Capítulo 2


Me despierto de mi hermoso sueño cuando huelo el olor a tostadas quemadas y escucho cómo mi despertador me revienta los oídos. Salgo de la cama y como mismo estoy bajo a la planta baja. Anoche la cosa no terminó muy bien. Mi madre casi me deja sorda de tantos gritos que me dio por, según ella, haber golpeado injustamente a mi inocente hermano. Además de que él se haya puesto súper dramático diciendo que le había roto la nariz por lo que casi terminamos en el hospital.

Es el rey del drama. A parte del de la estupidez.

—Buenos días— escucho decir a Gael.

Él es la copia barata de Isaac. Es menos molesto que él, pero no deja de ser un grano en el culo pues hace todo lo que su mellizo hace, cosa que a mí me irrita demasiado. Creo que debería ser él mismo porque en el fondo es un buen chico, incluso diría que es especial. Se encuentra sentado en la mesa con su típico pijama de cuadros rojos mientras se bebe su tazón de leche con cereales. Me siento en la mesa y bostezo sin responderle. Por la mañana no es que tenga mis mejores ánimos.

—Tápate la boca para hacer eso, no seas grosera— me riñe mi madre sin ni siquiera decirme los buenos días.

Ruedo mis ojos y vuelvo a bostezar haciendo más ruido esta vez. La escucho gruñir y sonrío. Ojalá algún día se dé cuenta de que no tengo por qué estar todo el tiempo comportándome como una "señorita".

—E voilà— exclama Isaac poniendo un plato repleto de tostadas quemadas en el centro de la mesa.

Como exagerado que es, se ha puesto una especie de gasa cubriendo el puente de su nariz la cual déjenme decir que está bastante hinchada. Me fijo en las chamuscadas tostadas y ruedo los ojos. Ni tostadas sabe hacer bien. Todos los presentes en la mesa cogen una sin quejarse del color carbonizado que tiene su desayuno y yo me pongo en pie. Casualmente, Isaac se sienta al mismo tiempo que yo me levanto y frunce el ceño.

— ¿No piensas comer?— pregunta.

—No, no me fío. No vaya a ser que las hayas envenenado, aunque teniendo en cuenta tu coeficiente mental lo más lejos que habrás llegado es a escupirlas— digo caminando hacia la nevera.

Antes teníamos un cocinero. Nos hacía las tres comidas del día y lo hacía genial. Además, era la única persona que toleraba dentro de esta casa, además de a la jardinera. Pero cayó enfermo y aún no hemos encontrado a ninguno que lo reemplace.

—Por dios, no seas dramática y siéntate a comer— suelta mi padre masticando la rancia tostada con mermelada— Tu hermano las ha hecho con todo el amor del mundo.

Alzo mis cejas y miro a Isaac, este observa su tostada detenimiento. Definitivamente les hizo algo macabro sólo por hacerme la jugada-venganza a mí.

— ¿Pero no ves que está mirando la suya por si no se equivocó al cogerla?— digo señalándolo.

Este deja rápidamente de ojearla y se la mete en la boca, luego me sonríe con la boca llena. Finjo una arcada y saco un yogur de la nevera cuando Noel aparece por la puerta del comedor con su típica voz grave e adormilada y sus pocas ganas de vivir.

—Buenos días— murmura.

Lo cierto es que no tolero mucho a mis hermanos. Probablemente si tuviera que describir nuestra relación, diría que es estrecha y casi nula pues estamos las veinticuatro horas que tiene el día discutiendo. Sin embargo, él es el mejor que me cae de los cuatro. Tenemos la misma edad y eso se debe a que él técnicamente no es mi hermano de pura sangre. Es fruto de una aventura que tuvo mi madre con un hombre al que desconocemos. Aun así, mi padre lo aceptó en la familia e incluso, le dejó su apellido. Él me sonríe y se sienta en su sitio de siempre en la mesa. Pero al darse cuenta de que quedan tostadas en el plato, me mira. Con cierto disimulo niego la cabeza y este cae en la cuenta de que tienen algo.

—Creo que me comeré una manzana— murmura poniéndose en pie.

— ¡Oh, venga ya! ¿Hablas en serio?— exclama Isaac golpeando la mesa de cristal con ambas manos.

Todos se sobresaltan. Menos yo, ya eso me lo esperaba.

—Sí, me desperté sin mucho apetito— miente Noel abriendo la nevera.

Sonrío mientras lleno un cuenco de yogur y siento la mirada de Isaac clavada en mí con ira. El enfado que emana de su cuerpo me causa gracia por lo que trato de no carcajearme en su cara.

—No me puedo creer que la creas a ella. Te juro que no le puse nada a las tostadas, sólo a las que sabía que ella cogería pero a las tuyas no— le explica rápidamente.

Siento como Noel me mira de reojo a la espera de mí reacción. Puedo llegar a ser muy impredecible. Pero esta vez, mantengo la calma y miro al mellizo irritante número uno. El resto de la mesa lo observa expectante y mi padre con incredulidad.

— ¡Bingo!—exclamo— Sabía qué harías algo para vengarte. Eres tan obvio— me río.

Mis padres miran a mi hermano con seriedad y eso sólo significa una cosa, se ha quedado sin la mitad de su queridísima paga semanal.

Ingenuo.

—No pensé que podrías rebajarte a su nivel, me has decepcionado Isaac— le dice mi madre negando con la cabeza.

Me dolería escuchar eso viniendo de mi madre, pero teniendo en cuenta que lo escucho día tras día ya no me afecta. Me como el yogur y cojo una manzana del frutero al igual que Noel. Este mira como nuestros padres riñen a Isaac con cierta burla.

—Eres un genio— me dice cuando paso a su lado.

Le guiño un ojo y salgo del comedor. Subo a mi habitación y recojo todo el desorden que formé anoche. Me visto y le escribo a Nicolas diciéndole que tenemos que ir a buscar mi coche.

— ¿A dónde crees que vas?— escucho decir a mi padre cuando me dirijo hacia la salida.

Todos siguen en el comedor charlando tranquilamente. A veces pienso que los días sin mí les vienen muy bien. Yo soy la que trae el caos a esta casa. Soy la que provoca las discusiones y que no podamos ser una familia normal. O eso dicen los mellizos de mí.

— A casa de Nicolas— me encojo de hombros.

Ellos intercambian miradas y se ponen en pie al mismo tiempo. Son como la pareja del mal que quiere hacerme la vida imposible.

—Tienes que ir a buscar el vestido que te encargué para la cena de negocios del amigo de papá— me recuerda mi madre.

Ni siquiera sabía que había una cena y tampoco que me había encargado un vestido. Ella sabe que los detesto tanto como las cenas de empresa. Ni siquiera sé caminar con tacones.

—Así que en vez de ir a ver al macarra, lo mejor será que vayas a recogerlo— finaliza la conversación mi padre. Odio la manera en la que se refieren a Nico. — Ah, y te quiero aquí antes de las tres.

Ruedo mis ojos. Hoy han ganado la batalla.

—Y así no irás a ningún lado— dice mi madre refiriéndose a mi vaquero y a la sudadera blanca que llevo puesta.

— ¿Cómo pretendes que vaya buscar un estúpido vestido, mamá?— le replico enfadada.

Ella me fulmina con la mirada y decido callarme. Es un milagro que me dejen salir así que no voy a fastidiarlo. Entre quejas la sigo hasta mi vestidor y ella selecciona mi ropa. Saca un pantalón blanco de rayas negras junto con una camiseta negra ajustada y una americana del mismo color que los pantalones. Para molestar, porque ella sabe muy bien que detesto los tacones, me hace poner unos de aguja pequeños y negros.

Una horterada en toda regla.

—Ahora sí— me dice orgullosa.

Reprimo las ganas de gritarle en la cara y salgo de mi habitación dando un fuerte portazo. No sé porque se empeña en vestirme bien para ir a buscar un vestido que no me tomará más de diez minutos coger. Pero claro, un Raymond no puede ir mal vestido por la calle, cualquiera podría pensar fatal de nosotros. Me encuentro justo de frente con los mellizos quienes al verme sueltan silbidos entre risas. Les saco el dedo medio y sigo mi camino hasta abajo.

—Wow... — empezó a decir Noel pero lo interrumpo.

—Ahórratelo.

Dicho eso salgo de casa dando otro portazo más. Es un milagro que el taxista no se haya ido. Para mi sorpresa, es el mismo de anoche. Le indico a donde quiero ir y él comienza a conducir. Aprovecho para llamar a mi amigo.

— ¿Ya vienes?— pregunta con voz adormilada. Fijo que se acaba de despertar.

—No puedo, primero tengo que ir a buscar un estúpido vestido al centro— le explico rodando mis ojos.

Este se ríe.

—Vale, pues cuando termines pásate por aquí e iremos a por Franklin— dice para después colgar.

Después de ir a por el vestido, me dirijo directamente a donde dejé mi coche anoche. Tengo que llegar antes de las tres e ir a casa de Nicolas me supone un gran desvío así que tomaré el riesgo de conducir a plena luz del día. Es cierto que tengo un carnet falso, El Oscuro se encargó de hacérmelo por si la policía me paraba. Pero por suerte, aún no he tenido que usarlo.

—No puede ser— digo cuando llego hasta donde lo dejé.

Alguien se tomó la molestia de robarme los tapacubos de las ruedas, los espejos retrovisores, abollarme la parte trasera y rajarme los espejos laterales. ¿Qué se me pasó por la cabeza al dejarlo aquí anoche? Miro el reloj de mi muñeca mientras entro en el coche. Tengo dos horas para llegar a casa sin ganarme un cabreo. Así que tengo tiempo para llevarlo a mi mecánico pues mañana tengo otra carrera y no puedo llegar así. Le cuento a Nico cómo me dejaron el coche y también que tengo que ir a arreglarlo.

Llego al mecánico del señor Donovan en un santiamén y sin interrupciones. La verdad es que tengo una buena relación con el dueño de este lugar. Aparco donde siempre y salgo del coche a duras penas. Cierro la puerta con delicadeza y me desestabilizo al pisar la gravilla del suelo con los dichosos tacones.

—Malditos tacones— mascullo quitándomelos mientras me agarro a mí coche para no caer.

De repente, escucho una singular risa.

— ¿Puedo ayudarla en algo?— dice alguien a unos metros de distancia de mí.

Termino de quitarme los tacones y subo la cabeza encontrándome con un chico tremendamente atractivo, vestido con un mono de mecánico. Es mucho más alto que yo, de brazos fornidos y sonrisa blanqueada casi perfecta. Este me mira con cierta curiosidad en sus ojos, pero también burla. Su pelo es corto y tan negro como el azabache, y estoy segura de si estuviera peinado, se vería tres veces más guapo.

—Pues claro que no— digo poniéndome recta. Su atenta mirada me causa unas extrañas cosquillas en el estómago.

Él sube sus brazos con inocencia tras mi seria contestación pero no deja de sonreír. Vuelvo a escanearlo con la mirada y pienso que si lleva ese uniforme es porque trabaja aquí, así que decido rectificar y me aclaro la garganta.

—Bueno sí, necesito hablar con Omar— le digo cruzándome de brazos tratando de lucir menos patética. Debo de parecer todo un personaje con esta estúpida ropa.

Creo que es la primera vez en mucho tiempo que alguien consigue intimidarme con su mirada. Normalmente no lo permito, pero este chico lo ha conseguido. Es como si la armadura que llevo puesta contra todo se haya ido al traste con su presencia.

—Está fuera por unos temas médicos, pero puedes hablar conmigo— me dice acercándose más a mí. Su voz suena tremendamente seductora y eso me inquieta — Soy Caleb, Caleb Donovan.

Mi mente prodigiosa comienza a pensar y pensar hasta que llego a la conclusión de que si tiene su mismo apellido debe de ser su hijo. No sabía que Omar tenía un hijo, y menos uno que rondase mi edad o quizás unos años más. Lo veía joven para ser padre y a decir verdad, nunca me lo había confesado.

—Soy su hijo— me aclara.

Y yo sonrío para mis adentros, bingo.

—Pues en ese caso necesito que lo reparen, como ves está hecho piscos— le explico señalando mi destrozado coche. Todavía no me creo que alguien haya sido capaz de romperlo de esta manera.

Este lo mira con sorpresa y finalmente me tiende su mano. Sus grandes ojos son marrones con pintas verdes resaltan de una manera expentante. Siento como el calor en mis mejillas sube hasta tal punto que creo que me he sonrojado. No me creo que me haya ruborizado por una simple mirada, pero es que la suya luce distinta. Consigue estremecerme con esas facciones tan pronunciadas y pícaras.

—Y... ¿quién le ha hecho esto?— dice frunciendo notablemente el ceño al ver que no paro de contemplarlo. Rápidamente desvío mi mirada al coche. Él se asoma para ver su interior donde, por cierto, está la mitad de mi armario.

Si supiera quién fue ya estaría matándolo, ¿no lo cree? Menudo idiota. Él se gira echándome una vez más un vistazo de pies a cabeza y de repente, me tiende la mano abierta a la espera de recibir algo. Frunzo el ceño y observo la palma de su mano, parece que es suave y sin duda alguna debe de ser cálida.

—Eres una chica de pocas palabras por lo que veo— afirma más para sí mismo que a mí. Instantáneamente frunzo el ceño.

— Y tú eres bastante cargante— suelto sin ni siquiera pensar en lo que digo. Solo quería defenderme.

Al contrario de la reacción que esperaba por su parte, este me sonríe hasta que veo sus ojos brillar y, tras relamerse sus labios sin quitarme un ojo de encima, se acerca a mí más de la cuenta hasta hacerme retroceder. Él sonríe todavía más y cuando parece que va a decirme algo, vuelve a tender la mano.

— Necesito las llaves, si no, no podré arreglar este trasto— me dice como si fuese la cosa más obvia del mundo. Definitivamente se está riendo de mí.

Por un momento me estremezco al escuchar su voz. Doy otro paso hacia atrás marcando las distancias entre nuestros cuerpos y sin apartar mis ojos de los suyos, rebusco entre los bolsillos de mi americana las dichosas llaves. Él se mantiene expectante ante mis ágiles movimientos.

La verdad es que odio que alguien que no sea Nico conduzca mi coche. Es como si irrumpieran en algo muy personal. Por fin encuentro la maldita llave y con mucho pesar se la entrego, no sin antes fulminarlo con la mirada. Él las coge como si nada y entra en mi bebé. Aunque antes de que pudiese cerrar la puerta lo freno agarrándola con una fuerza que ni sabía que tenía.

—Como le hagas algún tipo de daño a Franklin, te mataré— le advierto sin ningún tipo de vacilación en mi voz.

Este abre sus ojos y alza sus oscuras y perfectas cejas con cierto asombro. Él se muerde la lengua mientras esboza, de nuevo, esa sonrisa que definitivamente me va a terminar causando dolores de cabeza.

— ¿Franklin? ¿En serio le has puesto nombre a este trasto?— se ríe.

Reprimo una serie de insultos bastante dolorosos y con la lengua mordida le hablo intentando sonar delicada, pero mi voz se proyecta de lo más brusca.

—Sí, este Ford Mustang Fastback de 1967 tiene nombre y mis puños también así que será mejor que dejes las burlas para otro momento.

Él, entre carcajadas, cierra la puerta y tras acelerar con fuerza se dirige a meter el coche en el taller. Esa repentina acción levanta muchísimo polvo del suelo tras de sí y con ello, me cubre a mí. Toso y miro mi ropa blanca la cual se ha tornado canela. ¡Maldición! Mientras avanzo a paso acelerado hacia el taller, maldigo a los cuatro vientos al chico ese y a su pícara sonrisa porque está claro que no nos llevaremos nada bien.

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