Capítulo 1 de Niña de mis pesadillas.
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No olvides dejar tu opinión en la caja de comentarios... y, antes de que se me olvide, la princesa Sofía de esta novela no es la misma de El sueño de los reyes. Esta es hija de Nayara y Derek.
MONSTRUOS
Leonard Alkef, líder del cuerpo de Maestres, subió casi corriendo los últimos peldaños de la escalera de hierro que lo llevó a la cima de las murallas de Soteria.
—Maestre —un joven militar de ojos rasgados le tendió la mano—, qué bien que vino. Suba por favor.
—¿Dónde están todos? —quiso saber Leo.
—Sígame. Están por acá, viendo el incendio.
Leonard fue tras el soldado. Creía que se llamaba Tsubasa Ozomi. La gente de Mutsube acostumbraba decir primero su apellido y luego su nombre y el Maestre Líder en ocasiones olvidaba si Ozomi era lo uno o lo otro. Se veían muy poco. Pero, hacía seis meses empezaron a tratarse con bastante más frecuencia de la requerida en tiempos pacíficos.
—Casi hemos llegado —informó Tsubasa; Leonard recordó que así se llamaba el muchacho.
Recorrieron el tramo restante hasta la estación de la puerta Oeste III, por detrás de los nidos de artillería instalados casi al borde de la muralla.
—Espera —dijo Leonard mientras se quitaba la gabardina de cuero del uniforme—, ya no estoy para esto —se echó la prenda al hombro en lo que recobraba el aliento.
—Los Maestres Gütermann y Heker están en el puesto —respondió Tsubasa haciendo un gesto amplio con la mano hacia el cuarto de piedra a sus espaldas. Entraron juntos.
Aron Heker, segundo al mando del Cuerpo de Maestres, se volvió a mirarlos. El aire grave que adquirió se veía atemperado por su sonrisa que, literalmente, casi llegaba de oreja a oreja. La cicatriz en su mejilla izquierda partía desde la comisura de los labios y parecía extenderlos hasta la patilla del mismo lado. Un recuerdo de la guerra contra Elpis.
—Deberías ver esto —dijo al tiempo que le entregaba sus prismáticos a Leonard.
—Más vale que no sea otra fogata de carboneros —respondió él al tomarlos.
—Créeme que no te hubiéramos llamado por eso.
—Ya lo hicieron una vez, ¿por qué no hacerlo de nuevo?
Leonard enfocó las lentes hacia el bosque de abedules que se extendía paralelo a la costa de la isla, y no tardó en advertir que Bastian y Aron lo llamaron con mucha razón. Una columna de humo negro, denso, serpenteaba hacia el cielo como si un aerodino se hubiera estrellado. No era una fogata de carboneros, ni un incendio forestal. Caían rayos, a pesar de que era mediodía y las nubes se fueron con la lluvia de la madrugada.
—¡Eso tiene que ser un monstruo! —soltó Leonard con rabia— ¿Por qué no han dado la alarma?
—No queríamos atacarlo sin ti —replicó Bastian—. Este se ve que es bastante grande.
—¿Y cómo sabes su tamaño?
Pero, la respuesta se materializó al instante en el bosque, con altura suficiente para verla desde las murallas.
Aron ordenó disparar los cañones contra el monstruo.
Leonard se sorprendió por lo grande que era la bestia. A decir verdad, nunca había aparecido una semejante. Los disparos retumbaban en sincronía con los pasos del gigante; pero éste continuaba su marcha, tirando los árboles en su camino. El Maestre Alef notó que en las calles, a setenta y cinco metros bajo sus pies, la gente se agolpaba con la mirada vuelta hacia lo alto del muro de la ciudad, sobre todo en avenida Blacksmith y paseo Wall. El estruendo del combate reunió curiosos que empezaban a subir a las azoteas de las casas y locales más altos.
Enseguida, Leonard, Bastian y Aron desenvainaron sus espadas sagradas y saltaron al exterior del muro. Corrieron al encuentro del monstruo, y el suelo temblaba con cada paso de éste. Conforme acortaban distancia, los tres valientes cayeron en cuenta de que pelearían contra un titán.
El coloso bien podía medir cien metros de alto, o eso estimó Leonard. Estaba desnudo. Su cuerpo era puro músculo, sin vello, tetillas o genitales y lo coronaba una cabeza despeinada ridículamente pequeña en comparación con su ancho torso.
—¡Que no llegue a la ciudad! —dijo el Maestre Alkef con voz de mando.
Los tres corrieron hacia el titán entre las ruinas de lo que hubiera sido el distrito de Nueva Olswedish. Las pocas viviendas en obra negra todavía de pie cayeron tras una sacudida más violenta del suelo. La ciudad capital de Soteria se sobrepobló en apenas tres décadas gracias a las contribuciones que los arrianos hicieron a Eruwa en medicina y tecnología. Pero, la edificación del nuevo barrio quedó detenida desde hacía seis meses, tras la aparición el primer monstruo.
Cuando faltaba poco para chocar con el titán, Leonard notó que los cañonazos disparados desde el muro rebotaban la piel de aquel coloso, como perdigones lanzados con los dedos contra un globo.
—Leo —dijo, Semesh, su espada sagrada con una voz que solo él oyó—, usa el conjuro Sertra.
Enseguida, él empuñó el arma a dos manos, apuntó a la cabeza del gigante y recitó el encantamiento a voz en cuello: ¡Sertra! Una gran esfera de energía, parecida a un pequeño sol, salió disparada hacia los ojos de su víctima, que tambaleó llevándose las manos al rostro, como si tratara de parar el ardor. Luego, Bastian sopló y, en un instante, una niebla densa cubrió al titán hasta congelarlo, pero eso no fue suficiente. Bastó un segundo para que la coraza de hielo que lo frenaba se rompiera con un tintineo incongruente de cristales rotos.
El coloso echó a correr.
Aron intentó detenerlo trazando una línea con el pie en el suelo, la cual ardió como si estuviera hecha de magnesio mezclado con fulminante y empapada en carbosina. Sin embargo, el fuego no asustó al monstruo; pasó de largo y apagó las llamas con la tierra lanzada por sus pasos. Bastian y Leonard probaron suerte. Gracias a los vínculos que tenían con sus armas sagradas, los dos recibieron la misma sugerencia de ellas. El primero clavó la punta de la suya en el suelo para congelarlo a la voz de "¡Uzi no Bakan!"; el otro se coló entre los pies del gigante y lanzó de nuevo el conjuro Sertra contra él. ¡Funcionó! El coloso había resbalado y se fue de bruces ni bien la bola de energía le dio en la espalda.
—Remátenlo —oyó Leonard que decía Semesh, su arma—. Sus ojos son la única parte sensible.
Al parecer, los tres recibieron la misma idea, pues hasta Aron Heker iba a por la cara del titán. Pero, éste fue más rápido y los apartó de un golpe con el dorso de la mano antes de levantarse.
El manotazo que recibieron los guerreros fue bastante doloroso. Gracias a Olam que las espadas sagradas proporcionaban una gran resistencia a las heridas; de otra manera, esa pelea hubiera terminado mal para ellos. Aron fue el primero en volver a la carga, ya que sólo rodó varios metros. Se puso en pie, y se tambaleó un poco antes de lanzar otro ataque. "¡Este sujeto ya me hartó!", dijo mientras apretaba los puños. Luego, se hincó en una rodilla y adelantó las manos formando con ellas un cuenco por encima de su cabeza. Casi al instante, el titán y ardió en llamas verdes que olían como a huesos quemados.
Leonard metió la nariz a su camisa para escudarla del hedor. Pero, antes de que pensara en algo más, el gigante reemprendió su marcha devastadora. Dejaba detrás de sí montones de piel que tenían el aspecto del hule derretido.
—¿Están bien? —preguntó Bastian desde un árbol donde había caído.
—El titán va hacia el muro —informó Aron, que acababa de evitar ser pisado.
A Leonard le costó levantarse después de salir disparado contra una pared y casi derribarla. Ahora sentía un dolor punzante cada vez que respiraba. "Ojalá no me haya roto las costillas", pensó mientras se echaba a correr apretándose el costado izquierdo con la mano derecha.
Los tres Maestres apenas lograron alcanzar al titán. Dejó más piel derretida en su camino, y ésta encendió los árboles y la hierba donde cayó. El monstruo atacaba a las tropas del muro para cuando ellos llegaron ahí; las barrió de un manotazo y, de haberle quedado labios, sonreiría como si los soldados y cañones que se defendían de él fueran juguetes. Si el olor que manaba de sus quemaduras era nauseabundo, la visión de su cuerpo despellejado era peor. De algún modo recordaba a las láminas del sistema muscular que había en los colegios de esa época.
Bastian sopló su aliento gélido para apagarlo, y lo consiguió. Pero el olor empeoró gracias al humo que despedía la carne chamuscada. Quién sabe si al monstruo le dolía todo lo que le hicieron. Al parecer no. Aunque lanzó un rugido agudo y estridente que a Leonard le recordó al Godzilla de la Tierra (o Mundo Adánico, que era como la conocían en Soteria). Sin embargo, los Maestres pronto descubrieron que no gritaba porque sufriera, sino porque iba a tomar impulso. Bastó una sola embestida para que una sección entera del muro cayera.
—¡Maldición! —rabió el Maestre Alkef— ¡Quiere meterse a la ciudad!
Sólo quedaba una manera de evitarlo, aunque no fuera su preferida.
Leonard murmuró las palabras de un conjuro: "¡A toda velocidad!", y al instante las aves que huían de la ciudad quedaron quietas en pleno vuelo, como adheridas al cielo; las copas de los cipreses y abedules del bosque permanecieron en la misma posición en que las dejó el viento mientras las sacudía; incluso, el mortero y los bloques de granito, los cañones, fusiles y desafortunados que saltaron por los aires, quedaron suspendidos en el vacío. Fue como si el mundo se hubiera detenido en seco. Aunque, en realidad, esa parálisis universal se debía al poder de las espadas sagradas, las cuales permitían a sus dueños moverse tan rápido que el tiempo no podía alcanzarlos.
Los otros Maestres llegaron junto a Leonard. Ellos también habían recurrido al mismo encantamiento.
—Bastian —dijo Leonard—, asegúrate de apagarlo cuando te de la señal. No quiero que vaya a provocar incendios. Aron y yo subiremos a su cabeza para terminar con él.
El distrito de Nueva Olswedish quedó más arruinado de lo que ya estaba. Las últimas viviendas a medio construir que seguían en pie hasta esa mañana, terminaron reducidas a polvo en medio de hoyos enormes con forma de pisada.
—Este desastre pondrá a Sofía de muy buen humor, ¿no crees? —soltó Aron Heker.
—Ya lo sé —respondió Leonard— Si es insoportable siendo gobernante interina, no imagino cómo será cuando reine.
—Cierto. Aunque no lo decía por eso. Recuerda el Código de Honor...
—Sí, hay que sacrificar nuestro bienestar por los reyes y eso. Pero, Olam santo, con ese temperamento a veces dan ganas de poner de pretexto que no es la reina.
—Todavía —intervino Bastian—. No olviden que a Nayara le queda poco de vida y Derek piensa abdicar después del funeral.
Desde hacía ocho meses, la princesa Sofía Lynnete se encargaba de gobernar Soteria y sus numerosos territorios, que abarcaban prácticamente todo Eruwa. Era un alma generosa... hasta que apareció el primer monstruo. Después de eso, el mundo conoció su irritabilidad.
Los tres Maestres llegaron a las murallas de la ciudad y escalaron la pantorrilla del titán. Por suerte, el muy torpe se fue de bruces cuando las tiró y su inclinación les facilitó caminar por su espalda. En cuanto descendieron por el hombro, se plantaron frente a él y lo contemplaron algunos instantes. Luego, se miraron entre sí. Parecían estar seguros de qué iba a suceder cuando anularan el conjuro acelerador del movimiento, pero ninguno se atrevía a decirlo. Habían perdido invaluables minutos escalando y el efecto del conjuro iba a terminar antes de que pudieran alejar a los curiosos que intentaron huir, los cuales quedaron petrificados cuando se detuvo el mundo. De hecho, los tres guerreros se apresuraron a cargar a cuantas personas podían para llevárselas a varias cuadras de ahí. No disponían de mucho tiempo, así que optaron por moverlos hasta la calle Gardner, frente a la Plaza Mayor de la ciudad, pues quedaba lo bastante lejos del muro como para salvarlos y tan cerca que la ida y la vuelta podían completarse rápido.
—Aron, tú eres bueno para hallar conjuros —dijo Leonard mientras llevaba bajo ambos brazos a dos niños de diferentes edades pero iguales camisas de lino y pantalones de percal marrón—. ¿Sabes alguno para desintegrar al titán?
—Ojalá —respondió éste al tiempo que se echaba al hombro a una anciana que tenía la cabeza cubierta con una pañoleta negra—.Porque solo conozco uno, y serviría si estuviera hecho de metal y no fuera así de enorme.
—Entonces, nuestra mejor opción es darle a los ojos.
—Eso me temo. Y habrá que hacerlo antes de que se acabe el efecto del conjuro.
—Primero hay que apagarlo —dijo Bastian—. No vaya a causar más incendios al caer.
Con tantas personas que Leonard y Aron movieron a la Plaza Mayor de Soteria, el lugar parecía una de esas miniaturas que se vendían a los viajantes en el distrito comercial. Pero, a diferencia de esos adornos, las figurillas de peltre que los Maestres intentaban salvar eran gente de verdad. Ni bien colocaron a sus últimos rescatados en la acera de la calle Gardner, todos los demás viraron la cabeza de pronto y la expresión de sus caras cambió al instante de la curiosidad al desconcierto.
—Qué mala suerte —dijo Aron—. El conjuro ya va a expirar.
Leonard y sus compañeros regresaron corriendo hasta el paseo Wall, que era donde el gigante caería en cuestión de minutos. Apenas llegaron, Bastian sopló su aliento gélido para extinguir al monstruo. En un instante, las llamas que aún quedaban en él desaparecieron y las reemplazó una humareda. Pasó tan rápido que fue como si alguien sólo hubiese intercambiado dos diapositivas en el proyector de la realidad.
—Nos queda tiempo —dijo Bastian después de sacar su reloj de bolsillo y darle una ojeada—. Creo que podemos hacer otro rescate.
—Yo voy a empezar de una vez —anunció Aron y fue hasta un puesto de comida. Luego dejó un billete en la alcancía del propietario. Después cogió una pierna de faisán ahumada, metió deprisa a otros dos clientes junto con el dueño y tres embarazadas para después empujar todo junto tan lejos como pudo.
Leonard se volvió a mirar calle abajo. El tiempo no iba a alcanzarles para quitar a todos los viandantes, ni a quienes dejaron sus locales para asomarse a ver al monstruo. Tal vez unos quince o veinte años antes hubiera sido más fácil. Soteria no estaba tan poblada. Pero, ahora que la esperanza de vida era más alta para los adultos y fallecían menos niños, todo Eruwa comenzaba a llenarse de personas como nunca se había visto.
De pronto, el titán pareció moverse un poco, de una manera tan sutil que apenas se notaba que había continuado su caída un par de metros para volver a quedar suspendido en el aire.
—Bastian —dijo Leonard—, será mejor que terminemos de una vez con esto.
Sin embargo, no solo el gigante había recobrado el movimiento unos instantes. El Maestre Alkef notó una cara familiar a algunos de metros de donde él estaba.
—¿A dónde vas? —quiso saber Bastian cuando lo vio correr en dirección a la Plaza Mayor.
—Míriam salió a ver —contestó Leonard mientras se alejaba—. Tengo que ponerla a salvo.
Tres cuadras más allá, una mujer esbelta, de cabello entrecano que llevaba puesto un delantal y una blusa de manga larga, tenía la mirada fija en algún punto cercano a las murallas. Estaba plantada a la puerta de un restaurante de filetes y había dejado caer un pequeño bloque de notas, el cual flotaba a medio camino de sus manos al suelo. Era Míriam, la esposa de Leonard Alkef.
El estrépito de un edificio demolido rompió el silencio que la parálisis del mundo trajo. Según parecía, un enorme bloque de granito aplastó una tienda de forrajes. El conjuro estaba por expirar.
Bastian y Aron, igual que los otros Maestres, sabían que todos los monstruos compartían el mismo punto débil: los ojos. Entonces, ambos lanzaron sus mejores conjuros hacia la cara del titán y de inmediato se alejaron por la avenida Blacksmith. El tiempo se agotaba. Hasta ese día, todos en el Cuerpo ignoraban por qué sólo podían liquidarlos así. Pero, desde el primer ataque, tuvieron la sensación de que Helyel había conseguido vulnerar otra vez las barreras que protegían al universo de Eruwa.
Leonard estaba a punto de tomar a Míriam por la cintura, cuando notó que los hoyuelos de sus mejillas se habían acentuado al abrírsele la boca de repente.
Justo cuando él se dio media vuelta para ver que provocó esa expresión en el rostro de su esposa, el titán reanudó su caída a las calles de Soteria, y levantó una densa nube de polvo, adoquines sueltos del pavimento, y escombros al destruir las casas más cercanas al muro. Su enorme torso y brazos abiertos aplastaron los edificios a varias cuadras a la redonda, y a muchos desafortunados. En poco más de un segundo, salieron los clientes de la farmacia de la otra acera y los de la tintorería junto al restaurante y los de la tienda de ultramarinos del señor Kuch y hasta los de la taberna de la esquina, que aun con semejante espectáculo no se desprendieron de sus pintas de cerveza.
—¡Dios santo! —Miriam se llevó las manos a la cara— ¡La princesa Sofía se enfadará muchísimo!
—Ni lo menciones —resopló Leonard.
El titán ya no se levantó. De sus cuencas escurría un líquido ambarino, hirviente, que inundó el distrito comercial con su hedor.
Desde que inició el ataque del gigante, Leonard tuvo la impresión de que éste había sido solo un peón, una mínima parte de una jugada mucho mayor. Quizá su único propósito era derribar la muralla, o cuando menos abrirle un buen hueco. En fin, ya contaría su sospecha a los demás en cuanto tuviera oportunidad.
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