Capítulo 1 | Señales
Sentía una resequedad en la boca que se extendía hasta mi garganta, terminando en una horrible sensación de acidez en la boca de mi estómago. Mi cabeza también dolía un poco, pero no tanto como para hacerme quedar en cama e inventar una excusa para no ir a trabajar. Por más que alardeara de que lo haría sin problemas, el remordimiento de faltar jamás me lo permitió.
Me estiré, todavía enrollada en las sábanas, y extendí el brazo para ver si mi compañero continuaba a mi lado. Encontré el lugar vacío y abrí más los ojos para verificar si era que ya se había ido a trabajar.
En ese momento, ingresó por la puerta de la habitación, en calzoncillos y cargando un vaso de agua y un frasco de aspirinas.
—Buenos días, hermosa —dijo Roberto acercándose para darme un beso en los labios, pero lo esquivé para evitar que saboreara mi mal aliento. Depositó el beso en la cima de mi cabeza y se sentó para entregarme lo que trajo—. ¿Cómo está la resaca?
—Bien —gemí. Me di la vuelta para sacar las piernas de la cama y tragar dos aspirinas—. ¿Y tú?
—Excelente. —En esa oportunidad sí me agarró descuidada y me dio un corto beso. Luego, se detuvo un instante para acariciar mi mejilla—. Sobre todo, porque me encantó que te soltaras un poco anoche. Jamás habías tomado más de un trago y mucho menos bailado de esa forma.
No con él. No en esa ciudad.
La noche anterior había perdido el control. Haber encontrado esa pequeña caja aterciopelada en la guantera de su auto me desestabilizó. No me atreví a ver qué guardaba en su interior, pero no era necesario. Pronto me iba a pedir matrimonio.
—Y lo que hiciste cuando llegamos casa... —añadió reflejando en su voz lo complacido que estuvo; por algo que yo no podía recordar.
Su mano se deslizó por mi cuello, directo hacia uno de mis pechos, y acercó una vez más su boca a la mía. Claramente quería repetir lo de anoche, sin embargo, yo ya no era esa Laura.
—Debe ser tarde —razoné—. Tenemos que ir a trabajar.
Se detuvo y su expresión pasó de ser una de deseo, a la de un niño triste de manera exagerada.
—Rompes mi corazón —murmuró a juego.
—Por mí me quedaría todo el día entre tus brazos, pero el trabajo...
—Te dejaré ir si aceptas volver a salir a cenar esta noche conmigo, a un lugar más especial.
En ese instante lo supe. Fue obvio para mí que esa misma noche me haría la gran pregunta; una que yo sería incapaz de responder con una negativa, mucho menos en público. Habíamos cumplido al pie de la letra nuestra lista antes de pensar en dar el gran paso. Nos graduamos, teníamos trabajo estable y ya llevábamos unos meses viviendo juntos. Todo había sido perfecto, como siempre. Me ayudaba en todo y siempre me daba la razón. Era un gran compañero, a quien no podía dejar ir.
—Claro, está bien —cedí con una sonrisa tensa.
Como se acordó, me permitió escabullirme al baño. Me encerré para darme una ducha, siendo precavida en caso de que decidiera insistir. Aunque, como se costumbre, no lo hizo. Ni siquiera se atrevía cuando, en otros escenarios, yo deseaba que lo hiciera. Que su anhelo por mí fuese así de grande.
De nuevo, intuí que algo estaba mal conmigo. Roberto era un hombre maravilloso y por eso llevábamos casi diez años juntos. Entonces, ¿por qué me sentía así? ¿Por qué me asustaba el hecho de pensar en casarme con él, al punto de excederme de tragos en una salida con compañeros de trabajo?
Me cedió la habitación para vestirme y ya arriba mis tacones y con un pantalón ceñido a la cintura, salí hacia la cocina del modesto apartamento que rentamos hacía unos meses. A pesar de que Roberto ya llevaba un tiempo viviendo independiente, ese sitio lo escogimos juntos y poco a poco lo convertimos en nuestro. El negro, el blanco y el azul eran los tonos principales; los colores favoritos de ambos, y la decoración era lo más mínima para que luciera pulcro y fuera más sencillo de limpiar.
—¿Cómo sigues? —preguntó Roberto terminándose su café apoyado de la isla.
Mi taza también humeaba frente a él, así que la tomé. Los miércoles era su día del café y por el olor deduje que decidió hacerlo bien cargado por mi condición.
—Estaré mejor cuando me termine esto y coma.
—Ya te metí tu emparedado en un envase y también encontrarás un antiácido, por si te molesta mucho el estómago durante la mañana. Por la hora, seguro preferirás comerlo en el auto.
Sus palabras confirmaron lo que intuía. Debía ser realmente tarde si estaba de acuerdo con que comiera mientras condujera; cosa que detestábamos.
—No sé qué hice mi teléfono —gruñí hurgando en el interior de mi cartera, una vez tuve en mis manos lo que hizo para mí.
—Lo escondí detrás de uno de los cojines cuando comenzaste a decir que querías tomarle fotos a mi...
Cuando no siguió, la imagen que se instaló en mi mente hizo que me atragantara con el café. Entre luchando por bocadas de aire y guardando mi desayuno en mi cartera, fui al sofá por el aparato.
—Te amo —dije yendo después hacia él para darle el último beso matutino—. Nos vemos en la noche. Trataré de sorprenderte.
Lo último lo solté con la intención de dejarle una sensación de expectativa y de satisfacción durante el resto de la mañana, ya él creía que sería quien me sorprendería a mí, sin imaginarse que me había autoarruinado la que debía ser una de las veladas más emocionantes de mi vida. Ya me atacaba la culpa y fue mi manera de recompensárselo. Iba a tener que pedirle el favor a Azucena de que comprara un lindo vestido por mí.
El horario laboral de Roberto iniciaba un poco más tarde que el mío, pero terminaba después. Por eso estaba más tranquilo que yo.
Cuando ingresé al estacionamiento de mi lugar de trabajo, mi proceso digestivo ya estaba en curso y mi taza llevaba rato vacía. Revisé la hora para confirmar que mis cálculos habían acertado y estaba llegando treinta minutos tarde. Respiré hondo y me preparé para avanzar de prisa por el pavimento hacia el interior del edificio forrado en cristal oscuro con el nombre en plateado de la revista casi en lo más alto.
Saludé a otros trabajadores de la revista, fingiendo no estar ansiosa por sentarme en mi escritorio.
—No creí que pudieras levantarte hoy con todo lo que bebiste anoche. —Así fueron los buenos días de uno de los de imprenta—. Creo que a la jefa le llegó el video que se subió a las redes, porque ya hay rumores de que le asignará a Beth el cliente especial.
—¿Qué video? ¿A Beth? Mierda —dije.
Los insultos tampoco eran comunes en mí, por lo menos en voz alta, así que el sujeto no pudo evitar su expresión de sorpresa. El ascensor se abrió para nosotros e ingresé escribiéndole un rápido mensaje a mi amiga para decirle sobre el vestido. Todavía percibía una ligera punzada en la cabeza y el estómago estaba agrietando mi buen humor. Ya recordaba por qué era necesario mantener el control.
Al llegar al piso de redacción, maniobré entre mis compañeros y me apresuré a dejar mis pertenencias sobre mi escritorio; protegido dentro de un cubículo y rodeado de muchos más. Luego, di zancadas hacia la oficina en el otro extremo de la habitación. La puerta solía permanecer abierta y por eso mi jefa me vio antes de que tuviera la valentía de importunarla tan temprano.
—Creí que ya no llegaba, señorita Velázquez —comentó sin despegar los ojos de la revista que revisaba—. Con los otros tardo más en perder la esperanza de que lleguen, pero con usted es diferente. Usted nunca me decepciona.
Mariela Belmonte, la redactora en jefe, era lo que yo aspiraba ser a mis sesentas. Con sus aires de elegancia y de tener todo bajo control, siempre encontraba las palabras justas para despedazar el corazón de cualquiera sin alzar la voz. Lo que acababa de hacer conmigo. Sabía lo mucho que la admiraba y lo que me esforzaba por ir más allá de sus expectativas.
—Lamento en serio haber llegado tarde, yo...
—Vi el video. ¿Se siente en condiciones para trabajar? —preguntó, desviando los ojos hacia mí. Una mirada dura, que hacía que me petrificara.
—Sí, sí. Claro que sí. El deber primero —respondí, sonando más como un balbuceo—. Por eso estoy aquí. Escuché que...
—El artículo seguirá siendo suyo entonces —volvió a interrumpirme—. Encárguese de informarle a Beth, por favor. Y manténgase en contacto con Azucena para asegurarse de que todo vaya según lo planeado. No quiero que se distraiga por tratarse de su primo.
—Muchísimas gracias. Por supuesto —repliqué, conteniendo el respiro de alivio que quise soltar.
Volvió a enfocarse en lo que revisaba, así que me retiré en silencio para no importunarla. Mientras regresaba a mi escritorio, no pude evitar el par de pequeños saltos de felicidad que realicé. Beth era buena en su trabajo, hermosa, y llevaba casi el mismo tiempo que yo en la revista, por lo que era mi competencia directa. No perder el tema de mi artículo ante ella, era un logro.
—¿Sigues alcoholizada, Laura?
En cambio, Juan era otra historia. Pedante, adulador y sobrino de Mariela. Coincidimos en la universidad y luego de que rechacé tomarme un café con él, se dedicaba a fastidiarme. Por suerte, era redactor en la sección de deportes, y no en la de estilo de vida, así que nuestros espacios de trabajo no eran próximos. Mientras más lejos estuviera de mí, mejor.
—Ese no es tu problema —espeté.
Su presencia me incomodaba, pero sus acciones no iban más allá de las palabras, por lo que me contenía que poner una queja, al igual que por su lazo con mi jefa.
Lo rodeé para mejor dirigirme al puesto de Beth. No iba a arruinar el buen giro que estaba dando el día.
—No me digas —fue lo que dijo Beth separando el vaso de su boca, mientras veía cómo me acercaba. Estaba de pie junto al filtro de agua ubicado detrás de su cubículo—. La convenciste para que te regresara el artículo, ¿cierto?
—No te lo diré entonces. —Encogí los hombros—. Lástima, me encanta tu vestido.
Y era cierto. Había elegido un hermoso vestido floreado hasta las rodillas y con cinturón de cuero. Incluso se maquilló un poco más de la cuenta. Supuse que Mariela le había escrito en la noche —luego de ver el video filtrado— para que viniera preparada.
—Gracias —sonrió—. Pero no te descuides, tal vez para la próxima no sea un artículo para la familia de tu amiga.
—Ambas sabemos que no es por eso.
Prefirió no responder. Siguió tomando agua, no obstante, sin despegar sus joviales ojos verdes de mí. Nuestra competencia era sana, incluso hacía del trabajo entretenido, y nos impulsaba a dar nuestro mayor esfuerzo. Le resté importancia a su comentario, porque yo había llegado a ese lugar por mérito propio. Que el cliente especial fuera primo de Azucena, solo era un detalle sin importancia.
Por fin sentada en mi puesto de trabajo, me tomé el antiácido mientras la computadora se encendía. Saqué del cajón las notas de mi artículo más reciente, ya que me encargaría de terminar de pulirlo mientras se hacía más tarde y fuera hora de comunicarme con Azucena.
Mi mente ya estaba en modo trabajo, así que mis asuntos personales pasaron a segundo plano. Además, mi lado racional sabía que era absurdo que tuviera dudas respecto a Roberto. Echar a la basura diez años de relación por miedo a casarme, era una locura. Porque eso debía ser: un miedo tonto al cambio.
Con las secuelas de mi noche de descontrol casi a punto de desaparecer, mi celular sonó, como si hubiera llamado a mi amiga con la mente.
—Hola, estaba a punto de llamarte —dije—. Buenos días.
Bebí un sorbo de mi tercera taza de café de esa mañana y me incliné contra el respaldo de mi silla.
—Buenos días, Lau. Me lo imaginé. Lo que pasa es que el vuelo se retrasó un poco, pero ya vamos en camino —respondió.
—¿Eso que escuchas es reggaetón? —pregunté, apenas entendiendo lo que decía por la música de fondo.
—Sí, lo siento. Es que mi primo... —Hizo una pausa, en la que supuse lo reprendió con la mirada, porque el volumen bajó y se oyó una disculpa—. No entiendo. Es como su nueva obsesión.
—Ah, ya —musité. Si me costó imaginar cómo sería el hijo de la dueña de una de las marcas de ropa más famosas del país; se me dificultó más con esa nueva información—. Eh... ¿leíste el mensaje que te envié temprano?
—Sí, lo del vestido. Tranquila que eso ya está resuelto. Aquí lo traigo.
—Muchas gracias. Eres la mejor, ¿sabes?
—Sí, pero me encanta que lo digas —rió—. Nos vemos en unos minutos. Viene una patrulla y no quiero que me multen de nuevo.
—Está bien.
Colgué, con una sonrisa en el rostro. Conocí a Azucena cuando empecé a trabajar allí, pero no tardó en ganarse mi amistad y mi cariño. Nuestro lazo se sentía incluso más sincero que el que compartía con antiguas amistades de la secundaria, o la universidad. Ella era más... real.
Estuve por regresar mi atención al artículo sobre las tiendas de ropa más acogedoras del país, cuando una nueva llamada entrante me sobresaltó. Era mi madre.
—Estoy en el trabajo, mamá —dije en cuanto contesté—. Todavía no es hora de almuerzo.
—Buenos días para ti también, hija —replicó.
—Buenos días, mamá. Disculpa —suspiré y decidí bajar un poco la voz—. ¿Papá y tú están bien?
—Sí, hija. Tranquila. Sé que tienes que trabajar, pero quería preguntarte algo rápido.
—¿Y no podía esperar?
Miré hacia mi alrededor, temerosa de que se dieran cuenta de que estaba contestando una llamada personal en jornada laboral. Sin embargo, todos estaban concentrados en sus tareas. Y no rompiendo las reglas como yo.
—No.
—Dime.
Me apoyé de mi escritorio y pretendí estar anotando algo. La culpa no se fue.
—¿Has ido últimamente a hacerte la manicura? ¿Cómo están tus uñas?
El lapicero casi se desliza fuera de mi mano. Esperaba cualquier cosa menos eso. Incluso que preguntara cuándo por fin le daría nietos. De todas formas, ojeé mis uñas. Tenía un mes o dos sin ir a un salón de belleza, pero me las había pintado yo misma hacía poco, de un todo durazno que era sencillo de combinar.
—No he ido, pero están bien.
—¿Segura? —insistió.
—Sí, las estoy viendo en este momento.
—Bien, corazón. ¿Te parece si desayunamos mañana? Quiero verte y así hablar de varias cosas.
—Mamá, mañana también trabajo —le recordé—. Puedo pasar mañana en la noche, si quieres.
—Perfecto. Ya voy a colgar para que trabajes. Saludos de papá. Te amamos.
Y cortó, dejando la despedida en la punta de mi lengua.
Puse el aparato junto al teclado de mi computadora y lo miré por unos segundos perpleja. Las conversaciones con mi madre siempre tenían un toque divertido, pero en esa ocasión hubo algo... extraño. ¿Por qué preguntarme de la nada sobre mis uñas?
Tan pronto como la interrogante se formuló en mi mente, lo comprendí. Probablemente había hablado con Roberto y ya sabía sobre la propuesta de matrimonio. Conociéndolo, debió llamarlos para pedir su bendición, o algo por el estilo.
La pantalla del celular se iluminó, indicando la entrada de un mensaje de texto. Era de Azucena, indicando que ya iban en el ascensor.
Respiré hondo y volví a encajonar mi ámbito personal. Abandoné mi silla y acomodé mi aspecto un poco antes de dirigirme a los ascensores. Dar la bienvenida siempre era un buen gesto para conectar con el entrevistado.
Las puertas del ascensor se abrieron frente a mí, cuando todavía estaba pensando con qué frase ingeniosa empezar. No obstante, mi preparación se desplomó al ver la cara del primo de Azucena.
La cara de Christian. El mismo Christian con el que me acosté repetidas veces durante mi estadía en la casa de mi abuela, incluso habiendo arreglado las cosas con Roberto. Era Christian y estaba en la misma ciudad que Roberto y yo, el mismo día en que me comprometería.
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