Capítulo 42: Egoísta.


Serra.

El aire de Verona es diferente al de la villa; carece de pureza, se aspira medio muerto. La ciudad se mueve a ritmo de autos y multitudes. Los edificios con fachada antigua e histórica, de techos rojizos sostenidos por paredes forjadas en ladrillos se alzan sobre mi cabeza. Cada paso que doy es un alarde a la libertad que ahora tengo. Hace meses tránsito estas calles, sigo el mismo camino plagado de turistas, cafés y tiendas. Mi rutina es deliciosa, la única responsabilidad que tengo es el estudio, el resto del tiempo pertenece a mis caprichos. Es lo que siempre deseé, debería sentirme feliz, sin embargo, no puedo evitar comparar lo que rodea con mi hogar.

Me faltan los viñedos pintados de verde, la tierra viva bajo las botas, el relinchar de caballos en el establo, el silencio al anochecer, la brisa fresca, dulce, por la mañana. Nunca pensé que tener lo que se quiere se sentiría por momentos, vacío.

Entro al restaurante donde me espera. El aroma de las pizzas y pastas asaltan mi nariz al instante. Busco con la vista la misma mesa de siempre, la que queda cerca a las anchas ventanas de vidrio y dan una vista perfecta al río Adigio. Su sonrisa se ensancha cuando tomo asiento frente a él. Estos almuerzos se han vuelto rutina entre ambos, los disfruto, aunque a veces creo que no lo merezco.

—Creí que este fin de semana irías a casa. Me llevé una sorpresa cuando llamaste. ¿No pasaban hoy el Tinto Joven a botellas?

—Sí, pero mi presencia no fue necesaria —miento—. ¿Cómo has estado?

—Ansioso por verte, porque me des la respuesta que me debes.

—Nunca prometí nada, Guido.

—No me culpes por ilusionarme, Serra —sus ojos viajan hasta mis labios, seductores—. ¿Lo de siempre?

—Sí.

Ordena a la camarera la comida, la galantería es algo que le sale por los poros, tiene ese arte alegre con el sexo opuesto, a base de palabras amables y esa mirada verde claro que no oculta ningún misterio. Es transparente, no tiene un pasado manchado o las manos tintas en sangre. Es dos años mayor que yo, ama el arte, y le gusto; le gusto mucho. Lo percibo por la forma en la que me besó aquella vez en la escalinata del anfiteatro. Me dejé llevar, me he dejado llevar todo este tiempo, disfruto mi libertad, pero; como mismo sus labios me supieron insípidos, sé que algo me falta; y lo odio. Odio no prestarle atención verdadera a todo lo que me cuenta. Utilizarlo como vía de escape cada vez que sueño con Angelo, con sus manos sobre mi cuerpo, con el lazo que nos une a pesar de que lo hayamos querido cortar.

No fui a la villa porque hoy es un día importante, uno que él no se podría perder. Si iba, él no estaría, en todo este tiempo las veces que he regresado se marcha; lo menos que quiere es verme la cara, lo ha dejado claro con su actitud de fiera evasiva. Tampoco quiero verlo, sospecho que mi reacción sería la de querer sacarle los ojos, pienso en ello cada vez que recuerdo el comentario que corre en los pasillos de la mansión; Bianca y él han vuelto a ser amantes. Llamé a mi abuelo, le pedí que me excusara con los patrones porque tenía mucho estudio. Lo hice por él, para que no se fuera y estuviera presente en el próximo gran paso de su creación, de lo que más le importa en este mundo. Ya no es dueño de mi vida, no manda ni dispone; sin embargo, las cadenas no desvanecen, sigo pensando, actuando por él.

—¿Qué me dices, entonces?

Guido me observa como si mi atención hubiera estado anclada a sus iris verdes en todo el almuerzo; estaban en unos, pero no eran suyos.

—Disculpa, no te he escuchado.

—Es duro saber que esa pasta te resulta más interesante que yo —suspira—; no te culpo, la gastronomía de mi ciudad es la mejor de Italia —asiento para no decirle que no hay nada como la sazón de Marie. Me asusta lo acostumbrada que estoy a mentirle—. Te comentaba que mañana en la noche habrá una exposición de arte en esa galería cerca del centro que tanto te gusta; ¿quieres ir?

Sabe que amo el arte, me llena de él cada vez que puede, al punto de que hoy me encuentro intoxicada. Ver tantos cuadros ajenos, tantos sueños cumplidos en colores y lienzos me hace pensar cuándo voy a tener los míos colgados en alguna pared. Ese es otro problema, hace meses que no pinto.

—Me encantaría.

Guido vuelve a sonreír. La respuesta es un acto de rebeldía contra mis propios deseos; que gritan, muy en el fondo, que almorzar en este restaurante hoy no es lo que me toca. Debería estar en las bodegas guiando a los trabajadores, tomando notas, organizando botellas. Hombro con hombro a los Carosi, siguiendo el proceso de ese vino que también es mío, que lleva mi sudor y desvelos. Antes odiaba sentirme parte de ello, ahora que no lo tengo, repudio extrañarlo.

Las luces de la ciudad restan visibilidad a las estrellas que deberían bañar el cielo. La noche es un manto negro sobre el amasijo de edificios y calles deslumbrantes. En el balcón del apartamento el viento hondea mis cabellos a la par del borde de mi falda. Sostengo la tasa de porcelana roja contra los labios dejando que el aroma a tila calme el nudo en mi garganta. Guido está por llegar, siempre espera en el mismo punto sobre la acera del frente. Temo que hoy mis pies queden soldados al suelo, sin embargo, despejaré mi mente, las turbulencias que llevan apellido de dios no me impedirán darme la oportunidad de vivir sin cadenas. «Tengo que olvidarlo»

Timbran a mi móvil, su nombre reluce en la pantalla. Llega al lugar de siempre. Hace un saludo con su mano; le sonrío. Voy directo a tomar el bolso cuando veo a la persona que está cómodamente sentada en el sofá. La taza se cae de mis manos haciéndose añicos sobre el suelo. Intento disimular el temblor automático que su postura lobuna, al asecho, me causa.

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo entraste? —me muestra la llave que cuelga en su índice.

Trae la mirada cargada de falsa paciencia. No deja de detallarme, como si esperara algo. Los segundos nos toman en un silencio pesado. El latido en mi pecho golpea mis tímpanos, rezo para que él no pueda escucharlo. Tomo una respiración profunda, cargada del valor que su presencia por un momento me restó.

—No sé qué quieres, pero no tengo tiempo para juegos. Saldré, y ya estoy retrasada.

—Dile a ese payaso que la cita se cancela.

—¡No pienso hacerlo! ¡No tienes derecho a exigirme nada!

—No fuiste ayer a la villa. El trato era: libertad por cumplir con tus obligaciones. Fallaste; por lo que tu libertinaje queda revocado. Es tu problema si no sabes valorar lo que te ofrezco.

El cinismo le desborda el habla. Acaricia su colmillo izquierdo con la lengua; ese gesto de bestia que delata el sadismo a flor de piel. Debería intimidar, pero solo logra encenderme el coraje. Hace meses no nos vemos, por su culpa, y ahora se presenta queriendo imponer, manejar todo al son de sus caprichos.

—¡Deja de hablarme como si te perteneciera! Nunca dijiste que mi libertad tendría un límite o una cláusula estúpida.

—Llama; o bajo yo y le explico —amenaza.

Si algo he aprendido en todo este tiempo es que no se está con rodeos. En su estado actual es capaz de moler a golpes a Guido. Es un peligro, él y esa hambre violenta que le marca rostro cuando está enojado. Esta es una de las facetas que me cuesta aceptar, una a la que le tengo miedo. Hago la llamada, me invento excusas que no hieran al chico que siempre me ofreció compañía sana. Todo bajo la mirada aplomada de Angelo, quien no se ha movido un centímetro de su puesto, como si estuviera evitando que sus sentidos lo traicionen.

—¿Feliz? —pregunto cuando cuelgo—. Ya me amargaste la noche, ahora lárgate.

—¿Tanto te duele que te jodiera la cogida de hoy? —se pone de pie.

—Y si es así, ¿qué?. Tengo mis necesidades, tú y yo no somos nada. ¡Además, yo no voy a tu habitación a molestarte cuando estás revolcándote con tu esposa!

—Entre Bianca y yo no hay nada —gruñe—. No como tú y ese imbécil que se besan en cada esquina de Verona.

Los celos se le escurren en cada palabra rabiosa que suelta. Sé que tiene hombres cuidándome las espaldas, pero no creí que estuviera al tanto de cada paso que doy. Se pone tan cerca que puedo sentir los resoplidos de su respiración contra mi piel.

—Me has estado espiando, ¿verdad?. Entonces, ¿para qué me alejaste? ¡Si te cuesta tanto dejarme avanzar por qué me echaste, Angelo!

—¡No te eché! Quería hacerte feliz, alejarte de mí y mi mundo, quería darte libertad, que vivieras como una joven normal, que tuvieras un romance de ensueño. Perdóname si no pude aguantar más que estos meses. Verte en fotografías, en brazos de otro no me alejan, Serra; solo afianzan esto que provocas —toma una de mis manos con brusquedad y la coloca sobre su pecho. El salto constante en su corazón me hace sentirlo al descubierto, sin esa coraza indiferente que siempre lo viste. Se está mostrado desnudo—. No puedo dejarte ir, soy un hijo de puta egoísta que te prefiere atada a mí de por vida ante tu propia felicidad.

—Eres un maldito —musito, aguantando el estremecimiento que me provoca tal confesión.

—No sé querer, Serra. Este veneno es mi mejor manera de amarte.

Sin darme tiempo a reaccionar se lanza a mi boca. Sus labios se siente como un tornado que intenta dejarme sin oxígeno, sin habla, sin voluntad propia. Afianza sus manos en mis caderas, me pega a él. Su cuerpo es una masa musculosa que amenaza fundirse contra el mío. Nada en mí da paso a la razón, o al rastro de inteligencia que debería tener, para negarme ante él, su confesión y su fuego arrollador. No puedo, no cuando yo siento lo mismo, por más mal que esté, todo lo que mi melancolía, disfrazada de falsa felicidad, quería, era a él.

Mis manos se pierden debajo de su camisa, el torso duro me recibe, dispuesto a que deslice los dedos más abajo. Soy una desesperada; consciente de que no puedo arreglar con sexo lo que hace falta hablar; pero lo extrañé tanto, lo soñé tanto, lo necesité tanto que lo único que quiero es sentirlo como bestia lasciva sobre mí. Angelo mordisquea mi cuello, mis hombros, deja un rastro de marcas suyas recodándome que le pertenezco en cada roce de dientes. No pierde tiempo cundo enrolla una de mis piernas en su cintura, busca destrozarme las bragas, maltratar mi botón de placer y hundirse como un poseso dentro de mí en esa misma posición; como la primera vez que lo hicimos. Quiero que lo cumpla, que su brusquedad me desvanezca con cada estocada, que me haga estallar como solo él sabe, como solo él es dueño de este ardor.

Estoy tan perdida en mí, que cuando noto que la puerta es abierta de una patada a nuestro lado es demasiado tarde. Un hombre vestido de negro entra apuntándonos, las facciones duras gritan peligro. Al sonido del tiro Angelo me protege como una muralla. Nos lanza al suelo detrás de un sillón, quedo resguardada entre él y la pared. Saca su revolver, los balazos llueven. El estruendo desorbita, es tanto que creo que están disparándonos de diferentes puntos de la sala. «Tantos contra uno» Los recuerdos abren sus fauces; tengo miedo de volver a quedar cautiva por un psicópata, de acabar muerta. Tiemblo, las lágrimas comienzan a aflorar junto al olor a pólvora. Una humedad tibia me roza las rodillas, hay sangre en el piso; le han dado en su costado izquierdo.

—Angelo… —musito angustiada.

—Confía en mí, mis hombres están por llegar.

Resisto aferrada a su espalda presa del pánico, nunca supuse que después de un “te amo” implícito estaría tan palpable la muerte.

****
Uy, se complicó esto...

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