PRÓLOGO II
Mashe se aferraba a la tibia mano de su madre mientras se internaban juntos a la espesura del pequeño bosque. El pecho le ardía al respirar por pasarse la tarde huyendo. Sus pies descalzos se resbalaban por las hojas húmedas que salpicaban el suelo, pero no debía permitirse caer. Eso les retrasaría.
—Mierda —dijo su madre. Tenía el hacha de su abuelo en la mano izquierda—. No escuches, Mashe.
Su abuelo no había querido venir con ellos, diciendo que ya estaba muy viejo. Solo se escondió en un basural al costado del callejón de la taberna. Mashe quería regresar, pero los alashianos estaban por todas partes. Desde algún lugar situado a su derecha, hacia el templo de Saho, el muchacho pareció escuchar gritos. Gritos de lucha.
Las Islas Impropias no estaban preparadas para una invasión. No contra un imperio como el del norte, pero ninguna nación estaba preparada para ello. No había gobierno en las Islas, así que toda la seguridad que había era privada. Muchas veces eran mercenarios y piratas los que cobraban a las grandes Comisiones para protegerlos.
Mientras más se adentraban al bosque, más seguro se sentía. Pero poco les duraría esa seguridad, pues esa invasión no iba ser algo de un día. Las Islas estaban en medio de dos naciones en guerra y era una posición estratégica. La toma era permanente. Mashe sabía que bajo el gobierno alashiano esas islas dejarían de ser un territorio de comercio y juegos y diversión. Todos los hombres serían esclavizados o ejecutados.
Escuchó el crujido de las ramas y giró la cabeza. El miedo le invadía. Él podía enfrentarlos, pero...
—Hijo, no debemos detenernos.
Ella miró el rostro pálido de su hijo. Desearía acariciar su cabellera del color del coral, como lo hacía antes de dejarlo ir a jugar con los hijos de los Comisionados.
—Ma. Yo podría...
—¡No! —sentenció—. Si lo haces sabrán lo que eres.
—No sobrevivirán si lo descubren.
—Dame la vela —pidió ella. Estaba seria. Tan seria como aquellas veces que descubría que su hijo robaba panes.
Él le cedió la vela de mala gana. Era una vela selai. Una vela blanca. Su madre la partió a la mitad y luego la arrojó hacia la oscuridad.
—Nuestras vidas valen más que esta porquería —musitó su madre—. Ahora vámonos. Hay un bote en la orilla del acantilado que estoy segura no está vigilado.
—Pero madre —dijo Masha—, el mar de los lamentados es peligroso de noche.
—¿Prefieres morir colgado por un alashiano?
Él negó con la cabeza.
—Iremos a Ashai —prometió ella. Luego volvió a tomarlo de la mano para seguir huyendo.
De pronto, él sintió que los estaban siguiendo. Estaban muy cerca, pero no los veía. Hasta que de la nada aparecieron varias figuras.
Su madre se detuvo, asustada.
Eran hombres ataviados con armadura de cuero marrón ornamentado. Ellos llevaban mascaras de plata opaca partidas a la mitad que solo cubrían el lado izquierdo de sus rostros. El Ejército de Zinc. Alashianos que iban con largas lanzas negras y con hombreras por donde salían cuernos de zinc. Parecían demonios. Hombres sin alma dispuestos a matar por todas sus diosas, en especial una.
—¿A dónde iban? —preguntó una voz femenina.
Mashe giró la cabeza hacia un lado. La mujer ya estaba ahí, desarmada. Vestía un uniforme distinto al de los varones, con más adornos y condecoraciones y hecho de un cuero más fino. Su rostro estaba oculto tras una máscara de oro.
—La Inquisidora —musitó el chico.
—¿Así es como me llaman aquí? —preguntó. Comenzó a caminar hacia Mashe—. Lo adoro, en serio. Agradezco que me otorguen más títulos.
La máscara dorada que cubría el rostro de la Inquisidora brilló. Solo sus ojos se veían a través de los dos únicos orificios. Mashe nunca había visto de cerca una Sashian. Eran parte de la Facción Imperial y hasta las Princesas les guardaban cierto temor, pues se decía que el proceso para convertirse en una Sashian era tan peligrosos que, las que sobrevivían, se volvían completamente locas.
—Es un insulto —corrigió el chico atrevido, tratando de ponerse delante de su madre—. Por perseguir y asesinar a varios de nosotros.
—Me lo gané por cumplir mi deber —dijo la mujer. Al parecer no era de las que se enojaban cuando un hombre se dirigía directamente a ellas—. Ya veo. Ustedes son alashianos. ¿Huyeron del imperio en la rebelión de invierno?
Él recordó aquella masacre. Solo un poco más de unas trecientas personas habían logrado escapar del asedio a su ciudad en la Rebelión de Invierno. Su padre y sus hermanos mayores habían muerto enfrentándose al Ejercito Dorado.
—¿Invades las islas por nosotros? —preguntó Mashe.
—No seas tonto. —Soltó una risotada—. Una vez que han salido de nuestro territorio ya no son nuestro problema. En la Rebelión solo queríamos recuperar nuestra ciudad.
—Es solo una coincidencia —se dijo la madre.
La Inquisidora la miró pensativa.
—Ustedes decidieron huir a las Islas Impropias en lugar de irse más lejos —se burló La Inquisidora—. Decidieron quedarse justo en un territorio que obviamente íbamos a invadir en caso de una presunta guerra.
Los hombres no se movían. Eran más de una docena. A esas alturas de la noche, las islas seguro ya habían sido tomadas en su totalidad. Ahora pertenecían al Imperio Alashiano. Ahora pertenecían a la Emperatriz Hiala.
—Mátenlos —ordenó La Inquisidora.
Los hombres avanzaron, apuntándolos con las lanzas. Iban a ser ejecutados, como sucedió con su padre y su hermana en la Rebelión de Invierno.
—Deja vivir a mi madre —pidió Mashe—. Déjala huir y te daré lo que buscas.
La mujer levantó una mano y sus hombres se detuvieron.
—¿Según tú, qué busco?
—Soy un Ahumador.
Ella soltó una risita.
—Hay muchas Ahumadoras en mi ejército —contestó ella—. No necesito un hombre Ahumador.
—Soy un Velablanca.
La Inquisidora lo miró. La máscara de oro tenía orificios por donde Mashe pudo captar el interés en la mirada de la comandante alashiana.
—Apresen a la mujer —ordenó ella.
Los hombres golpearon al chico, arrojándolo al suelo. Su madre trató de liberarse mientras gritaba, pero uno de los alashianos la dejó inconsciente con un golpe.
—Llévenla al barco —dijo La Inquisidora—. Zarparemos a la capital por la mañana. Hiala estará contenta con esta gran victoria... y este nuevo regalo.
—No la hagan daño —exigió Mashe.
La mujer se acercó al chico.
—Yo cumplo mis promesas, niño —dijo ella—. Tu madre estará bien cuidada en la capital mientras tú cumplas con tu parte del trato.
—¿Cuál trato? —dijo él, con cierto temor.
—Ya tengo algo pensado —susurró.
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