Capítulo 5. James.
Una noche de verano, envuelta en un manto estrellado, donde el aire susurra suavemente y los perfumes de las flores bailan en el viento, creando una atmósfera mágica que invita a soñar y dejarse llevar por la belleza de la estación más encantadora, había llegado en el último tren desde Londres. Nunca había estado en Brighton, y tampoco tenía demasiadas expectativas de aquel lugar. Parecía un lugar tranquilo, aunque a juzgar por la época del año, parecía que toda la gente de Londres buscaba escapar a ese lugar. No parecía ningún lugar paradisíaco ni mucho menos, pero lo que sí tenía era el mar, que a pesar de no ser nada especial, se decía que en el verano la playa de Brighton se vestía con una paleta de colores vibrantes y cautivadores. De día, el cálido sol pintaba el cielo de un azul intenso, mientras las arenas brillaban bajo sus rayos. Los toldos y sombrillas desplegaban un abanico de tonos vivos, desde el rosa suave hasta el verde esmeralda, creando una sinfonía cromática que se fundía armoniosamente con el azul resplandeciente del mar que acariciaba la costa. Esa noche, el cielo se desplegaba como un manto estrellado, tejiendo su encanto mágico a través del aire cálido y sereno, invitándome a sumergirme en su abrazo y dejarme llevar por los susurros suaves y las risas que se entrelazaban en la brisa nocturna.
Me hospedaría en el hotel Queens, ubicado en la calle King's Road, estaba relativamente cerca de la estación de tren y decidí caminar hasta allí. Pasé cerca del Pavilion observe detenidamente las luces y la belleza de su arquitectura oriental, que te transporta a un relato de esa época. Después de divagar un rato llegué al hotel, que estaba justo al lado de la playa. Abrí la ventana de mi habitación y a lo lejos se podía apreciar el muelle, así que decidí nuevamente dar un paseo nocturno.
Caminaba por el Brighton Pier, veía a la gente pasar y escuchaba el bullicio de las risas. Observaba el mar, tratando de encontrar un poco de paz y calmar los demonios que acechaban en lo profundo de mi ser. Estaba en ese lugar para reclamar lo que me pertenecía, porque la vida ya me había arrebatado todo y yo me había cansado de dejar que el destino me manipulara como si fuera un títere que se mueve a su antojo. La verdad es que yo era algo más que un sobreviviente; nunca me había detenido nada para alcanzarlo todo. Sabía hundirme en el fango si era necesario con tal de conseguir lo que anhelaba. Era una persona que daba todo por sus objetivos. Ni siquiera la soledad me había detenido, aunque a veces esta era como un afilado cuchillo que laceraba el alma y dejaba una herida profunda que se extendía en silencio, una sombra persistente que te envuelve en una tristeza que erosiona gradualmente tu espíritu. Cada silencio se volvía ensordecedor, y cada momento solitario agrietaba tu corazón, anhelando desesperadamente el consuelo de la compañía y la calidez humana.
Brighton era mi nuevo hogar, aunque jamás había pertenecido a ningún lugar. Nunca había sentido esa necesidad. Mi espíritu nómada me había llevado a recorrer caminos desconocidos, sin ataduras ni raíces que me retuvieran. Encontraba la paz en la libertad de no pertenecer, explorando sin cesar, llevando conmigo el universo como mi todo. Las únicas personas que me conocían decían que a través de mis ojos se asomaba la mirada de melancolía de un niño pequeño en busca de su hogar, pero para mí, la palabra "hogar" no significaba nada más que un conjunto de muros en un lugar determinado. La verdad es que nunca supe lo que era el calor de un hogar, el amor de una familia, el de una madre, todo me había sido arrebatado cuando era niño, y en este punto de mi vida, no los necesitaba. Probablemente nunca los conocería, incluso si tuviera una familia, porque nunca estuvo en mis planes depender del afecto de nadie. Así era yo, había aprendido la lección; había entendido que todos te utilizan, y cuando eres vulnerable, se aprovechan, te aplastan y te explotan aún más. A lo largo de los años, me había convertido en un experto en aprovechar todas las oportunidades, un maestro en el arte de la estafa y la manipulación. Sabía escalar usando mis propios recursos, como mi propia belleza, y era lo suficientemente astuto como para persuadir a cualquiera. Nadie podía resistirse a mis encantos, especialmente en el caso del sexo femenino. Había aprendido a utilizar a las personas, y con mayor razón a las mujeres. Poseía una capacidad de persuasión tan cautivadora que podía seducir a cualquiera con mis palabras. Mi agudeza mental y mi elocuencia me otorgaban un poder magnético, capaz de convencer y persuadir a las masas. Con cada argumento articulado y cada idea expresada con claridad, dejaba una huella indeleble en aquellos que tenían el privilegio de escucharme. Cautivaba corazones y moldeaba opiniones. Poseía una destreza persuasiva inigualable, que resultaba ser una herramienta extremadamente útil.
Me había jurado a mí mismo que nunca sería débil ni ingenuo, que todos, al final, no eran más que un medio para conseguir mis objetivos. Era fiel admirador de la frase de Nicolás Maquiavelo "EL FIN JUSTIFICA LOS MEDIOS" esas palabras podrían sonar a un hombre desalmado aunque para mi solo era determinación. Había aprendido que me valdría de todo, absolutamente todo, sin importar cuánto tuviera que usar, pisotear o aplastar para lograr lo que me había propuesto. Lo cierto es que mis demonios me acosaban cada vez más, y había venido a Brighton en busca de lo que tanto anhelaba mi alma: venganza. Esto me consumía como un fuego salvaje en lo más profundo de mi ser. Mis ojos destilan una determinación implacable y mis pensamientos se consumían con un anhelo feroz de justicia. Cada latido de mi corazón alimentaba la sed insaciable, impulsándome a perseguir incansablemente a aquellos que me han causado daño, jurando que no descansaría hasta que la balanza de la venganza se inclinará a mi favor, sin importar el costo o las consecuencias. Cada latido de mi ser clamaba por equilibrio, anhelaba esa satisfacción que solo la venganza parecía ofrecer. En ese abismo emocional, la sed de represalia se convertía en un rugido ensordecedor que de ahora en adelante guiaría cada uno de mis pasos y envolvería mi existencia en una determinación incansable de hacer pagar a aquellos que me han causado sufrimiento.
No será fácil, pero en mi venganza contemplé que derramaré la sangre de todos los implicados. Los haré pagar uno a uno y me aseguraré de que conozcan la puerta al infierno. Les depararé el infierno imperecedero, donde sus acciones los perseguirán como sombras inquebrantables. Me encargaré de que la culpa se convierta en llamas voraces que consuman su consciencia, condenándolos a vivir en un eterno tormento de remordimiento y desesperación. Ellos vivirán en ese abismo infernal, se encontrarán atrapados en un ciclo sin escape, donde cada respiración será una penitencia y cada pensamiento, un eco constante de su condena que yo dictaré. Me encargaré de hacer realidad cada una de sus peores pesadillas. Después de conocerme, cada uno de mis enemigos deseará no haber nacido. Perderán absolutamente todo, y sus rostros serán bañados por lágrimas que se transformarán en sangre. El peso de sus acciones y cada gota carmesí que derramen será el testimonio silencioso de su propia caída. Experimentarán el dolor de la derrota en lo más profundo de su ser.
Cuando esos pensamientos de ira estaban en su máximo esplendor y me encontraba en una banca en el muelle con la vista del mar y las luces a lo lejos, el ruido de la multitud se alejaba. Fue entonces cuando la vi. Estaba parada en el barandal blanco del muelle, una chica con un semblante tan pálido como la nieve, mechones rojizos, y sus ojos azules que reflejaban una tristeza profunda. Estaba pasmada, envuelta en sus pensamientos, y ya era pasada la medianoche. Permaneció así unos minutos en un momento reflexivo hasta que pude observar cómo unas lágrimas caían por su mejilla.
Me decidí a entablar una conversación con ella, y fue entonces cuando reconocí en su rostro a alguien familiar. Era ella, la mujer que había estado buscando, la hija de Cecil Dairo. Pensé fríamente si este sería el momento de acercarme. Ella estaba sola y vulnerable, probablemente no tendría otra oportunidad como esa. Como todo maestro del arte del engaño, tendría que acercarme sigilosamente. El engaño para mí era un ballet de mentiras y medias verdades, que ejecutaba con perfecta destreza para dominar el juego. Tendría que ocultar la realidad y distorsionar la verdad, envolverla en un velo de ilusión, seducirla con promesas falsas y manipular sus percepciones. Podría considerarme un virtuoso consumado en el arte del engaño.
La observé durante un buen rato hasta que caminó por la playa y se perdió lentamente en la oscuridad. Deambulaba como sonámbula y se veía realmente afectada. Sabía que era cuestión de esperar la mejor oportunidad, y de pronto, esta llegó a mis ojos. Escuché un grito en los túneles que pasaban de la playa hacia la ciudad, era ella, desesperada.
-"¡Suéltame!" se escuchó.
-"Quédate quieta," una voz ronca gritaba.
Las sombras se confundían, pero podía ver cómo un cuerpo sometía al otro mientras luchaban. Era un hombre encima de ella, la tenía contra el piso y le sostenía las muñecas, parecía querer arrancarle la ropa, y mi primer instinto fue tomarlo por el cuello. No hice ningún ruido. Cuando pude advertirlo antes, la liberé y lo arrojé contra la pared. Cuando lo vi ahí, desvalido en el suelo, comencé a golpearlo con mis puños hasta que dejó de moverse. Pude observar el horror y el miedo reflejados en su rostro. Levanté a la chica y traté de consolarla mientras la abrazaba y trataba de arroparla con mi chaqueta. Su rostro estaba sucio y sus muñecas estaban llenas de moretones. También noté que su atacante, si bien no había alcanzado a mancillar su cuerpo, le había arrancado parte de la blusa. Cuando la arropé y le tomé la mano para sacarla de allí, me abrazó y dejó salir toda su vulnerabilidad. Estaba temblando.
-"¿Estás bien?" le pregunté.
Ella no respondió, solo lloraba y parecía en shock.
-"Háblame, ¿quieres que llame a alguien? Debemos ir a la policía, o te llevaré al hospital."
-"No, no puedo, no llames a nadie, solo sácame de aquí", me imploró.
La tomé entre mis brazos y la elevé. Aunque era alta, era delgada, por lo que mis brazos la rodearon sin problema. Seguía en shock y no dijo nada, solo apretó su cabeza contra mi pecho mientras la llevaba a mi habitación del hotel. La puse en la cama y parecía que se había quedado dormida. La arropé y le puse una de mis camisetas. La observé dormir; era tan hermosa. Su rostro era una obra de arte celestial, con una tez blanca como porcelana que resplandecía con suavidad. Sus ojos azules brillaban como dos zafiros enmarcados por sus largas pestañas seductoras. Su cabello rizado pelirrojo caía en cascadas de fuego, añadiendo un toque de misterio y pasión a su apariencia. Era una combinación de pureza y fascinación, su rostro era perfecto y sin duda cautivaba a todos los que tenían la suerte de contemplarlo. Era una belleza extraordinaria; había visto a muchas chicas, pero ella sobresalía. Contemplarla era un verdadero deleite. No pude evitar quedarme admirándola.
No podía creer lo fácil que había sido entrar en su vida. Definitivamente, la vida me sonreía para cumplir mis planes. Había entrado por la puerta grande, y mi plan por fin estaba en marcha. No podría haber salido mejor. Me había hecho pasar por su héroe, y el papel de protector me quedaba perfecto. El primer paso era protegerla, y después, enamorarla. La manipularía de tal manera que la dejaría completamente desarmada, la quebraría, y ese sería el comienzo de mi venganza.
La contemplé pasadas las 3 de la mañana. Me había quedado dormido en el sillón, pero de vez en cuando despertaba para ver si no necesitaba algo. Fue entonces cuando escuché gritos. Estaba teniendo una pesadilla y gritaba con el mismo horror que la noche anterior. Tuve que despertarla, estaba sudando.
-"Despierta, Eliza", le dije tiernamente.
Ella seguía gritando, pero cuando finalmente se despertó, me lanzó una mirada desconcertada. Se levantó y luego volvió a la cama, pidiéndome explícitamente que me quedara cerca de ella para cuidarla.
-"Quédate conmigo, acuéstate y abrázame", me pidió.
"Está bien, lo haré", respondí y la abracé. Era una sensación extraña la que me recorría todo el cuerpo, una mezcla entre ternura y repulsión. Saber que tendría que fingir que no sentía todo ese odio que le profesaba a su familia, pero me dejé llevar y me acurruqué a su lado, rindiéndome en sus brazos.
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