El Encuentro
Capítulo 1
David Tollander, un hombre de 30 años con amplia experiencia como asesino profesional, se destacaba en la clandestina industria de A.E.S. —Asesinos Encubiertos Solventes—, donde solo los mejores lograban sobrevivir. Como muchos de sus colegas, David era atractivo, un requisito indispensable en ese mundo. Medía 1,85 metros, tenía el cabello castaño con una pigmentación rubia natural, y sus ojos, azules como el hielo, brillaban con la vitalidad de un manantial. Su cuerpo, musculoso y fornido, destacaba bajo cualquier traje que llevara, y para agregar a su atractivo, era ligeramente velludo en las cantidades perfectas y en los lugares precisos, lo que, lejos de ser desagradable, acentuaba su masculinidad.
Además de ser atractivos, los asesinos de A.E.S. debían tener un alto coeficiente intelectual. David, con un IQ de 140, rozaba el límite para ser considerado un genio, de no ser por eso 10 puntos faltantes. Aunque no alcanzaba esa etiqueta, no tenía nada que envidiar a quienes sí lo eran. La infiltración era una habilidad esencial: debían poder pasar de ser un millonario con traje, a un humilde barrendero tratando de colarse en un club nocturno por unos tragos. David incluso había fingido ser un mendigo en múltiples ocasiones para cumplir con sus misiones.
Todos los asesinos estaban registrados en la infame Blacklist —Lista Negra— global, donde figuraban aquellos que, a los ojos de algunos, merecían ser eliminados. La recompensa por su cabeza podía ser suficiente para vivir diez vidas y aún dejar dinero en el banco. Además, estos hombres debían ser expertos en una amplia variedad de disciplinas: mecánica, telecomunicaciones, sistemas, programación, electrónica, ingeniería, medicina, y cualquier otra habilidad que uno pudiera imaginar. No se trataba solo de ser competentes, sino de ser los mejores, capaces de enfrentarse a las organizaciones encubiertas más poderosas del mundo, como la CIA en Estados Unidos, el DRM en Marruecos, la AFI en Argentina, la DIS en Costa Rica, el SIM en Cuba, el CNI en México, el SEBIN en Venezuela o el ISI en Pakistán, entre otras. David, por supuesto, estaba a la altura.
Sin embargo, David se aburría en la mayoría de sus trabajos. No podía negar que, para él, eran demasiado sencillos. Su enfoque laboral se centraba en el equilibrio: evitar trabajos tan peligrosos que pudieran costarle la vida o condenarlo a una existencia en constante huida, pero también alejarse de tareas mediocres propias de un novato. Prefería trabajos simples, acordes a su nivel y su cordura, pero debía admitirlo: eran aburridos. Mantener ese "equilibrio" era seguro, pero tedioso.
Claro, eso no significaba que de vez en cuando no tomara algún trabajo peligroso, pero esos eran solo para romper la rutina. Sin embargo, jamás imaginó que acabaría aceptando un trabajo tan insignificante como el que tenía entre manos en ese momento.
David se encontraba en un salón de fiestas en Irlanda, cuyo nombre ni siquiera recordaba. Lo único que sabía era que se trataba de un lugar lujoso y caro, y que el hombre que había organizado el evento tenía mucho dinero, ya que el festejo se realizaba en un castillo medieval conservado.
Miraba el lugar con poco interés, había una mezcla de historia y opulencia moderna, que de ser uno de los tantos estirados, le hubiera dado el valor que merecía. Pero no, no era su caso. Las paredes de piedra, contrastaban con la iluminación suave y dorada de las arañas de cristal que pendían del techo abovedado. El aire estaba perfumado con una mezcla de cera de velas y flores frescas, mientras los ecos de risas y conversaciones se perdían en los amplios corredores. Las alfombras de terciopelo profundo absorbían el sonido de los pasos, añadiendo una sensación de intimidad en medio del lujo ostentoso. La riqueza del lugar se sentía en cada detalle, desde los tapices antiguos que adornaban las paredes hasta los muebles finamente tallados que, a pesar de su antigüedad, parecían nuevos bajo la luz cálida.
Inicialmente, había asumido que se trataría de un evento lleno de irlandeses, pero no. El lugar estaba repleto de personas de diversas etnias: asiáticos, árabes, rusos, norteamericanos, centroamericanos, e incluso australianos. Lo más sorprendente era que el anfitrión principal, a pesar de la inmensa fortuna que debía tener, era sudamericano. Más específicamente, venezolano. Aunque, a juzgar por las raíces antropológicas del anfitrión y su esposa, ambos parecían tener ascendencia europea, aunque nacidos en ese país tropical.
A pesar de que su labor en ese lugar era básicamente la de una niñera —actuando como guardaespaldas personal de la familia—, al menos podría disfrutar de un entorno espléndido, con buena comida y bebida, aunque rodeado de gente desagradable. Excepto la familia, claro está. Debía admitir que, a pesar de su riqueza, eran sorprendentemente cálidos, aunque de una manera tan inusual que le ponía los pelos de punta.
Aceptó el trabajo porque, a pesar de su simplicidad, ofrecía una paga generosa. Naturalmente, entrevistó al Sr. Velázquez para detectar posibles trampas en el contrato, pero todas las respuestas fueron convincentes. Aunque intentó realizar un juego mental para descubrir algo sospechoso, el hombre se mantuvo firme en lo que parecía ser la verdadera naturaleza del trabajo: protegerlos. Lo que mantenía a David en alerta constante era que el Sr. Velázquez tenía enemigos, en su mayoría personas envidiosas que no lograban manchar su nombre ni sus acciones. Resultaba que la fortuna de la familia Velázquez no provenía de negocios turbios, sino de una antigua herencia y una excelente administración financiera que había multiplicado su riqueza de manera legal. Para David, esto era impresionante, y tras corroborar la información con la agencia para la que trabajaba, confirmó que todo era cierto. Esa honestidad era algo poco común en su experiencia.
—Verás, David, no te dejes engañar por las sonrisas de todos aquí; están más cargadas de hipocresía y deseos de verte caer que de verdadera alegría por tu presencia —comentó el Sr. Velázquez, esbozando la misma sonrisa falsa que acababa de condenar.
A su lado, su esposa sonreía con la misma clase y elegancia, pero a diferencia de él, ella parecía realmente complacida.
—Raúl, querido —intervino la Sra. Velázquez—. Debes entender que nuestra posición requiere este tipo de eventos. Sería más extraño que, siendo quienes somos, evitáramos situaciones como esta. Además, según los estudios psicológicos, sonreír es beneficioso, y si añades un abrazo... —se detuvo un momento para dar un corto abrazo a una mujer que se acercó a saludarlos—, dicen que mejora aún más tu salud mental y felicidad.
—Habla por ti, mujer —replicó el Sr. Velázquez—. Siempre me siento enfermo en lugares como este.
—Lo sé, pero quería ver hasta qué punto te atreverías a contradecir la ciencia —respondió ella, saludando con la mano a una pareja al final de una de las mesas.
—No deberías ponerme a prueba después de más de treinta y cinco años de matrimonio. Ya deberías conocer mis respuestas. Sorprenderte a estas alturas sería más bien una ofensa —declaró él.
—Ofensa o no, me gusta pensar que la sorpresa es la chispa que necesitamos para evitar que el matrimonio se vuelva aburrido. Y te guste o no, querido, siempre logras sorprenderme. Justo cuando creo que te conozco por completo, haces algo inesperado. He aprendido que somos seres en constante construcción y, al mismo tiempo, en demolición —aclaró ella.
—¿Una eterna construcción? —preguntó Raúl.
—Sí, o una eterna destrucción, según prefieras verlo —respondió ella, dándole un beso en la mejilla—. Deja de hablar y ahora invítame a bailar como cuando teníamos dieciséis años.
—Yoli, ¿me concedes este baile? —dijo el Sr. Velázquez con una sonrisa, inclinándose de manera elegante para pedir la mano de su esposa.
Ella fingió sorpresa, pero soltó una carcajada genuina cuando Raúl la llevó hacia la pista de baile, donde una docena de parejas ya se movían al ritmo de la música. David se quedó en su lugar, observando cómo parecían revivir los recuerdos de su juventud en ese baile. Era una escena bonita, pero a David le costaba creer que fueran tan perfectos. Después de todo, ¿quién lo era?
Y era que, el tiempo parecía no hacer mella en ellos. Aunque ambos tenían el cabello canoso, Yoli lo teñía de un rubio envejecido que lucía perfectamente cuidado, reflejando la dedicación y el dinero invertido en su apariencia y su salud. Ella llevaba un vestido rosa pastel, mientras que Raúl vestía un traje blanco impecable.
—Debe ser aburrido para ti estar todo este tiempo a nuestra sombra —dijo una voz familiar que, por primera vez, se dirigía a David.
—No, señor —respondió David sin perder de vista a sus clientes.
—No te creo. Yo, en tu lugar, estaría aburrido como un muerto, con un cuervo en la cabeza —replicó la voz, ahora en tono juguetón.
David optó por no responder; el chico empezaba a ser una molestia.
El joven se colocó frente a él. Le miraba directo a los ojos y con una sonrisa en el rostro. Sus dientes perfectos y labios enrojecidos y húmedos, contrastaban con sus ojos color miel. Al ser más bajo, tenía que levantar el mentón para mirar a David. Pero había una mezcla desafiante en él, que no pasó desapercibido para David.
—¿Por qué no me respondes? —preguntó, el muchacho confundido.
—Señor, no quiero responderle de mala gana —dijo David, manteniendo la vista en sus clientes.
—Entonces no lo hagas, simplemente responde —insistió el chico, como si fuera lo más lógico del mundo, y lo era.
—Con todo respeto, señor, usted es usted, y yo soy yo. Es lógico que, como individuos, veamos el mundo de manera diferente. La gente común, tal vez, vea el trabajo como un hecho aburrido, y admito que a veces pudiera serlo, pero sigue siendo mi trabajo, y lo haré, por muy monótono que sea —respondió David, con un tono que denotaba cierta prepotencia, sin apartar la mirada de Yoli y de Raúl en la pista.
—Ves, eso es una respuesta —dijo el joven, fastidiado—. Bastante irónica, pero honesta. Aunque, de alguna manera, con tus palabras, me has llamado común por creer que tu trabajo es aburrido. Pero como la gente común se enojaría contigo por esa respuesta que, si bien no fue irrespetuosa, fue una patada en el culo, debo decirte que por mi parte, solo estoy agradecido. Me has hecho ver tu trabajo no como algo tedioso, sino como una necesidad.
—¿Necesidad? —preguntó David, mirando por primera vez a Gabriel. Tenía el cabello oscuro, corto y ondulado, una nariz perfilada, una mandíbula cuadrada pero delicada, y esos ojos color miel que brillaban junto a una sonrisa.
—Sí, David —recalcó Gabriel, tuteándolo—. Aunque, siendo sincero, no entiendo tu motivación. La necesidad de hacer este trabajo, notoriamente, no tiene nada que ver con problemas económicos. Sé que vives muy bien, y que, de hecho, tienes dinero suficiente para darte muy buenos lujos como los ricachones de esta fiesta. Entonces, si aceptar este trabajo no tiene nada que ver con resolver tus problemas económicos, podría tratarse de obtener simplemente dinero fácil o que tienes otra intención real... —Gabriel tomó una copa de un camarero que pasaba, y añadió—: La pregunta es, ¿cuál es tu verdadera necesidad?
David entrecerró los ojos y, sin vacilar, tomó a Gabriel del brazo y lo apretó, dejando claro que podía haber problemas.
—Dime ahora mismo, ¿cómo sabes todo eso? ¿Trabajas para alguien? —demandó.
—¡Auch! —se quejó Gabriel, sin disimular el dolor—. Primero, si observas bien este lugar, verás que no necesito trabajar. Segundo, ese dinero que no trabajo lo puedo usar para averiguar de ti.
—¿Por qué? —preguntó David, haciendo énfasis en la gravedad de lo que había dicho—. ¿Qué tanto sabes?
Gabriel frunció el ceño.
—Porque me dio la gana de investigarte, solo por eso —respondió—. No sé más que eso.
David lo soltó, pero supo que mentía. Gabriel estaba nervioso. Incluso, lo vio mirar a su alrededor para ver si alguien los observaba, y David entendió que debía sacarle la verdad a ese chico, fuera como fuera, pero tenía esperar el momento adecuado; incluso si eso implicaba torturarlo. Más importante que su trabajo era su vida, y la apreciaba lo suficiente como para no permitirse estupideces de sus clientes, y menos de un crío como ese.
—Mientes —dijo David finalmente—. Estoy entrenado para detectar la verdad, y sé que estás mintiendo. Sea lo que sea que estés planeando, sea que trabajes para alguien o no, debes detenerte ahora, o no vivirás lo suficiente para seguir desangrando el dinero de tu padre.
—¿Me amenazas? —preguntó Gabriel, escandalizado.
—Sí, pero tómalo como una advertencia. No habrá necesidad de llegar a más si me obedeces —respondió él.
Gabriel no esperaba que el encuentro tomara un giro tan patético. Para él, había una diferencia entre ser un idiota y ser un matón cualquiera. Estaba a punto de decirlo cuando un grito resonó en la sala. David, con todos sus sentidos alertas, vio que un hombre había caído al lado de sus clientes, con un disparo en el pecho. En menos de un segundo, calculó la trayectoria de la bala y localizó al francotirador oculto en un balcón, camuflado entre las cortinas. Sin dudarlo, sacó su arma y disparó, haciendo que el francotirador cayera al primer piso.
El caos estalló de inmediato. La gente comenzó a correr, presa del pánico. David arrastró a Gabriel y a sus padres a una habitación cercana, donde otros uniformados los recibieron para escoltarlos hacia el exterior. En cuestión de minutos, estaban dentro de una limusina.
—¿¡Qué diablos acaba de pasar!? —gritó Raúl, enrojecido y temblando—. ¡Por esta mierda es que odio estos eventos! Todos intentan matarnos, como si fuéramos el maldito problema del mundo.
—Cariño, tu boca...
—¡No, Yoli! ¡Mi maldita boca está donde debe de estar! —replicó furioso.
Gabriel miraba por la ventana, aterrorizado. Nunca había visto morir a alguien, y la duda de que la bala podría haber sido para sus padres lo inquietaba aún más.
—¿La bala iba dirigida a nosotros? —preguntó Raúl a David.
—Sí, señor. Es probable que el tirador no tuviera mucha experiencia o que el hombre que fue alcanzado simplemente se cruzara un segundo antes de que la bala lo alcanzara a ustedes —explicó David.
—¡Maldita sea! —exclamó Raúl, sacando su celular. Al atenderle, dijo—. Quiero que lleven a ese hombre al centro médico más cercano y que cubran todos los gastos. Denle todo lo que necesite como disculpa por el incidente. Y atrapen a ese desgraciado que disparó. Si sigue vivo, interróguenlo. Si no, identifíquenlo y encuentren una pista sobre quién está detrás de esto —colgó.
—Señor Velázquez, debo advertirle que si ese hombre es un asesino profesional y sigue con vida, no hablará. Es posible que se suicide antes de confesar algo.
—Entonces, ¿qué se supone que debemos hacer? ¿Nada? —rugió Raúl.
—No sugiero eso —respondió David—. Lo mejor sería usar drogas que lo hagan hablar y perder el sentido de la realidad.
—¿Pero cómo podemos estar seguros de que dirá la verdad bajo esas condiciones? —Yoli preguntó, con el mismo semblante de horror de Gabriel.
—Con contactos e internet. Es más fácil encontrar una pista a partir de una mentira, que de la boca silenciada de un muerto —agregó David.
—Haz lo que él dice, Raúl —vociferó su esposa—. Parece que sabe de lo que habla.
—Digamos que he vivido lo suficiente como para aprender algo de este negocio —dijo David con una sonrisa.
Gabriel le miró desconcertado. Quería preguntarle como es que podía mantenerse en calma, pero no tenía sentido. No allí. No pudo evitar sonreír también, y David se dio cuenta de que esa sonrisa iba dirigida hacia él. Si había algo que David también sabía, era leer a las personas, y no le costó entender que él le gustaba a Gabriel. Un simple problema que podía resolverse rompiéndole el corazón, porque si algo tenía claro, era que él se interesaba en las mujeres. Aunque, claro, no habría dudado en acostarse con un hombre si el encargo de asesinato lo requería. Pero este no era el caso.
El hotel donde se hospedaban era un auténtico templo del lujo, un oasis de exhuberancia diseñado para satisfacer los caprichos de la élite. La seguridad había sido reforzada rigurosamente bajo las instrucciones de David, en quien el señor Velázquez ya depositaba una confianza inquebrantable. La suite era una vasta sala con detalles dorados y muebles de diseño. Las suaves alfombras de seda amortiguaban los pasos y las paredes revestidas en mármol reflejaban la luz cálida de los candelabros, que iluminaban la estancia con un resplandor suave y envolvente. Sin embargo, el esplendor de aquel lugar palidecía frente a la tensión que impregnaba el aire. Nadie prestaba atención a los lujos, pues el peligro acechaba. Aun así, los cuerpos cansados no podían ignorar la tentación de los sofás, tan cómodos, que podían arrastrar a cualquiera al sueño. Pero había un tema urgente que no podían aplazar.
—David, dadas las circunstancias, creo que necesitamos renegociar los términos del contrato. Anular el anterior y redactar uno nuevo —anunció Raúl, mientras tecleaba en su móvil, dirigiéndose a su abogado.
Yoli estaba sentada junto a su esposo y echaba un vistazo disimulado a su celular, mientras Gabriel, en otro sofá, contemplaba distraído el exterior a través de la ventana. Desde allí, la vista era de ensueño, digna de una película, con colinas ondulantes cubiertas de un verde intenso que se fundían en la distancia. Los bosques frondosos se intercalaban con praderas que parecían no tener fin, salpicadas de pequeñas flores silvestres que añadían toques de color al paisaje. A lo lejos, se vislumbraban muros de piedra antiguos que serpenteaban a través de los campos. El cielo era gris y denso, pero dejaba filtrar los rayos de sol, de vez en cuando, dejando parches de luz en el terreno, creando un contraste dramático que capturaba la esencia mística y melancólica de Irlanda.
—¿A qué se refiere, señor? —preguntó David, con las manos en los bolsillos.
—Quiero que trabaje para nuestra familia. No se preocupe por el pago, le compensaremos bien por sus servicios hoy y, además, recibirá un sueldo fijo mensual, mucho más elevado que lo que ha ganado hoy, para que dirija a mis guardias y contrate a los mejores para proteger a mi esposa y a mi hijo...
—¡No! —gritó Gabriel, alarmando a sus padres.
El silencio que siguió fue incómodo, con miradas inquisitivas hacia Gabriel.
—No quiero otro guardaespaldas, papá...
—No puedo dejarte sin uno —respondió Raúl, frunciendo el ceño.
—No es eso lo que pide, Raúl —intervino Yoli, captando el significado en las palabras de su hijo—. Él no quiere a otro guardaespaldas.
—¿A quién quieres entonces? —preguntó Raúl—. Carlos no es suficiente para enfrentar a asesinos profesionales, y Ángel tampoco. Por eso contratamos a David...
—Es a él a quien quiero —dijo Gabriel, con firmeza.
Yoli suspiró, se levantó del sofá, y susurró a su esposo:
—Por favor, no empiecen otra vez.
—¿Empezar? ¡Yo no estoy empezando nada! ¡Él es el que sigue con sus problemas! —rugió Raúl—. ¡Es torcido!
Gabriel puso los ojos en blanco, se quitó la corbata, y añadió:
—¿Saben qué? No necesitan hacer nada por mí.
—¿A qué te refieres? —preguntó su madre, con el rostro lleno de preocupación.
—Ya entendí que esto no va a cambiar, por más que pase el tiempo —respondió con una risa irónica—. Estoy harto de esta mierda. Me voy por mi cuenta a partir de ahora.
Gabriel se dirigió hacia la puerta de la habitación.
—Si lo haces, olvídate de nosotros —amenazó su padre.
—Como si decirlo lo hiciera cierto. Yo no los olvidaré. Al contrario, necesito recordarlos siempre para tener presente el motivo por el que me voy ahora...
Y se fue.
Yoli, sin pensarlo, le dio una bofetada a su esposo. Raúl la miró, atónito, sin comprender qué estaba pasando.
—Una cosa es que me sorprendas con quién eres, y otra muy diferente que me sorprendas con el concepto que tienes de nuestro hijo. ¡Es mi hijo! Y la definición que tengas sobre él puedes guardártelo, pero para mí, él es lo más valioso que tengo, incluso por encima de ti. Así que arregla todo esto, Raúl.
La mujer tomó su cartera y salió de la habitación también.
Raúl exhaló con fuerza, pateando un mueble y arrojando objetos en un arranque de rabia. La galerna de su mente por pensamientos oscuros y contradictorios fue notorio para David. Sabía que Raúl detestaba la idea de tener un hijo que no cumplía con sus expectativas de masculinidad, un hijo que, a sus ojos, se había desviado de lo que él consideraba "normal." Sin embargo, no podía ignorar el hecho de que, a pesar de todo, amaba a su hijo. Esa lucha interna lo consumía, lo enfurecía aún más, porque no podía entender cómo podía amar tanto a alguien que representaba todo lo que él despreciaba.
Finalmente, con la respiración agitada y los puños aún apretados, se volvió hacia David y, con voz tensa, le ordenó:
—Ve tras él... dile a Carlos que te dé una de mis tarjetas y asegúrate de que tenga todo lo que necesite.
—su hijo es obstinado, va a rechazarlo —respondió David con indiferencia. Lo que menos le gustaba de estos trabajos eran los dramas familiares.
—¡Entonces hazlo sin que se dé cuenta! ¿Entendido? —Raúl gritó, frustrado.
David esbozó una sonrisa tranquila; tipos como Raúl siempre le hacían gracia. Si supieran el peligro que corrían al tenerlo a él cerca... Idiotas, eso era lo que eran. Aun así, debía admitir que, si quería obtener información real de Gabriel sobre las sospechas que le surgieron durante la fiesta, tendría que fingir que lo protegía. Pero si sus suposiciones eran ciertas, Gabriel estaba en serios problemas, y David no era de los que se apiadaban fácilmente.
***
Historia nueva. Coméntenme ¿Qué les parece este inicio?
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