Capitulo 1

16 de Febrero de 1459
Ciudad de Jerusalén, Imperio de Ultramar

El mensajero que había irrumpido en la sala del trono parecía estar a punto de caer al suelo. Su rostro, sucio por el polvo del desierto, estaba pálido y marcado por la fatiga. Su cuerpo se hallaba exhausto, pero lo más preocupante era el brillo de desesperación en sus ojos. Había cruzado vastos territorios bajo un sol abrasador, y, sin duda, traía consigo noticias urgentes que no podían esperar. La paloma mensajera que había llegado poco días antes había sido el primer indicio de que algo grave ocurría en Bagdad, pero el mensajero, al llegar, había exigido ver al emperador de inmediato, ignorando a otros oficiales, lo que solo reforzaba la sensación de que lo que traía consigo no podía esperar.

—¡Su Alteza! —El hombre cayó de rodillas, su voz temblorosa. La sala de audiencia estaba en silencio absoluto, aguardando sus palabras. Los murmullos se apagaron a medida que todos se concentraban en él. Al levantar la mirada, vio al emperador Josselyn, rodeado de los más altos nobles y comandantes del imperio.

—He escapado de Bagdad, Su Alteza —dijo el mensajero, su voz aún cargada de agitación—. La ciudad está bajo asedio. Un ejército maligno ha aparecido desde el desierto. Portan dragones, el símbolo de Satanás.

Un susurro recorrió la sala al escuchar estas palabras. Los nobles intercambiaron miradas cautelosas. La palabra "dragones" traía consigo connotaciones que solo podían atribuirse a magia oscura, algo que ningún ser humano debería tener la capacidad de controlar.

—¿Estás seguro de lo que dices? —La voz grave del Duque Clovis cortó el aire. Era un hombre de pelo plateado y mirada firme, su porte de comandante lo hacía destacar entre los nobles presentes.

—Sí, mi señor —respondió el mensajero, su respiración entrecortada—. Debéis enviar ayuda de inmediato a Bagdad. Las fuerzas allí apenas resisten. Son demasiados. Además, entre ellos hay criaturas inhumanas, deformes. Y los dragones... esas bestias aladas... son demonios del mismo infierno.

Al escuchar eso, los murmullos aumentaron, pero el Duque Théodore, de Cisjordania, frunció el ceño, visiblemente escéptico.

—¿Seguro? —preguntó con tono de duda. Su mirada inquisitiva recorría al hombre. —¿No estarás enfermo por el calor del desierto? No podría ser otra cosa que alguna incursión de los persas, ¿verdad?

El mensajero, sintiendo el peso de la incredulidad, levantó la mano derecha con una solemnidad que parecía casi sagrada.

—No, mi señor. Os lo juro por la Virgen y por Dios nuestro Señor. —Sus ojos, aunque cansados, no dejaban lugar a dudas. —Lo que he presenciado en Bagdad no puede ser obra de hombres. Hay magia oscura en esos ejércitos, y no son de este mundo.

El silencio en la sala se hizo aún más denso. Josselyn, emperador de Ultramar y líder de un imperio que se extendía sobre vastas tierras, reflexionó por un momento. Conocía el peso de las decisiones que debía tomar, y lo que estaba en juego no era solo el destino de una ciudad, sino el de todo el Imperio.

—Aún así, —dijo Josselyn finalmente, con voz calculadora— no podemos marchar ciegamente hacia la ciudad. Si lo hacemos, podríamos caer en una trampa. Necesitamos más información.

Los nobles comenzaron a murmurar entre ellos, sopesando las palabras del emperador.
El emperador Josselyn levantó una mano, pidiendo silencio. Su mirada estaba fija en el mensajero, pero sus pensamientos iban más allá de las palabras que escuchaba. Sabía que no podía descartar nada. En su juventud, había oído relatos de cruzados que se enfrentaron a cosas que desafiaban la lógica, fuerzas que solo podían describirse como sobrenaturales.

—Bagdad es una de nuestras ciudades más importantes, una joya de la frontera oriental, —dijo finalmente, con una voz serena pero cargada de autoridad—. No podemos permitir que caiga, sea quien sea el enemigo.

De repente, Clovis dio un paso al frente, con su postura erguida y firme como el soldado experimentado que era, dispuesto a ofrecer una solución.

—Mi señor, permitidme liderar un destacamento hacia Bagdad. Puedo reunir una fuerza ligera, rápida y discreta, lo suficiente para evaluar la situación y reforzar a los defensores si es posible. Necesitamos información precisa antes de movilizar al grueso del ejército.

Josselyn lo miró detenidamente. Sabía que Clovis era un hombre de acción, uno de los pocos en su corte que había demostrado valentía y eficacia en tiempos de guerra. Su propuesta no era mala, pero había que medir los riesgos. Tras unos largos segundos de silencio, el emperador asintió lentamente.

—Acepto tu propuesta, Clovis, —dijo Josselyn tras un momento de reflexión—. Lleva contigo a tus mejores hombres. No escatimes recursos. Mientras tanto, enviaremos órdenes a nuestros abanderados para comenzar la movilización del ejército principal. Bagdad no puede caer.

Los nobles presentes asintieron, aunque el Duque Théodore todavía parecía reticente.

—Si estas criaturas son reales, Su Alteza, entonces nos enfrentamos a algo más grande que una simple guerra. Podría ser... —hizo una pausa, buscando las palabras correctas— un castigo divino o algo peor.

Josselyn no respondió de inmediato. Su mirada se endureció, y un aire de resolución se apoderó de la sala.

—Si este enemigo no es de este mundo, entonces nuestra misión es aún más clara, —sentenció el emperador, poniéndose de pie—. Defendemos no solo nuestras tierras, sino nuestra fe, nuestro pueblo y nuestra civilización. sobre todo, defendemos los dominios de Dios en la tierra.

Clovis abandonó la sala con rapidez para reunir a su fuerza. Al mismo tiempo, los heraldos imperiales galoparon hacia todas las provincias, llevando órdenes de movilización a los grandes señores feudales.

En la ciudad, las campanas resonaron, y la actividad aumentó. Forjas trabajaban sin descanso, soldados se preparaban para la guerra, y los almacenes se llenaban de provisiones. Jerusalén, la capital de un imperio construido sobre las reliquias de la Cristiandad, se preparaba para enfrentar una amenaza que, según los rumores, había emergido del infierno mismo.

Josselyn sabía que Bagdad no era solo una ciudad: era un símbolo del dominio cristiano en tierras históricamente disputadas. Si Bagdad caía, el Imperio de Ultramar no solo perdería una fortaleza estratégica, sino también parte de su prestigio como defensor de la fe.
En los días venideros, marcharían hacia la batalla no solo contra hombres, sino contra lo que parecía ser un ejército de pesadilla.

Josselyn se levantó de su trono con un movimiento decidido. Los nobles y consejeros a su alrededor lo observaron en silencio, algunos confundidos por su repentina acción, pero ninguno se atrevió a cuestionarlo. El peso de la decisión que acababan de tomar requería reflexión, y la atmósfera solemne de la sala del trono no era propicia para sus pensamientos. Sus pasos resonaron mientras salía, acompañado por sus fieles guardias varegos, hombres altos y de complexión imponente, herederos de una tradición guerrera que había servido a los emperadores desde hacía generaciones.

Cruzaron los pasillos del Palacio de Jerusalén, un edificio que combinaba la majestuosidad de la arquitectura cruzada con los detalles refinados de los antiguos estilos islámicos, testigos del sincretismo cultural del Imperio de Ultramar. Finalmente, llegó al patio donde hace unos días, había recibido a la Princesa Fatimah.

El lugar estaba bañado por la luz cálida del atardecer, las fuentes burbujeaban suavemente, y las palmeras proyectaban sombras alargadas sobre los mosaicos del suelo. Sin embargo, Josselyn no estaba solo. La Princesa Fatimah, con su porte elegante y su mirada inquisitiva, estaba allí.

Ella levantó la vista al notar la llegada del emperador y, sin dudarlo, se levantó, haciendo una reverencia formal.

Su Alteza —saludó con una voz tranquila, aunque sus ojos reflejaban curiosidad.

Princesa —respondió Josselyn con una leve inclinación, reconociendo su gesto.

La cortesía entre ambos parecía un reflejo de la compleja relación diplomática entre sus pueblos, marcada por momentos de alianzas, conflictos y treguas.

—Parece que su corte está agitada —dijo Fatimah, observándolo con atención—. ¿Sucede algo grave? ¿Acaso mi presencia ha causado algún problema?

Josselyn dudó un instante. Hablar de los acontecimientos en Bagdad con una princesa persa podría ser arriesgado, pero también sabía que Fatimah era astuta. Seguramente ya había notado el ambiente tenso en el palacio.

—Nada que deba preocuparte directamente, —respondió, aunque en su tono había una cautela evidente—. Sin embargo... —Hizo una pausa, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. Antes de partir hacia Jerusalén, ¿viste alguna actividad militar en la corte de tu padre?

La pregunta fue directa, y los ojos de Fatimah se entrecerraron ligeramente, no por molestia, sino por la perspicacia detrás de la misma.

—¿Cree que mi padre está detrás del ataque a Bagdad? —preguntó ella, con un tono más serio, casi acusatorio.

Josselyn frunció el ceño ante la sugerencia.

—No. —Su voz era firme, pero sus palabras estaban cargadas de precaución—. Pero ambos sabemos que somos hombres poderosos, y tú, princesa, podrías ser una carnada. Mientras estamos distraídos aquí en Jerusalén contigo, él podría haber movilizado sus ejércitos hacia nuestras fronteras.

La princesa mantuvo la mirada fija en el emperador, evaluándolo. Finalmente, una pequeña sonrisa apareció en sus labios.

—¿Confías tan poco en tu amigo?

—No se trata de confianza, sino de precaución. —Josselyn mantuvo su tono neutral, pero había un peso en sus palabras—. Un emperador no puede permitirse ser ingenuo.

—Mi padre no actúa con impulsividad, —replicó Fatimah, con una dignidad que reflejaba su linaje real—. Como Sha de Persia, sabe que cada decisión afecta no solo a su gobierno, sino al destino de nuestro pueblo. Vuestra Alteza debería saberlo mejor que nadie.

Josselyn asintió levemente, reconociendo la verdad en sus palabras, pero su mente seguía analizando todas las posibilidades.

—Aun así, debo ser cuidadoso. —Su mirada se suavizó ligeramente mientras la estudiaba—. Dime, ¿conoces a alguien que tenga motivos particulares para odiarnos?

La princesa no vaciló.

—Muchos de nuestros nobles desprecian a tu gente, eso es cierto, —dijo con franqueza—. Pero mi padre los mantiene a raya, como tú mantienes a los tuyos. Sin embargo, no subestimes el poder de la religión. Para algunos, su odio por los infieles es más fuerte que su lealtad al Sha.

Josselyn sabía que esas tensiones eran reales. Durante décadas, había trabajado arduamente para evitar que los choques fronterizos se convirtieran en conflictos abiertos. El delicado equilibrio entre la diplomacia y la fuerza había mantenido la paz, aunque siempre al borde del colapso.

—Si no es tu padre ni sus nobles... —Josselyn dejó escapar un suspiro, casi un murmullo—. Entonces me temo que las palabras del mensajero eran ciertas. Hombres acompañados de demonios... criaturas salidas del infierno.

Fatimah arqueó una ceja, y una breve sonrisa cruzó su rostro.

—¿Demonios? A veces las supersticiones de tu pueblo me resultan... curiosas. —Su tono era casi burlón, pero no malicioso. Luego, se tornó más seria—. Sin embargo, no creo que demonios puedan vagar por este mundo sin enfrentarse a la furia de Allah.

—Tal vez... pero uno nunca sabe. —El tono de Josselyn era sombrío, y su mirada se perdió en el horizonte.

La conversación quedó en un silencio tenso, interrumpido solo por el murmullo de las fuentes. Aunque no se dijeron más palabras, ambos entendieron que el panorama era oscuro. La princesa no era una amenaza, pero tampoco un refugio de certezas.

Josselyn se retiró del patio, dejando a Fatimah reflexionando sobre sus palabras. El emperador sabía que debía actuar con rapidez y decisión. Cada momento perdido podría significar la caída de Bagdad y, con ella, el inicio de una crisis que podría desmoronar el Imperio de Ultramar.

Mientras cruzaba nuevamente los pasillos del palacio, recordó los relatos de las Cruzadas. Historias de fuerzas inexplicables que desafiaron a los hombres más valientes, relatos de milagros y horrores que parecían haber quedado relegados a las crónicas antiguas. ¿Acaso este enemigo era algo similar? ¿O peor?

Al llegar a su cámara, el emperador comenzó a redactar mensajes dirigidos a las órdenes militares y los obispos del imperio. Sabía que necesitaría tanto las espadas como las bendiciones de la iglesia si iban a enfrentarse a algo más allá de lo humano.

—Que Dios nos ampare —murmuró mientras sellaba el primer pergamino dirigido hacia el Papa. En su corazón, sabía que los días venideros pondrían a prueba no solo su reinado, sino el destino de toda una era.

Kalhur, Imanato de Iranshahr
18 de Febrero de 1459

Kalhur, una aldea pastoral enclavada en las colinas de Iranshahr, amaneció envuelta en un frío típico del invierno persa. Era un lugar humilde, con apenas treinta casas de adobe dispuestas en torno a un pozo central, donde la comunidad se reunía para abastecerse de agua. Sus habitantes, unas cien personas en total, vivían en un ciclo monótono marcado por las oraciones, el trabajo y los relatos de tiempos pasados.

Bezma, hija de un pastor, era una joven de catorce años cuya rutina reflejaba la vida simple pero laboriosa de las mujeres rurales de la región. Su día había comenzado como de costumbre: despertarse al alba, realizar el salat al-fajr, la primera oración del día, y ayudar a su madre a preparar el desayuno. Mientras sus dos hermanos mayores y su padre se alistaban para llevar a las ovejas al campo, ella preparaba la comida que más tarde llevaría al pastizal.

El pueblo vivía bajo la constante amenaza de los cruzados, esos "infieles de ultramar" cuya reputación les precedía. Los ancianos del pueblo, especialmente los veteranos que habían servido bajo el mando del Sha en las guerras fronterizas, narraban historias terribles de su brutalidad. Para Bezma, aquellas historias eran aterradoras, pero parecían tan lejanas como los relatos de la primera cruzada, cuando Jerusalén cayó ante los ejércitos latinos en 1099. Sin embargo, ese día descubriría que el horror podía volverse realidad.

Estaba mordisqueando un trozo de pan tibio cuando alguien golpeó la puerta de su casa. La fuerza y la hora inusual del llamado hicieron que todos en la familia intercambiaran miradas desconcertadas. Su padre, un hombre robusto con una barba que empezaba a encanecer, se levantó lentamente.

—Aún es temprano para visitas —murmuró mientras se limpiaba las migajas de la barba. Abrió la puerta con cierto desagrado, esperando ver a un vecino en apuros o algún mensajero del walî local.

Pero lo que vio no tenía lugar en la tranquila aldea de Kalhur. Un hombre vestido con una armadura desconocida estaba allí, con una expresión cruel y una espada corta ya desenvainada. Antes de que su padre pudiera reaccionar, el extraño hundió la hoja en su pecho.

Bezma soltó un grito desgarrador junto con su madre. La sangre de su padre manchó el umbral de la casa mientras caía al suelo, inmóvil. Sus hermanos, sin dudarlo, se levantaron de un salto. Uno tomó la lanza con la que solían ahuyentar a los lobos, mientras el otro desenfundaba una vieja cimitarra, reliquia de su abuelo que había servido al Sha años atrás.

El atacante no estaba solo. Otros hombres armados entraron a la casa con rapidez y brutalidad. Gritos desgarradores comenzaron a llenar el aire, provenientes de otras partes de la aldea. Bezma entendió que no era un ataque aislado: Kalhur estaba siendo arrasada.

—¡Corran! —gritó el hermano mayor de Bezma mientras se colocaba entre ellas y los invasores.

Bezma sintió la mano firme de su madre tirando de su brazo. Ambas corrieron hacia la parte trasera de la casa, donde el corral de las ovejas ofrecía una salida. Los animales, alertados por el caos, se agitaban en un frenesí de balidos.

—Tenemos que llegar a Ilam. ¡El walî Mirhem debe saber de esto! —dijo su madre, con el rostro pálido por el terror.

Bezma sabía que Ilam, la ciudad más cercana, estaba a varias horas de camino a pie. Pero era su única esperanza. A medida que corrían por los campos, el sonido de los gritos y los forcejeos desde la casa se desvanecía, reemplazado por un silencio pesado y aterrador.

Ese silencio fue roto de repente por el ruido de cascos. Hombres a caballo las estaban siguiendo. Bezma giró la cabeza por instinto y vio a cinco jinetes acercándose rápidamente, sus siluetas amenazantes destacándose contra el paisaje montañoso.

—¡Corre! —gritó su madre, soltando su mano bruscamente—. ¡No mires atrás! ¡Corre, Bezma!

Con lágrimas en los ojos, Bezma obedeció. Levantó los faldones de su vestido para no tropezar y corrió con todas sus fuerzas, sintiendo cómo el frío mordía sus piernas. Era rápida, pero no lo suficiente para superar a un caballo.

Los gritos de su madre la detuvieron. Contra toda lógica, Bezma giró la cabeza y vio cómo un jinete alcanzaba a su madre. Su corazón se detuvo al ver la cruel escena. Quiso volver, pero el sonido de un caballo galopando detrás de ella le heló la sangre.

De repente, sintió que alguien tiraba de su cabello con fuerza. Cayó al suelo mientras el dolor lacerante en su cuero cabelludo le arrancaba un grito desgarrador. Bezma pateó y forcejeó con todas sus fuerzas, pero sabía que estaba indefensa.

Mientras Bezma era arrastrada, las llamas comenzaban a consumir las casas de la aldea. Kalhur, el pequeño pueblo de pastores, estaba siendo destruido ante los ojos del cielo. Los invasores no eran cruzados ni soldados del Sha. Sus armaduras, armas y brutalidad eran diferentes a todo lo que la región había conocido.

Bezma fue arrastrada hacia la aldea y arrojada al suelo con violencia, rodando hasta quedar junto a otras mujeres de la aldea. Algunas de ellas estaban aterrorizadas, sus vestidos desgarrados y sus rostros cubiertos de lágrimas. Alrededor, los cadáveres de los hombres yacían esparcidos como una macabra alfombra. Los varones que habían sobrevivido, incluidos los hermanos de Bezma, estaban maniatados y cubiertos de sangre seca. Su hermano menor, con una mordaza apretada, observaba la escena con los ojos encendidos de rabia, incapaz de gritar por el horror que presenciaba.

Los atacantes, hombres de aspecto brutal y extraño, no mostraban piedad. Entre ellos, uno apretaba un paño empapado en sangre contra su rostro, donde faltaba una oreja. Sus compañeros, sin embargo, se mostraban indiferentes, ensañándose con la aldea. Algunos arrastraban a las mujeres a lugares más apartados, mientras otros cometían atrocidades a plena vista. Los gritos desgarradores llenaban el aire, mezclándose con risas y palabras ininteligibles en un idioma que no pertenecía ni a los cruzados ni a los ejércitos del Sha.

Bezma intentaba no mirar, pero su vista era atraída inevitablemente hacia los acontecimientos. Fue entonces cuando uno de los atacantes, un hombre con una cresta horizontal en el casco y una capa que lo distinguía como líder, se acercó a su madre. Sin mediar palabra, la agarró del brazo e intentó arrastrarla. Pero su madre, una mujer firme incluso en medio del terror, luchó con todas sus fuerzas. Pataleó, arañó y maldijo en nombre de Allah. El hombre, cansado de su resistencia, desenvainó su espada y de un solo tajo le cortó la cabeza.

El mundo de Bezma pareció detenerse. Su hermano mayor, preso del dolor y la ira, se levantó como un león herido. Con un rugido desgarrador, empujó al líder enemigo y logró derribarlo al suelo. Sin embargo, su valentía fue breve; varios soldados acudieron en ayuda de su jefe, y con porras y culatas de armas, golpearon a su hermano hasta dejarlo inconsciente.

Bezma no pudo contener el llanto. Su cuerpo temblaba mientras murmuraba oraciones al Altísimo, rogando por un milagro. Miraba alrededor: algunos soldados saqueaban las casas, otros devoraban los desayunos abandonados, burlándose de los aldeanos capturados. Uno de ellos incluso pateó tierra hacia donde estaba Bezma, riéndose cruelmente. El miedo la consumía, y su esperanza se desvanecía lentamente.

Cuando uno de los soldados se acercó a Bezma, arrancándole el velo con brusquedad, sintió que la desesperación alcanzaba su punto máximo. El hombre la sujetó del cabello y comenzó a arrastrarla, ignorando sus pataleos y llantos. Su fuerza no era suficiente para resistirse, y apenas podía escuchar los gritos amortiguados de su hermano menor, que forcejeaba con impotencia.

Entonces, un sonido resonó a lo lejos: el toque de una trompeta.

Los atacantes se detuvieron, perplejos, y miraron en dirección a Ilam. Bezma, aunque aterrada, alzó la vista y vio lo que ellos observaban. En la distancia, una línea de jinetes se acercaba a toda velocidad, sus armaduras brillando bajo el sol de la mañana. Los estandartes ondeaban al viento, y las cimitarras, lanzas y mazas destellaban como heraldos de venganza.

—¡Es el walî Mirhem! —exclamó una de las mujeres, su voz cargada de esperanza.

El caos estalló entre los invasores. Algunos intentaron formar un muro de escudos improvisado, mientras otros retrocedían aterrados. Pero la fuerza y el orden de los jinetes de Ilam eran imparables. Con un estruendo ensordecedor, los caballos arrollaron la línea enemiga. Las cimitarras cortaron el aire con precisión mortal, las lanzas derribaron a los que intentaban resistir y las mazas destrozaron huesos con violencia implacable.

El ataque fue un torbellino de sangre y acero. Los atacantes, sorprendidos y mal organizados, apenas pudieron resistir. Cuando la infantería de Ilam llegó, llevando los estandartes del Imanato de Iranshahr y la inscripción sagrada en honor a Allah, la balanza se inclinó completamente.

Los sobrevivientes entre los invasores, pocos y aterrorizados, soltaron sus armas y huyeron. Algunos cayeron de rodillas, rogando clemencia, pero los soldados no ofrecieron misericordia. Los horrores que habían infligido a la aldea no merecían perdón, y los hombres de Ilam lo dejaron claro con cada golpe certero.

Cuando la batalla terminó, las mujeres y los hombres capturados fueron liberados. Bezma, temblando y con el rostro cubierto de lágrimas, apenas podía moverse. Fue entonces cuando el walî Mirhem Reso apareció, montando un corcel negro y vistiendo una armadura decorada con intrincados grabados de versos del Corán. Su presencia imponía respeto, y la furia se dibujaba en su rostro como una tormenta a punto de estallar.

Mirhem desmontó, examinando los restos del ataque con una expresión severa. Al llegar donde estaban los sobrevivientes, su voz resonó con autoridad:

—¿Quién se atreve a traer este caos a nuestras tierras?

Los soldados comenzaron a registrar los cadáveres enemigos, buscando pistas sobre su identidad. Uno de ellos trajo al walî un escudo con un emblema desconocido, un diseño extraño que no pertenecía ni a los cruzados ni a las tribus locales.

—Su excelencia, mire esto.

—Esto no es de aquí... —dijo Mirhem en voz baja, su mirada oscureciéndose—. Este diseño... nunca lo he visto antes.

Uno de los oficiales, un veterano de muchas campañas, se inclinó para examinarlo.

—¿Cree que son parte de una nueva fuerza? ¿Aliados extranjeros de los cruzados?

—No lo sé —respondió Mirhem, enderezándose con solemnidad—. Pero si están dispuestos a atacar aldeas indefensas de esta manera, su naturaleza es clara: son enemigos de toda civilización.

Mirhem hizo una señal, y el oficial asintió, llevándose el escudo para incluirlo en el informe al Sha.

—No son cruzados ni traidores de nuestras tierras —murmuró Mirhem, más para sí mismo que para los demás. —Esto es obra de extranjeros.

Bezma, aún temblorosa, observó cómo el walî Mirhem conversaba con sus hombres. Las palabras que intercambiaban estaban cargadas de preocupación, estrategia y una creciente certeza de que el peligro iba más allá de lo que habían imaginado. La joven escuchaba fragmentos de su conversación, su mente confusa y aún dominada por el dolor, pero la gravedad en el tono de los hombres era inconfundible.

—Su excelencia, algunos han huido hacia la frontera de Ultramar —murmuró un capitán mientras se inclinaba hacia Mirhem, señalando el horizonte.

El walî frunció el ceño, pensativo.

—Hacia Ultramar... Entonces, la carta que recibió el Sha puede ser cierta —dijo en voz baja, casi para sí mismo—. La paloma mensajera que trajo noticias de Bagdad... Decían que estaba bajo asedio.

Las palabras parecieron encender un debate entre los soldados.

—¿Una guerra civil en Ultramar? —preguntó uno de los oficiales cercanos, rascándose la barba con gesto incrédulo.

Mirhem negó con un movimiento firme de la cabeza.

—No. Los cruzados no son tan estúpidos. Y si lo fueran, nuestro señor no habría permitido que su hija viajara hasta Jerusalén para sellar los acuerdos. Esto es diferente. Si los rumores son ciertos, realmente están bajo asedio. Y nosotros tenemos órdenes que cumplir.

Un jinete, cubierto de polvo y con la armadura salpicada de sangre, habló con un tono grave mientras señalaba uno de los cuerpos mutilados de los invasores.

—Antes, estaba expectante respecto a esos rumores. ¿Viajar hasta Bagdad solo para confirmar si los cruzados están bajo ataque? Parecía un capricho de cortesanos. Pero ahora... —hizo una pausa, su rostro endurecido por la experiencia del combate—. Ahora creo que debemos informar al Sha que los enemigos son reales.

Mirhem asintió lentamente, su mente ya trazando el curso de acción.

—Cewher, regresa a Ilam de inmediato y envía un mensaje urgente hasta Isfahán. Que el Sha sepa que los rumores se confirman. Nosotros nos moveremos rápidamente hacia Bagdad para comprobar la situación de los cruzados. Si están realmente bajo asedio, podría ser necesario convocar a nuestras fuerzas.

El walî se detuvo, su mirada recorriendo la devastación de la aldea. Hombres heridos, mujeres llorando, niños aferrándose a los cadáveres de sus padres. Sus ojos finalmente se cruzaron con los de Bezma. En su rostro, aún joven pero marcado por la responsabilidad de su rango, se dibujó una expresión de profunda severidad.

—Y que ayuden a estos campesinos. No soporto verlos así de heridos y desamparados —añadió, su voz firme, pero cargada de compasión.

Bezma, aún paralizada por el impacto de todo lo que había ocurrido, sintió que el walî hablaba directamente a su dolor. Mirhem se giró hacia un grupo de soldados que aguardaban cerca.

—Recojan a los heridos y asegúrense de que los aldeanos tengan comida y agua. No dejaremos que esta gente muera después de haber sobrevivido a este horror.

Los soldados se pusieron en movimiento, ayudando a los aldeanos a levantarse, ofreciéndoles agua y envolviendo heridas con vendas improvisadas. Bezma se dejó caer al suelo, sintiendo que sus piernas no podían sostenerla más. Una mujer mayor, una de las sobrevivientes, se acercó y la abrazó, llorando en silencio junto a ella.

Mientras tanto, el walî Mirhem caminaba entre los cuerpos de los invasores, inspeccionando personalmente cada insignia, cada detalle en sus ropajes y armaduras. 

20 de Febrero de 1459
Bagdad, Imperio de Ultramar

Ese domingo, las iglesias de Bagdad tocaron las campanas con insistencia, llamando a los fieles a misa. Era un intento de ofrecer consuelo a los aterrados habitantes de la ciudad, atrapados entre las murallas y el inminente peligro que acechaba desde el exterior. Las calles que aún no habían sido alcanzadas por los incendios estaban llenas de rezos y cantos. Los sacerdotes, hablaban con fervor de la protección divina y del triunfo de los justos, buscando encender una chispa de esperanza en las almas de los ciudadanos.

Mientras tanto, en las murallas, los defensores seguían resistiendo el despiadado asalto del enemigo. Eran demasiados, y ellos eran pocos. Con los suministros menguando y sin posibilidad de refuerzos inmediatos, el panorama era desolador. La ciudad estaba completamente rodeada, sus rutas comerciales y vías de escape bloqueadas.

El comandante Thibaut, un veterano de muchas batallas, sabía que no podían resistir mucho tiempo más. Las bajas acumuladas durante los ocho días de asedio eran devastadoras: seis mil hombres muertos o heridos. Su ejército, compuesto por soldados y milicias locales, estaba al límite de sus fuerzas. Los rumores corrían como pólvora: alguien había divisado un destacamento persa observando desde la distancia, detrás del ejército enemigo. Aunque los persas se habían retirado tras unas horas, la posibilidad de que se unieran al enemigo era una sombra que oscurecía aún más sus ya menguadas esperanzas.

Los invasores, que se hacían llamar saderanos, habían demostrado ser implacables y crueles. Parecían ansiosos por capturar la ciudad, probablemente para establecer una base logística que asegurara sus futuras campañas. Thibaut sabía bien que "un ejército no avanza con el estómago vacío". Bagdad, con su posición estratégica y sus abundantes recursos, era una joya demasiado tentadora para dejarla escapar.

Thibaut ascendió las escaleras que llevaban a la muralla con movimientos pesados. Su armadura de malla, ennegrecida por el humo y el polvo, emitía un leve tintineo con cada paso. Su brazo derecho, el mismo que había empuñado la espada para decapitar a decenas de enemigos durante esos interminables días, estaba adolorido. Aunque era su brazo fuerte, empezaba a resentir el peso de la batalla continua.

—Si el mensaje llegó a Jerusalén, el emperador no tardará en enviar sus huestes —murmuró para sí mismo, con la esperanza como un débil faro en su interior. Pero la gran incógnita era si podrían resistir lo suficiente como para que los refuerzos llegaran.

Al llegar a la cima de la muralla, ajustó su casco spangenhelm y miró hacia el vasto campamento enemigo. Las tiendas de los saderanos se extendían como un océano de lona y estandartes extraños. Habían repelido ya dos asaltos directos, logrando incendiar el ariete enemigo en el último intento. Sin embargo, los invasores lo habían retirado rápidamente, cubriéndolo de tierra y salvándolo de la destrucción total. Ahora lo tenían listo para volver a la carga, estacionado fuera del alcance de sus arqueros.

Desde allí también podía ver las horrendas bestias aladas que los saderanos desplegaban. Dragones, engendros de pesadilla, surcaban los cielos con un estruendo atronador, arrojando fuego sobre los barrios de la ciudad. Los incendios no solo devastaban los hogares de los civiles, sino que obligaban a los defensores a desviar hombres para apagarlos. Había ordenado la formación de patrullas de bomberos, pero incluso eso era un paliativo menor frente a la magnitud del desastre.

A pesar de los esfuerzos, los dragones no se habían mantenido a distancia durante mucho tiempo. Habían cobrado cientos de vidas, arrasando con las murallas y provocando incendios que se propagaban rápidamente. Dos de estos monstruos fueron derribados por los valientes ballesteros. El primero cayó tras un afortunado disparo en el ojo, y el segundo fue derribado cuando su jinete murió por un tiro certero en el pecho. La criatura, sin control, se estrelló contra el suelo, rompiendo huesos y estructuras a su paso.

—Malditos demonios... —murmuró, mientras sus ojos seguían la trayectoria de uno de los dragones que volaba a baja altura, causando pánico entre los hombres en las almenas.

En el campamento enemigo, la organización era casi tan impresionante como aterradora. Los saderanos operaban con una eficiencia militar que dejaba en claro su experiencia en campañas prolongadas. Sus estandartes, decorados con símbolos desconocidos, se alzaban sobre cada formación, y las columnas de humo de sus hogueras llenaban el aire con un aroma de carne asada y madera quemada.

Thibaut los observaba desde las almenas, rascándose la barba con gesto pensativo. Los saderanos no eran simples bárbaros; su maquinaria de guerra era prueba de ello.
Sin embargo, lo que más preocupaba a Thibaut era el ariete, una estructura imponente reforzada con hierro y madera tratada. Si los saderanos lograban acercarlo lo suficiente de nuevo, las puertas de la ciudad no resistirían por mucho tiempo.

—No temo a la muerte, pero si esas puertas caen... —se dijo a sí mismo, escupiendo al suelo con desprecio.

El comandante giró su mirada hacia el horizonte. Necesitaban un milagro, uno que pudiera igualar las fuerzas. Si Bagdad caía, no solo significaría una pérdida estratégica para el Imperio de Ultramar; también sería un golpe devastador para la moral de todos los reinos cristianos de la región.

El domingo avanzaba lentamente, y el sol abrasador se cernía sobre la ciudad, intensificando el sufrimiento de sus habitantes y defensores. Desde la muralla, los cantos provenientes de las iglesias llenaban el aire como un débil recordatorio de la presencia divina en medio del caos.

Thibaut tomó aire profundamente, dejando que la brisa caliente y seca llenara sus pulmones. Volvió su mirada hacia el campamento enemigo, pero esta vez, sus ojos brillaban con una mezcla de desafío y determinación.

—Si no llega un milagro... entonces seremos nosotros quienes lo fabriquemos.

Con esas palabras en mente, descendió de la muralla para reunirse con sus oficiales. Había mucho por hacer: preparar emboscadas, reforzar las puertas y mantener alta la moral de los hombres. Bagdad no caería sin luchar. Si esta era la última batalla, entonces sería una que el enemigo no olvidaría jamás.

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