Día 4: Ojos
Miradas
La primera heredera tenía ojos rutilantes, claros como los rubíes recién lustrados en los anillos de su mano. Era una mirada abierta de alguien criada entre mimos, guardada como el tesoro más valioso de todo el reino. A la reina le preocupaba que un día esos ojos perdieran su brillo travieso, aquella chispa de despreocupación y alegría.
De haber ocurrido, hubieran sido como los ojos de su tercera heredera. Esa mirada era más dura, más desconfiada, una mirada que se movía por todo el cuarto, como buscando una salida, como esperando un ataque. Sus ojos tenían el tono de un crepúsculo en verano, cuando el sol parecía teñir todo el horizonte de un arrebol furioso, como si se resistiera desafiante al avance de la noche.
La reina recelaba de ellos. No sabía si hacía bien o mal, pero nunca cometería el mismo error que cuando había mirado en los ojos de su segunda heredera y no había visto la sangre que había en ellos.
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