Día 11: Veneno

No le tembló la mano cuando echó el polvo al vino. No dudó ni por un momento. Ya había llegado bastante lejos de todas maneras. Le había dicho a la herbolaria que era para dárselo a un perro enfermo y que necesitaba que fuera rápido y efectivo. No quería que nadie tuviera oportunidad de salvarlo.

—¡Apúrate, muchacha! —le gritó Alexander desde la puerta de la recámara—. ¡Harás que el König muera de sed!

Ranghailt se las arregló para mantener el rostro de piedra ante la ironía.

El König merecía morir. Merecía morir porque, dijera lo que dijera Caoilfhionn, Ranghailt estaba segura que la había obligado. ¿Cómo podía ser de otra manera? Él tenía todo el poder y ella no le podría haber dicho que no aunque quisiera. Y todo el castillo sabía ahora que su hermana era la puta del König, la que le calentaba la cama. Él la usaría hasta que se cansara de ella y Caoilfhionn quedaría deshonrada e incapaz de encontrar un marido que cuidara de ella.

Y por ese motivo, el König tenía que morir antes de que causara más daño. Antes de que le hiciera lo mismo a Angharad.

Ranghailt miró a su hermana más pequeña de reojo mientras acomodaba la mesa del König. Lo hacía por ella. Lo hacía para protegerla. Esperaba que lo entendiera cuando el crimen se hubiera consumado y la llevaran a los calabozos.

—¡Muévete! —dijo Alexander y le quitó la bandeja de la mano a Ranghailt.

La doncella vio con temor cómo se inclinaba sobre la copa de vino. No le molestaba la idea de que Alexander muriera con su amo (era un tirano que les escatimaba la paga y aumentaba números a su deuda por cosas como su alojamiento y comida), pero ese no era su objetivo esa noche. Tenía que llegar al König.

El mayordomo apretó los labios. Llevó la bandeja con el vino hasta la mesa del König y se inclinó para susurrarle algo al oído. Los ojos del König, que hasta ese momento habían estado lánguidos de aburrimiento, se abrieron de repente con interés.

—Eins —la llamó.

Cómo lo odiaba. Lo odiaba por ser tan arrogante. Lo odiaba por haberle puesto ese apodo estúpido. Lo odiaba por lo que había hecho a su hermana. Era un odio tan fuerte, tan consumidor, que Ranghailt no dudó en mirar a la cara al hombre que iba a matar.

—Me dice Alexander que este vino huele extraño —la informó el König—. ¿Por qué crees que sea eso?

El corazón de Ranghailt se desbocó. Maldita herbolaria. Le había dicho que el polvo se disolvería rápido y no dejaría ningún rastro.

—No lo sé, mi König —contestó, con el rostro de piedra—. Es el que me pedisteis que trajera.

—Lo es —intervino Alexander—, pero, verás, yo tengo un olfato muy fino. Y estoy seguro que algo no está bien con este vino.

—No sé de qué estáis hablando. El vino salió de vuestros barriles y lo traje tan rápido como pude.

Alexander entrecerró los ojos, obviamente sospechando algo. El König levantó la copa, la sospesó en su mano y observó el líquido rojo al trasluz.

—¿Drei?

Angharad dio un paso al frente.

—¿Sí, mi König?

—Prueba este vino.

Se lo puso en las manos.

El estómago de Ranghailt se hundió como si una piedra hubiera caído en él.

—Yo... no sé nada de vinos, mi König —trató de excusarse Angharad. Parecía confundida de por qué le pedirían algo como eso.

—No importa. Simplemente tienes que probar un trago —insistió el König—. Ya me dirás si sabe extraño o no.

Angharad miró la copa. Insegura, le levantó para llevársela a los labios...

—¡No!

El manotazo de Ranghailt llegó raudo y firme. La copa cayó al piso con violencia, pero no se rompió. El líquido rojo envenenado se esparció por la alfombra como una mancha de sangre.

—¡Ranghailt! —exclamó Angharad.

—¡Qué torpe eres, Eins! —la recriminó el König. Tenía los ojos brillosos y los bordes de sus labios temblaban, como si apenas pudiera contener una sonrisa—. Drei, ve a buscar algo con lo que limpiar esto.

—Enseguida, mi König.

Angharad hizo una reverencia, le echó una mirada de extrañeza a Ranghailt y salió de la recámara.

No bien la puerta se cerró a sus espaldas, las rodillas temblorosas de Ranghailt se rindieron. La doncella se dejó caer en el piso, con las lágrimas ardiéndole en los ojos. Se las limpió con rapidez con el dorso de la mano. No iba a dejar que estos hombres la vieran llorar.

—¡Lo sabía! —dijo Alexander. Sonaba furioso y triunfante al mismo tiempo—. ¡Lo sabía! ¿Qué pusiste en el vino del König?

Ranghailt se negó a hablar. Se mordió la lengua para no gritar cuando el mayordomo la tomó por la muñeca y tiró de ella para ponerla de pie.

—Mi König, si lo deseáis, llamaré a la guardia ahora mismo. Se llevarán a esta traidora a los calabozos y...

—Eso no será necesario, Alexander.

Tanto Ranghailt como Alexander se lo quedaron mirando, atónitos. El König dejó escapar la sonrisilla que estaba conteniendo.

—No pasó nada. No tenemos forma de probar que había algo en ese vino —dijo, haciendo un ademán hacia la mancha. Se levantó y dio un paso hacia Ranghailt—. Además, Zwei podría enfadarse conmigo si le pasa algo a su hermana.

Las mejillas de Ranghailt se encendieron de rabia. Antes de que pudiera replicar, sin embargo, el König le puso una mano en el mentón para obligarla a mirarlo. Firme, pero no rudo. Aunque su sonrisa seguía siendo una de pura arrogancia.

—Si me prometes no volver a hacerlo, podemos olvidarnos de todo el asunto.

—Mi König, admiro vuestra misericordia —dijo Alexander, apretando con más fuerza la muñeca de Ranghailt—. Pero la palabra de una traidora...

—No es sólo su palabra lo que tenemos —lo interrumpió el König—. Supongo que sabes que si intentas matarme, tendremos motivo para sospechar que tus hermanas fueron tus cómplices. ¿Lo entiendes?

Ranghailt no lo había pensado. Había creído que la culpa caería sobre ella y nadie más. Era lo justo: ella había comprado el polvo, ella lo había echado en la bebida. Nadie más que ella sabía lo que iba a hacer y estaba más que dispuesta a aceptar las consecuencias.

Pero una única mirada en los ojos del König bastó para darse cuenta que era lo bastante cruel como para condenar a Caoilfhionn y a Angharad con ella.

No tenía otra opción. Se había quedado sin opciones. Estaba a la merced de ese tirano.

—Sí —murmuró.

—Perdón, no te escuché.

Ranghailt apretó los dientes y se obligó a tragar su furia. Se la tragó como si fuera veneno.

—Sí —repitió más alto—. Lo entiendo. No volverá a ocurrir.

—Eso espero —dijo el König, haciéndole una seña a Alexander para que la soltara—. Las buenas doncellas son difíciles de encontrar.


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