente con la sábana, no sin antes frotarle la lengua por los senos, que reaccionaron al instante.

—¡Sonríe! —exclamó y luego el flash los cegó por un segundo—. Vamos a repetirla, creo que hemos salido con los ojos cerrados.

  Mucho más tarde, mientras volaban de regreso a California, rememoró una y otra vez los instantes de pasión repetidos todo lo que los músculos inexpertos se lo permitieron. En caliente no había sentido malestar alguno, aparte de los del principio al rasgar el himen. Sin embargo, ahora le ardía muchísimo y le dolía hasta el último tendón, tanto que debía esforzarse para no caminar con las piernas abiertas ni arrastrar los pies. Menos mal que ocupaban asientos de primera clase, de lo contrario el trayecto hubiese sido una forma refinada de tortura.

—Sé que te dije que era una sola vez, Samantha, pero me gustaría que te quedaras en mi casa todo lo que necesites. Y, por supuesto, que sigamos repitiendo la experiencia —le pidió, hablándole con humildad—. Necesito sentirte, tener tu piel contra la mía, aspirar tu perfume a orquídeas. Si has esperado tanto por Adrian puedes aguantar un poco más. ¿Te parece bien? Incluso te ayudaré a que te independices de esa tía controladora que tienes, no me gustaría que volvieses a lo mismo de antes.

  Y sintió que la felicidad la recorría por entero. No era una promesa de amor eterno, sino que le daba la palabra de que continuaría enloqueciéndola de placer.

  No obstante ello, al llegar a la mansión de Darien la situación resultó diferente. En la entrada había un enorme ramo de zarzos dorados, la flor típica de Australia, que despedían un olor penetrante. Y había algo dentro.

  Sam observó cómo la tez de Darien se ponía blanca como el papel. Y no era para menos, ya que enredado en las flores alguien había colocado un pichón de paloma con el cuello quebrado.

—No puedes quedarte aquí, estarías en peligro —pronunció el hombre lentamente, con los pensamientos inmersos en otra realidad.

https://youtu.be/I6Bg5KQ39co



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