Capítulo 12. Samantha. El lobo y el hombre.
«En todo encuentro erótico hay una persona invisible y siempre activa: la imaginación».
Refrán popular.
Pese a que el viaje la tomó por sorpresa en un principio, ahora se divertía a lo grande. Quizá porque mientras recorría las distintas localizaciones que sirvieron de inspiración a los hermanos Grimm, por momentos, se adormecía el deseo que Darien había despertado en ella y sentía que era bibliotecaria y a la vez Caperucita Roja, Aurora, Gretel y el resto de heroínas.
De esta forma descubrió que la Blancanieves de carne y hueso era una condesa, Margarita, que vivía en el Castillo de Friedrichtein y cuya madre murió siendo una niña pequeña. La madrastra no la envenenó, pero lo cierto era que no se soportaban. Y, al final, se enamoró de Felipe II de España (cuando todavía era príncipe) y él de ella. Sí murió envenenada: a manos de unos enviados del rey, padre del novio, cuya misión consistía en separar a la pareja a como diera lugar.
También la fascinó el Castillo de Dornroschenschloss Sababurg, el supuesto lugar de descanso de la Bella Durmiente durante una centuria y que hoy era un hotel. Por fortuna, se alojaron en él. Se hallaba rodeado de una vegetación inexpugnable y de quercus centenarios que habían sido testigos de gran parte de los acontecimientos históricos de la humanidad. Aún seguían allí plantados a pesar de la depredación del ser humano, orgullosos en su madura belleza, y la atraían como la luz a una diminuta polilla. Imaginó a aquellos hombres de toda condición, nobles y plebeyos, que deseaban despertar con un beso a la hermosa joven y que, por el contrario, sucumbían sin poder llegar hasta ella atrapados entre las ramas y sofocados por enredaderas semejantes a boas. Un largo sueño del que salía gracias a un valiente príncipe que fue más osado que el resto y que le concedió tiempo y dedicación... Igual que a ella su héroe particular, Darien.
—¿Qué te parece si entramos en el bosque de robles? —le preguntó a su compañero de aventuras leyendo la guía—. Dice que la mayoría tienen más de mil años, me encantaría verlos.
—Los bosques y yo debemos mantenernos apartados. —Darien la analizó con mirada enigmática, parado al lado de ella en la enorme entrada al castillo—. ¿No temes que al perderte dentro conmigo, sola y sin más compañía, me transforme en un lobo feroz?
—¡Imposible, te conozco! —exclamó ella, dándole un abrazo y riendo a carcajadas—. Eres dulce, sincero y tienes una paciencia infinita conmigo, hay que ver cómo respondiste a mis preguntas estúpidas mientras te bañabas. —Y sentía que el calor le recorría la cara al recordar que él le había explicado cómo funcionaba el Señor Salchicha con todo lujo de detalles: por desgracia se había limitado a los conocimientos teóricos, sin que estuviesen comprendidas las prácticas compartidas—. Eres la persona más inofensiva y tierna que he conocido, serías incapaz de hacerme daño.
—Porque sigues siendo torpe e ingenua, Samantha, en realidad soy muy peligroso. —Y la apartó un poco de él, mirándola fijamente a los ojos, casi sin pestañar—. Dime: ¿qué sabes acerca de mí?
—Sé todo lo que tengo que saber —y luego añadió—: Por ejemplo, sé con certeza que eres una excelente persona.
—¡Pues eres muy cándida, Samantha, de mí lo ignoras todo! —Y Darien empezó a caminar alrededor de ella como si fuese un tigre a punto de atacar—. Respóndeme: ¿dónde nací?
—¡Esa pregunta es muy fácil! —Suspiró con alivio, pensaba que iba a empezar por algo más complicado—. En California, por supuesto, siempre lo dicen. En las noticias se vanaglorian de que un californiano se hizo a sí mismo y que llegó a ser billonario gracias a que el Estado de California no solo cree en el sueño americano, sino que también crea las condiciones necesarias para hacerlo realidad.
—¡Pues no, te equivocas, no soy californiano! —Negó también con el índice y volvió a sujetarla observándola directo con rostro sombrío—. Soy de Australia... Y si tuvieses sentido común, Samantha, ahora mismo te alejarías de mí como si fuera la peste y nunca volverías a verme...
—No entiendo por qué lo dices —confusa, efectuó una pausa y luego, preocupada, le preguntó—: ¿Te has aburrido de mí? Es eso, ¿verdad? Algo he hecho mal y no sé qué es. ¿No debí mirarte ni preguntarte tanto ayer de noche mientras te duchabas?
Él la soltó y volvió a recorrer de un lado a otro la entrada.
—Escúchame bien, Samantha, y después no digas que yo no te lo advertí —le previno y luego la sujetó entre los brazos impidiéndole que apartase los ojos de los de él—: Eres una maravillosa persona, pero también demasiado crédula, confías en cualquiera. Debes aprender que detrás de una sonrisa bonita a veces se esconden las fauces del lobo.
—¿Entonces no te has aburrido de mí? —lo interrogó, inquieta.
—¡Por supuesto que no, me vuelves loco! —y luego le confesó—: Tengo que hacer uso de mi fuerza de voluntad al máximo y recordarme una y otra vez que me he ofrecido a ayudarte para que conquistes a tu amigo. ¡Te estaría haciendo el amor cada maldito segundo!
—¿Y por qué me previenes acerca de ti? —insistió Sam, llevando la mano hacia el rostro de él y acariciándoselo.
—Porque te faltan unas cuantas lecciones de vida y te dejas llevar por las apariencias, sin darte cuenta de lo peligroso que puedo llegar a ser, sobre todo para las mujeres. —Darien fue totalmente sincero por primera vez.
—Sí, me he dado cuenta de lo peligroso que eres por cómo te llaman las chicas a todas horas —se burló ella, dándole un ligero beso sobre los labios.
—Hablo en serio, Samantha. —Y percibió un nuevo trasfondo en la actitud de Darien que no supo cómo catalogar, tal como si efectivamente guardara un oscuro secreto.
Pero lo descartó al instante porque conocía la serenidad que lo caracterizaba, el roce cariñoso de las manos, cómo le brillaba la piel con las gotas de agua, ¡no podía ser tan grave lo que quizá ocultase!
Él leyó en cada uno de los gestos de Sam como si fuera un libro abierto porque le recalcó:
—Si te quedase una pizca de sentido común saldrías corriendo y no mirarías atrás.
—No deseo alejarme de ti —le replicó la joven en tono de súplica, mordiéndose el labio inferior con pena.
—Ni yo que te alejes —reconoció el hombre—. Pero sucede que cada vez me importas más y no deseo que te ocurra nada malo.
—Pues si estás cerca de mí nada malo me va a pasar. —Con estas palabras le demostró cuánta confianza le tenía y cuánta fe depositaba en él—. Y ahora que ya aclaramos este punto y mi ingenuidad sin discusión, me gustaría entrar contigo en el bosque de robles aunque te transformes en un licántropo.
Darien suspiró resignado.
—¿Y no prefieres, mejor, que vayamos a la habitación del hotel y sigamos con las lecciones? —le preguntó, empleando el chantaje—. Ayer empezamos por los senos, hoy toca la parte baja.
—No, quiero entrar en el bosque contigo y demostrarte que no eres el lobo feroz que imaginas, sino el príncipe que me despierta con sus besos. —Y lo observó poniendo el alma en la mirada.
Y no tuvo más remedio que ceder a los ruegos, resignado, ya que ella no se hallaba dispuesta a dejarlo correr. Así que no se opuso cuando comenzó a arrastrarlo hacia allí. Al principio se encontraron con otros huéspedes del hotel y veían el castillo. Le daba la impresión de que su imponente presencia los custodiaba, además de servirles como punto de referencia.
Pero a medida que empujaba más y más a Darien hacia el interior de esa especie de jungla, en la que se entrelazaban las raíces de los robles ancianos con la hojarasca, la maleza y las tupidas enredaderas, notó que el rostro del hombre se transformaba. Parecía ausente, vagando por una región muy apartada y oculta dentro de la memoria. Daba la sensación de encontrarse inmerso en sí mismo, y, se deducía del semblante, que los recuerdos no resultaban demasiado agradables.
De improviso le preguntó:
—¿Te das cuenta de que aunque te quedes sin garganta gritando y pidiendo ayuda nadie vendría?
Y la recorrió un escalofrío al reparar en que la mirada de Darien se oscurecía más y más, tal como si estos recuerdos funestos lo hubiesen poseído y atraído hacia sí sin permitirle escapar.
—No creo que sea necesario que grite, salvo que decidas adelantar varias lecciones y me hagas el amor ahora. —Sonrió, aunque una pequeña parte de ella comenzó a sentir miedo, pues el magnetismo demoníaco del bosque se imponía a pesar de sí misma—. Pero, por supuesto, en este caso no pediría ninguna ayuda...
—Recuerda que a las niñas que son desobedientes le suceden cosas malas —repuso Darien, sujetándole un mechón del rubio cabello y aspirando el perfume: cerró los ojos durante unos segundos, rememorando, y después, más para sí mismo que para ella, susurró—: No es igual, huele distinto...
—¿Qué huele distinto? —Y se llevó la mano a la garganta en un gesto automático.
—Nada, no te preocupes. —Pero por el tono de la voz de Darien la joven intuyó que sí debería preocuparse—. Hay que hacerle caso a los mayores, Samantha, las chicas buenas no deben entrar en los bosques con desconocidos.
—No eres un desconocido para mí, Darien —replicó al momento.
—Sí que lo soy, ya dejamos claro que tú no me conoces en absoluto e ignoras totalmente mi vida en Australia —la contradijo el hombre; luego la atrajo hacia él bruscamente, haciendo que se quejase.
—Pretendes asustarme, ¿verdad? —lo interrogó, esperanzada—. Pues no lo conseguirás.
—¿No has pensado alguna vez que lo que asusta, simplemente, es la realidad? —admitió Darien, enigmático.
—Pues dime cuál es esa realidad de la que debería asustarme —le imploró, confusa.
Él miró a su alrededor. Luego le señaló un trozo de rama que yacía al lado de uno de los robles más altos. Medía dos metros de largo, aproximadamente, y parecía sólida.
—¿Ves ese trozo de árbol? —Caminó un par de pasos y se agachó para agarrar el objeto al que se refería—. Míralo bien. Luego imagina que una chica entra en el bosque sin decírselo a nadie, engañada. Supón que pretende encontrarse con alguien. ¿Puedes ver esta rama?
Afirmó con la cabeza sin atreverse a hablar. Entretanto Darien acarició la superficie de madera y dio la impresión de que grababa en la memoria el tacto, como si fuera un deportista ante el palo de golf o frente al bate de béisbol. Luego, de repente, empezó a golpear el árbol milenario una y otra vez, igual que si estuviese desahogando contra él algún impulso irrefrenable. Permaneció así por lo menos diez minutos, sin que ella se atreviese a parpadear siquiera. Cuando vio que de la rama del roble salía una gran cantidad de resina paró con la misma brusquedad con la que comenzó.
—Imagina que esto fuese sangre, Samantha, ¿sabes cómo estaría ahora la cabeza de la chica? —le preguntó sin que viniera a cuento; antes de que ella pudiese responder, añadió—: Te lo digo yo: estaría hecha papilla y la sangre regaría toda esta zona del bosque. Salpicaría el roble hasta esta altura. —Y puso la mano sobre él, indicándole.
Después dio un giro, con los brazos hacia el cielo. Parecía un sacerdote maya honrando a los dioses después de haber efectuado el sacrificio ritual de uno de los prisioneros.
A continuación le recordó:
—¡Te lo advertí, Samantha! Nunca deberías haber venido al bosque con un extraño.
Por supuesto, ella ahora no pensaba en razonar, sino que lo único que le apetecía era escapar de allí lo más pronto posible. Así que comenzó a caminar con rapidez, sin mirar atrás para constatar si Darien la seguía. Y en la dirección en la que creía que se hallaba el Castillo de Dornroschenschloss Sababurg. Pero se equivocó. Todos los robles le parecían iguales, con los nudos amenazantes, las raíces retorcidas y expuestas y las ramas que se asemejaban a brazos de ogros dispuestos a sujetarla para zampársela hasta los huesos. Tan idénticos unos de otros que le daba la impresión de que algún informático los creó copiando y pegando cada zona sobre una cuadrícula. Un escalofrío la recorrió porque se hallaba en la más absoluta soledad. No había ardillas rojas ni jabalíes ni urogallos: ellos también se habían asustado y corrido a esconderse.
Ahora tampoco veía a Darien, algo de lo que se alegraba. Su comportamiento desde que entraron en la inmensidad verde y marrón era, además de extraño, insólito en él, como si alguna fuerza maligna le hubiera entrado en el cuerpo y colonizado su mente. Se sintió Caperucita Roja, amenazada por el Lobo Feroz y Asesino. Movió la cabeza, intentando con ello borrar el comportamiento psicopático de su acompañante y los acontecimientos que le robaron la calma y la felicidad por los avances de otra índole.
Dobló hacia el lado derecho, creyendo que había calculado mal la situación del castillo. Sin embargo, le resultaba imposible guiarse en este mar de hojas. Comprendió, asustada, que debió hacerle caso a los cuentos infantiles al entrar en un bosque como este, empeñado en engullirla. Pudo imitar a Hansel y a Gretel señalando el camino con piedrecillas que brillasen con el resplandor de la luna. ¿Estaría condenada, igual que ellos, a pasar la noche allí?
—Recuerda que a las niñas que son desobedientes le suceden cosas malas —le había dicho Darien y comprendió con horror que estaba perdida y que moriría a pocos metros de la civilización sin conseguir hallar la salida.
Entró en pánico. Empezó a correr sin control, buscando la casa del bosque de la que le habían hablado en el hotel. No se percataba de que los trozos de ramas le hacían daño al rozarle las desnudas piernas. Pequeñas gotas de sangre regaban la tierra y la hojarasca por donde ella pasaba. Tampoco reparó en la circunstancia de que el relieve irregular del terreno a punto estaba de hacerla trastabillar y de caer, produciéndole un esguince o una fractura. No veía nada a través de la cortina de lágrimas. Aterrorizada, solo pensaba en salir de allí a como diese lugar y en que odiaba el olor de la savia y de la hierba.
De improviso, unos fuertes brazos la sujetaron por la espalda. Comenzó a gritar a todo pulmón, sollozando. Intentó arañar al desconocido al mismo tiempo, pataleando como un ratoncillo atrapado en una trampa.
—Nadie te escucha —le susurró la voz espectral en el oído y al llegarle su aroma a sándalo a las fosas nasales creyó que olía a muerte y a desesperación.
Lloró con más fuerza y el corazón le latió a mil, a punto de desbocarse.
—¡Ey, Samantha, soy yo! —exclamó Darien, girándola para que lo viera.
—¡Deja ya de asustarme! —le gritó, frenética, golpeándolo en el pecho—. ¡Volvamos al castillo ahora mismo, estoy harta de tus locuras!
Él le agarró la mano y la empujó con suavidad en la dirección contraria a la que Sam se dirigía.
—Es por aquí —le indicó y llevándose los dedos a los labios, le susurró—: No despertemos a los duendes malvados ni a los elfos ni a las brujas envenenadoras.
Comprobó con alivio que Darien tenía razón: frente a ella de nuevo se alzaba el Castillo de Dornroschenschloss Sababurg, majestuoso con su aura de misterio y de peligro... Igual que su acompañante, aunque este volvía a comportarse de manera encantadora.
—¿Te das cuenta, Samantha, que tenía razón al prevenirte de que las chicas buenas no van con extraños al bosque? No lo olvides, recuérdalo siempre, pues te acabo de dar una lección de vida. —El hombre utilizó el tono de profesor universitario que usaba durante las clases de sexo, como si la pesadilla acontecida hubiese sido parte del aprendizaje.
—¡Idiota, lo has hecho por gusto! —exclamó ella aliviada—. ¡Me has dado un susto de muerte! Pensaba que te había dado un brote psicótico o que eras un psicópata asesino.
—Bueno, me preocupo por ti, Samantha, y enseñarte se ha convertido en mi trabajo, eres demasiado confiada. —Darien lanzó una carcajada.
—¿Y ahora qué? —lo interrogó.
—Ahora vamos a seguir con nuestras clases. Anochece y creo que por hoy hemos cumplido con nuestro régimen de visitas. —Y por la entonación sensual le prometía millones de descubrimientos eróticos y satisfactorios.
Sintió que el calor le recorría el bajo vientre, produciéndole latigazos de placer. La boca se le hacía agua imaginando la experiencia sexual que adquiriría y que, asimismo, disfrutaría a continuación.
Sin embargo, muy en el fondo y sin reconocerlo ante sí misma, se había plantado la idea de que la enigmática actitud de Darien no había sido el resultado de una actuación premeditada, sino de un problema oculto e incontrolable.
Porque, quizá, el bosque en el que morían los caballeros y los plebeyos que intentaban rescatar a Aurora con un beso, solo era responsable de sacar a flote lo que enraizaba dentro del cerebro enfermo y pervertido de Darien.
https://youtu.be/ZfflBex_lOs
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