Capítulo 9

—Pediremos comida si eso está bien para usted.

—Eso suena perfecto.

Paola toma asiento en la mesa y me espera en lo que hago la llamada para pedir comida china. Será comida china a elección de ella.

Al terminar yo también ocupo un lugar en la mesa. Una mesa para cuatro, por lo que estamos muy cerca.

—No sé cómo sentirme —admito, mirándola pensativo—. Usted me ha visto en mis momentos más vergonzosos.

—¿Y usted es el azorado? —dice ella, sonriendo levemente, mientras juega con los botones de la manga de su saco. Es como si buscara una distracción para no verme directamente.

Viste formal, como asumo debe verse una consejera de escuela.

—Estoy acostumbrado a que la gente piense lo mejor de mi —digo, sintiendo la necesidad de aclararle con quién está.

—Lo sé.

—Porque habló con mi abuela —recuerdo.

—Sí, muchas veces.

Mi abuela era la persona que mejor opinión tenía de mí. Puedo imaginarla hablándole maravillas de mí a Paola.

—La decepción debe ser grande —digo, torciendo un poco mi boca.

Pues de crear expectativas altas pasé a ser... esto.

—¿Tanto le preocupa lo que yo opine sobre usted en calzoncillos? —pregunta, curiosa.

—Es la consejera estudiantil de mi hermano y conocía a mi abuela —Niego con la cabeza y respiro sonoramente—. Es que, sabe... no estoy acostumbrado a sentirme ridículo.

La señorita Durán sonríe y me deja seguir hablando. Una vez más le explico que en Ontiva soy un hombre con buen prestigio.

—¿Y cuál es su profesión? —pregunto, para que el tema de conversación no centre en "Armando Calaschi".

—Psicóloga —dice, haciéndolo sonar casual. 

Maldigo por lo bajo y ella se echa a reír.

—¿Qué? —pregunta. Hay diversión en sus ojos.

¿No es obvio?

—Me estoy preguntando qué pensará sobre...

—¿Usted? Sí, lo ha dicho muchas veces. Puedo ver que mi opinión le interesa mucho.

Trato de corregirme. —Por ser la...

—Consejera de su hermano —termina por mí—. Sí, eso también lo ha dejado claro.

¿Soy yo o eso sonó a reclamo?

Ladeo mi cabeza de un lado al otro. Me siento ligeramente contrariado. —Por cierto, ¿por qué le gusta interrumpirme?

Ella levanta su barbilla.
—Mírelo de esta manera —dice, mostrándose segura de si misma—. Si no lo hiciera no dejaría de enredarse con sus palabras y sus acciones y se sentiría peor consigo mismo —Pienso unos segundos lo que acaba de decirme. Sí, eso es posible—. Pero bueno, vine a hablar de Benjamín —nos recuerda, frotando un poco sus manos.

—Claro, la escucho.

—Le decía que no tiene amigos en el instituto, pero si los tiene en internet.

—¿Por eso está tan atento a su teléfono? —deduzco.

—Eso creo —Paola me muestra su propio teléfono—. Las veces que le he decomisado el móvil a Benja está viendo los vídeos de un tipo al que le apodan "el Risitas".

—¿El Risitas? —repito, con una mueca—. ¿Qué es? ¿Un payaso?

—Un troll de internet —aclara Paola—. O así les llaman. Son tipos o tipas que aman alterar el orden y joderle la vida a otros. En su mayoría son menores de edad o gente sin vida propia. Suelen adoptar personalidades que resultan atrayentes al comportamiento políticamente incorrecto.  

Estoy atrasado en el tema, supongo. Para mí todo eso es nuevo. 

—¿Y Benjamín lo sigue?

—Lo imita —aclara la señorita Durán, preocupada—. Lo ve como su idolo. Verá, para ganarse el favor de el Risitas, el mismo Benjamín ha hecho cosas.

Cosas.

Paola suspira y me pide ver la pantalla de su teléfono. Este muestra un canal de vídeos de nombre "Las estupideces que hace mi hermano." 

Aún lo estoy asimilando.
El último vídeo publicado se titula "Llorando por su ex".

Los colores abandonan mi rostro.
Paola da clic sobre el vídeo. Ahí aparece Benjamín hablando.

Si hacen un poco de silencio —les dice a sus seguidores en tono cómplice— escucharan a Armando llorando por la piruja que le puso cuernos.

A continuación se escuchan sollozos, pero que son falsos. FALSOS. ¡Yo no lloré ruidosamente, el moco editó el vídeo a conveniencia suya!
Miro de reojo a Paola, que tiene una mano sobre su boca. Creo que intenta no reírse.

¡Deja de llorar! ¡Marica! —me grita Benjamín y empieza a reír frente a la cámara de su teléfono.

¡Hay hombres sensibles! —le grito yo, desde mi habitación. Esa si es mi voz.

Benjamín ríe. —Aquí tengo tus huevos por si quieres venir a recogerlos.

Molesto, me saco un zapato y empiezo a caminar hacia la habitación del moco.

—Oh, no. No —me detiene Paola, incorporándose—. Eso solo empeorará todo.

—Yo sé que usted es psicóloga —digo, conteniendo mi enojo—. Pero a mi, de niño, me enseñaron a respetar...

—Nada más le pido paciencia —dice—. Creo que Benjamín se siente solo. Por eso demanda atención de forma equivocada.

Resoplo y vuelvo a tomar asiento.

—Ha colgado muchos vídeos en ese canal —dice—. Los últimos son ése que vimos, usted batallando con un microondas del que sale humo y otro donde le intenta quitar el consolador al chihuhua.

—No puede ser —gruño, apretujando un poco mi cuello.

—Ese último se titula "Odio que toquen mis cosas".

Paso ambas manos sobre mi cara.

—Mire, en el fondo Benjamín es un niño bueno —afirma ella. Yo de momento lo dudo—. Solo tenemos que descubrir qué le pasa. Qué le falta.

—Un colegio militar —gruño.

—Oh no. Piense qué puede ser.

—Creo que hay una chica —admito—. O eso me dio a entender en la última conversación que tuvimos —recuerdo, preocupándome y me acomodo mejor en mi asiento—. Porque sabe, hubo un tiempo en el que escribió poesía. O al menos lo intentó.

Eso llama la atención de la señorita Durán. —¿Alguna idea sobre qué pasó con la chica?

Niego con la cabeza. —Esa temporada enfermó mi abuela y mi vida también se complicó. Supongo que no le pusimos tanta atención a Benja... —Ay no. Por mi culpa el moco está traumado—. Soy un mal hermano —digo, castigándome.

—Solo ha estado ausente —me disculpa Paola—. Pero lo podemos compensar... A eso vengo. Primero hay que conocer bien al enemigo.

—¿El Risitas?

Ella asiente. —También es famoso por ser experto en juegos de rol.

—¿Rol?

—Esos donde la gente crea un perfíl y es un personaje dentro de una guerra o cualquier otra dinámica. Benjamín pasa mucho tiempo jugando eso.

Entorno mis ojos. —Para quedar bien con el Risitas.

—Sí.

Cuando la comida llega cenamos con calma. Paola me cuenta que antes vivía en Ontiva, pero que se mudó a la casa de su abuela para olvidar. Aunque no dice olvidar qué. No insisto en saber qué es para no incomodarla.
Trabaja en el instituto de Deya desde hace cinco años, tiempo en el que, gracias a que vive cerca y su abuela y mi abuela eran amigas, frecuentó esta casa y le tomó cariño a Benja.

Todo marcha bien entre nosotros hasta que yo intento retomar nuestra conversación anterior.

—Debe darse un festín a la hora de analizarme.

—Los psicólogos no vamos por la vida analizando a quien se nos ponga enfrente, Armando.

—Es que...

—No estuve analizándolo, si eso es lo que le preocupa —dice, interrumpiéndome. Ama hacer eso—. No puedo y no es correcto sin tener acceso a su historial.

—Pues verá —digo, aclarando levemente mi garganta—. Perdí a mis padres siendo todavía muy joven. Creo que tenía la edad de Benja cuando ellos murieron. La cosa es que...

—Oiga, eso no fue una invitación para que empezara a hablar —aclara. La miro confuso. Ella entorna un poco sus ojos—: Está bien, siga.

—Le decía que siempre he sido un buen chico —digo, recordando—. En todo me va bien... Excepto —Momento de incomodidad— en la búsqueda de mi media naranja.

—Porque tal vez lo que necesita es una pera. No comprendo esa afición a compararnos con un cítrico.

—Buen punto. Sin embargo lo que trato de decir es que no me siento cómodo en ese territorio.

—¿Las mujeres?

Asiento. —En la secundaria y en la Prepa no me fue mal. Salí con un par de chicas. Mi problema empezó en la universidad al rodearme de hombres y mujeres bien posicionados. Yo vengo de una familia de clase media baja, sabe. Y ellos, bueno, desde niños tienen su futuro arreglado, digamos.

》Se me dificultó ser social porque nunca tenía dinero para ir a los lugares que la mayoría frecuentaba. Hasta que conocí a Daniel...

—¿Él le empezó a dar dinero?

—No, no —niego, categóricamente—. Él me aceptó sin importarle que yo no frecuentara esos lugares.

—Oh, eso está bien.

—Aunque también tuvo que ver que a él no le gusta ir a esos lugares —acepto—. Así, poco a poco, nos volvimos unos ratones de biblioteca, puesto que los primeros años nos centramos en hacer todo bien y sacar buenas notas. Solo eso. ¡Pero oh, sorpresa! De esa forma, con el tiempo, los compañeros y compañeras que preferían la juerga nos empezaron a tomar en cuenta.

—Para que les ayudaran a no dejar clases —deduce Paola.

—Exacto. Entonces, de pronto, Daniel y yo nos rodeamos de amigos y amigas y empezamos a salir con algunas de esas chicas. Aunque en mi caso... —Esto es vergonzoso— me dejaban por tipos que les podían ofrecer algo mejor.

—Que crueles somos las mujeres —dice Paola, sarcástica, cogiendo un poco más de comida con su tenedor.

—No quise decir eso. Yo...

—No, no. Tiene razón. Pero yo tengo mi versión —se señala a si misma. Suena molesta. ¿Por qué está molesta?—. Siempre fui la amiga y nunca la novia por... Por ser gorda.

Parpadeo un par de veces. —Usted no es una mujer obesa —niego, viendo discretamente lo que alcanzo a ver de ella.

—No, ya no —dice—. Pero lo fuí y ningún hombre me prestó atención hasta que dejé de serlo.

—Que estúpidos somos los hombres —digo, citando una expresión que ella usó—. Aunque yo no haría algo así. Yo si le hubiera puesto atención —recalco—. Quizá... quizá hasta hubiéramos salido.

La idea no me disgusta.

—Claro que no, Armando —niega ella.

Cada vez se ve más molesta.

—Sí, yo...

—No —insiste, mirándome seria —. Usted tampoco me vio.

—¿A qué se refiere? ¿Cómo puede estar tan segura si yo... —De pronto un posibilidad se planta en mi mente— ¿Estudiamos en la misma universidad? —pregunto, confundido.

—Sí.

Busco en mis recuerdos y no hay ninguna Paola Durán. Me siento ruin. Siendo la Universidad del Valle una universidad de prestigio no éramos tantos. Me siento mal por no recordarla.

—Una vez hasta tropecé con ustedes —dice.

Ustedes.

—¿Nosotros? —repito.

—Cuando nombra a un Daniel se refiere a Daniel Saviñon, el del caso Saviñon, ¿cierto? —Asiento—. Sí. Entonces los recuerdo bien a él y a usted. Se sentaban durante horas en una de las últimas bancas de la biblioteca.

—Sí, eso hacíamos —digo, nostálgico.

—A Daniel le encanta el cine —prosigue.

—Sí, así es.

—Lo sé porque siempre estaba hablando de cine. El que me intrigaba era usted.

Apenas puedo creerlo. —¿Yo?

—Era la sombra del señor Saviñon. Incluso lo dejaba decidir por usted.

—Él no es mala persona —lo defiendo.

—No estoy diciendo que lo sea. A lo que me refiero es que el problema, como usted llama a la poca aceptación recibida por parte de las féminas, se debe a que usted es bastante... apagado.

—¿Apagado?

—¿Quién es en realidad usted, Armando? —pregunta, molesta—. Porque su abuela me hablaba maravillas de usted, como toda abuela al tratarse de su nieto. Sin embargo yo quería saber del verdadero Armando. Por eso lo dejé equivocarse una y otra vez. Se queja de que las mujeres no lo tomen como opción a pesar de ser buen tipo, ¿no? —Asiento levemente— Y se esfuerza por complacerlas.

—Sí, yo...

—Pues es interesante que esta mujer —Una vez más se señala a si misma— haya tenido el gusto de verlo en un par de momentos vergonzosos en los que no sabía qué hacer.

》Fui la gorda de la universidad, Armando. Por eso créame cuando le hablo sobre lo falsas que son las apariencias. Así que por favor, deje de intentar ser perfecto o pretender ser lo que, según usted, toda mujer sueña y simplemente sea Armando.

—¡Yo no intento ser alguien que no soy! —me defiendo.

—Lo miro y me da pena darme cuenta de que espera ser feliz hasta que una mujer se de cuenta de cuánto vale a pesar de no tener dinero. Cuando, perdóneme, es usted el primero que no se acepta de esa manera.

—¡Claro no!

—Lo cito textual "Daniel me aceptó sin importar que yo no frecuentara esos lugares". ¿No se ha preguntado si él lo aceptó solo porque le cayó bien y quiso ser su amigo?

—Sí, eso es lo más probable. Yo...

—Ajá.

—¡Pero las mujeres sí me dejaban por no tener dinero!

—¿Las mujeres? —repite Paola, enfadada—. ¿Llama "las mujeres", y nos tacha a todas de interesadas basando su opinión sobre nosotras en el comportamiento del circulo inmediato de sus amigos pudientes; que, aclaremos, en ese entonces eran adolescentes?
No, Armando. Además, en esa universidad habían más mujeres y no todas eran interesadas.

—Paola...

—¡Pero usted no las miró por ser gordas! —me acusa.

Todavía enfadada, la señorita Durán deja caer su tenedor sobre su plato, se pone de pie manteniendo su cuello erguido y empieza caminar hacia la salida.

La sigo.

—¡No quise ofenderla! —me disculpo, tratando de caminar junto a ella.

—Esta bien —Se vuelve a mi—. Pero déjeme aclararle que en esa universidad también hubo mujeres que buscaban amor más que dinero. Muchas de ellas bastante guapas. Porque no hay que demonizar a las mujeres guapas. Lo que pasa, Armando, es que usted —Ella coloca su dedo sobre mi pecho—,  como muchos hombres, simplemente creer saber qué es lo que las mujeres quieren.

—Es que... —No sé ni qué decir.

—¡Olvidando que todas somos diferentes! —insiste ella, sin apartar su dedo.

—Fue una temporada difícil para mí —recuerdo, triste.

—¿Y nunca se preguntó si el problema, en lugar de ser la falta de dinero, era la falta de autoestima? —La miro anonadado—. Lo dejé sin palabras, ¿no? Discúlpeme si lo hiero —Parece reírse de si misma
—. Es que yo, Paola Durán, domino bien el tema del autoestima baja.

—Me hubiera gustado mirarla —repito, apenado.

¿Por qué no la recuerdo?

—Le decía que una vez tropecé con ustedes —continúa, atenuando su voz y retomando lo que señaló antes—. Usted y el señor Saviñon iban subiendo las escaleras y yo, junto con otras dos compañeras, veníamos bajando. Chocámos y ustedes se disculparon. Libros, cuadernos y papeles cayeron al piso. Nos ayudaron a recoger todo. Sin embargo, fui la única con la que no intentaron entablar una conversación.

Continuo sin palabras. —Paola, yo...

—No los culpo —dice ella, torciendo su boca en una mueca que me indica que intenta no llorar—. Eran jóvenes, Armando. Quizá tenían dieciocho o diecinueve años y a esa edad muchos piensan con las hormonas.

》 Pero en ese momento me afectó. Por lo mismo, pensé que el problema era yo y me alejé de ustedes y las demás chicas, procurando no llamar la atención. Con los años comprendí que el problema no era yo o ustedes, era la sociedad. Era todo. Sobre todo la falta de amor propio y eso incluye, Armando, el creer que por un título o tener dinero se vale más que otros.

—¡De verdad me hubiera gustado verla! —insisto—. Valorarla como era. Le juro que yo...

La sigo hasta que llegamos a la puerta.

—Creo que antes, Armando —dice, mirándome por última vez antes de marcharse—, es importante que usted haga eso consigo mismo.



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