Capítulo 3 | Compromiso
COMPROMISO
Azucena había escogido un vestido hermoso para mí. Extendí el vestido de tela color champaña brillante sobre la cama y busqué en el fondo de mi cajón un conjunto de ropa interior con encaje nuevo. Lo guardaba para el aniversario, pero decidí usarlo esa noche por lo apresurado de la situación. A pesar de la perturbación que causó la presencia de Christian, no iba a arruinar esa noche. Roberto se merecía que todo saliera de acuerdo a sus planes y un día, cuando ese algo que faltaba dentro de mí se solucionara, me arrepentiría si lo no hacía así.
Me permití demorar un poco más de lo acostumbrado en la regadera, buscando eliminar cualquier rastro de la colonia de Christian. Coloqué la música lo más alto que pude, para ahogar el eco de las conversaciones que tuvimos ese día. Mientras me secaba el cabello, me resalté las razones de por qué lo que tuve con Christian fue un error y que debía continuar saboteando futuras interacciones. No podía abrir ventanas de oportunidades para recaer.
La puerta del apartamento se abrió cuando me terminaba de maquillar en el lavabo. Procuré empujar lejos cualquier pensamiento relacionado con Christian, y forjé una sonrisa en mis labios para recibir a Roberto en nuestra recamara. Me recosté del marco de la puerta del baño, tratando de adoptar una pose seductora.
—¿Qué opinas?
Las mangas del vestido me llegaban hasta los codos, pero la falda era más corta de lo que solía usar. Para variar, me había sentir sexy.
Roberto acabó de deshacer su corbata para posteriormente depositar un beso en mis labios.
—Te amo —murmuró.
La mirada que medio fue suficiente para saber que lo había hecho feliz con mi aspecto. Sin apartarse de mí, desabotonó su camisa para que lo ayudara a quitársela. Luego, sujetó mi rostro y me acarició las mejillas con sus pulgares antes de volver a besarme. Agarré sus muñecas y le correspondí profundizando el beso.
No entendía por qué las cosas tenían que ser tan complicadas. ¿Por qué no podíamos simplemente quedarnos como estábamos y ya? ¿Por qué era necesario firmar un papel, o caminar hacia el altar para formalizar nuestro lazo? ¿Por qué generar ese gasto y esa ansiedad innecesaria?
Suspiré contra su boca y sus manos descendieron a mis hombros para deslizarse por los costados de mi cuerpo. Se detuvo en mi cintura y al pegarme más a él supe que ya estaba listo para continuar con lo de esa mañana.
—Todo el día estuve pensando en poder estar así contigo —dijo a medida que se dirigía a mi cuello—. Y ahora solo quiero quitarme este hermoso vestido.
—Yo también —contesté con escaso aire en mis pulmones. Yo ya conocía sus estrategias y él sabía dónde tocarme—, pero se arruinará mi maquillaje y mi peinado, así que llegaremos tarde a la cena. Aunque, si ya no quieres ir, podemos quedarnos aquí y...
—No, no vamos a perder la reservación —razonó con trazos de agonía en su voz. Retiró su agarré y plantó un último beso superficial en mis labios—. Tienes razón, como siempre. Iremos a cenar y después seguiremos con esto.
—Está bien, mi amor.
Roberto entró al baño y yo me senté en la cama para recuperar el aliento. Si tan solo hubiera insistido un poco más, con gusto hubiese deshecho mi aspecto. Hubiera sido una buena excusa para evitar la cena; y por su nivel de excitación creí que lo haría. Pero no. Era inevitable la propuesta de matrimonio.
Al poco tiempo nos encontrábamos en el interior de su camioneta, camino a un restaurante ubicado en una de las mejores zonas de la ciudad. Deduje cuál había escogido para hacerme la gran pregunta y confirmé lo acertadas que fueron mis sospechas cuando accedimos al estacionamiento del local con fachada de antiguo templo romano.
—¿Te gusta? —cuestionó y pude notar el nerviosismo en su voz.
Quería que la velada fuera perfecta para mí y sentí remordimiento por desear retrasarla. No podía imaginarme cuánto tiempo llevaba organizándolo todo y esforzándose por no soltar nada que pudiera hacerme sospechar. Roberto no era muy bueno ocultando cosas, especialmente si no podía contármelas a mí.
—Claro que sí —sonreí y apreté su mano para reconfortarlo.
Salió del vehículo y esperé a que abriera mi puerta. Luego, me aferré a su brazo y fuimos hacia la entrada del recinto.
La mesa que nos dieron estaba junto a la fuente con esculturas de querubines. La iluminación era baja, para recrear una atmósfera más íntima, y la música que sonaba a escaso volumen contenía palabras en italiano. Nuestro alrededor estaba decorado con una considerable cantidad de plantas, como enredaderas, margaritas, y claveles. Por ser entre semana no había tantas personas.
Pidió un vino costoso y tampoco se detuvo a evaluar el precio de los platos antes de ordenar. Intuyó que haría algún comentario, por lo que cerró el menú frente a mí y me leyó los platillos para que escogiera sin pensar en el dinero. De todas maneras, opté por algo que no sonara excesivo. Cualquier gasto que pudiéramos evitar, era un aporte que se le podía abonar a la compra del apartamento.
Comimos y nos reímos. La noche estaba desarrollándose justo como lo hablamos alguna vez, durante nuestros primeros años de noviazgo. Había recreado lo que le dije, a su manera, mas haciendo lo que supuse. No podíamos ir a Roma, pero estábamos en un restaurante que la representaba.
Con los platos vacíos frente a nosotros y la botella a punto de acabarse, Roberto extendió su mano para acariciar la mía. Sus ojos brillaban y tenía una sonrisa ladeada, producto de haberse tomado casi todo el vino él. Yo sí hice durar mi copa a lo largo de la cena y lo complementé con el agua. Mi estómago seguía delicado y no volvería a correr el riesgo de excederme con el alcohol.
—Gracias, Laura —soltó con una intensidad que encendió mis alarmas—. Gracias por amarme y por quedarte conmigo tantos años. Sé que tuvimos una mala etapa, pero salimos fortalecimos de ella.
Asentí y le di un sorbo a mi copa. En esa etapa que mencionaba fue cuando conocí a Christian y tuve mi aventura con él.
—No tienes por qué agradecerme. Has sido un gran compañero y te lo has ganado. Soy dichosa de tenerte.
Y era cierto. Yo era consciente de ello. Por eso sabía que el problema yacía en mí y que quizá necesitaba ir a un terapeuta. No podía ser normal que dudara de lo que estaba por pedirme. Casi diez años de relación debía ser suficiente para saber si deseaba compartir el resto de mi vida con él o no. Y no se me cruzaba por la mente terminar, así que no lo quería fuera de mi vida tampoco.
Lo correcto era seguir avanzando en nuestros planes, los cuales llevaban tiempo conversados. Retractarme no iba a estar bien. Rechazarlo agrietaría nuestra relación y no quería eso. El recuerdo de Christian y lo que todavía provocaba en mí, no iba a cegarme. Con ese hombre mayor que yo, del que casi no conocía nada, no había la posibilidad de un futuro.
—Con permiso —dijo la mesera colocando unos postres que no pedimos frente a nosotros—. Son cortesía de la casa por los platillos escogidos para su cena.
Un gran corazón de chocolate ocupaba casi todo el plato, rodeado de helado y fresas rebanadas. Lucía apetitoso, pero también intuía qué podía estar escondido bajo esa cúpula marrón.
Le agradecimos a la chica y se marchó. Posé la mirada en Roberto antes de agarrar la cuchara. La canción en italiano dejó de sonar para ser reemplazada por música instrumental, en la que predominaba el violín.
—¿No te agradó el gesto? —pregunté cuando se limitó a apoyarse de sus brazos cruzados en el borde de la mesa, mientras lo torturé saboreando el helado antes.
—Solo quiero admirarte un poco —respondió antes de llevar la copa a sus labios y acabar lo que sobraba.
Estaba nervioso, más de lo que jamás lo había visto. Ni siquiera cuando tuvo que defender su trabajo especial de grado, o asistir a su primera entrevista de trabajo. ¿En serio pensaba que podría negarme? No tenía corazón para eso. Así como no lo tuve cuando volví de la casa de mi abuela con el objetivo de terminar con él —movida por las palabras de Christian—, pero su madre falleció y lo callé y dejé pasar. No pude arrebatarle otro pedazo de sí.
Con eso en mente, le sonreí.
No iba a arrepentirme de la decisión de años atrás, ni de la que estaba a segundos de tomar. Él se acercaba mucho a mis expectativas y yo era la del problema que debía ser resuelto. Seguro tenía que ver con mi exceso de competitividad, exigencia y perfección. Temía equivocarme y el matrimonio era un paso trascendental.
De todas maneras, hundí la cuchara en la cúpula de chocolate y se fracturó. Llevé un trozo a mi boca, mas cuando quité el próximo la estructura cayó y se hizo visible la cajita que encontré la noche anterior en su guantera. Pese a ya saberlo, me quedé sin aire y le lancé una mirada con miedo disfrazado de sorpresa.
Roberto se puso de pie para remover el chocolate. Tomó la pequeña caja aterciopelada con los ojos fijos en mí. Yo tampoco pude quitar los míos de él, al punto de que, cuando rodeó la mesa, mi cuerpo por impulso giró sobre la silla para sacar las piernas por el costado y facilitar que él quedara frente a mí.
—Me quedaría corto si tuviera que describir lo maravillosa que eres, Laura. Y, aunque espero haberte podido transmitir todos estos años lo que significas para mí, sé que tampoco se acerca ni un poco a lo que siento.
Mi abdomen se contrajo y, a pesar de que creí que no ocurriría, sentí un ligero ardor en la nariz, que anticipó las lágrimas de emoción que pronto surgirían. No sabía qué hacer con mis manos, así que las mantuve entrelazadas en mi regazo.
Abrió la caja y pude ver el anillo, pero no me detuve a detallarlo, pues en seguida se arrodilló. Mi estómago se revolvió y creí estar por desmayarme. Sin embargo, aunque no pudiera apartar la mirada, así como no pude ponerme de pie, era consciente de que debíamos ser el centro de atención, por lo que permanecí quieta.
—Pero —continuó—, mi mayor deseo es dedicarme el resto de mi vida a encontrar nuevas formas para que te sientas cuidada, honrada y amada. ¿Me permitirías cumplirlo casándote conmigo?
Arrojó la pregunta e impactó directamente contra mi corazón. La escena me abrumó, entre la indecisión de qué decir y el no querer lastimarlo. Parpadeé y las primeras lágrimas descendieron por mis mejillas.
Sabía lo que tenía que decir. Lo tenía en la punta de la lengua. Pero no salió de inmediato. Estaba siendo retenido por lo dicho por Christian años atrás. Esa conversación volvió a mi cabeza.
Sin embargo, Roberto seguía arrodillado frente a mí. Los trabajadores del restaurante, los otros comensales, e incluso nuestras familias en sus respectivos hogares, esperaban por mi respuesta. Él lo hacía con una sonrisa que empezaba a temblar, al igual que sus brazos. Decir no era igual a apuñalarlo.
—Sí quiero —murmuré, por lo que tuve que repetirlo—. Sí quiero, Roberto. Claro que sí.
Extendí mi brazo hacia él y sacó el anillo. Se estiró un poco para dejar la caja sobre la mesa. Tomó mi mano con delicadeza y deslizó el símbolo de nuestro compromiso por mi dedo. No le di tiempo de ponerse de pie, porque sujeté su rostro y lo besé, recordándome su familiaridad y que él era lo correcto. Después me abrazó y lo aplausos nos envolvieron.
Transcurrido el momento, regresamos a nuestros asientos. Mantuvimos nuestro contacto físico con nuestros brazos extendidos y nos acabamos el postre. Había humedad en sus ojos también y no paraba de sonreír.
El anillo era hermoso y mi intuición me dijo que mi madre tuvo que acompañarlo para escogerlo. Quizá solo no supo hasta ese día de la fecha en la que me lo propondría. El diamante estaba unido al aro dorado por una base de seis garras aplanadas. El tallado de la parte externa del anillo creaba la ilusión de que se trataban de dos hebras gruesas de oro entrelazadas. No podía dejar de ojearlo, convenciéndome de que sí era real. De que sí nos casaríamos.
Volvimos al apartamento en un silencio cargado con asimilación, con las manos todavía juntas. No pensé en tomarnos una foto, pero me tranquilizó al decirme que las meseras se encargaron de ello y que le enviarían las que tomaron, e incluso un video.
Sí, pronto sería Laura Velázquez de Rojas.
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