Capítulo 4: Matices ágrios.

Serra.

Cuando perdí a mis padres tenía diez años. No recuerdo mucho de ese momento. Ese día el mundo se paralizó a mi alrededor y solo podía escuchar mi propio llanto cuando vi las sábanas, con las que cubrían sus cadáveres, manchadas de sangre. Después todo fue oscuridad. Mi cuerpo era el de una muñeca de trapos que andaba por inercia y hacía lo que se le ordenaba. Lo único que me hizo reaccionar, tiempo después, fue el calor de la mano de mi abuelo sosteniendo la mía.

Sentí su protección, y entonces noté que estábamos en el cementerio, que el día era gris y olía a desdicha, que traía una rosa blanca entre mis dedos y que sus espinas me estaban lastimando. Él se sintió como un ancla de vuelta a la vida, recordándome que no estaba sola, que estaría allí para afrontar el dolor de la realidad conmigo.

Mi abuelo ha sido eso y mucho más, y me mata el sentir que ese pilar está casi en sus cimientos. Se me comprime el pecho, y no sé qué hacer para ayudarle. Por más que se lo pida nunca dejará su trabajo, es lo que ama y se debe a ello. Verlo desplomado en el sofá, con su semblante pálido y esforzándose por convencer al doctor de que está bien y que hoy puede volver a sus labores me da ira, porque se está marchitando por una tierra que no es suya.

<<Nacimos esclavos y así moriremos>>

Los Carosi nos valoran por nuestro trabajo, pero el mérito es totalmente de ellos, y eso se muestra en las etiquetas de sus vinos.

Quisiera quedarme con él, cuidarle, pero tengo demasiadas tareas por hacer, el servicio puede volverse un caos sin mi abuela dirigiéndolo, y sé que yo he de encargarme de las cosas. Vuelvo a la cocina y recito sus órdenes. A veces creo que me he convertido en un androide de carne y hueso que solo sabe seguir comandos y que no hace nada por voluntad propia. Donde único siento que puedo ser libre es cuando pinto, ese es mi pequeño pasatiempo, uno al que no le puedo dedicar las horas que quisiera.

Hago mis tareas lo más rápido posible y con eficiencia. Evito escuchar los comentarios de las otras mujeres de la casa; que no paran de hablar de la divinidad de hombres que se pasean por la mansión.

Los hermanos Carosi han revolucionado todo de la noche a la mañana, y es a más de una a la que escucho suspirar por los pasillos. De haber visto lo que yo presencié la noche anterior creo que hubiesen desfallecido. No he querido pensar mucho en ello, pero la imagen de Angelo, con una simple toalla cubriendo sus partes bajas, es algo difícil de olvidar.

Nunca he visto hombre así, de rostro tan bello e imponente. Sus facciones son duras y la leve barba le da un aire autoritario. A mi pesar he comenzado a creer en las leyendas locales, donde se afirma que es descendiente de los mismos dioses. Aunque eso es solo en su físico esculpido, en mi opinión la belleza de Adonis se le desarma cada vez que abre la boca.

Estoy acomodando la vajilla en la alacena, cuando alguien irrumpe en la cocina, es una chica de cabello dorado oscuro. Su piel es un poco pálida y al fijarse en mí, ese verdor en sus ojos no pasa desapercibido.

—¿No hay wifi en este lugar? —pregunta sacudiendo su teléfono móvil ante mi rostro.

—Sí, pero está en la oficina de los patrones —respondo siguiendo con mi trabajo.

—Olvídalo, no entraré allí cuando mi padre está en modo "ogro hombre de negocios" —arrastra una de las sillas de la mesa de centro y se sienta en ella.

La miro de reojo y noto su parecido con el Carosi indeseable que la engendró. Aunque me sorprende, ya que ella parece tener unos quince o dieciséis años. Y él, aunque me avergüence aceptarlo, no se ve tan mayor.

—Sí, no me mires así, papá tiene muchos "modos", uno más peligroso que el otro —prosigue sin darle importancia su comentario. Cosa que a mí me eriza la piel, y no dudo, pues recuerdo la herida que carga Angelo en su hombro—. Este lugar parece estar detenido en el tiempo —prosigue— ¿Cómo puedes sobrevivir aquí?

—Supongo que lo hago porque es lo que conozco —me encojo de hombros y ella abre la boca como si hubiera escuchado una barbarie.

—¿Nunca has salido de aquí?

—Sí, claro, voy a la universidad en Verona, pero suelo viajar diario —ella me repara completa, hace una mueca y suspira.

—Espero que mi destino aquí no sea tan aburrido como el tuyo.

—No tengo tiempo para aburrirme —respondo con tono osco y limpio mis manos en el mandil—. La estancia es un lugar donde puedes hacer bastantes actividades físicas si te decides a salir de estas cuatro paredes.

—Hace mucho sol —responde con simpleza.

—Los Carosi no le temen a esas pequeñeces.

—Tal vez yo no sea como todos ellos. No tengo por qué seguir el legado familiar —esta vez la que se asombra soy yo, por un momento me veo reflejada en ella—. Sabes, he estado esperando a que mis padres decidan darme un hermano y quitar ese peso de mis hombros, pero su matrimonio hace años se fue a la mierda así como mis ilusiones —asiento, eso ya lo sabía, y en verdad no lo dudo, ya que con el amargado que tiene de padre la convivencia debe ser imposible—. Pero tengo esperanza de que papá se busque una amante o algo así...

—¡Qué tonterías son esas, Giuliana! —la señora Bianca se acerca a nosotras con prisas—. ¡Deja de cotillear con el servicio! —siento el desprecio en su voz, pero no bajo la cabeza.

—Solo hago amigas —contesta ella —, claro, pero como tú no sabes de eso.
—¡Calla, y ve a hacer algo útil! —la chica se levanta y se va, no sin antes dedicarme una mirada de lástima—. Y tú —me señala—, acabo de arreglar las pertenencias de mi esposo porque parece que se te olvidaron tus obligaciones —muerdo la lengua para no responder—. Es casi mediodía y Angelo no ha comido nada, prepara algo ligero y llévaselo a la oficina.

Asiento y le doy la espalda para hacer la labor. No sé cuál es el problema con este tipo de personas, que por tener dinero se creen en el derecho de poder pasar por encima de los demás como si fueran basura.
Sostengo la bandeja con la comida y me cuesta trabajo tocar la puerta. Espero unos segundos, y nadie responde, vuelvo a tocar y siento un bufido del otro lado.

—Adelante —escucho su voz y algo se me remueve dentro del estómago.

Yergo mi espalda y entro. Angelo tiene el buró principal lleno de papeles, veo las líneas de las gráficas marcadas en rojo y varias notas con finanzas en ellas. Él no levanta la vista de su trabajo, y me es imposible no detallarlo. La camisa blanca se le ajusta perfectamente al cuerpo, haciendo un contraste con la divinidad de su piel. Sus músculos están marcados, y esa esencia masculina que desprende revolotea por todo el lugar. En cuestiones de vino, Angelo sería como uno de gran reserva, robusto y vigoroso, de esos que se vuelven mejor con el pasar de los años.

Parece que mi mirada le pesa, posa sus ojos en mí, y ese color único en ellos me vuelve a dejar atrapada. Como la primera vez que los vi, siento mi sumisión hacia él con solo mirarle. Mis mejillas arden, y me reprendo por permitir que este ser de pura soberbia pueda tener tal poder sobre mi piel. Él me sigue el juego y se acomoda en su silla como si no le molestara tenerme mirándolo como idiota. Carraspeo y salgo del trance, no sé qué me sucede, pero lo debo intentar evitar.

—Disculpe la interrupción, pero le traje algo de comer —digo y arquea una ceja—. Su esposa me lo ha pedido —rueda los ojos, haciendo que me incomode.

—¿Lo has preparado tú?

—Sí —respondo, y percibo cierto cambio en él.

Indica que avance. Dejo la bandeja en una mesilla. Me coloco a su derecha para prepararle el lugar sobre el escritorio. Me tardo un poco, ya que no quiero arruinar nada. Siento su proximidad, su respiración. Su aroma de colonia cara ligada a algún licor avasalla mis sentidos. Me avergüenza que pueda escuchar el ritmo de mi corazón, que simula quererse salir del pecho. Extiende su mano y comienza a ayudar a recoger todo. Nuestros dedos se tocan por un instante, y la electricidad que recorre mi cuerpo me hace retirarme de su lado.

Preparo todo ante su suspicaz mirada, no me atrevo a verle, porque lo estúpido de mi actitud me dan ganas de estrellarle la charola en su cabeza. Él observa la ensalada y la pasta simple que le traje, veo una sonrisa ladeada en sus rosados labios.

—¿Puedo retirarme? —pregunto, y él engulle gustoso los alimentos. Espero por su asentimiento, pero este nunca llega—. Tengo cosas por hacer —insisto.

—¿Qué es lo que más te gusta del vino, Serra? —dice persuasivo y no dudo en contestar.

—El esfuerzo y trabajo duro que hay detrás de cada sorbo —él clava sus ojos en mí.

—¿Y qué es lo que menos te agrada? —deja los cubiertos a un lado.

—Que hombres como tú se lleven toda la gloria sin derramar una gota de sudor.

Angelo endurece su mandíbula y entonces me doy cuenta de lo que he dicho. Miro hacia otro lado evitando descifrar lo que le pasa por la mente. No quiero buscarle problemas a mi familia, pero este hombre desata cosas que no están en mi poder controlar.

—Ya puedes retirarte —vuelve a comer y yo salgo del lugar lo más rápido que puedo.

Él no es bueno, es un enigma, uno que huele a peligro. El poder que impone con su simple presencia descoloca algo en mí. Tengo que alejarme, no sé por qué, pero siento que algo con matices agrios podría suceder estando tan cerca de él.
Respiro, e intento descartar la sensación extraña que se recrea en mi pecho trabajando de más en la cocina. Termino, y a pesar de estar exhausta voy al único lugar donde encuentro paz. No suelo entrar aquí a estas horas, a penas anochece y los rayos naranjas se filtran por los cristales de la caseta improvisada que era el estudio de pintura de mi madre, ahora mío. Huele a acrílico ligado a la nostalgia.
En las paredes de madera blanca cuelgan los mayores tesoros que guardo de ella. Aún uso su caballete para pintar, y aunque no soy tan buena como lo era ella, es la mejor forma de sentir que vive en mí.

Siento que me relajo contemplando las pinceladas de arte. Con el pasar de los años se podría decir que tengo una pequeña galería llena de retratos de las personas que trabajan el viñedo. Me gusta plasmar la labor diaria que veo en ellos. Ante mis ojos son más héroes que los dioses a los que sirven.
Tocan la puerta, están intentando entrar, me es extraño, ya que no permito la visita de nadie. Corro a abrir antes que sigan forzando la cerradura. Una punzada de desagrado me recorre y él nota mi enojo.

—¿Qué quieres? —inquiero de mala gana—. Sabes que detesto que entre alguien aquí.

—Llevo el día siguiéndote como un idiota —protesta Carlo y paso por su lado para cerrar la puerta—. ¡Ni siquiera me miraste en la cocina! —ruedo mis ojos con cansancio—. Ya te pedí perdón por lo de la noche anterior, Serra, ¿qué otra cosa quieres? Entiende que hay mu...

—¿Mucho en juego? —interrumpo con tono hastío—. Lo sé Carlo, y ese es el problema, que siempre hay algo antes que yo —noto como sus iris azules me suplican perdón. Suavizo mi mirada y él toma mi mano.

—Lo siento, ¿sí? No volverá a ocurrir —acaricia el dorso con disimulo y no soy capaz de negarme—. No quiero que pienses que no eres importante para mí. Haré hasta lo imposible para verte mañana a la misma hora. Terminaremos lo que empezamos...

"Lo que empezamos", las cosas con él son así, a medias. Me dejó tirada en el medio de la nada por un simple ruido. Gracias a lo que me dejó prendido casi fallezco cuando vi al arrogante con su musculoso torso desnudo. Una sonrisa de medio lado se dibuja en mi rostro. Por alguna razón su tono sugestivo no me revuelve el deseo como antes. Miro por instinto a la ventana de Angelo Carosi, está todo oscuro dentro, pero el aura que emana el lugar me recorre la espalda. Suelto el agarre de Carlo, y me separo un poco.

—Tal vez —le respondo sin más y me voy hacia mi casa.

Sé que lo dejo desconcertado. A mí también me sorprende mi actitud, ya que siempre estoy para él cuando quiere, pero supongo que cada quien tiene su punto de quiebre, y el mío se está agrietando.

N/A: Gracias por leer, bellas, no olviden recomendar esta historia. Síganme en mi página de facebook: W.S. Alonso Escritos. Déjenme sus comentarios, besos ❤❤❤

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