Capítulo 43: Un mundo ideal.

Serra.

El olor a sangre me marea, la tibieza impregna mis manos mientras presiono el costado de Angelo. Tiemblo, pero intento controlarme en todo el caos con sabor a muerte que nos envuelve. No puedo hacer más que intentar detener el flujo con la tela de su chaqueta. Los segundos parecen eternos, los balazos explosiones en contra mis tímpanos. Mantengo los ojos cerrados con fuerza, rezo; pido con desesperación a los dioses que esta pesadilla termine; y lo hace, de un momento a otro el estruendo se detiene. Las lágrimas me bañan el rostro, escucho pasos apresurados hacia nosotros. Temo que me arrastren por los cabellos, que me arranquen de Angelo, y tenga que ver como lo matan. Hace más de seis meses él me salvó de aquel psicópata, ahora está herido, yo soy un estorbo, un premio para el que esté detrás de esto. Maldigo mi debilidad, no ser la mujer que necesita.

—Serra, ya pasó. Todo está bien.

No sé en qué momento intercambiamos papeles. Ahora él es quien me abraza contra su pecho. Su respiración está acelerada, los iris verdes me observan preocupados. Una mueca de dolor le muerde el rostro. ¿De dónde saca tanta fuerza?, sufre por reconfortarme. «Me siento patética»

—Angelo, estás…

—Lugar despejado, enemigos neutralizados —una mujer interrumpe—. Tienen que salir de aquí antes que llegue la policía. Moritz está al tanto.

Él hace el esfuerzo por ponerse de pie, y ella casi me pasa por encima con tal de ayudarlo. Sigo petrificada, pero me muevo junto con ellos. Reconozco a la mujer, es la hermana de Adler, su mirada es filosa, asesina; como la de Angelo, igual a la de todas las personas que danzan junto a él en las sombras. No tiembla, no teme, se mantiene firme como un general capaz de dar la vida por su rey.

—Deja el lugar limpio —ordena él—. Quémalo si es necesario, no quiero rastros de nosotros.

Ella asiente, y se retira, no sin antes arrojarme la misma mirada despectiva que me dio en el baile de máscaras. Un grupo de hombres nos rodea de inmediato. Abren paso a las escaleras que dan a la salida trasera del edificio. Nos movemos rápido. Angelo actúa como si tuviera un leve rasguño, pero no; es un balazo que le drenó mucha sangre.

Entramos al auto que espera con el motor encendido. El trayecto tarda, creo que él siente cada segundo latente en los huesos. No hemos dicho palabra alguna, ya que está sentado entre dos guardaespaldas que lo vigilan como fieras dispuestas a todo. No sé el cómo, ni el porqué de lo ocurrido. De lo único que soy consiente es de su dolor, la leve mueca en su rostro cargado de enfado lo ladra. Quisiera tomarle las manos, aferrarme a él, darle fuerzas; pero Angelo Carosi no es ningún enfermo convaleciente, es el jefe de una organización de asesinos, se comporta como tal, hasta el último minuto; haciendo que mis deseos se sientan estúpidos.

Entramos a una propiedad ubicada en las afueras de la ciudad. Hay más guardias patrullando el lugar. Al entrar a la casa, Adler sale disparado de un lateral. Lo primero que hace es revisar el costado de Angelo, haciendo que este gruña.

—Parece que fue un roce profundo, eres un maldito con suerte.

—Déjate de estupideces y comprueba que ella no tenga ningún golpe.

—Estoy bien, toda esta sangre es suya —muestro mis manos y la ropa.

—El doctor te espera en la habitación de arriba. Trata de no morirte, y no te preocupes por Serra, yo la cuidaré.

La tensión en la mirada de ambos roza como el filo entre dos cuchillos. Angelo se marcha. El alemán me invita a seguirlo. Entramos en un pequeño cuarto cerca de la cocina. Sus ojos me evalúan, posándose en los dedos que todavía son presos del temblor.

—Te acostumbrarás.

Se da la vuelta; va directo a un armario donde saca una toalla y ropa limpia.

—No sé cómo alguien lo haría. Tener presente que en cualquier momento podrían matarte.

—La sed de poder mueve este mundo, la necesidad le da fuerza y el amor lo cura. Tú decides por cuál de las tres vas a mantenerte en pie, por ti, y por Angelo.

—Hoy casi lo matan porque soy un blanco fácil. No quiero ser un estorbo para él.

—Y él no quiere ser un peligro para ti, pero ahí estaban los dos; expuestos; sin importarle mucho todos los impedimentos que se inventan para separarse.

—No lo inventamos, Adler, pero por más que intentamos alejarnos no lo conseguimos —suspiro—. No sé cuál de los dos es más masoquista.

—Lo único que puedo aconsejarte para que calmes esa angustia, es que te llenes de valor y aceptes que si lo quieres en tu vida tendrás que dejar prejuicios y miedos atrás, además de aprender a defenderte.

—Defenderme… ¿Tendré que aprender a usar un arma?

—Esa es tu decisión, si no quieres sentirte oveja inútil entre tantos lobos —se encoge de hombros y me da las prendas—. Toma un baño, la habitación de Angelo está en la segunda planta, primera puerta a la izquierda.

Me deja sola, pensando en todas las posibilidades que tengo, de escapar e irme, de quedarme y luchar por este sentimiento que me quema el alma y a la vez es más fuerte que yo.

Subo los escalones de madera a paso ligero. Aún siento el estremecimiento en los tímpanos debido a la balacera. Juraría que por más que lavé mi piel el hedor metálico continúa repugnando el aire que respiro. No me es difícil encontrar la alcoba, ya que es la única custodiada por dos hombres. Uno de ellos abre la puerta. Entro, el ambiente está intoxicado por alcohol desinfectante. Angelo se encuentra sentado al borde de la cama, bebe licor; mira al frente como si estuviera perdido en el vacío de sus pensamientos. Me le acerco, sus ojos se topan con los míos en el silencio que habla por sí solo. Deja el vaso a un lado, toma mis manos, se las lleva a los labios para cargarlas de besos; besos que gritan perdón.

—¿Estás mejor?

—No es nada; cuando me conociste cargaba una peor.

Recuerdo ese fatídico momento. Donde lo descubrí herido, prácticamente desnudo con ese aire arrogante y la mirada asesina que es capaz de arrodillar reyes ante él; desde ese día quedé presa del falso dios que hoy me observa como si el ser sobrenatural fuera yo, como si esa venda blanca que le envuelve el abdomen no estuviera manchada de rojo, como si no le doliera.

—Ese día te odié.

—Todavía lo haces.

—Aunque me sobren motivos… hoy tuve miedo a perderte, Angelo —contengo las lágrimas que amenazan con rodar—. Despertaste ese sentimiento horrendo que vive en mí desde la muerte de mis padres. No sé si podré amarte así, sabiendo que en cualquier momento puedes esfumarte por siempre.

—Serra, no soy el príncipe de un cuento de hadas y lo sabes —sus dedos acarician mi mentón—. Los villanos no tenemos finales felices, y quienes nos rodean, tampoco. Mereces algo mejor.

—Sé lo que merezco, pero tú eres lo que quiero —me agacho en busca de los labios que beso con ternura—. Siempre he cumplido mis caprichos, y estos llevan su nombre, señor Carosi.

—Toda una pequeña salvaje.

Su pulgar se desliza por mi cuello, hasta la abertura que brinda el escote de la blusa. Intenta guiar la otra mano a mi cadera, pero la mueca de dolor lo detiene.

—Deberías recostarte.

Asiente, lo ayudo a acomodarse, aunque sé que ese acto está de más; sin embargo, necesito sentirme útil para él. Hace un gesto invitándome a su lado. Mi cabeza queda reposando sobre su hombro derecho. El sonido pausado de la respiración junto a su aroma maderado con toques de licor me relajan. Traza caricias en mi espalda, y yo le dibujo el pecho desnudo con la yema de los dedos. La paz nos toma, como si el destino no nos hubiera dado otro golpe cargado de crueldad, como si no nos obligara a elegir entre anhelos y deberes, entre amar y vivir.

En un mundo ideal, yo hubiese sido una artista enamorada de pintar paisajes, lo hubiera conocido en un paseo a sus cavas de vino. Hubiéramos quedado prendados uno del otro; yo de su madurez, del misterio que guardan esos ojos verde mítico; él de mi esencia indomable. Así nos imagino, en una aventura apasionada, donde crearíamos vida, donde no me asustaría estar atada a él por siempre.

No sé si duerme, o si finge calma para que el estremecimiento que inunda mi alma cese. De lo que sí estoy segura es que una vez salga de esta cama, he de tomar una decisión definitiva respecto a ambos.

Despierto envueltas en sábanas finas; ha amanecido, rayos de sol difusos se cuelan entre las pesadas cortinas grises que resguardan los ventanales. Trato un momento en ubicarme dónde estoy, los recuerdos de la noche anterior se avientan a mi mente como pedradas. Busco a Angelo a mi lado, pero estoy sola. El temor de que se haya ido me hace salir a buscarlo. Bajo las escaleras a trote ligero, voces en el ala este de la casa llaman mi atención, el tono de Angelo sobresale. El enojo que noto en él es una invitación para acercarme a escuchar.

—¡Te atacan en el momento exacto donde estabas más débil!. ¿Es que no lo ves? Saben que la chiquilla te hace vulnerable. Dejaste que te pegaran un tiro por protegerla, ¿hasta dónde te va a llevar este capricho?

—¡Cuidado cómo me hablas, Adalia! —gruñe Angelo—. No voy a dejar que unos hijos de puta me manejen a su antojo. No les tengo miedo, ¡y si quieren más guerra pues se la voy a dar, carajo!

—Unos hijos de puta en los que estamos incluidos, ¿no? —se queja ella—, porque después de toda la mierda que hemos tenido que limpiar todavía desconfías de nosotros.

—Tal vez este es el objetivo de los Cappola, deshabilitarnos como equipo, que bajemos la guardia —dice Adler—. No peleen más, piensen, si hubieran querido asesinar a Serra la hubieran emboscado hace mucho, pero cada ataque hacia ella es cuando Angelo está presente, quieren que sufras, tienen claro que ella es más que tu amante, sin embargo, no es tu familia, lo que la convierte en el blanco perfecto. Están jugando con la ley, saben que si le tocan un pelo a los tuyos…

—Los cazaría por toda Italia —concluye Angelo.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Casarte con ella? —la interrogante de Adalia se escucha cargada de enojo—. No puedo con tanta estupidez.

Oigo pasos apresurados acercarse por lo que me escondo cerca de la escalera. Ella sale disparada a la salida, rabiosa, como si su cuerpo ardiera. Todo lo que he escuchado me ha atorado el aire en los pulmones. El corazón late acelerado, mi cerebro intenta convencerse de que lo último que escuché fue producto de mi imaginación. Me oculto más cuando siento que salen de la habitación.

—Espero haya quedado claro —dice Angelo—. Esparce el rumor, que todos sepan que Serra Vitale es la mujer del Verdugo del Foso; a ver quién se atreve a tocarla. Si quieren hacerme daño, han de saber que esta vez la venganza será más alta.

—Así me gusta, todo o nada.

La sonrisa de Adler escurre satisfacción, Angelo asiente antes de subir las escaleras. Ambos toman caminos separados. Salgo a hurtadillas del escondite, voy directo a la cocina donde busco un vaso para servirme agua directa del grifo. Mi garganta arde, tengo el pulso acelerado, y un pálpito constante en las sienes que me gritan que a partir de este momento soy la mujer de un mafioso.

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Gracias por leer ❤❤❤

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