Capítulo 30-b

Eaiel maldijo al ver a su protegida entrar en la celda del Grigori. ¿Por qué ella siempre estaba metiéndose hasta las rodillas en problemas? Era como si disfrutara de meterse en situaciones que no podía manejar.

Suspiró deseando que ignorara a su hermano caído y siguiera su camino, pero no, ella tenía que comenzar a conversar con él. ¡Malditos trucos del diablo! Cada vez su niña caía más profundamente en el abismo sin ninguna esperanza de salir.

Frustrado y enojado, el ángel se dirigió a la cueva de Uriel, buscando la ayuda de su hermano mayor.

Lo encontró frente a una losa que relataba la creación de la Llave del Infierno en enoquiano, griego antiguo e inglés. En el centro descansaba el medallón que brillaba con mayor intensidad gracias a las runas doradas que cubrían las paredes y las pepitas de oro incrustadas en el piso pulido.

A los ojos de Mina, esa losa sería la Piedra de Rosetta para el lenguaje angelical.

—¿No se supone que debes estar vigilando tus otros protegidos? —Uriel preguntó sin apartar los ojos de la llave.

—Lo estoy, pero la Elegida encontró su celda...

—Sí, lo sé —habló el Arcángel sin enfrentar a su hermano menor—. Nada escapa a mis ojos en este lugar.

—¿Entonces por qué no la has detenido? Si los Grigori se escapan, enfrentaremos más que demonios cuando comience el Apocalipsis.

—No podemos. Eso sería entrometerse en asuntos humanos, algo que tenemos prohibido hacer a menos que nuestro Padre lo ordene.

El ángel menor empuñó las manos.

—Pero...

—No hay peros —Uriel lo calló, dándose la vuelta mientras su llamativo cabello se convertía en llamas reales—. ¡Nadie interferirá! ¿Deseas ser castigado, despojado de tus alas por desobediencia? —Miró a su hermano pequeño—. Yo creo que no. Hazte un favor y escúchame. Ella eligió el camino equivocado y por eso debería haber muerto en el río, pero no lo hizo. ¿Qué te dice eso?

Los ojos desiguales de Eaiel se abrieron, sin embargo, no pudo encontrar su voz.

El cabello del Arcángel volvió a la normalidad antes de continuar con una voz más tranquila.

—El Señor, en toda su infinita sabiduría, le dio a Mina Argeneaux un llamado mucho más importante que el de elegir cuándo comenzará el Fin. Por eso aún vive y por eso no podemos interferir.

—¿Me estás diciendo que esto es la voluntad del Padre? Dudo mucho que ÉL permita que un alma pura libere tal maldad en la tierra de los hombres solo por un bien mayor.

—Solo el Señor conoce las razones de sus acciones —Uriel puso una mano en el hombro de Eaiel—. Al igual que los mortales, solo somos sombras de su poder y no debemos cuestionar su voluntad o sus acciones.

—Podríamos salvar millones si evitamos que ella lo libere. Sabes cuántos morirán si los Grigori escapan y se aparean con los humanos de nuevo. Los Nephilim son una amenaza para la humanidad. Su hambre por la carne humana es peor incluso que la de los demonios. ¡Sabes todo esto a ciencia cierta porque ya lo viste una vez! —El ángel de pelo negro miró suplicante a su hermano.

El Arcángel dejó que su mano cayera a su lado y le dio una mirada dura a su hermano menor.

—¿Y si ella no lo libera? Has olvidado nuestro deber más importante, Eaiel. La única razón por la que se nos permite visitar el plano terrenal es para salvaguardar el libre albedrío de la humanidad. DEBE SER SU elección, no la tuya ni la mía. Si le quitamos el derecho a elegir, no seremos mejores que los demonios.

Las blancas alas del joven ángel cayeron y miró al suelo, avergonzado.

—Solo quería protegerla de ella misma. Si esto sale mal y descubre que ella es la responsable, la culpa la destruirá. No quiero verla sufrir más.

—Lo sé, hermanito. Lo sé.

Mina se quedó mirando con la boca ligeramente abierta la visión ante ella. La forma de lo que podía ser un hombre encadenado yacía sobre una montaña de rocas.

—¿Qué eres? —susurró ella, pero tan pronto como esas palabras salieron de sus labios, se arrepintió—. No, eso es grosero. ¿Estás bien? —Forzó la vista para ver con mayor claridad y las luciérnagas respondieron a su súplica no expresada, iluminando al prisionero frente a ella.

Una enmarañada melena marrón escondía el rostro del hombre, mientras que polvo y tierra cubría su piel bronceada. Piedras irregulares y afiladas perforaban su pecho, brazos y piernas como si lo hubieran arrojado sobre ellas. Un líquido gris oscuro metálico, que ella apostaba que era su sangre, goteaba sobre las rocas, haciendo pequeñas charcos por todo el suelo circundante.

Él dijo una palabra que ella no entendió y trató de voltear su rostro hacia la luz de las luciérnagas. Su cabello se separó con el movimiento, permitiéndole ver que le faltaban los ojos; alguien los había arrancado de aquel rostro perfecto.

—¡Oh, Dios mío! —jadeó Mina mientras se acercaba. Cadenas doradas que parecían estar fusionadas con el suelo de roca lo sujetaban por las manos, los pies y el cuello.

Ella miró su espalda e hizo una mueca, lágrimas inundándole los ojos grises. Dos grandes alas con plumas negras chamuscadas yacían rotas e inmóviles sobre la musculosa espalda de aquel ángel caído.

—¿Me entiendes? —La voz de ella temblaba por la angustia.

—Sí. L-lamento que tú no pudieras —Su voz sonaba áspera y ronca.

—¿Por qué estás aquí y quién te hizo esto? —preguntó Mina. Sus dedos casi tocaron la cara del hombre, pero se detuvo en el último segundo. Era imposible no sentir compasión.

—Eso es... no es importante —Él frunció el ceño confundido—. ¿Por qué estás aquí? Se supone que no debes estar aquí.

La vocecita dentro de la cabeza de Mina le dijo que tenía razón.

Pidiéndole a la mitad de sus pequeños insectos que iluminaran toda la caverna, la pelicastaña comenzó a buscar una salida mas sus esfuerzos fueron en vano, ya que no había otra cosa que no fuera la abertura en forma de ojo que llevaba al río y al monstruo que la deseaba como almuerzo.

No, no puede ser.

Sus ojos se volvieron a posarse en el hombre que tenía delante de ella y respiró hondo para forzar aire en sus pulmones.

Elegí…

Atontada por su descubrimiento, tropezó con su espada y se dejó caer en el suelo frente a la pila de rocas donde él yacía.

—Estoy tan atrapada como tú. Escogí el camino equivocado y ahora mi sueño de encontrar la Llave del Infierno nunca se volverá realidad. ¿Pero que se supone que debo hacer? Solo soy una humana tonta que pensó que podría sobrevivir a las trampas de un Arcángel —Su voz se quebró y las lágrimas retornaron a sus ojos.

El caído olió la sal de sus lágrimas no derramadas y el recuerdo de su esposa llorando debido a un aborto, lo sacudió hasta el fondo de su alma. Sus olvidados sentimientos salieron a la superficie con toda su fuerza y juró a hacer todo lo posible para ayudar a la mujer que se había atrevido a hablar con él después de tantos milenios.

—Llave del Infierno... ¿Eres la nueva Elegida?

—Sí, lo soy.

El ser meditó su respuesta. La mujer podía ser una aliada o una enemiga dependiendo de lo que hubiera elegido hacer con la Llave. Así que para lograr que lo ayudara, tenía que apelar al lado de ella que lo compadecía.

—¿No puedes volver por donde viniste?

Mina se secó las lágrimas sin derramar y negó con la cabeza.

—No. Hay un monstruo deseando un pedazo de mí en la cueva de abajo. Uno que debería estar muerto... ¡Mi espada lo atravesó! Lo vi sangrar y caer al... —Hizo una pausa mientras sus mejillas lentamente se tornaban rojas—. Perdón por divagar así.

—No te disculpes. Extrañaba la voz de alguien además de la mía —Levantó el brazo de las rocas que le atravesaban la carne y trató de acercarse a ella, pero las cadenas de oro lo sujetaban, permitiendo muy poco movimiento.

La pelicastaña subió más alto y se sentó en una roca justo debajo de él para poder sostener sus manos. Su aura se sentía tan débil que ella no podía sentir el poder que ese ángel alguna vez tuvo. El corazón le dolía por lo rotos que parecían estar el alma y cuerpo de aquel ser.

—¿Hay algo que pueda hacer para ayudar a aliviar tu dolor?

Ella sabía que él era un ángel caído. Ella sabía que el ayudarlo de seguro terminaría mordiéndole el culo, pero no tenía el corazón para abandonar a alguien que claramente estaba sufriendo. No importaba qué era él, ella quería ayudarlo.

—¿Puedes dejar que la luz entre en este lugar? —preguntó él, apretando la mano de ella un poco—. Los rayos del sol me ayudarían a sanar.

Mina observó el alto techo de la cueva y se estremeció, sacudiendo la cabeza. Era demasiado alto para que ella pudiera tirar su espada.

—No, no puedo —Mirando el lugar más de cerca, recordó el origen divino de sus luciérnagas. Tal vez podrían ayudarlo, ya que los pequeños fueron creados por el Fuego de Dios—. Pero tengo algunas luciérnagas conmigo creadas por el Arcángel Uriel. Puedo dejar unas cuantas contigo si pueden ayudarte.

Su cabeza giró hacia ella de repente y una sonrisa, que llegó hasta sus cuencas vacías, le curvó los labios agrietados.

—Gracias, mi dama. A cambio de su amabilidad, le teletransportaré a la última y tercera prueba.

—¿Harías eso por mí?

Él asintió y ella sonrió cálidamente, pidiéndole a diez de sus veinticuatro "insectos de luz" que se quedaran con el ángel caído. Al principio, ella pensó que los pequeños no la obedecerían, pero suspiró aliviada cuando rodearon al hombre mientras el resto permanecía a su lado.

—Puedo sentirlos —susurró él con asombro—. ¿Cómo se llama, milady?

—Mina Larsa.

—Mi nombre es Samyaza y le agradezco todo, Lady Mina —confesó el caído antes de soltar la mano de la joven—. Por favor, dígame cuando esté lista para irse.

Mina bajó con cuidado de las piedras afiladas y recogió su katana. La espada se transformó de nuevo en un inofensivo brazalete cuando presionó el pequeño dragón grabado en la parte superior de la empuñadura. Con su piel hormigueando de ansiedad, se paró al pie de la pila de rocas y anunció a Samyaza que estaba lista.

El ángel caído se despidió de ella, murmuró una palabra en voz baja y la mujer desapareció de la caverna.

—Ahora a recuperar mi fuerza y escapar de este maldito agujero infernal —susurró antes de ordenar a una de las luciérnagas que se posara sobre sus labios secos. Una vez que el insecto lo hizo, se tragó al pequeño, sintiendo de inmediato cómo sus llamas divinas lo comenzaban a sanar y revitalizar.

Una menos, nueve más que tragar.

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