21. FINAL. Darien. El príncipe intrépido.
«El valor y querer, facilitan el vencer».
Refrán popular.
Un escalofrío lo recorrió por entero cuando contempló al amor de su vida entre las garras de la Parca. La cara de inocencia le había resultado letal a la joven, pues había atraído hacia ella al ser más maligno y más vengativo que había en este mundo.
Al momento de horror de observar a su primo cargando a Samantha sobre la espalda, le siguió otro de profunda rabia: ¿cómo se atrevía este individuo a entrometerse en su existencia para volver a estropear lo mejor que había en ella? De joven había optado por escapar y por abandonar su tierra en lugar de enfrentarse a las mentiras de Brent y de hacer que terminase en la cárcel, el sitio donde debían recluirlo. Ahora le haría frente con uñas y con dientes, aunque se dejara la piel en ello.
Así que lo siguió, acomodándose la pequeña toalla para no perderla por el camino. Vio en la distancia cómo su enemigo se escudaba entre los pinos, igual que si los conociese de memoria, y se escabullía de uno a otro a toda velocidad como si tuviera grabada a fuego la ruta en la cabeza. Esto lo llevó a pensar a quiénes despediría del equipo de seguridad por permitir que este enajenado llegara tan lejos. El primer error lo había perdonado, pero dos equivocaciones no estaba dispuesto a pasar por alto. Y menos cuando sentía que el presente estallaba a pedazos, removiendo los recuerdos de las salvajadas que su pariente había efectuado con el cuerpo de Lía y que intentaría repetir ahora con Samantha si él no intervenía para impedirlo.
Mantuvo los metros que los separaban para no impulsar al otro hombre a que cometiese una locura y que actuara a la desesperada. Fue testigo de cómo tiraba a la chica que amaba sin el menor cuidado dentro de un Porsche. Y, luego, el descaro de Brent al reparar en él y quitarse la máscara para permitir que le viese el rostro en tanto se burlaba.
No había que ser muy listo para comprender lo que pretendía: sin duda que avanzara hasta donde ambos se hallaban para, a continuación e instantes antes de que arribase, ensañarse con Samantha del mismo modo que con Lía. Una vez se había quedado con la sensación de que la distancia entre vivir y morir radicaba apenas en un par de décimas de segundo y no volvería a pasar por ello de nuevo. Recordó cómo Brent machacó a su amor de juventud con un trozo de tronco que encontró en el bosque australiano. Tal vez ahora llevara un bate de béisbol escondido o algo similar oculto a la vista. Le pareció, inclusive, apreciar el destello de un cuchillo reflejando la luz de la luna.
Comprendió que aproximarse solo aumentaría el valor de la muchacha para Brent, equiparándola a su antigua novia. Así que, aunque se le hacía un nudo en la garganta y el corazón le martilleaba a punto de salírsele del pecho, dio un giro fingiendo indiferencia para alejarse de allí disimulando tranquilidad. A su favor había que decir que los años le habían enseñado una dura lección: de ninguna manera correría hasta la chica para luego verla morir sin poder hacer nada en absoluto por salvarla.
Una vez lejos de su primo, se precipitó hasta donde se encontraba el nuevo Lamborghini que había comprado. Al anterior lo estaban reparando, pero se lo regalaría a su amigo Rick como agradecimiento por haberle firmado las escrituras de la casita del abuelo y porque siempre se hallaba de su lado y podía contar con él.
Cuando llegó al vehículo (aparcado en la entrada de la mansión), antes de subirse en él agarró una gomita elástica que había alrededor de unos documentos que se hallaban en el asiento del acompañante y la colocó uniendo los extremos de la diminuta toalla. Más que nada para que esta permaneciese sujeta mientras iba en pos de su amada cabalgando el deportivo de lujo en lugar de un potro blanco. Ni se le pasó por la cabeza entrar a cambiarse. Cada minuto era precioso porque el transcurso del tiempo alejaba a Samantha de la vida. Brent era letal, le había arrebatado el futuro a decenas de jóvenes, imposible saber a cuántas. Estando con él corría extremo peligro, pues era una bomba atómica a punto de explotar. Cualquier comentario al azar o una sugerencia bienintencionada era capaz de desencadenar la tragedia.
Se sentó detrás del volante y encendió el automóvil, que ronroneó como una gatita mimosa. Sabía que solo existía un sitio por el que su primo podría salir en dirección a la ruta. De modo que, con las luces apagadas y extrema precaución, se dirigió a un punto geográfico donde el camino se unía a la vía principal. Y, por supuesto, se escondió cerca de unos pinos para pasar inadvertido, aguardando mientras intentaba mantener la paciencia. Y, sobre todo, la cordura.
«¿Y si en lugar de avanzar con el Porsche la baja del auto y la mata allí mismo, en tu propio bosque?», insistía el cerebro en hacerlo dudar. «¿Y si tu indiferencia en lugar de calmarlo ha hecho que se despertara una furia mayor?», continuaba importunándolo y generándole más estrés. Tuvo que recordarse que el mismo instinto que le indicaba cuáles acciones serían las que le harían ganar una fortuna o qué programas por él inventados serían un éxito era el que ahora le señalaba la estrategia a seguir. Utilizar la inteligencia y evitar un enfrentamiento directo en tanto Samantha estuviese a su merced.
«Al menos he conseguido que se me calienten los genitales mientras espero en el coche», meditó esta verdad como un templo. Durante la corrida por el parque y por el bosque había ignorado la brisa que se los enfriaba. Pero luego, al estar más pendiente de sí, agradecía el calorcillo que le subía por el cuerpo. Menos mal que era verano, porque de ser invierno tampoco se hubiera preocupado por vestirse, ansioso como se hallaba. Samantha esta noche era su única preocupación.
«¿Y si mi sexto sentido me ha fallado en esta oportunidad y solo he conseguido abandonar a mi chica con ese enajenado?», se preguntó, asustado. Los minutos se le hacían eternos y el nerviosismo se iba incrementando. Cuando a punto se hallaba de regresar por donde había venido, escuchó el sonido familiar del Porsche acercándose desde el otro extremo. Agradeció a Dios por haber guardado la compostura y por mantener la sensatez el tiempo suficiente como para proseguir con el plan que había adoptado. Pensó, con sorpresa, que el amor lo convertía en un adolescente, colmándolo de un océano de dudas que lo alejaban de la persona fría y calculadora en la que se había convertido en los últimos años.
Se obligó a contar hasta sesenta y luego los siguió, todavía con las luces apagadas y focalizándose en la fetidez de las mofetas aplastadas por su primo en la carretera para no acelerar. Imaginó que Brent se hallaba distraído manteniendo una discusión con Samantha, pues cada dos por tres se olvidaba de que en Estados Unidos se conducía por la derecha, a diferencia de Australia, y giraba con brusquedad el volante hacia el otro lado.
Por fortuna, debido a la hora solo cada tanto aparecía algún coche en sentido contrario. Detrás de él había tenido suerte de que ninguno, ya que manejando sin los faros reglamentarios podría provocar un accidente. A punto estuvo, no obstante ello, de desbarrancarse al intentar eludir a una coneja que se paseaba por el medio de la ruta con las crías. Debían considerarse afortunados, pues había podido reparar en ellos gracias a la potente luz de la luna, que había conseguido sortear la prisión de las nubes.
Por las dudas, permitió que el Porsche se alejase un poco más, no fuese que llamara la atención de Brent. Cuando llevaba conduciendo tres cuartos de hora comprendió que se dirigían hacia El Matador State Beach. «Resulta evidente que mi primo sabe lo que Karen intentó hacer y que ahora se propone rematar el plan», pensó, estremeciéndose por el pánico. Respiró hondo con la finalidad de calmarse, no podía perder los nervios y dejar que el otro hombre ganase la partida macabra. Mientras bajaba el cristal del deportivo y aspiraba una bocanada, se recordó que la vida de Samantha era el premio de la competición. Y solo razonando sin que los sentimientos le nublaran la objetividad podría vencer.
A lo lejos el vehículo de Brent aparcó en el estacionamiento de la playa. Él descendió y luego dio la vuelta y le abrió la puerta a la joven, igual que si de una cita se tratase. Sin embargo, al desaparecer la luna entre los espesos nubarrones y ya no poder ser testigo de ninguna escena entre ambos paró el Lamborghini en el acto. Lo abandonó con descuido en el arcén para después correr hacia el último punto donde los había divisado.
Cuando nuevamente pudo observarse algo, reparó en que Samantha saltaba por la escalera sin tocar los peldaños y se le puso la piel de gallina por el miedo. Mientras, Brent corría hacia ella, rezagado.
No se lo pensó dos veces y salió disparado hacia allí, agradeciendo a la gomita que mantuviera la toalla en el sitio. Hubiese sido ridículo que se le cayera justo al correr detrás de ellos. Yendo desnudo podía darse el caso de que se encontrase con alguna persona y de que esta lo considerara un pervertido.
Escuchó los gritos de su primo, las amenazas y lo embargó una furia atroz. Y, en especial, los deseos de hacerle pagar por tantas muertes innecesarias, por tanto sinsentido y por exponer a Samantha a este peligro. Se estremeció cuando su pariente se introdujo dentro de unas formaciones rocosas, cerca del agua, y luego salió con su chica a rastras, ensañándose con ella en tanto la guiaba a lo largo de la playa.
Le pareció que por más que avanzara nunca llegaba hasta ellos, como si estuviese en medio de una pesadilla de que la que no se pudiera despertar. Y esto que no sentía las piernas debido a la velocidad a la que corría. Finalmente, arribó hasta el sitio donde se hallaban y le descargó un puñetazo en la espalda a Brent, que lo obligó a soltar a Samantha y a gemir como una fiera herida. Distraído como se encontraba agrediéndola, no reparó en él hasta que fue demasiado tarde.
—¡Corre, Samantha, aléjate de este asesino! —le gritó cuando la liberó—. ¡Ve hasta mi coche! ¡Huye!
Pero la joven desoyó la advertencia, y, en lugar de hacer lo que le pedía, se puso detrás de él para respaldarlo. Desde allí observó que Brent se recuperaba y cómo esbozaba una sonrisa que no le llegaba a los ojos, antes de enfrentársele.
—¿Cómo lo haces, querido primo? —le preguntó, largando una carcajada hiriente para expulsar la rabia—. ¿Cómo consigues que todas estas perras coman de tus manos? Yo primero tengo que torturarlas y casi matarlas para conseguirlo. Creo que...
Pero no pudo continuar porque se le echó encima y empezó a utilizarlo como saco de boxeo al imaginar vívidamente lo que le podría haber hecho a su amada. Sabía lo que hacía, se había entrenado con los mejores en este deporte y le propinaba un puñetazo tras otro sin interrupción. Le daba igual donde cayesen: en el cuello, en el pecho, en el estómago, en la cara. El otro individuo se hallaba impotente, solo atinaba a protegerse el rostro sin resultado y poco a poco se hacía un ovillo, lo que le confería la apariencia de un tomate aplastado. Aunque esto no influía en él, que continuaba a lo suyo machacándolo, ni tampoco el hedor metálico de la sangre.
—¡No te vuelvas a acercar a Samantha, maldito loco! —le gritaba, enardecido, pegándole descontrolado—. ¡Te juro que te mato a golpes!
Y cuando su primo se derrumbó sobre la arena, sin que fuera capaz de responder a la agresión con más violencia o con algún otro comentario sarcástico, comenzó a patearlo en tanto lo increpaba:
—¿Solo eres valiente al secuestrar mujeres indefensas, hijo de puta? —Y lo pisoteaba fuerte con la intención de causarle dolor—. ¿Así de cobarde eres al enfrentarte a otro hombre, gallina?
Y la voz sonaba hiriente mientras lo miraba tirado sobre la playa y lo aporreaba, humillándolo y dándole de su propia medicina. Cuando creyó que lo tenía a su merced, porque estaba hecho una masa de moretones y de sangre, de modo tal que tapaba el olor salino de la espuma marina, se giró y abrazó a Samantha, colocándose el rostro de ella contra el pecho.
—¡Te amo, cariño, creía que por culpa de este demente jamás podría decírtelo! —Y le besaba la cara y los labios sin interrupción, frenético, no podía contenerse—. Es verdad que Rick y yo hicimos una apuesta. —Y bajó la mirada, avergonzado—. Pero enseguida me enamoré de ti.
Ella se quedó en shock por las palabras, ya que solo atinó a balbucear:
—¿Có...mo has conseguido luchar y con...servar en su sitio la toa...lla?
Y, aliviado, no pudo controlar la carcajada, pues a pesar de las circunstancias Samantha permanecía pendiente de su cuerpo, igual que al enseñarle las lecciones en lo relativo a la seducción.
Sin embargo, felices por el reencuentro y por hacer las paces, no se percataron de que Brent se arrastraba reptando como una serpiente sobre la arena. Luego, igual que una temible cobra, escapó con la intención de continuar inoculando su veneno. Y, ya lejos de ellos, se paró y corrió en dirección a la escalera. Cuando fueron conscientes de qué ocurría les llevaba una amplia ventaja.
—¡Nunca van a estar a salvo de mí! —chilló a todo pulmón desde la cima de la pendiente—. ¡Volveré por los dos y les haré lo mismo que a todos los que maté! ¡Los odio, jamás podrán librarse de mí!
—¡Se nos va a escabullir! —lloriqueó Samantha, empezando a correr detrás de Brent.
—¡No se nos va a escapar, está herido, no llegará muy lejos! —La tranquilizó con voz segura—. ¡Te juro que lo voy a atrapar, aunque sea lo último que haga! ¡Vamos hacia el coche!
Corrieron a toda velocidad. Iban a la par, mirándose de tanto en tanto, convencidos de lo que hacían. Cuando arribaron hasta el Lamborghini se escucharon los neumáticos del Porsche rechinando en la lejanía.
Se introdujeron velozmente en el deportivo y lo arrancó y lo guio a todo gas, en tanto le indicaba:
—¡Ponte el cinturón de seguridad, Samantha, y sujétate con fuerza!
A continuación cogió el teléfono, pulsó un número en marcación rápida y enseguida escucharon el sonido del móvil llamando.
—¿Sí? —respondió la voz adormilada de Rick.
—¡Telefonea ya mismo a la policía! —le pidió con tono urgente—. Mi primo ha intentado matar a Samantha y ahora lo estamos persiguiendo. Va en un Porsche rojo matrícula 7SST685 de California. Conduce desde El Matador State Beach hacia Point Dume State Beach. Es un peligro, va en dirección contraria y puede causar un accidente mortal. Diles que cierren la ruta para que no escape... Y llama también al teniente Brown pasados unos minutos para que vea cómo los demás lo atrapan. No creía mi versión, que sea testigo de cómo sus compañeros lo relegan en las funciones y hacen bien el trabajo.
—¡Ahora mismo! Y por favor, amigo, ten muchísimo cuidado —le rogó Richard—. No te hagas el héroe que vida hay una sola, solo consigue que tu chica siga a salvo.
—¡Te lo prometo, colega! —Y cortó la llamada.
Se afirmó en el volante y se concentró como si estuviese corriendo en el circuito de Laguna Seca con Bill de copiloto, igual que en otras ocasiones. Afortunadamente, ahora podía ir con los faros encendidos y sin temor a que su primo lo viera. Al contrario, anhelaba que fuese consciente de la cercanía para que cometiera errores insalvables.
Samantha se encontraba protegida, sentada al lado de él y echándole miradas amorosas que no disimulaban los sentimientos, aunque no le hubiese confesado nada. No era necesario, pues resultaba evidente. La chica era oportuna hasta en esto, ya que no lo distraía con otros pensamientos mientras iban recortando los kilómetros que los separaban de Brent. Se sintió más seguro con ella como acompañante porque ya no debía preocuparse por su seguridad.
Así que aceleró a fondo y pronto vio la parte trasera del Porsche. Tuvo una mala sensación en el cuerpo, pues era una de las nuevas matrículas digitales y no indicaba que el coche hubiera sido robado. Supuso que su familiar había matado al dueño, otro asesinato a sumar a la lista inacabable. Se pegó a él como una lapa, tocando bocina y deslumbrándolo con las luces de carretera y con las antinieblas, obligándolo a derrapar. El olor de los neumáticos quemados lo incentivó para seguir forzándolo a cometer fallos. Al igual que luchando, conduciendo no significaba ninguna competencia.
Brent zigzagueó para evadirlo. Dejaba el sentido contrario, volvía al carril correcto y luego lo abandonaba cuando veía un automóvil de frente, para obligar al otro conductor a que lo eludiera a último momento y que se estrellase contra él. Agradecía que el sol estuviera asomando en el horizonte, porque de seguir siendo noche cerrada la catástrofe sería inevitable.
—¡Mira! —Samantha señaló a decenas de coches policiales que esperaban al fugitivo antes de una curva pronunciada.
Pero Brent en lugar de disminuir la velocidad aceleró más, como si hubiese hecho un pacto suicida consigo mismo. Las opciones eran limitadas: frenaba y se entregaba a las autoridades para responder por los múltiples crímenes o bien se mataba chocando contra ellos o despeñándose por el barranco. Se lo pensó mejor y reflexionó que su primo era de los que al partir de este mundo intentaban llevarse con ellos al mayor número posible de víctimas.
Por eso no lo sorprendió que la policía lo hubiese previsto: cuando estaba a punto de estrellarse, del otro de lado de la curva apareció un gigantesco camión conducido por un oficial uniformado, con la finalidad de proteger al resto. Continuó avanzando hasta donde podía hacerlo sin exponer a Samantha a un extremo peligro. Poco antes de llegar a un punto límite, que calculó con su cerebro matemático, dio un giro rápido y se deslizó como si el pavimento estuviese aceitado.
Brent, en cambio, prosiguió avanzando con la intención de sortear el camión y darse de lleno contra las patrullas. Poco antes de llegar, los agentes empezaron a disparar con las armas reglamentarias contra el Porche. Cientos de balas impactaron en él y hendieron la carrocería, con un ruido metálico que los obligó a ponerse las manos en las orejas, pues casi les perforaba los tímpanos. El olor de la pólvora le impregnó la nariz, en tanto observaba cómo el deportivo reducía la velocidad hasta tocar sin fuerza contra el camión y pensaba que su primo ya no sería una amenaza para Samantha.
Minutos más tarde, todos los policías llegaron en masa hasta él y uno de ellos abrió la puerta del conductor. El cuerpo de Brent, cosido a balazos, cayó sobre el asfalto tiñéndolo de rojo. Estaba muerto. ¡Al fin la pesadilla se había acabado!
En el extremo contrario al que provenían los disparos, ellos dos aprovecharon para salir del Lamborghini.
—Menos mal que tu toalla sigue en su sitio. —Él la cogió de la mano y la acercó a sí para abrazarla—. Creo que lo mejor será que vayamos despacio hasta donde están las autoridades.
Meditó que, en otra situación, se hubiese sentido ridículo caminando apenas cubierto por una pequeña tela frente a cientos de agentes. No obstante ello, era tanto el miedo que lo había embargado por la seguridad de Samantha, que todo lo demás pasaba a un segundo plano.
—Tienes razón, cielo, vamos. —Y en el tono se le notaba cuánto la amaba.
Pero se desconcertó cuando, pocos metros antes de arribar a donde estaban todos, decenas de revólveres lo apuntaron.
Y el teniente Brown, además, le gritó:
—¡Suelte inmediatamente a la Señorita Bardsley!
Atónito, le hizo caso y Brown añadió:
—¡Por favor, Samantha, camine rápido hasta aquí! ¡Y usted, Ferrars, levante los brazos y ponga las manos detrás de la nuca!
Por precaución efectuó de inmediato lo que el otro hombre le indicaba. Con tan mala fortuna que, al pasar por el costado, el reloj se le enganchó de unos hilos de felpa de la toalla y esta cayó sobre el suelo como si fuese una hoja muerta. Al verlo desnudo más policías se unieron apuntándolo con sus pistolas y los que estaban desde el principio también lo hicieron con más ímpetu. Ahora sí se sentía completamente fuera de lugar, una caricatura en lugar de un ser humano, pues la situación cualquiera la calificaría de surrealista. Era increíble que el teniente, a pesar de haber visto qué ocurría, siguiera dudando de él.
—¡De qué se me acusa! —gritó, reaccionando al fin—. ¡Si he sido yo quien los ha hecho llamar!
—Para empezar de exhibicionismo y luego iremos viendo qué otros delitos podemos añadir —le informó el teniente Brown con voz seca.
Caminó despacio hasta él, teniéndolo siempre en la mira del arma. Cuando llegó a su lado le puso las esposas, sin que opusiese resistencia.
Le advirtió:
—Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra en un tribunal de justicia. Tiene el derecho de hablar con un abogado y que un abogado esté presente durante cualquier interrogatorio. Si no puede pagar un abogado, se le asignará uno pagado por el gobierno. ¿Le han quedado claro los derechos previamente mencionados?
—Sí —respondió con dureza.
—¡Rápido, que alguien traiga algo para cubrirlo! —gritó el teniente en dirección a los colegas—. ¡Estoy harto de verle el salchichón a este tío!
https://youtu.be/22Xv_ABJCZ8
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