Prólogo ✔

Nae'veri, Infierno este

Ilarion suspiró al sentir un fuerte, pero fugaz dolor en su abdomen. El proceso había comenzado de nuevo. Cada ciclo le parecía una interminable tortura pues debía esperar a que su cuerpo creciera para igualar su mente y, cuando al fin lo hacía, ni siquiera tenía el tiempo suficiente para disfrutar la vida. ¿Qué podía hacer en tres mil años? Dos mil de ellos siempre se iban tan sólo en la maduración de su cuerpo y sus poderes, los otros… Otro dolor lo atravesó antes de desvanecer por completo.

Mi vida es una verdadera mierda.

Debido a sus escasos síntomas podía decir que le quedaba algo más de una semana de vida. Luego su muerte llegaría, lo único que le traía verdadera paz, y el ciclo comenzaría una vez más.

Apretó los dientes y cerró los puños, intencionalmente clavándose sus garras.

Sangre gris oscura metálica se derramó al suelo atrayendo a unos pequeños peces fantasmales. Cuando los Shyerti se acercaron a lamer la sangre, Ilarion los recibió soplando un viento helado que los congeló casi al instante.

Tomó a uno de los tres fantasmas envueltos en hielo y lo llevó a su boca, arrancándole la cabeza de un solo mordisco.

—Malditas alimañas —murmuró con amargura mientras devoraba el resto del Shyert—. Me comerían vivo si pudieran. En el fondo desearía que lo hicieran.

Tendió la mano para tomar el segundo cuando la puerta de su habitación se abrió y su padre apareció en el umbral.

El príncipe de los Siryonis entró con su piel humana y el corto cabello negro mojado. De seguro venía de ver a su hermana, Amaymon, gobernadora del este y la reina del imperio sumergido.

Los ojos anaranjados del antiguo demonio parecían tristes y vacíos. Sus pasos eran lentos e inseguros, como si temiera enfrentarlo; nada característico de un ser de su poderío. No veía a su padre en ese estado desde la primera vez que había muerto.

Levion haló una silla frente a su hijo, tomó la paleta de Shyert que quedaba en el suelo y se sentó mientras masticaba su pequeño bocado.

—Te ves peor que yo —apuntó Ilarion riendo por lo bajo.

—Veré morir a mi único hijo por cuarta vez sabiendo que su sufrimiento es mi culpa —Lágrimas llenaron sus ojos haciendo que los cerrara por un momento—. ¿Crees que debería estar feliz por eso?

—No deberías, viejo, pero no puedes sufrir más de lo que yo debo soportar cada tres milenios.

—Y aún así percibo todo tu dolor como si fuera en carne propia.

Ilarion arrugó el ceño y arqueó una oscura ceja. Su padre no solía ser tan sentimental, algo debió haber pasado para desestabilizarlo de esa manera.

—¿Qué sucedió, viejo? —Sus ojos amarillos relucieron al observar con detenimiento el lenguaje corporal de su progenitor—. Tú no eres de los que andan lamentándose por las esquinas como doncella despechada. Dime.

Levion suspiró y clavó la mirada en el suelo, lejos de aquellos ojos que le recordaban sus errores. Sacudió la cabeza y apretó la mandíbula hasta hacer sonar sus dientes.

—Perdóname, hijo. Después de tanto tiempo la encontré, pero la maldita se me escapó de entre las garras —Lanzó un rugido estrangulado y, por un momento, sus irises desaparecieron en mares azabaches—. Al menos aún hay esperanza de revertir tu maldición. Ella permanece como ángel caído, no ha completado su transformación en un demonio.

—Te refieres a… Ella me odia, nunca aceptaría revertir la maldición —afirmó Ilarion con el rostro frío e inexpresivo.

—La obligaré a hacerlo —aseguró Levion con rabia contenida en su voz para luego levantarse y dirigirse a una gran ventana de cristal. Al frente suyo podía verse un enorme cuerpo de agua tan negra como la eterna noche infernal.

El joven demonio siguió la mirada de su padre, anhelando hundirse bajo aquellas aguas y regresar al palacio sumergido; sin embargo, su condición no se lo permitía.

—Nunca he entendido ese odio absurdo que siente por mí. No fue mi culpa haber nacido ni fuí quien le arrebaté su Gracia —murmuró sin quitar la vista de la oscura masa de agua—. Fue su decisión acostarse contigo; ella misma se cortó sus alas. ¿Por qué me culpa a mí? ¿Por qué soy yo quien debo pagar por una decisión que ella tomó?

—No te culpa a ti, diga lo que diga, a quien realmente culpa es a mí —El príncipe demoníaco se volteó hacia él con la mirada llena de pesar—. Cuando se dio cuenta de lo mucho que significabas para mí, no dudó en usarte para vengarse del daño que le hice. Mi error fue creer que ella me amaba más de lo que amaba a su dios.

—¿Y qué tiene de maravilloso ser un ángel? Hazme entender por qué ella no nos escogió, viejo. ¿Qué tiene de genial el ser un esclavo de la luz?

—Eso puedes responderlo tú mejor que yo, Ilarion, pues parte de ti pertenece a esa misma luz.

Lo que será un día Inglaterra,
10,017 A.C (Mesolítico)

Levion la ayudó a recostarse en su cama de piedra recubierta por pieles y hierbas.

Detestaba su estado y el tener que esconderse bajo tierra como una vil criminal. Ella era un Argikel, una hija luminosa de Jehová, fiel servidora del Señor…

No. No lo eres, ya no.

Sus ojos amarillos se llenaron de lágrimas atrayendo la atención de su compañero, quien no dudó en preguntarle qué le ocurría. Entrecerró los ojos, mirándolo con tanta ira que temía matarlo allí mismo sin embargo, él no lo vio o escogió ignorarlo.

Levion era el culpable de su deplorable estado. Sus alas… sus hermosas alas estaban quemadas y negras, todo debido a él.

Odiaba tener su hijo en el vientre y soportar las caricias de aquel que la había destruido. Su piel se le crispaba cada vez que las manos del maldito demonio la tocaban, pero lo peor era verlo desbordar amor hacia su hijo no nato en vez de sobre ella.

¿Acaso no soy yo quien perdió todo? Deberías desvivirte por mí no por la criatura en mi vientre.

Miró a su alrededor mientras otro dolor repentino la recorrió, algo se rompió en su interior y agua salió de su cuerpo hasta mojar su cama. La criatura estaba por nacer. Alegría invadió su pecho al ver la oportunidad de deshacerse del mayor error en su larga vida.

Deseaba que saliera de una vez y por todas para finalmente tener paz. Escapar de aquellos túneles y habitaciones subterráneas que los mortales usaban para viajar entre imperios violentos antes del gran diluvio universal. Añoraba el sol sobre su piel, estirar sus alas y volar; perderse en el firmamento hasta volver a su hogar para rogarle perdón a su padre.

Inhaló hondo cuando otro repentino, pero fugaz dolor la atacó, obligándola a pujar. Reunió sus fuerzas y pujó lo más fuerte que pudo hasta sentir una energía cálida ser expulsada de su cuerpo.

Levion tomó una pequeña esfera de energía blanca y negra, las cuales giraban en direcciones opuestas sin llegar a mezclarse, en sus manos para luego depositarla sobre el pecho de ella. Al reconocer a su madre, la esfera emitió un sonido extraño, muy parecido al de una gaviota, y comenzó a cambiar de forma hasta que un bebé descansaba sobre el pecho de la mujer.

Ella lo observó con repugnancia.

La abominación tenía la piel azul claro con rayas, apenas visibles, de un tono más oscuro y uno blanquecino alrededor de todo el cuerpo. Había membranas entre sus dedos, sus pies parecían la cola de un pez y dos aletas dorsales surgían desde la base del cuello hasta desaparecer en sus nalgas. Su cabeza estaba cubierta de fino cabello azabache, el cual ocultaba parcialmente sus orejas puntiagudas.

Era horrendo; una abominación que nunca debió haber nacido. Con un grito de indignación, que hizo llorar al bebé, lo empujó lejos, haciéndolo caer sobre la cama de roca y se levantó con piernas temblorosas.

—¡No quiero tocar esa cosa NUNCA más!

—¿Qué carajo te pasa, Belén? —Levion gritó antes de aparecer frente a la cama y tomar a su hijo en brazos. El pequeño continuó llorando mientras se aferraba con más fuerza a su padre.

—¡Estoy harta de fingir que todo está perfecto! Harta de convencerme que tú y ese monstruo valieron la pena —exclamó, señalándolo y extendiendo las alas—. ¡No! No valen la pena. Yo quiero regresar al cielo y rogarle perdón a mi padre, pero se que no me aceptará de vuelta. Ustedes me contaminaron para que mi familia me desterrara; tú y esa abominación que cargas en tus brazos son los culpables de mi desgracia.

—¿Acaso perdiste la razón? —su compañero gruñó entre dientes para no asustar más a su bebé. Suspiró tratando de calmarse e intentó de nuevo—. Intenta calmarte, ashar, nuestro hijo te necesita.

—Aléjalo de mí, yo no tengo hijos —afirmó con los llameando como el mismo fuego y luego comenzó a recitar un verso en enoquiano.

—No. Te suplico que no lo hagas. ¡Basta, ya basta, Belén! —Levion intentó proteger al niño, pero aún así un brillo dorado cayó sobre él para luego desaparecer. Percibiendo el olor rancio de la maldición que marcaría a su hijo por la eternidad, el príncipe fulminó con la mirada a lo que fue el ángel que amaba—. ¿Cómo pudiste ser tan desalmada?

Invocando una lanza dorada que se tornó negra y un poco retorcida, el ángel caído le devolvió la mirada con una amplia sonrisa.

—Es sólo lo que merece por quitarme mi Gracia —dijo, alzando la lanza hacia el techo de la habitación, logrando que un rayo de luz oscura taladrara un hueco hasta la superficie. Sin otra palabra o siquiera una mirada, salió volando por el hueco deseando olvidar todo lo ocurrido. 

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Canción: "No ha parado de llover" de Maná.

Argikel= ángel en enoquiano
Ashar= amor en lengua demoniaca
☆Nae'veri= territorio que gobiernan los demonios acuáticos Siryonis.

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