Capitulo 5
7 de Marzo de 1459
Bagdad, Imperio de Ultramar
Lanius observaba el sol naciente que se alzaba lentamente sobre el horizonte. Entre los campos de cultivo abandonados, las dunas de arena y las dispersas palmeras, las imponentes torres de asedio estaban listas. Los onagros y escorpiones de guerra habían sido reparados, y el ariete, reforzado con una nueva capa protectora de escudos y heno, esperaba para cumplir su propósito. Dentro de poco, sería empujado hacia las puertas de la ciudad, y su cabeza de carnero derrumbaría las defensas con la fuerza de la desesperación imperial.
A su lado, Tertius observaba en silencio, con los oficiales de ambos formando un círculo detrás de ellos. Desde su posición, las murallas enemigas eran poco más que sombras en la distancia, pero Lanius no dudaba que los defensores estaban allí, vigilantes y preparados. Tertius tosió levemente, golpeándose el pecho en un intento de calmar su incomodidad.
Lanius lo miró con severidad, sus ojos fríos e inquisitivos asomando bajo la máscara metálica.
—Estoy bien, solo es el polvo del desierto —aseguró Tertius con un tono forzado.
—Claro que sí —murmuró Lanius, volviendo su atención al frente.
Delante de ellos, los sacerdotes de Emroy, dios de la guerra, el caos y el asesinato, realizaban un oscuro ritual para ganar su favor antes del asalto. Ataviados con túnicas negras, los sacerdotes habían sacrificado un toro capturado en algún pueblo cercano. La sangre del animal se derramaba alrededor de su cuerpo inerte, formando patrones que sólo ellos entendían. Uno de los sacerdotes hurgaba en los intestinos de la bestia, buscando augurios en sus entrañas, mientras las sacerdotisas entonaban letanías bajas y ominosas que resonaban como un eco de muerte en el aire cargado.
Tertius tosió nuevamente, más fuerte esta vez, atrayendo otra mirada de reproche de Lanius. Avergonzado, el oficial bajó la cabeza.
De pronto, el sacerdote que revisaba los intestinos se irguió, sus brazos cubiertos de sangre hasta los codos, y anunció con voz firme:
—¡Emroy nos promete una gran victoria!
Lanius, sin apartar la vista de él, preguntó con frialdad:
—¿Cuándo?
El sacerdote abrió la boca para responder, pero antes de que pudiera emitir palabra, un trueno rompió el cielo, y un relámpago descendió de las nubes. El rayo impactó de lleno en el sacerdote, reduciéndolo a un amasijo chamuscado de carne y túnicas.
Los legionarios retrocedieron instintivamente, alzando sus escudos mientras los caballos relinchaban y se alzaban en pánico. Lanius entrecerró los ojos, protegiéndose del cegador destello con su antebrazo. Un agudo zumbido llenó sus oídos mientras el olor a ozono y carne quemada se extendía por el aire.
Cuando el resplandor se desvaneció, el cuerpo del sacerdote yacía humeante en el suelo. Lanius observó a Tertius, cuyo rostro reflejaba un miedo que no podía ocultar. Incluso los sacerdotes, que deberían ser los más acostumbrados a los caprichos de Emroy, se mostraban aterrados.
Lanius espoleó su caballo y avanzó lentamente hacia el cadáver.
—Recojan al sacerdote —ordenó con calma—. Al parecer, Emroy ha decidido tomar su vida en lugar de la del toro.
Los sacerdotes asintieron en silencio y, con evidente cautela, se acercaron al cuerpo inerte. Lanius los dejó atrás, avanzando hacia sus hombres. Las filas de legionarios bajo su mando lucían listas y frescas, mientras que las de Tertius, desgastadas por días de combate, estaban cansadas y desmoralizadas.
Deteniéndose en un punto donde pudiera ser visto por todos, Lanius alzó la voz, consciente de que no todos los 40,000 hombres podrían escucharlo, pero decidido a transmitir su mensaje.
—Hombres de Sadera, hoy asaltaremos esta ciudad. No pongáis vuestra fe en los presagios de los dioses, pues son caprichosos y actúan según su propia voluntad.
Un murmullo recorrió las filas, pero Lanius no permitió que el ruido lo interrumpiera.
—Nuestros ancestros fundaron Sadera, nuestros abuelos la defendieron, y nuestros padres la expandieron. No hubo ciudad ni reino que pudiera dictar dónde debíamos detenernos.
Espoleó su caballo, haciendo que trotase en círculos para que todos pudieran verlo. Su figura imponente destacaba incluso entre las columnas de soldados.
—Ahora esta ciudad nos desafía, pero eso acaba hoy. El enemigo está cansado y debilitado. Han luchado valiente, pero inútilmente. Es el momento de terminar con este juego. Haced honor a Sadera, hijos del Imperio, y vuestros nombres vivirán eternamente en los anales de nuestra historia.
Un rugido de aprobación resonó entre los legionarios.
—¡Salve nostro imperatori! —gritaron al unísono, golpeando sus espadas contra los escudos en un estruendo ensordecedor.
El eco de su grito llenó el aire, mezclándose con el rugido del viento, los oficiales gritaron ordenes y las Cohortes imperiales empezaron a moverse hacia las murallas.
Lanius observaba desde su posición elevada cómo sus cohortes avanzaban con paso decidido. Los trolls, descomunales y bramando con esfuerzo, empujaban las torres de asedio y el ariete, mientras los artilleros cargaban los onagros y los escorpiones. Sobre ellos, los pocos jinetes de wyvern que quedaban tras la devastadora epidemia que había asolado el campamento alzaron el vuelo, sus siluetas recortándose contra el cielo gris.
Los legionarios, con sus escudos levantados y sus espadas firmemente empuñadas, se aproximaban lentamente a las murallas enemigas. Apenas cruzaron el umbral del rango de tiro, el aire se llenó de un zumbido ensordecedor: una lluvia de proyectiles disparados por las ballestas enemigas descendió sobre ellos. Lanius apretó los dientes al ver cómo los virotes, con fuerza imparable, atravesaban madera y hierro como si fueran papel, destrozando los escudos de sus hombres y derribando a muchos antes de que pudieran dar un paso más.
El suelo pronto se cubrió con una espantosa alfombra de cuerpos. Humanos, orcos, kobolds, ogros y otros auxiliares caían uno tras otro bajo el implacable asedio de los proyectiles. Pero las filas permanecieron firmes, avanzando con la misma determinación que sus predecesores, que habían fundado el glorioso Imperio.
Los onagros comenzaron a disparar, y el cielo se llenó de las sombras de enormes piedras que volaban hacia las murallas enemigas. Cada impacto resonaba como un trueno, haciendo temblar las defensas. Los ingenieros trabajaban sin descanso, ajustando las tensas cuerdas de las máquinas para que estuvieran listas para el siguiente disparo.
A medida que los legionarios avanzaban, el fuego enemigo se intensificó. Las flechas de los arqueros se unieron a los virotes, formando una tormenta mortal que caía sin piedad sobre ellos. Aunque algunos proyectiles eran desviados o detenidos, otros encontraban su blanco. Los gritos de los heridos se mezclaban con el rugido de la batalla, pero las filas permanecían inquebrantables.
Finalmente, las primeras cohortes alcanzaron las murallas. Levantaron las escaleras de asalto y las apoyaron contra los muros ennegrecidos por el tiempo. Los legionarios comenzaron a subir, escudo en alto, desafiando la muerte que los esperaba en la cima. Desde arriba, los defensores vertieron calderos de agua hirviendo. Los gritos de agonía de los hombres alcanzados por el líquido abrasador resonaron como un eco macabro, pero los demás continuaron subiendo, impulsados por un coraje que rayaba en la locura o el fanatismo.
A poca distancia, una de las torres de asalto llegó a su posición frente a las murallas. Los defensores intensificaron sus esfuerzos, disparando flechas incendiarias en un desesperado intento por prenderle fuego. Sin embargo, la estructura, recubierta con gruesas capas de cuero empapado en agua, resistía.
Lanius observaba la escena con una mezcla de orgullo y amarga resignación. Sabía que la muerte era el precio inevitable de la conquista, pero también sabía que aquellos sacrificios eran necesarios para asegurar la victoria.
Dentro de la torre de asalto, los legionarios esperaban en un tenso silencio. El calor del combate, el olor a sudor y sangre, y los crujidos de la madera bajo sus pies mantenían los nervios a flor de piel. Cuando la rampa finalmente se desplegó con un chirrido metálico, golpeando las almenas con un estruendo seco, se reveló el camino hacia el enemigo. Frente a ellos, una sólida pared de escudos y lanzas aguardaba, implacable y mortal.
Con un grito de guerra, los legionarios avanzaron, sus sandalias resonando contra las planchas de metal del puente. Sin embargo, la lluvia de proyectiles no cesaba. Flechas y virotes atravesaban el aire, arrancando gritos de dolor y horror a quienes caían con el cuello o el rostro perforado. Algunos se desplomaban directamente al vacío, sus cuerpos destrozándose al impactar contra el suelo.
Los pocos que lograron cruzar se enfrentaron a una resistencia feroz. Los defensores, armados con lanzas y escudos, luchaban con la fuerza de hombres que sabían que no había escapatoria. Las lanzas se alzaban y descendían con precisión letal, hiriendo en pantorrillas y muslos, haciendo que los legionarios cayeran de rodillas, vulnerables al golpe final. Sin embargo, incluso en desventaja, los atacantes lograron empujar a los defensores unos pasos hacia atrás, rompiendo ligeramente sus filas.
Un centurión, decidido a aprovechar el momento, alzó su espada y lideró una carga a través del puente. Pero su avance se detuvo abruptamente cuando un jarrón voló desde las murallas y se estrelló contra el suelo cercano. Al bloquear otro con su escudo, un líquido viscoso y de un olor acre lo salpicó. Su rostro se tensó en una mueca de horror.
—¡Alquitrán! ¡Retrocedan, maldita sea! —gritó, pero sus palabras fueron ahogadas por el rugido de las llamas cuando una flecha encendida cayó en el interior de la torre.
El alquitrán prendió al instante, envolviendo a los hombres en un infierno ardiente. Los gritos de agonía resonaron en el interior mientras los legionarios, desesperados, se revolcaban en un intento inútil por apagar el fuego. El humo negro y espeso se elevó hacia el cielo, una visión que hizo que incluso Lanius, desde su posición, apretara los dientes en frustración.
—Ingenio bárbaro... —murmuró entre dientes, mientras sus ojos se desviaban hacia las otras torres de asedio y el ariete que avanzaban inexorables.
Los trolls que empujaban el ariete parecían monstruosos puercoespines, sus cuerpos erizados de flechas y virotes. Lanius vio cómo una de las bestias gruñía y caía, abatida por el peso de sus heridas, solo para ser reemplazada por otra que tomaba su lugar sin vacilar. El ariete, con su cabeza de cabra reforzada, seguía su marcha hacia las puertas.
Por encima de las murallas, un jinete de wyvern descendió en picada, su montura dejando un reguero de muerte a su paso. La bestia lanzaba zarpazos y mordidas mientras el jinete atacaba con precisión letal desde su silla. Por un momento, los defensores cayeron en el caos, sus filas desordenándose. Pero entonces, una flecha afilada alcanzó al jinete en el cuello. El wyvern, al darse cuenta de que su amo estaba herido, soltó un bramido desgarrador y alzó el vuelo, intentando ponerlo a salvo.
El caos dejado por el ataque fue suficiente. Los legionarios aprovecharon la brecha en las filas enemigas y saltaron a las murallas, donde el espacio apenas permitía a cinco hombres luchar hombro a hombro. A pesar de estar superados en número, los legionarios lucharon con una ferocidad brutal, empujando y cortando a través de las filas enemigas.
Mientras tanto, el ariete llegó a las puertas de la ciudad. Los orcos que lo manejaban se pusieron a trabajar con disciplina marcial, tomando las cuerdas y balanceando el ariete hacia atrás antes de dejarlo caer con un estruendo sordo. La cabeza de cabra impactó contra las puertas con fuerza atronadora, arrancando astillas y haciendo temblar las vigas.
Lanius observaba todo desde su posición elevada, el rugido de la batalla llenando el aire. A lo lejos, el humo negro de la torre incendiada se mezclaba con el polvo levantado por las tropas en movimiento. La ciudad estaba resistiendo con una ferocidad digna de admiración, pero también de desprecio. Giró su caballo con decisión, levantando su mano en un gesto practicado y preciso. Era el momento.
Con un bramido ensordecedor, diez mil legionarios comenzaron a avanzar, sus pasos formando un retumbar uniforme que resonaba como un trueno en el campo de batalla. Sus estandartes ondeaban al viento, y las formaciones avanzaban con la precisión de un reloj, listos para reforzar a sus camaradas.
Mientras tanto, la tercera y última torre de asalto alcanzó las murallas. Su rampa cayó con un impacto seco sobre las almenas, creando un nuevo camino hacia la ciudad. Los legionarios emergieron de su interior, gritando órdenes y clamando por la victoria, pero en las alturas los esperaba una nueva oleada de defensores. Espadas y lanzas se encontraron en una lluvia de acero y sangre, y los cuerpos de ambos bandos comenzaron a acumularse. Algunos caían muertos sobre las murallas, otros al vacío, sus gritos desapareciendo en el fragor de la batalla.
Los defensores peleaban con la determinación de hombres que no tenían más opciones que resistir, pero los legionarios avanzaban, impulsados por una disciplina férrea y la presión de sus compañeros que seguían llegando desde la torre.
Finalmente, con un crujido que resonó como un trueno, las puertas principales de la ciudad cedieron. Los orcos empujaron el ariete a un lado y avanzaron junto a una marea de legionarios. Sin embargo, el júbilo inicial se desvaneció al instante. Una lluvia de virotes y flechas los recibió desde posiciones fortificadas más allá de las puertas. Los proyectiles atravesaban armaduras y escudos, dejando a muchos legionarios y orcos muertos antes de que pudieran dar un paso más.
Aquellos que lograron avanzar encontraron su camino bloqueado por una segunda muralla interior, mucho más pequeña pero estratégicamente letal. El cuello de botella se llenó rápidamente de legionarios y orcos, aplastados entre sí, mientras los defensores desde arriba lanzaban virotes, piedras y agua hirviendo. En la entrada, hombres acorazados con espadas, mazas y martillos de guerra se lanzaron contra los invasores, aprovechando la falta de espacio para desatar una matanza metódica.
A pesar de las bajas, la presión de los legionarios sobre las murallas exteriores comenzaba a inclinar la balanza. Los hombres que ya habían puesto pie en las almenas luchaban ferozmente, obligando a los defensores a retroceder. Cuando la tercera torre de asalto logró posicionarse, los legionarios utilizaron su ventaja numérica para empujar a los defensores hacia las torres de vigilancia. Por un momento, los defensores se quebraron, y algunos incluso comenzaron a huir.
El avance fue breve. Los veteranos enemigos se apresuraron a cerrar la brecha, lanzándose contra los legionarios con una ferocidad que solo los hombres endurecidos por años de guerra podían exhibir. La lucha se tornó aún más sangrienta, pero ahora la marea estaba cambiando.
Desde el cielo, un jinete de wyvern descendió como un relámpago, su bestia atrapando a dos ballesteros con sus garras. Los alzó hacia el cielo, ignorando sus gritos, antes de soltarlos desde una altura mortal. Inspirados por esta hazaña, otros jinetes de wyverns se unieron al ataque, lanzándose contra las líneas enemigas. Las bestias causaron un caos devastador entre los defensores, despedazando hombres con garras y colmillos.
Sin embargo, los defensores no se quedaron de brazos cruzados. Los arqueros y ballesteros enemigos dirigieron su fuego hacia las criaturas aladas. Algunas flechas rebotaron inútilmente contra las duras escamas de los wyverns, pero otras encontraron su objetivo. Jinetes cayeron muertos, desplomándose sobre las murallas o entre las filas enemigas. Un disparo certero alcanzó el ojo de una de las bestias, que se desplomó con un rugido desgarrador.
En medio de la carnicería, la moral de los Legionarios se mantenía inquebrantable. En las murallas, las tropas que habían emergido de la tercera torre lograron capturar una de las torres de vigilancia. Con un grito triunfal, un legionario arrojó el estandarte de Ultramar al suelo, su tela blanca y roja cayendo como un símbolo de rendición. En su lugar, levantaron el estandarte del dragón saderano.
Un rugido de victoria estalló entre las filas de los legionarios. El acto simbólico encendió el fervor en sus corazones, y avanzaron con renovado ímpetu, ignorando las heridas, la sangre y la muerte que los rodeaba. Lanius observaba desde la distancia, una sonrisa fría en su rostro.
7 de Marzo de 1459
Bagdad, Imperio de Ultramar
—¡Capitán! ¡Han tomado una de las torres! —gritó un soldado, jadeando tras subir las escaleras.
—¡Déjamelo a mí! —respondió Thibaut sin dudar—. ¡Armel, conmigo! —rugió, su voz cortando el caos como un látigo.
El gigantesco miliciano no dijo palabra. Simplemente asintió, su martillo de guerra, aún goteando sangre fresca, colgaba en sus manos como si fuera parte de su propio cuerpo. Cuatro hombres más se unieron a la orden, y juntos corrieron hacia el corazón del combate.
El panorama era desolador. Aunque habían logrado incendiar una de las torres de asalto saderanas, las otras dos habían cumplido su objetivo. Para colmo, la puerta principal de la ciudad había cedido bajo los embates del ariete enemigo. A pesar de todo, Thibaut mantenía su semblante endurecido. No era el momento para lamentos.
A toda prisa, cruzaron una de las torres que aún estaba en manos de los defensores. Dentro, los hombres trabajaban con desesperación. Las ballestas y arbalestas disparaban con precisión mortal desde las aberturas en las paredes, cada virote dirigido hacia las filas enemigas que llenaban la entrada de la ciudad. En una esquina, una caldera con agua hirviendo humeaba intensamente. Los hombres la preparaban para lanzar su contenido ardiente sobre los invasores.
Thibaut no se detuvo. Abrió una puerta que daba acceso a la muralla oriental, ahora ocupada por los saderanos. La escena era un caos sangriento. Los defensores y los soldados extranjeros se enfrentaban cuerpo a cuerpo en una batalla encarnizada. Apretando los dientes, Thibaut maldijo la superioridad de las armaduras segmentadas enemigas. Cuánto hubiera dado por equipar a sus hombres con algo similar. Pero no había tiempo para envidias.
Se giró hacia Armel y, señalando a los saderanos, bramó:
—¡Rompe su maldita formación!
El gigantesco miliciano no necesitó más instrucciones. Con un gruñido gutural, apartó a los aliados que estaban en su camino y cargó contra los invasores. El primer legionario no tuvo tiempo de reaccionar antes de que el martillo de guerra se estrellara contra su cabeza, aplastándola como una fruta madura. Con un movimiento fluido, Armel giró el arma y usó el extremo puntiagudo para atravesar el casco de otro enemigo. Un tercer legionario fue arrojado desde la muralla con un simple empujón de la enorme mano de Armel.
La brutalidad de su avance hizo retroceder a los legionarios saderanos. Algunos vacilaron, temiendo enfrentarse a ese gigante ensangrentado que ahora levantaba su martillo en alto, rugiendo como una bestia desencadenada.
Thibaut no perdió tiempo. Mientras Armel sembraba el pánico, el capitán se abalanzó sobre uno de los oficiales enemigos. Era fácil identificarlo: su casco estaba adornado con una cresta roja que lo distinguía del resto. Sin escudos que estorbaran su enfrentamiento, ambos se enzarzaron en un combate frenético.
El saderano intentó cortar el cuello de Thibaut con un tajo rápido, pero el veterano capitán no era un combatiente convencional. Aprovechó una apertura en la defensa de su enemigo y le asestó un golpe directo en la cara con su puño blindado. El crujido del hueso roto fue apenas audible sobre el ruido de la batalla. Sin perder un segundo, hundió su espada en la garganta del oficial y, con una patada, lo envió al vacío desde la muralla.
Mientras tanto, Armel seguía sembrando el terror. Con el martillo cubierto de sangre, tomó a un legionario por la cabeza con ambas manos. El hombre pataleó, luchando inútilmente por liberarse, pero Armel lo aplastó con una fuerza inhumana. El sonido del cráneo destrozado resonó entre los combatientes, y los aliados del saderano retrocedieron, horrorizados.
La milicia de Bagdad no perdió la oportunidad. Aprovechando la retirada parcial de los saderanos, los defensores avanzaron con espadas, hachas y lanzas, gritando a pleno pulmón. El ímpetu de su carga se sintió como una ola que amenazaba con arrasar todo a su paso.
—¡Conmigo! —gritó Thibaut, liderando a sus hombres hacia la torre este.
La milicia chocó contra los escudos saderanos con un rugido unísono de furia y determinación. Un valiente defensor escaló una almena y, sin dudar, saltó sobre los invasores. Derribó a uno de ellos con el impacto y, antes de que el saderano pudiera reaccionar, le hundió el filo de su hacha en el cráneo.
Los saderanos intentaron formar una barrera para bloquear la brecha, pero los lanceros de Bagdad no se lo permitieron. Sus lanzas apuntaban con precisión a los puntos débiles de los enemigos: los rostros y los pies. Desde abajo, los ballesteros disparaban sin tregua, sus virotes atravesando las hendiduras de las armaduras segmentadas.
Thibaut aprovechó un instante para bajar con su mano uno de los anchos escudos saderanos y hundió su espada en el cuello del hombre detrás de él. Un grito ahogado, mezclado con sangre, escapó de los labios del saderano antes de desplomarse.
Entonces llegó Armel, bramando como una bestia desatada. Su martillo se movía con una fluidez brutal, aplastando cráneos, rompiendo costillas y despedazando armaduras. En un despliegue de fuerza, tomó a un oficial enemigo por el cuello y la pierna, levantándolo sobre su cabeza como si fuera un muñeco. Con un rugido, lo arrojó contra sus propios hombres, causando caos entre los legionarios.
Los milicianos, inspirados por la ferocidad de Armel, cargaron con renovado ímpetu. Los reclutas, que antes dudaban ante la disciplina y la fuerza de los saderanos, ahora luchaban con furia y determinación.
—¡Por Dios! ¡Por Ultramar! —gritó un miliciano.
—¡Sigan al capitán Thibaut! —respondió otro.
—¡Armel lidera la carga! ¡Con él! —vociferó alguien más.
El choque de escudos volvió a resonar cuando los defensores alcanzaron la base de la torre de asalto enemiga. Desde allí, Thibaut podía ver la torre capturada por los saderanos, con los estandartes infernales ondeando bajo el símbolo del demonio. Estaban a apenas cinco metros, pero para Thibaut esa distancia parecía una eternidad.
Los legionarios continuaban saltando desde la torre de asalto, una marea interminable de cuerpos armados.
—¡Alguien queme la maldita torre! —gritó Thibaut.
Nadie respondió de inmediato, pero pronto notó que Armel había desaparecido. Antes de que pudiera preocuparse, escuchó el crujir de madera contra piedra. Volteó y vio cómo una escala de asalto era colocada contra la muralla.
Sin perder tiempo, Thibaut se acercó y golpeó los ganchos que aseguraban la escalera con el pomo de su espada. Uno se rompió, y luego el otro cedió también. Justo antes de empujar la escalera, un legionario enemigo alcanzó el borde y lanzó una estocada apresurada. El movimiento fue torpe, y Thibaut esquivó con facilidad. Como respuesta, le golpeó el rostro con el pomo de su espada, haciendo que el hombre perdiera el equilibrio y cayera al vacío.
En ese momento, Armel apareció, y con una patada brutal envió la escalera a volar, junto con los hombres que aún estaban aferrados a ella. Sus gritos se perdieron en el caos mientras caían hacia el suelo.
—¡Armel! ¿Qué solución tienes para la torre de asalto? —preguntó Thibaut.
—Fuego —respondió Armel, levantando unos jarrones llenos de alquitrán.
Thibaut asintió con determinación.
—¡Haz que ardan entonces!
Armel no esperó otra orden. Corrió hacia la torre enemiga, lanzando uno de los jarrones. Este impactó contra la cabeza de un saderano, cubriéndolo de alquitrán. El desafortunado resbaló y cayó desde el puente, sus gritos ahogados en la distancia. Armel lanzó el segundo jarrón con igual precisión, y Thibaut aprovechó para gritar a los defensores desde la muralla:
—¡Fuego! ¡Fuego!
Un arquero levantó su arco en señal de que había entendido. Agachándose, encendió una flecha y la disparó hacia la torre. La primera flecha falló, clavándose en el suelo sin lograr su objetivo.
—¡Maldito sea! —murmuró Thibaut antes de volver a enfrentarse a los saderanos.
Armel estaba justo detrás de él, usando su martillo para abrirse paso. Los enemigos seguían cayendo bajo su brutalidad, pero resistían. Thibaut divisó a los arqueros saderanos en la torre, disparando a los defensores. Sus flechas eran escasas y mal dirigidas, pero aun así, lograron mantenerlos bajo presión.
Entonces, de reojo, vio cómo una nueva flecha encendida volaba hacia la torre de asalto. Esta vez, dio en el blanco. Una explosión de llamas envolvió la estructura, y el grito de los hombres dentro de la torre resonó por encima del ruido de la batalla.
La torre de asalto se consumía en llamas, su estructura chisporroteaba mientras los gritos de horror de los saderanos resonaban sobre el caos. Los legionarios, viendo a sus camaradas arder, comenzaron a retroceder, tratando de mantener su formación. Sin embargo, el pánico se extendía como una enfermedad, y su disciplina se desmoronaba.
Armel, con su ímpetu característico, lideró una carga devastadora. Un legionario, al verlo, gritó aterrorizado y huyó, ignorando las órdenes desesperadas de su oficial. Armel alcanzó al oficial con un golpe devastador de su martillo, aplastándole el cráneo con tal fuerza que sus dientes volaron como fragmentos de porcelana. Los soldados restantes, desmoralizados, corrieron hacia el interior de la torre, pero la milicia los persiguió como una sombra implacable.
Thibaut encabezó la carga. En el camino, alcanzó a un legionario rezagado y lo atravesó con su espada, deteniendo al enemigo con un grito ahogado de dolor. Sin detenerse, saltó sobre el cuerpo del caído y llegó hasta la puerta principal de la torre. Con una patada, la abrió de par en par. Dentro, un solitario lancero trató de embestirlo, pero Thibaut esquivó con precisión, agarró el asta de la lanza y tiró del legionario hacia él. Con un movimiento certero, hundió su espada en la boca del hombre, apagando su vida al instante.
Los milicianos no tardaron en entrar en tropel tras él, subiendo las escaleras con un fervor inquebrantable. En lo alto de la torre, los últimos saderanos resistían desesperadamente. Un pequeño grupo de soldados y arqueros se había atrincherado, preparándose para un último enfrentamiento.
—¡Escudos al frente! —ordenó Thibaut.
Los milicianos con escudos avanzaron, bloqueando las flechas mientras ascendían. Una vez en la cima, rompieron la formación y cargaron contra los enemigos. Superados en número y completamente desmoralizados, los saderanos apenas lograron ofrecer resistencia.
Armel, uniéndose a la lucha, balanceó su martillo con una furia inigualable, aplastando las costillas de un legionario. El hombre tosió sangre antes de desplomarse sin vida. Thibaut, por su parte, enfrentó a un arquero, a quien derribó de una patada por las almenas, enviándolo al vacío.
En un gesto simbólico, tomó el estandarte enemigo, lo rompió sobre su rodilla y lo arrojó al suelo. Luego levantó el estandarte del Imperio de Ultramar, ondeando nuevamente la cruz roja de San Jorge. Los defensores estallaron en vítores al ver la bandera ondear en lo alto.
Sin embargo, Thibaut sabía que aún no podían celebrar. Otra torre de asalto seguía en pie, y nuevas escalas estaban siendo levantadas. Girándose hacia Armel, señaló hacia la puerta principal.
—¡Dile al duque Clovis que necesitamos refuerzos! ¡Nos están abrumando!
Armel asintió, jadeando por el esfuerzo, y se dirigió hacia la torre central. Thibaut, aunque exhausto, no permitió que su cuerpo flaqueara. Descendió por las murallas, reorganizando a la milicia. Dejó un destacamento pequeño para defender la torre recién recapturada y avanzó hacia la torre central sobre la puerta.
Allí, los defensores trabajaban incansablemente. Un grupo rellenaba un caldero de agua hirviendo, mientras los ballesteros disparaban y recargaban tan rápido como podían. Thibaut tomó un vaso de madera y, sin pensarlo demasiado, bebió un poco del agua destinada para hervir. El líquido frio refrescó su garganta y le devolvió algo de claridad.
—Sigan arrojando agua hirviendo a esos miserables —ordenó con firmeza.
Los hombres asintieron, y Thibaut salió nuevamente al exterior. Se dirigió hacia la torre oeste, observando cómo la primera torre de asalto seguía envuelta en llamas. A lo lejos, las reservas enemigas comenzaban a moverse en su campamento. En una colina cercana, distinguió a dos figuras montadas en corceles. Una de ellas, enmascarada, lo observaba en silencio. La otra, probablemente otro oficial, sostenía un estandarte.
No tuvo tiempo de reflexionar sobre el significado de esa escena, ya que un miliciano apareció, jadeando y con el rostro lleno de urgencia.
—¡Capitán Thibaut! ¡Necesitamos ayuda en las puertas de la ciudad!
Thibaut asintió, ajustándose la espada al cinto, y se preparó para lo que parecía ser el siguiente acto de la sangrienta batalla.
7 de Marzo de 1459
Bagdad, Imperio de Ultramar
El duque Clovis respiraba pesadamente, su pecho se alzaba con el esfuerzo de cada golpe que daba. Su espada estaba teñida de la sangre de los abominables seres que traían los saderanos, criaturas grotescas que no pertenecían a este mundo. Cada movimiento suyo era una mezcla de cansancio y determinación, una danza mortal en defensa de la cruz y de la humanidad misma.
La estrecha brecha que había creado en el frente parecía el único punto de resistencia en un campo de batalla dominado por el caos. Sus caballeros, curtidos y disciplinados, mantenían la línea con un heroísmo que él apenas había visto antes. Sin embargo, el enemigo no cesaba. Montones de cuerpos yacían bajo sus pies, pero más seguían llegando, tropezando sobre sus propios muertos en un intento desesperado por quebrar la defensa cristiana.
En el aire, las sombras de los dragones proyectaban un presagio de destrucción. Esas abominaciones aladas, con ojos como brasas y fauces que escupían fuego, eran prueba viva de que luchaban contra las fuerzas del Infierno mismo. Clovis levantó la vista hacia uno de los engendros y recordó los cuentos de su niñez, donde los dragones eran solo mitos. Ahora, su aliento quemaba a sus hombres y destrozaban las apresuradas murallas interiores de Bagdad.
Frente a él, una criatura colosal, más alta que dos hombres juntos, avanzaba con un mazo tan grande como un ariete. Con un rugido, golpeó los muros interiores, arrancando ladrillos y enviando a los defensores volando como muñecos de trapo. Los hombres que no fueron aplastados corrieron a taponar la brecha con sus cuerpos, pero Clovis sabía que cada segundo de resistencia les costaba vidas.
Mientras el gigante seguía destrozando todo a su paso, un caldero de agua hirviendo se volcó desde las murallas sobre él. La criatura rugió de dolor, su piel burbujeaba bajo el líquido abrasador, y, en su agonía, comenzó a atacar a todo lo que encontraba a su paso: saderanos, bestias y cristianos por igual. Su furia incontrolable abrió un respiro momentáneo para los defensores, pero el daño ya estaba hecho.
Clovis ascendió entre los escombros con pasos pesados, su armadura manchada de polvo y sangre. Decapitó a un saderano con un golpe certero, apenas evitando el embate de otro enemigo que se lanzó contra él. Intercambió golpes con una fiereza que le recordaba sus años más jóvenes, hasta que uno de sus caballeros llegó para auxiliarlo, aplastando al atacante con una maza que resonó como un trueno.
Sin embargo, la situación era desesperada. Los milicianos eran empujados hacia atrás, incapaces de soportar la presión de las bestias y los soldados saderanos. La sangre corría por el suelo como un río, y los cadáveres, de ambos lados, formaban montículos grotescos que dificultaban cada paso.
Entre el caos, Clovis vio a Armel, el gigantesco miliciano, abrir un camino con su martillo de guerra. Los saderanos eran lanzados al aire como muñecos de trapo, y la moral de los defensores aumentó momentáneamente al ver su fuerza descomunal. Sin embargo, los dragones alados volaban cada vez más cerca. Uno de ellos lanzó un grito que resonó en el campo de batalla, estremeciendo a los hombres y presagiando más muerte.
Clovis sintió el peso de la decisión que debía tomar. La ciudadela estaba lista para recibirlos, y la retirada parecía ser la única opción sensata. Pero abandonar las murallas significaría desperdiciar los sacrificios de sus hombres. Sangre cristiana había teñido cada piedra de Bagdad, y retroceder ahora sería una traición a esa entrega.
Con un suspiro profundo, Clovis levantó su espada hacia el cielo. Las miradas de los hombres a su alrededor estaban llenas de fatiga, pero también de una determinación inquebrantable. Frente a ellos, las filas de saderanos se reorganizaban. Entre ambos bandos, un pequeño espacio quedaba vacío, un respiro momentáneo antes de la próxima acometida.
Clovis escupió al suelo, su gesto de desprecio hacia las fuerzas del mal que enfrentaba.
—¡Por la cruz y por nuestra tierra! —rugió, su voz retumbando como un trueno.
El duque Clovis se lanzó hacia las filas enemigas, su espada brillando bajo la pálida luz mientras sus hombres lo seguían como si fueran ángeles de la ira descendiendo sobre el Infierno. Los saderanos, con sus escudos levantados y armas listas, intentaron mantener la línea, pero Armel, con su martillo de guerra, irrumpió como una tormenta. Cada golpe suyo resonaba como un trueno, abriendo brechas en la formación enemiga. A pesar de su evidente cansancio, rugía como una bestia imparable, sin mostrar un ápice de piedad.
Clovis cargó contra un saderano, embistiéndolo con el escudo. El enemigo cayó de espaldas, y los caballeros detrás del duque aprovecharon para avanzar, sumergiéndose en el caos de la batalla. Blandían espadas, mazas y hasta sus propios escudos con una furia desesperada, abriéndose paso a través de la marea interminable de enemigos. Clovis, con cada golpe de su espada, derribaba a un oponente, pero los saderanos parecían multiplicarse sin fin. El dolor de las heridas y la fatiga se acumulaban, pero no se permitió ceder.
Giró sobre sí mismo y encontró al capitán Thibaut abriéndose paso hacia él. El rostro del capitán estaba cubierto de sangre y sudor, su voz apenas audible sobre el estruendo del combate.
—¡Duque Clovis, debemos retirarnos! —gritó, su tono desesperado.
Clovis apenas lo escuchó, pero asintió con firmeza.
—¡Organiza las filas! ¡Retirada a la ciudadela! —rugió, casi al borde de la extenuación.
Thibaut obedeció sin dudarlo, girándose para transmitir la orden. Clovis levantó la vista hacia las murallas y sintió un nudo en el estómago. Los saderanos ya se habían apoderado de las alturas, empuñando sus estandartes oscuros mientras derribaban los blancos estandartes del Imperio de Ultramar. Los milicianos luchaban con todo lo que tenían, pero eran superados. La marea de enemigos comenzaba a desbordar las defensas.
Clovis siguió combatiendo, su cuerpo moviéndose casi por instinto. Cada golpe suyo era una mezcla de técnica y furia, pero los enemigos parecían inagotables. A su alrededor, los cuerpos de sus hombres cubrían el suelo, aplastados, ensangrentados, sus sacrificios en vano. Finalmente, aceptó la amarga realidad.
—¡A la ciudadela! ¡Retirada! —gritó con todas sus fuerzas.
Los restos del ejército obedecieron. Caballeros y milicianos corrieron hacia la fortaleza, con los saderanos y sus monstruosas bestias pisándoles los talones. En el caos, una de las enormes criaturas, armada con un garrote gigantesco, cargó hacia Clovis. La bestia aplastó a un caballero cercano con un único golpe y fijó sus ojos rojos en el duque.
Clovis, jadeando, forzó a su cuerpo a moverse más rápido. La criatura gruñó con una macabra sonrisa y se lanzó hacia él, pero entonces el rugido de los cañones de la ciudadela llenó el aire. Un proyectil impactó de lleno en el pecho de la bestia, destrozándola en pedazos. La criatura lanzó un último chillido antes de desplomarse.
Los cañones no dejaron de disparar. Cada estruendo era un rayo de esperanza para los defensores. Los proyectiles destrozaban casas abandonadas, abrían huecos en las filas saderanas y convertían a las criaturas en masas irreconocibles. La lluvia de destrucción permitió a los supervivientes alcanzar la seguridad de la fortaleza.
Una vez dentro, los milicianos aseguraron las puertas con gruesas vigas de madera. Clovis, con el cuerpo adolorido y el alma cansada, se dejó caer contra una pared. Shamir, su joven escudero, se acercó con un odre de agua. Clovis bebió profundamente, sintiendo el ardor en su brazo herido por primera vez.
Desde las alturas de la fortaleza, Thibaut descendió con paso apresurado.
—Estamos bombardeando a esos bastardos —informó con un tono severo.
Clovis asintió lentamente, su mirada fija en el horizonte.
—No malgastes todos los proyectiles. No sabemos qué traerá el amanecer.
Thibaut asintió, aunque el cansancio en su rostro hablaba de incertidumbre.
—Dios nos ampare contra lo que sea que esos malditos nos lancen mañana. —Murmuró con un tono sombrío antes de marcharse.
Clovis cerró los ojos por un momento, permitiéndose una breve oración. El asedió estaba lejos de terminar, pero al menos, por ahora, habían resistido.
7 de marzo de 1459
Ciudad de Bagdad, Imperio de Ultramar
Lanius contemplaba con aire triunfal las murallas capturadas, ahora desiertas y cubiertas de cadáveres. De las tres torres de asedio utilizadas en el ataque, solo quedaba una en pie, mientras que las otras ardían como piras funerarias. Sin embargo, su propósito se había cumplido: la muralla había caído, y los defensores se habían retirado al interior de la ciudad, refugiándose en una fortaleza interna.
Había dado la orden de avanzar cuando un fenómeno desconcertante ocurrió. Desde la ciudadela se escucharon explosiones, como si toda la estructura estuviera a punto de desmoronarse. Sin embargo, no había señales de daño en las murallas ni en las torres. En cambio, el suelo a su alrededor estallaba de forma repentina y brutal. Incluso los trolls, tan resistentes, caían ante esa extraña y destructiva "magia". Sin más opción, Lanius ordenó una retirada fuera del alcance de aquella fuerza misteriosa.
Ahora, desde una posición segura, observaba las murallas a la distancia, con un gesto pensativo. Algo no encajaba. Si los defensores poseían esa magia desde el principio, ¿por qué no la habían utilizado contra las torres de asedio? De haberlo hecho, podrían haber asegurado una victoria aplastante y obligado a Lanius a retirarse. Esa decisión le parecía un enigma, pero por ahora debía concentrarse en una solución para sacar a los defensores de su escondite.
A su lado, el Legado Tertius, parecía inusualmente animado. Su confianza había regresado con la caída parcial de la ciudad. Ahora hablaba de sus planes de convertir Bagdad en el centro logístico de las futuras campañas del Imperio en estas tierras.
"Demasiado optimista," pensó Lanius, observando las líneas agotadas de sus tropas. Si esta única ciudad había costado 30,000 vidas, ¿cuántas más requeriría avanzar hacia territorios más profundos? Por ahora, el objetivo inmediato era claro: tomar la fortaleza o forzar a los defensores a rendirse.
De repente, un jinete de caballería se acercó al galope. Lanius lo saludó con un gesto de la mano, y el mensajero devolvió el saludo antes de hablar.
—¡Salud, legado Lanius! —dijo con voz urgente—. Un jinete de wyvern ha avistado al príncipe Zorzal acercándose.
Lanius levantó una ceja bajo su máscara.
—¿El príncipe Zorzal? —repitió, confundido—. Está a gran distancia al este. ¿Estás seguro?
—Sí, mi señor, pero lo más extraño es que viene sin su ejército.
El legado frunció el ceño, reflexionando. Algo no iba bien.
—Llévame con él —ordenó.
Lanius, acompañado de sus oficiales y escoltas, cabalgó rápidamente hasta donde el príncipe Zorzal había sido avistado. Lo encontraron acercándose con un guardia pretoriano, su esclava personal y su caballo cargado con lo mínimo necesario. La arrogancia en la postura del príncipe era inconfundible, incluso en su estado desaliñado.
Zorzal, con su habitual prepotencia, no perdió tiempo en imponer su autoridad.
—Legado Lanius, reúna a sus hombres y escoltéme a la puerta de inmediato —ordenó, sin molestarse en ofrecer explicaciones.
Lanius lo miró fijamente, evaluando sus palabras.
—Su alteza, acabamos de tomar la ciudad. Esa orden no tiene sentido. —La voz del legado era firme, pero respetuosa.
Zorzal soltó una carcajada despectiva.
—¿Sentido? ¡Un maldito ejército de bárbaros nos persigue! Debemos llegar a la puerta, solicitar refuerzos y aplastar a esos traidores.
—¿Un ejército, su alteza? —preguntó Lanius, esforzándose por mantener la calma—. ¿De cuántos soldados estamos hablando?
—¡No tengo idea! —exclamó el príncipe, irritado—. Solo sé que nos atacaron a traición. Necesitamos más legiones para someter este mundo de una vez por todas.
Lanius suspiró internamente, pero mantuvo su tono controlado.
—Quédese conmigo, su alteza. Le aseguro que estará a salvo aquí. —Zorzal abrió la boca para protestar, pero Lanius lo interrumpió con rapidez—. Si eso no es suficiente, enviaré mensajeros al campamento de la puerta para solicitar refuerzos.
El príncipe pareció calmarse ante esa sugerencia.
—Bien, Lanius. Al menos eres lo suficientemente listo para entender las necesidades de un príncipe. Quizá, cuando sea emperador, te nombre mi mano derecha. —Zorzal le dio una palmada en el hombro, antes de avanzar con su séquito.
Lanius lo observó en silencio, su rostro impasible. No respondió a la altiva declaración del príncipe, pero notó la mirada resignada del capitán Aurelio, el pretoriano al servicio de Zorzal.
Cuando el príncipe y su séquito pasaron, Lanius volvió la vista hacia el este, de donde supuestamente provenían los bárbaros. Si lo que ese incompetente decía era cierto, estaban en graves problemas. O tomaban la ciudad por completo de inmediato, o se preparaban para una retirada total.
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