Capítulo 45: Vergüenza.
Serra:
La luz de las velas se escurre por su rostro, realzando las facciones maduras que tanto me encienden. La piel dorada hace un contraste perfecto con la humedad que la viste en pequeñas gotas de agua. El verde en sus ojos es el reflejo del depredador que tiene la presa a su merced; yo soy esa presa. Mis piernas están enroscadas en su cintura, las manos grandes, callosas; mueven mis caderas a su antojo, haciéndolas seguir el ritmo del baile lascivo al que me he convertido adicta. Nuestros gemidos se mezclan con el vapor de la tina, el olor a incienso, rosas y fresas. Mis uñas se pasean por su espalda, dejo marcas junto a las otras cicatrices. Él baja los labios a mis pechos, los muerde, haciendo que me arquee sobre la dureza deliciosa que no quiero dejar escapar. Sincronizamos a la perfección, como los engranajes de un reloj, encajamos uno en la otro. Llegamos juntos entre jadeos impulsados a palabras prosaicas, calientes.
Angelo besa mis labios queriendo robarme hasta lo último del aliento, su sabor lo carga mi lengua. Nunca me había sentido tan extasiada de alguien como de él, como de la dicha que es tenerlo de amante, pareja, amigo. Así se siente el amor, uno que no es ciego, saturado de verdades, que acepta, y a pesar de todo, sigue amando.
—Eres hermosa.
Sus dedos me recorren el mentón, el cuello, perdiéndose en los senos que acaricia con ternura. Tomo jabón, y comienzo a lavarle el pecho, el abdomen, consintiendo con caricias la piel cargada de marcas de peleas antiguas. Las yemas encuentran la cicatriz más reciente en su costado izquierdo, la palpo con suavidad sintiendo la aspereza que dejó de regalo aquel balazo.
—Está sana.
—Hace dos meses y medio de ello, tendría que estarlo.
Pienso en el tiempo transcurrido; sí hace bastante, pero el paso del mismo me cuesta percibirlo, ya que las pesadillas sobre ese momento persiguen mi mente con frecuencia. En ellas Angelo muere, se desangra en mis manos y sus últimas palabras son: “es tu culpa, Serra”; despierto llorando, en medio de ataques de pánico, pero él siempre ha estado a mi lado para aliviar el dolor y recordarme que está allí, conmigo, que es un sueño, que hace meses somos amantes, que soy su mujer y que daría todo por mí. Solo me pasa cuando dormimos juntos, no sé si es una premonición al futuro incierto que nos espera, si él es el causante por el miedo que tengo a perderlo; lo que es seguro es que él es mi dios oscuro, me da paz, alivia mis penas.
—¿Duele? —él niega—. Aún lo lamento, fue mi culpa.
—No digas tonterías —maneja mi cuerpo para quedar de espaldas a él; comienza a lavarme la piel—. Son huellas llenas de aprendizajes, unos más duros que otros. Recuerdan cómo llegué a donde estoy. Cada una es lección de vida; a pesar del tiempo siguen allí, vivas.
—Aunque intento imaginar por lo que has pasado, sé que me quedo corta. ¿Cómo has podido sobrellevar tanto sufrimiento?
—No todas estas cicatrices son malas, Serra; algunas son lo mejor que tengo.
—¿Sí? —giro mi cabeza para verle el rostro—. ¿Cuál de ellas lo es?
—Tú, tú eres la marca más limpia que tengo —sonríe.
—¿Y dónde estoy ubicada? —comento siguiéndole el juego.
—En el mismo medio de mi alma, pequeña salvaje.
El brillo de esos iris verdes me lo dicen todo, gritan: te amo. Pego la espalda a su pecho rogando que acepte los labios alzados hacia su boca como respuesta; lo hace, y al son de un beso lento están todas las frases mimosas que una pareja pueda decir, en cada movimiento hay secretos, pasión, miedos. En cada roce estamos los dos como uno solo. He empezado a creer en los dioses, en la misión divina de cada ser sobre esta tierra, en el legado que nos corresponde defender; yo nací para él; él para hacerme la primera Vitale libre.
Volvemos a hacer el amor en la tina y luego en la cama, el hambre cuando estamos juntos, en la intimidad, es insaciable. Solamente nos podemos permitir estos momentos mientras voy a la universidad. En las tardes, nos vemos en la habitación de uno de los hoteles que conservan la fachada rústica, honrando los tiempos de Romeo y Julieta, de lazos entre familias; amor y muerte. A veces nos quedamos toda la noche, o partimos después de cenar. No podemos hacer lo mismo en casa, donde yo me escabullo cuando todos duermen y regreso antes de que despierten. Fue un acuerdo que a él le costó aceptar, pero llegamos al término medio del entendimiento, lo nuestro únicamente va a ser oficial y ojos de todos cuando su esposa acepte el divorcio; mientras tanto, no me pienso arriesgar a que mis abuelos se enteren de que soy la amante del patrón al que ellos idolatran tanto.
Hoy, nos disfrutaremos uno del otro hasta el amanecer.
La tierra de los sembrados brilla contra el sol del mediodía que la baña. Las hojas de la vid se mueven a favor de la brisa cálida entre las parras, ya comienzan a enredar sus vástagos. El cultivo se alza saludable, vivo; en él siento la magia de mi abuelo, su dirección y cuidados; este año habrá una excelente cosecha; la vid lo grita. Ajusto mi sombrero para ir a casa, tengo que almorzar rápido pues también me toca supervisar bodegas con Luca así como ajustar los últimos aspectos respecto a la reapertura de las cavas como lugar turístico.
Al llegar encuentro a mi abuela en la cocina. El gesto serio lo tiene tatuado en el rostro, la muerte de mi padre le robó su felicidad. Aunque parece una mujer con temple de acero no deja de ser una anciana que lleva todo el manejo de la servidumbre en la mansión. Las manos blancas, arrugadas, con manchas, delatan su edad mientras coloca los platos sobre la mesa.
—Buenas tardes —paso por su lado dejando un beso en su mejilla. Voy directo a beber agua.
—No te vi esta mañana cuando llegaste.
—Ya habías comenzado la jornada, vine directo a cambiarme de ropa para ir al campo.
—El señor Carosi te trajo, ¿no?. La señora Bianca lo comentó frente a todas las empleadas —dejo el vaso aun lado, y me acerco ayudarla.
—Sí, viajo con él cuando coincidimos, los sabes —trato de parecer lo más natural posible, ante la forma en la que sus ojos, del mismo color de los de mi padre, me acusan.
—Todos lo sabemos, pero es su mujer, la señora de la casa, la que no está complacida con ello. Quiere verte, no sé para qué. Te pido que vayas antes de tenerla metiendo sus narices aquí.
—Está bien.
Con esfuerzo me trago la incomodidad que la imposición causa. Trato de no coincidir con Bianca, la manera en la que se dirige a mí, grita que tiene ganas de arrancarme la cabeza, que sospecha, siempre lo ha hecho. A veces me pongo en su lugar, ser la fachada del hombre al que con desespero quieres tener a tu lado, tener un matrimonio falso, mentirte a ti misma al punto de creer que lo amas; sí, creer, porque no considero que ella sienta otra cosa por él que no sea capricho y soberbia.
Después del almuerzo voy directo a la mansión. Su empleada personal me avisa que Bianca está en su cuarto y anunciará mi visita. Al entrar, siento como si me hubiera posado en la telaraña de una viuda negra. El sitio es pulcro, blanco, incluyendo muebles y decoraciones, el ambiente huele a jazmines y a ese perfume caro que siempre usa. Está sentada en la mesa de su balcón, la brisa hondea las cortinas de seda blanca que se transparentan cerca de ella. Trae el cabello recogido en una coleta alta, el vestido verde intenso hace juego con un collar de piedras preciosas.
—¿Te gusta? —dice con sorna deslizando los dedos por el borde de los cristales—. Fue el regalo de compromiso de mi esposo cuando, delante de nuestras familias, pronunció su primer: te amo. Angelo siempre ha sabido dar regalos a una mujer de acuerdo a su valía.
—Un detalle muy bonito, señora.
—Me sorprende que hayas venido, Serra.
—No veo por qué no lo haría.
Ella se endereza más, como si mis respuestas cargadas de calma, al desafío de sus palabras, le colmaran la paciencia. Hace un gesto inventándome a sentarme junto a ella. Hay una tetera sobre la mesa, dos tasas servidas y humeantes, hacen juego con la porcelana también blanca y dorada; pero lo que llama mi atención es el ramillete de flores silvestres que reposa cerca de su brazo derecho; son flores de campo, fáciles, accesibles; no tiene ningún arreglo o cuidado especial más allá de la gama de colores variados. Las conozco a la perfección, porque solía recibir muchos detalles, tan simples como parecidos; estas flores crecen cerca de las caballerizas.
—Gracias, pero estoy bien así. Usted dirá.
—Sé que eres la perra que se revuelca con mi marido. Exijo que lo dejes, antes de verme obligada a exponerte con esa abuela tuya que cree que ustedes son mejores que los demás criados.
La mirada dura conecta con la mía. En su voz, directa, ya no hay vestigios de hipocresía; es su ser prepotente, denigrante el que está mostrando ahora. Contengo los latidos frenéticos que me arañan el pecho, uso una máscara de hielo para que no escapen verdades.
—No sé de qué me está hablando, señora.
—¿Cuántos años crees que he lidiado con Angelo Carosi, niña? ¿Piensas que no soy consciente de que me ha sido infiel la mayor parte de nuestro matrimonio? Un día se alejó de mí, de mi cama y nunca más volvió; solo le importaba la hija o el trabajo del que nunca dijo ni media palabra, ¿crees que me importó?, ¿qué iba a dejar a un Carosi por esas pequeñeces? ¡No!, ni lo dejé antes, ni lo dejaré ahora que su imperio se vuelve a alzar; así que ordeno que te retires de la pelea antes de que las cosas se pongan serias entre tú yo.
—Creo que está equivocada, señora; entre el patrón y yo no hay nada.
—¡Deja de mentirme en la cara! —se pone de pie—. No eres una campesina inocente como aparentas, sé a lo que te dedicabas; eres la zorra sucia que se revolcaba en los establos con un hombre comprometido; llena de paja, y de mierda, dejando que hiciera contigo lo que no podía hacer con la mujer a la que representa —las palabras son aguijones a mi moral—. Lo dejaste en cuanto supiste que podías coger con Angelo, ¿qué diría tu madre si te viera así?. Oh; Rossy infartaría, moriría de vergüenza.
—No hables de mi madre, Bianca, no te permito que la menciones —su sonrisa delata que esto era lo que buscaba, tocar los espacios sensibles en mí.
—La que no debería mencionarla eres tú, yo la conocí; sé que sería una deshonra para ella y todos Vitales ver lo que es su hija, la puta del patrón de la casa, del amigo de tu padre; ¿o quién sabe?; a lo mejor lo de golfa lo heredaste de ella.
Imágenes de ella pasean mi mente, los ojos vivos, la sonrisa ancha, el orgullo que me profesaba, el amor fiel hacia mi padre. Hiervo en soberbia, en la repugnancia que causa que quiera manchar sus nombres. No pienso cuando me le voy encima, alcanzo a arañarle el mentón y parte del cuello; ella grita, mientras la tomo de la coleta para acercarla más a mí, quiero arrancarle la lengua. Sus manos intentan detenerme, pero su fuerza no se compara con la mía, con el coraje que tengo. Los alaridos llenan la habitación con ofensas y amenazas. No veo en qué momento toma una de las tasas con té; me la lanza encima; jadeo cuando el líquido caliente recorre mi pecho, haciendo que retroceda. La veo girar en dirección a tetera como una desquiciada deseosa por terminar con la vida de una alimaña.
—¿Pero qué carajos está pasando aquí?
Los pasos rápidos detrás de mí hacen que ella se eche atrás y deje caer la tetera al piso haciéndose añicos.
—¿Estás bien? —Angelo inspecciona mi piel enrojecida.
—¡Vas directo a ella, maldito! Antes de venir a ver lo que me ha hecho, ¡vas directo a ella! —llora mientras se toca el cuello—. Es una zorra… una perra. Todos en esta villa se van a enterar, se lo voy a escupir en la cara a esos viejos.
—A mí no me tienes que gritar nada —la voz a mis espaldas hace que mi piel se erice—, ya he oído bastante.
—Señora Anna…
Angelo deja el comentario en aire cuando ella levanta la mano. Trae el mentón alto, la mirada pétrea choca con la mía, y luego en él, en la forma en la que me separa la blusa de la piel.
—No hay quemadura aparente. Vamos, Serra, los señores tienen que conversar; a solas.
—¡De aquí no sale nadie hasta que yo diga! —grita Bianca.
—De aquí nos vamos mi nieta y yo, señora. No lo pienso repetir.
Da media vuelta dejando a todos en un silencio mortífero. La sigo con la cabeza gacha, sintiendo que el bochorno me muerde lento. «¿Qué le diré?» ¿Cómo le explico lo que siento?; que no pude evitar que esto pasara entre los dos, que todo pesa mucho; pero que lo amo tanto que decidí irme por encima de creencias y tradiciones. Ella no dice nada en todo el camino a casa, mantiene un porte calmado. La encaro, sus ojos brillan contra los míos.
—Abuela, yo…
La bofetada me estremece la cara. Jadeo ante la sorpresa y la fuerza que aplica. Me trago el miedo cuando vuelvo a encararla, las lágrimas corren por sus arrugas, percibo el dolor, la vergüenza.
—Quítate esa ropa; buscaré ungüento para sacarte el ardor de la piel —se marcha a la cocina.
***
Lamento la demora de actualización. Espero les haya gustado el capítulo.
No es por asustar ni nada... ¡Pero esto se viene bien candente!
Gracias por leer ♥️
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