Capítulo 20: Metástasis I

Serra.

La tarde cae en el horizonte mientras el auto se adentra en territorio veneciano. Los cristales oscuros no son un impedimento para que note como los tintes naranjas se funden en las aguas coronadas por puentes. Mi corazón se agita, nunca había visitado esta ciudad; por lo que estar en presencia de esta joya panorámica hace que mis ansias cosquilleen queriendo bajar del auto y recorrerla por completo.
Quiero abrir la ventanilla pues siento que me estoy perdiendo de contemplar la maravilla barroca y colorida por la que transitamos, pero me abstengo, ya que el hombre a mi lado me recuerda que ni estamos de excursión, ni esta es una obra de caridad para sacarme de mi celda.

El trayecto con Angelo ha sido difícil, o al menos yo lo percibo así. La tensión es una constante que desiste abandonar mi cuerpo y me empuja a alejarme de él, a ignorar su fragancia y evitar hipnotizarme por ese porte recto y afilado que desprende superioridad atrayente. No me ha determinado en todo el camino, soy yo la que he caído en más ocasiones de las que quisiera admitir.

El auto transita varias calles a ritmo lento, yo me pierdo observado la majestuosidad de las edificaciones que resaltan por su antigüedad y colores llamativos. Al detenernos, Angelo es el primero en bajar cuando su puerta es abierta, lo sigo de inmediato ajustando mi bolso en el hombro. Las estructuras que se alzan a mi alrededor me hacen girar sobre mis pies detallando cada rasgo de su arquitectura. Debo verme como una chiquilla que se impresiona fácilmente, pero la belleza que se desprende alrededor me deja atónita.
Al sentir una mano sostener la mía, el hechizo desaparece hasta revolver mis nervios a un punto de rozar lo caótico; esto sucede cada vez que él me toca.

—No te quedes atrás, Serra. Tienes que estar a mi lado todo el tiempo.

Es lo único que dice antes de tirar de mí y llevarme hasta el muelle más cercano. Sus zancadas desatan un porte imperial y elegante que no pasa desapercibido por los turistas y habitantes de la zona. No es para menos, es como si un dios de piel dorada se pasease entre ellos. Mantiene la mirada al frente mientras arrastra conmigo hasta un muelle. Su piel contra la mía se siente fría, creando un contraste que se vuelve fuego en mi interior distorsionando los frenos que me he impuesto.
La madera truena bajo nuestros pies con cada paso. Quedamos frente al canal donde se reflejan los últimos velos de sol sobre el agua. Un hombre delgado con cabello cobrizo y traje blanco se acerca a nosotros. Angelo suelta mi mano de forma lenta y alza el mentón para recibirlo.

—¡Bienvenidos a Venecia! —exclama jovial—. El ferry los espera.

Puntualiza señalando un barco donde las letras "Cipriani" resaltan en dorado. Nos encaminamos a este, después del leve asentimiento que Angelo le brinda.

—Todo está preparado para su estancia, señor.

Avisa el hombre que no ha parado de sonreír mientras tomo asiento en uno de los mullidos bancos color crema. Noto que no estamos solos, tres hombres fornidos y altos se mantienen estáticos en la proa mirando a su alrededor como si el agua fuera un peligro. Sus aspectos me predisponen, a pesar de estar trajeados hay algo que no me causa buena impresión. Me cohíbo al instante rozando mis dedos entre sí. Busco la mirada de Angelo, este se mantiene de pie escuchando lo que el anfitrión le explica a tono muy bajo. Ambos notan el peso de mi mirada, haciendo que posen su atención en mí. Por primera vez Angelo le dirige la palabra al sujeto; este asiente y viene directo a donde estoy.

—¿Es esta tu primera visita cariño? —pregunta tomando asiento a mi lado.

—Sí, lo es —respondo desconfiada.

—Soy, Adler Graf, representante del hotel donde se hospedarán e íntimo amigo del señor Carosi —extiende su mano y la estrecho.

—Serra Vitale, asistente de Angelo.

—Adorarás El Belmond Cirpriani, querida, créeme que es un boleto al reino del glamour y el estilo vintage.

—Esas cosas no me interesan mucho. He venido a trabajar no a divertirme.

—Una cosa lleva a la otra, pequeña, más en compañía de un Carosi, créeme; todo podría pasar.

El tinte de sugerente en su voz me deja a la expectativa. Sin poder evitarlo miro hacia Angelo, sus iris se posan en mí y la punzada en mi estómago se hace presente. Vuelvo a entrelazar mis dedos con ansiedad; no sé que sucede hoy, pero el ambiente que se respira me encoge como si el peso invisible de una atmósfera peligrosa me obligara a hacerlo.
El viaje dura escasos minutos, por lo que Adler estuvo comentando, estamos en la isla Giudecca. Al bajar del barco solo lo hacemos él y yo, ya que Angelo se traslada a otra lancha. Lo miro extrañada al notar que los otros hombres le siguen «me dejará sola». Al percatarme intento llamar su atención, pero es demasiado tarde, ya que el bote se pierde por la laguna dejando rastros de espuma blanquiza en el agua y el estrepitoso ruido de los motores.

—Tranquila, pequeña, el señor Carosi tiene que atender algunos asuntos, pero más tarde se unirá a nosotros —me toma de la cintura invitándome a caminar con él—. Esta noche seré yo tu acompañante. Créeme que es un honor tenerme de...

—¿Dónde fue? —le interrumpo abruptamente y detengo el paso.

Adler borra la sonrisa en su rostro ante mi incomodidad, sus ojos ambarinos me escudriñan por un instante antes de suspirar con aire resignado.

—Ya dije que tenía asuntos de suma importancia que atender, como es tarde consideró que estarías cansada y no quiso llevarte con él. Una buena obra de su parte; si me preguntas, se ve que se preocupa por ti.

Lo último lo dice con otra sonrisa en su rostro. Sus palabras no me convencen, hoy nada lo hace, pero me limito a asentir y dejarme guiar, no quiero importunarlo con dudas que él no está dispuesto a responder.
Llagamos frente a un conjunto de edificios que resaltan por su estructura. El estilo barroco es capaz de transportarte a la época en que fue creado, reflejando el encanto veneciano del viejo mundo.

—Bienvenida al Hotel Belmond Cipriani, la mejor joya de Venecia.

Pasamos al vestíbulo donde los colores sobrios resaltan la elegancia del sitio. El espacio es majestuoso, los detalles luminosos y frescos combinan un estilo lujoso para el cual no estaba preparada.

—Sígueme, por favor, ya tu suit está lista y tenemos la cena programada dentro de una hora, por lo que necesito que seas puntual, no me gusta que me hagan esperar.

Camino junto a él, oyendo lo que me dice, pero sin interiorizar nada. Reparo mi alrededor sintiéndome cada vez más extraña. El lugar es hermoso, sí, pero la sensación de sentirme pequeña no me abandona. Al llegar al último piso recorremos un pasillo mientras Adler se jacta de que las piezas de arte en cada rincón del mismo son originales. Nos detenemos frente a una puerta de madera con fino tallado.

—Tu habitación, querida —la abre echándose a un lado.
La belleza interior me deja absorta, juraría que estoy ante un aposento digno de la realeza, sin embargo, no es eso lo que me interesa ahora.

—¿Dónde se quedará Angelo?

—En la siguiente —señala la habitación próxima—. El balcón es privado, podrías pasearte desnuda en este y nadie se enteraría —cambia el tema con rapidez—. Te espero dentro de una hora —afirma mirando su reloj.

—Gracias, pero prefiero cenar aquí.

—De acuerdo —musita luego de unos segundos—, mandaré que te preparen todo de inmediato. No obstante, si lo deseas, me puedes encontrar en el bar más tarde.

—Lo pensaré.

—¿Te doy un consejo como amigo, Serra? Deja la incertidumbre a un lado y disfruta lo que te ofrece la vida, las buenas oportunidades no se pueden dejar pasar. Y por si no te quedó claro, por "buena oportunidad" me refiero a mí, cariño.

Sonrío ante sus ocurrencias, él se despide antes de cerrar la puerta. Escaneo la habitación, el piso de madera, la amplia cama vestida de blanco y dorado con muebles torneados del mismo color. Mi ropa ya ha sido colgada en el armario, por lo que decido que la mejor opción es tomar un baño relajante.

El cuarto de baño es amplio y de mármol pulido, preparo la tina y me sumerjo en la espuma con aceites aromáticos. Intento disipar mi mente, pero me es imposible, ya que en ella azota el castigo de las esmeraldas en par de iris que no me deja relajarme como quisiera. Me denigro una y mil veces por pensar tanto en él. Ese Carosi es como una maldición; una metástasis, una vez invade tu cuerpo se propaga dejando huella donde quiera que recorre. Lo peor es que su efecto es adictivo, al punto que tenso los muslos cuando mi mente rememora la vehemencia de su boca contra mi piel. Mis dedos comienzan a recorrer bajo el agua cada punto que besó y lamió; el acto es inconsciente, como si un instinto más fuerte que yo me exigiera volver a prender la excitación divina que me invadió. Cuando mis yemas acarician entre mis senos me percato de la dureza en los pezones. La sed vuelve, dejándome los labios secos. Me detengo de forma abrupta, con la respiración acelerada «esto está mal», repito y salgo de la tina al instante.

Al regresar a la habitación, noto que un pequeño banquete ha sido servido en la mesa del balcón. Predominan el marisco y las frutas en la vajilla con bordes dorados. Reconozco la botella de vino blanco, junto a la copa, es de una de las bodegas pertenecientes a los Carosi.
Pierdo la vista en la laguna que queda al frente mientras como con lentitud intentando agazapar la agitación en mi pecho. El silencio es tortuoso y no sé por qué me siento tan sola. El tiempo pasa y yo sigo observando el vacío bebiendo del espumoso blanco que se escurre por mi garganta como agua. Estoy preocupada, no olvido lo intimidantes que se veían aquellos hombres y Angelo se fue con ellos. Muchas hipótesis se pasean por mi mente, pero ninguna carga con la lógica necesaria para convencerme

—Tal vez ya llegó.

Musito dejando la copa sobre la mesa. Suena imprudente, pero iré a su habitación a hablarle, preguntarle qué pasó y saber cómo está. Es necesario que lo haga, o esta incertidumbre me consumirá. Arreglo mi pelo frente al tocador, armándome del valor necesario para verle a estas horas y con estas fachas. Suspiro antes de abrir la puerta con tal sigilo como si estuviera haciendo algo malo, sonrío, supongo que el vino está haciendo efecto en mí. Asomo la cabeza para inspeccionar el ambiente, al mismo instante que la puerta de la habitación de Angelo es abierta.

Una mujer alta, de cabellos cortos, enfundada en un vestido negro sale de esta. Quedo estática en el lugar sin poder apartar la vista de ella. Se gira a la vez que el perfil de Angelo asoma. Hablan en un idioma que no conozco, y la cercanía de ambos al hacerlo me resulta repugnante. De repente ella comienza a limpiar algo en su cuello y este sonríe. La decepción que me toma es instantánea por lo que cierro la puerta y me vuelvo a ocultar.

Estaban tan atentos uno al otro que pasé desapercibida, cosa que agradezco, ya que la cara de estúpida que tengo en estos momentos no es digna de ser mostrada. Algo arde en mi pecho y me atrevo a decir que son celos ¡Absurdo! ¡Es malditamente absurdo! «Dios, soy una imbécil» Solo yo puedo estar celosa de un hombre que pasa la vida rodeado de mujeres despampanantes «No voy a permitir que me afecte» No lo haré, si él la está pasando de maravillas yo también puedo.

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