Ezio x Leonardo

—¡Venga, Ezio... arriba¡ —El italiano abrió los ojos pesadamente, y sonrió al verlo ahí, nuevamente, sus mechones dorados, brillando bajo los rayos del sol caían sobre sus hombros, enmarcado su rostro; la boina ligeramente inclinada hacia el frente, cubriendo a medias uno de sus ojos...

Esos ojos. En los que se había perdido al instante en que tuvo la dicha de ver por vez primera cuando María lo llevó a regañadientes al taller.

—Andiamo... no tenemos todo el día. —El rubio insistió, tomando las manos de Ezio, tirando de él para obligarlo a levantarse.

Pero a Ezio le costaba bastante hacerlo; la edad había pasado factura, y ya no era el chiquillo de diecisiete que corría de un lado a otro tras Leonardo para poder robar pequeños besos a escondidas durante las cálidas noches florentinas.

Leonardo frunció el ceño, pero animadamente tomó asiento a su lado y recargó la cabeza en el hombro de Auditore; este quedó maravillado por el suave aroma a lavanda impregnado en la piel del chico.

—Cierra los ojos...—Murmuró Leonardo con una sonrisa traviesa; presionando un beso contra los labios de Ezio; Auditore rezaba porque nadie hubiera visto aquello.

—Cuando cuente hasta tres, te levantaras y vendrás conmigo ¿vale?

El florentino asintió.

—Uno...

Auditore se sentía extrañamente en paz, olvidado incluso que no había llegado sólo a la plaza.

—Dos...

Recordó que no podía irse, Sofía y Flavia estaban a algunos metros no muy lejos de él.

—Tres.

Estaba de pie; podía escuchar a Sofía gritando, pero no era del todo consciente de lo que su esposa decía; por el contrario, su atención se centraba en Leonardo.

¿Cómo no iría tras él? En vida había sido su mayor adoración, y aunque no tuvo oportunidad de despedirse cuando Da Vinci se marchó a Francia, ahora lo tenía frente a él; no podía dejarlo marchar dos veces.

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