Duerme soñando...


No pudo pasar en mejor momento.

El estúpido y sensual profe de literatura se dio media vuelta para encarar a la muerte. De haber tenido cejas, el huesudo ser habría arqueado una en ese momento. Quizá por eso metió los dedos bajo la capucha y rascó su cráneo amarillento. Seguramente esperaba que huyera o dejarlo tieso del espanto.

—Precisamente hablábamos de ti —informó el profe con una cínica sonrisa—. Tengo algo para regalarte justo aquí.

—Si no son versos de Góngora, nada me des entonces...

—Es mucho mejor —le extendió las dos tarjetas rúnicas del efectivo infinito—. Toma. Una tuya y otra para Churrispi.

—Ha brillado en la más recóndita oscuridad de mi ser el resplandor del oro sin términos, y en mi gusto baila el anhelo de inefables deleites culinarios.

—Sí, hombre, por nada. Disfrútalo.

La muerte dio media vuelta y se perdió entre los viandantes del festival. Resultaba extraño que nadie se hubiera espantado aún... considerando las supersticiones de Soteria. Pero había algo todavía más raro. El profe de algún modo llevaba puesto el vestido azul a rayas blancas del café maid donde trabajaba, con todo y cofia en forma de orejas de gato; su cabello era largo, castaño y en ondas; además, unos coquetos tacones blancos completaban el juego.

El caballero se arrodilló y lo cogió por la mano.

—Oh, ___________ —exclamó—, luces realmente hermosa.

—¡Ay, caballero, me haces sonrojar!

En ese momento, el profe se incorporó en su cama a la velocidad de la luz. Distinguió la puerta de su alcoba y la del guardarropa entre las penumbras. Palpó su pecho con una mano y su mejilla con la otra. Sintió uno plano y duro; y el otro, rasposo. Al extremo contrario de la cama, la sábana subía y bajaba con un acompasado ronroneo como música de fondo.

—Martha —El profe movió con cuidado al bulto junto a él—, Martha, ¿eres tú?

—No —respondió ella mientras se hacía ovillo bajo la sábana—. Soy Campanita.

La alarma del móvil sonó de pronto. Él la había configurado con un tono muy Kawaii pero, aun así, la apagó de un manotazo. Se sentó en el borde de la cama, con la cabeza gacha, y enterró las uñas en el colchón.

—Todo fue un maldito sueño —se quejó—. Y yo que quería seguir en Soteria.

Bien, así acabó el viaje por Soteria. Sólo fue soñado por su protagonista.

Hubo una época, no hace muchos años, en la cual era frecuente concluir de este modo una historia enrevesada. O no tanto. También alguna otra más verosímil fue aniquilada igual. Dar un final onírico a un cuento o novela es un recurso, en mi opinión, de dudosa calidad. Lo que diré no debería considerarse una lección. Es mi sentir. Escribiré esta entrega con el hígado. Se acabó el profe buena onda. Ustedes soñaron con él. Ahora lo verán como es en realidad.

Los finales oníricos me causan la impresión de que el escritor no supo cómo terminar su historia y prefirió irse por el atajo más fácil. Irse por el atajo más fácil es, de nuevo según yo, el indicio más claro de falta de planeación. Desde luego, puedo equivocarme. A lo mejor no falta quien así lo planeó con toda intención y obtuvo un resultado aceptable. Hay un cuento —no recuerdo el autor— en el cual un hombre tenía una pesadilla recurrente acerca de otro sujeto que huía por un callejón oscuro hasta lograr meterse a una cabina telefónica; marcaba un número y al protagonista de la historia lo despertaba el teléfono de su alcoba. Esta historia cierra con un giro interesante. El protagonista se negó a tomar la llamada por varios días pero cambió de opinión una noche. No se sabe de qué hablaron. El chiste fue que ahora nuestro héroe debía hacer también una llamada. Si bien es cierto, ahora tenemos otro cariz. Sin embargo, deja sin respuesta una pregunta importante: ¿Por qué la llamada debía hacerse desde un teléfono público en un callejón oscuro? Es obvio cómo el sujeto de la pesadilla obtuvo el número del prota, se trata de una sucesión infinita de soñadores. En todo caso, no me suena verosímil la forma en la cual debía perpetuarse ese extraño ciclo. Tampoco entiendo cómo ese autor pasó la criba editorial.

Cuando leí por primera vez La guadaña, de Ray Bradbury, tuve la sensación de que el relato bien podía pasar por un sueño y, en cambio, el maestro Bradbdury nos entregó una conclusión de impactante verosimilitud. No la desvelaré aquí. Prefiero que cada uno la vea por sí mismo y, para evitarles ir a Google, puse el vínculo al final de mi perorata.

Puedo resumir esta breve entrada con una simple frase: si resulta que tu historia fue un sueño, no dudes que algún lector pensará que no se te ocurrió un mejor final.

Bien, esta ha sido el primer estertor de muerte para Así que quieres escribir. No se pierdan el próximo por su radiodif... bueno, no se lo pierdan. No me queda mucho conocimiento por impartirles pero aseguro que valdrá la pena leer las últimas palabras de este librajo. La diversión no dura para siempre. Tampoco los pesares, por suerte.

PD. Aquí está el vínculo prometido. Si no puedes copiarlo y pegarlo, arrástralo a la barra de direcciones de tu navegador.

http://mirandamolina.tumblr.com/post/20948172336/la-guada%C3%B1a-ray-bradbury

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