Capítulo. 30

—De acuerdo, me quedó claro que haces más ejercicio que yo —resopla Iara, deteniéndose de golpe para abanicar con sus manos su cara. 

Una de las primeras cosas que decidímos hacer juntos es correr y el parque de Deya es perfecto al ser la antesala a un bosque de cipreses. Hay espacio para correr, andar en bicicleta, tiene juegos para niños, mesas junto a parrillas, un lago artificual, una fuente y hasta un campo de fútbol. Me gusta. Me encanta. Vendré a correr todos los días. 

Y aunque me había adelantado algunos metros, regreso por Iara. 

—Hice tres cosas después de que me dejó mi ex —le platico, sin dejar de mover mis pies y agitar mis manos para no enfriarme— me compré cuatro trajes completos de los más caros, un PlayStation y me anoté en un buen gimnasio. Tuve entrenador, plan de dieta y todo. Salvo por el PlayStation, que lo adquirí por capricho, mi intención fue  verme mejor y sentirme mejor. 

—¿Funcionó? —pregunta ella, aún sofocándose.

—No, pero... 

Trato de explicarme mejor cuando ella empieza a reír. —Ay, Armando.

—Es decir, sí —aclaro—. Sí me ví mejor... Pero no me sentí mejor. Era el mismo imbécil de siempre. 

—No puedo creer que hayas soportado a un entrenador —protesta, colocando sus manos sobre sus rodillas. Le falta condición física. No me sorprende, previamente me explicó que para todo usa el coche.

—Entrenadora —me corrijo—. Y lo hice porque es una mujer increíblemente guapa —admito sonrojándome, aunque a Iara no le incomoda que tenga testosterona acumulada—. No podía decir no a su rutina. Quizá iba al gimnasio sólo para verla a ella.

—Eres un cabrón —me regaña, pero está sonriendo.

—Hey, es la naturaleza del macho, diría un amigo —Levanto un poco mi camisa y le muestro mi abdomen—. Perdió firmeza porque dejé de ir, pero aún se ve bien... Creo. 

—Y se siente bien —Está de acuerdo ella—. ¿Por qué dejaste de ir? 

—Empecé a salir con Vanesa.

—¿Y es enemiga de los gimnasios? 

Bueno...

—También, pero creo que se debió a que —Desvío mi mirada y observo el boscaje. Creo que estoy teniendo una revelación. Sí, ¿por qué dejé de hacer pesas y correr?—. Yo...

—Lo hiciste para conocer mujeres y ya había picado el anzuelo una —concluye Iara por mí.

La miro con admiración y asiento mostrándome vergonzosamente de acuerdo. 

—Seee, creo que sí 

Qué patético soy. Volveré a esa rutina tenga o no tenga pareja. 

—No dejes de ir —me regaña Iara y acepto con humildad mi culpa—. Yo dejé de pagar membresía hace rato. Subí cinco o diez kilos, creo —Ahora es ella la que levanta un poco su camiseta—. Aunque todo se quedó en mi pecho —describe, colocando sus manos sobre su busto para, acto seguido, mover sus tetas de forma circular.

Cambio el peso de mi cuerpo de izquierda a derecha sintiéndome incómodo. Deliciosamente incómodo. Ella sonríe. 

¡Tráelas aquí! —escuchamos que grita un tipo de lejos. Es un ciclista acompañado por dos amigos. Empuño mi mano mostrándome enfadado. Pedazo de...

—Grítales "No, amigo, esas son para mí" —me anima Iara sin perder su buen ánimo.

—¿Qué?

Acaba de adoptar posición de pelea. —Hazlo.

Y aunque dudo, lo hago. 

—¡NO, AMIGO, ESAS SON PARA MÍ!  —le contesto al tipo, que en respuesta me muestra su dedo medio y más tranquilo miro de vuelta a Iara—. Eres una guarra.

—Anoche no te quejaste —me recuerda ella.

Cierto. 

—¿Me explique mal? —Ahora estoy riendo—. Lo dije como una incansable felicitación

—Oh —exclama ella mostrándose coqueta y dándome la espalda para acto seguido inclinarse. Está fingiendo amarrarse las agujetas.

—Juegas sucio —reclamo, viendo con apetito su trasero.

—Alcanzame y buscamos un buen arbusto —me reta ella, echándose a correr.

Para mi sorpresa avanza más rápido esta vez y cruzamos parte del boscaje hasta que empieza a perder fuerza cuando nos toca bordear el campo de fútbol. Aunque no pierde fuerza por cansancio, parece haber visto a alguien. Sigo la dirección de su mirada y con sorpresa veo a la señorita Durán sentada bajo un árbol leyendo un libro.

—Es la psicóloga —dice Iara, regresando un poco al notar que me detuve.  

¿Desde cuándo no veo a Paola?

—¿Te molesta si voy a saludarla? 

—Para nada —exclama Iara, indiferente—. Creo que hay una cafetería aquí cerca. Iré por dos botellas de agua. ¿O... necesitas una bebida energética?

necesitas una bebida energética, señorita sin condición —la acuso, plantándole un beso.

Nos despedimos y tras bordear un poco más el campo de fútbol empiezo a subir una pequeña colina hasta aproximarme al árbol bajo el que está Paola. Ella advierte mi presencia al escuchar mis resuellos.

—¿Cansado? —pregunta, sacándose un par de auriculares de los oídos. A diferencia de mí, que sudo y visto ropa deportiva, ella luce distinguida. Fresca y distinguida. 

—Llevo rato corriendo —me defiendo, disculpándome también por no acercarme más. Estoy sudando— y... perdón la facha. 

Llevo puestos zapatos tenis, pantalones cortos y una camiseta de las más viejas. 

—Le recuerdo que ya lo ví en calzoncillos —me recuerda ella.

Maldición. —De acuerdo, también perdón por eso.

—Oh, para nada. Después de la primera impresión ya solo quedan los buenos recuerdos.

Oh.

—¿Está coqueteando conmigo, señorita Durán? —pregunto, acuclillándome cerca de ella. Me gusta que esté de buen humor. 

—Estoy bromeando —aclara, sonriéndome. 

—Es que suele ser seria.

—En mi defensa diré que únicamente nos hemos visto durante mi horario de trabajo. 

—Pero ha visitado mi casa.

—Visito muchas casas. Aunque es el único al que le he aceptado una invitación a cenar. No se lo diga al director del instituto.

—Claro que no —prometo, sintiéndome El elegido—. Aunque confieso que es la última persona que esperé ver acá y a esta hora.

Miro mi reloj, son casi las nueve de la mañana.

—Me da un día libre cuando acumulo muchas horas de visita —explica ella—. ¿Usted... vino a liberar estrés?

—Algo así. ¿Usted?

—Lo mismo, aunque de diferente manera —dice, señalando con un gesto su libro.

—El hombre en busca del sentido —leo en voz alta el título en la portada—. ¿Lo recomienda?

—Mucho.

Por cómo dice ese Mucho reparo en que no es la primera vez que lo lee, incluso al ver la cubierta del libro y el lomo identifico que tiene grietas y las esquinas de las hojas se ven levemente dobladas. Ése libro envejeció en sus manos. Por último observo el separador. ¿Acaso es...

—Una ecografía —explica ella, al notar que mi semblante revela mi duda. 

¿Una ecografía? 

—Yo... —Maldita sea, no sé qué decir. ¿Una ecografía de su vientre? ¿Acaso ella...

Paola retira el separador del libro y me lo entrega... 

Sí, es una ecografía adornada con listones de colores. 

—¿Está embarazada? —pregunto despacio y en voz muy baja, procurando no sonar irrespetuoso.

—No —suspira ella, sin importarle mi curiosidad—. Ya no.

¿Ya no?

—Ya lo tuvo entonces... un hijo... un bebé...

—Tampoco.

—No comprendo —acepto, devolviendo el separador.

—Tuve dos abortos espontáneos. 

Dios. Ahora me siento un completo cretino. —Señorita Durán, en verdad lo lamento mucho. Yo...

—Lo sé, Armando —me tranquiliza, acercando su mano a la mía para acariciarla. Creo que está acostumbrada a que alguien lamente algo que, de hecho, le pasó a ella. Increíble. 

—¿Su novio o esposo...

—Nos separamos —Ella aclara su garganta en lo que separa su mano de la mía y regresa el separador a su lugar—. Me alegra que estemos platicando sin que todo se vuelva caos —indica, esforzándose en sonar alegre y ofreciéndome su mano para que le ayude a levantarse de la base del árbol.

Espero a que sacuda restos de yerba de su pantalón y empezamos a caminar juntos. 

—Siendo franco usted me da miedo.

—¿Miedo? —repite y afortunadamente está sonriendo. 

—Es que usualmente se queda ahí... mirándome hacer el ridículo...

Con ella nada es fácil. 

—¿Yo lo he puesto en esas situaciones? —se defiende, aún risueña, y solo me queda negar con la cabeza asumiendo mi error—. Además no lo miro de mala manera con intención, señor Calaschi. Es usted el que sufre de ataques de verborrea durante situaciones incómodas y me toca esperar a que se tranquilice o, todavía más difícil... se calle. 

—¡Es que no sé cómo actuar! —me justifico, llevando mi mano hasta mi cara. Jodida mierda. Nunca acierto con Paola.  

—Así como también debe comprender que para mí no es habitual llegar a la casa de un alumno para encontrarme con un hombre en calzoncillos que, primero, le quedan chicos y, segundo, son de Cars. ¡Cars! O peor,  bailando borracho mientras canta "En cualquier tronco te atoras bla bla bla". 

—Señorita...

—Porque claro, además de la incomodidad me preocupa el ejemplo que le da usted a Benja.

—¡Él eligió la canción!

—Armando, usted es el adulto —me regaña con dedo acusatorio—, y el problema no es la canción, es la forma en la que usted afronta sus problemas frente a Benjamín. Así que, por lo que más quiera, no le haga sentir que él debe cuidarlo a usted cuando es al revés.

—Tiene sentido —acepto.

—Por supuesto que tiene sentido. Su abuela era su madre, su protectora. Ahora sólo le queda usted... Un hermano mayor que no conoce —La miro sin comprender—. Lleva años viviendo lejos de él y sé que no lo visita mucho. ¿Al menos lo llama? 

—Algunas veces —admito—. ¡Es que sólo me contesta con monosilabos!

—Acérquese a Benja, Armando —insiste ella, realmente preocupada por mi moquito—. Por lo que más quiera —recalca y une sus manos como si estuviera rezando—. Aunque él le reciba como si se tratara de una plaga, manténgase cerca. Lo necesita... ¿Ya hablaron sobre dónde vivirá él ahora que no está su abuela? —Niego con la cabeza mirando con culpa mis tenis. Cielo santo—. ¿Ya ve? Le apuesto a que Benjamín teme su respuesta.

—Pero mi vida está en Ontiva.

—Y la de él en Deya.

Cierto, ahora debo pensar en ambos.

—Es que yo...

—Y es menor —me interrumpe, como si yo fuera dudar en poner como prioridad a mi hermano—, no puede quedarse solo.

—Usted tiene razón, señorita Durán.

—Igual lamento estarlo preocupando —se disculpa de pronto—. Usted vino a desestresarse y yo no puedo dejar en casa mis pendientes como orientadora. Aunque esto, le juro, se lo digo más por afecto a Benja que por obligación. 

—No... Está bien. Es algo que él y yo tenemos que hablar... Aunque sí me asusta que haya vuelto esa mirada asesina —la acuso para que al menos sonría un poco—. Me agrada más la señorita Durán que bromea.

Ella deja escapar un poco de aire, me mira cómplice y vuelve a sonreír. —Y a mí el Armando que me deja hablar. 

—También le gusta intimidarme. Admítalo.

—SÍ. Todos los días salgo de mi casa buscando a quién atormentar con una mirada asesina.

—Ahora usa el sarcasmo —me quejo, fingiendo estar indignado.

—Al menos lo pilló.

—Siempre. Aunque... hablando de cosas que atormentan, confieso que tengo una duda. 

—Le escucho.

¿Le pregunto o no le pregunto? Qué más da, en cualquier caso ya me vio hacer el ridículo muchas veces.

—Esa vez que dijo haber estado enamorada de mí...

—¿Yo dije que estaba enamorada de usted? —pregunta ella con voz enfática, volviéndose para mirarnos de frente.

Mierda.

—Sí, digo no... Tal vez... ¡Bueno es que aquella noche —Ataque de verborrea en puerta— usted me hizo pensar que...

—Armando —Ella dice mi nombre de una forma que me obliga a callar— , cálmese, respire —indica. Le hago caso—. No se preocupe, solo... vaya al punto. 

Al punto. 

—¡Me dio a entender que estuvo enamorada de mí! —le recuerdo. 

—Explicándolo de esa manera le doy la razón —acepta ella, resoplando un poco. Aunque parece estar cogiendo valor para decir algo más—. Yo... Bueno... Sí... En la universidad visitaba la cafetería y la biblioteca de la Facultad de Derecho solo para verle. ¿Contento?

Solo para verme. Wow, se siente increíblemente bien que alguien te diga algo así. 

—¿En serio? —Estoy sonriendo como un imbécil.

—Sí, tenía un altar con fotos suyas y todo —La miro dudando—. De acuerdo, eso último no... —Al menos está riendo—. Pero si me gustaba mirarlo. Y no estuvo mal porque ni me notó. Así que técnicamente no fue acoso.

Lamentablemente.

—Me hubiera gustado corresponder —Su mirada se suaviza al escucharme decir eso. También suspira de una forma imperceptible para alguien que no le esté poniendo tanta atención como yo en este momento—. Hubiera sido lindo.

—Ya hablamos de eso —dice, esta vez suspirando deliberadamente—. Usted... no estaba listo. Yo tampoco la verdad. Me sentía a salvo estando lejos.

—¿Y por mí bajó de peso?

Que se eche a reír me hace sentir un idiota, pero no me dejo intimidar y a ella parece gustarle eso. 

—No —objeta, sin molestarle la nueva duda—. Bajé de peso por mí... En parte.

—¿En parte?

La sonrisa se desdibuja de su cara de forma dolorosa. ¿Por qué?

—Mi esposo me acusó de que los abortos se debieron a mi peso. No ponga esa cara —suplica, cuando empiezo a enfurecer, y es que sus ojos están nublándose—. El médico fue el que señaló eso como una de las posibles razones. Mi ex esposo —enfatiza— solo se sentía frustrado.

—Acusarla no iba a ayudar.

—La impotencia, el enojo, la frustración y demás emociones negativas nos hacen decir cosas hirientes. El caso es que pasé por una depresión severa a causa del divorcio. Mi hermano al verme muy mal me animó a ir a terapia y...

—¿Usted necesitó de un psicólogo?

—Claro —Afortunadamente ella lo dice sonriendo—. Necesitaba de un punto de vista objetivo. Necesitaba dejar de culparme. También necesita hablar. Hablar mucho... Ese colega me recomendó un nutriólogo y el proceso de cambio entonces fue completo. También me ayudó mucho leer a este buen hombre —añade, mostrándome otra vez el libro—. Ahora... creo que debe retirarse.

—¿Cómo?

¿Me está echando?

—Lo están esperando —señala ella viendo tímidamente por encima de mi hombro. 

Me vuelvo para ver qué es y Iara, de pie a pocos metros de nosotros, me muestra dos botellas de agua. Le pido unos segundos y sintiéndome en zozobra miro de vuelta a Paola.

—Yo...

—Vaya —Lo dice de una forma que me duele—. Me alegra que haya encontrado a alguien.

No hay molestia, sarcasmo o burla en su tono.

—Fue en La Pecera —le hago ver.

—Lo sé. Genial.

—Aunque mi primera opción era usted —le aclaro, cambiando el peso de mi cuerpo de un lado al otro—. La describí a usted para que me tocara, y es que...

—Armando, no es necesaria una explicación —me detiene ella, sin perder la calma. Yo soy el intenso.

—Es la verborrea —me excuso.

—Por supuesto —sonríe, viendo de reojo otra vez a Iara para recordarme que está ahí.

—¿Y a usted cómo le fue en su cita? —pregunto para despedirme o quizá porque saberlo me hará sentir menos culpable. ¿Ella también encontró a alguien?

—Fue un rotundo fracaso.

—Pero estaban riendo —recuerdo. 

—Bebí demasiado.

—¿Usted bebe? Eso es noticia de primera plana.

—Socialmente, sí —indica—. Aunque también me he emborrachado —Se acerca a mi de forma cómplice—. Y cuando lo hago también canto y bailo.

—Me gustaría ver eso. 

—Se lo perdió.

—¿Cómo? —Ella me vuelve a señalar a Iara con su mirada. Ah...—. Claro.

—En la vida no se puede tener todo, Armando.

Ouch. Río por lo bajo y me despido de ella con un asentimiento de cabeza. —Entonces nos vemos luego.

—Cuídese, Armando.

—Usted también, señorita Durán.

—Paola —me corrige mientras me empiezo a alejar y camino hasta Iara pensando en dejar atrás formalidades.

Me agradó platicar con la señorita Durán. ¡Te dijo que le digas Paola!, me regaño.

—Paola —repito cogiendo la botella de agua que Iara me está entregando.

—No, yo me llamo Iara —me corrige la otra.

—Ja. Ja.

—¿Seguimos corriendo o nos vamos? —propone. 

—No, ya siento duro todo —me quejo, empinando sobre mi boca la botella. 

—No tienes que ser tan directo —ríe Iara y al instante empiezo a ahogarme con el agua.

—Alburera. Guarra —le recuerdo, escupiendo todo—. Hablo de mis extremidades. Ya no estoy calentando.

—Te iba a decir otra cosa por eso último pero termina de beber tu agua —me anima, codeándome. 

Pero no puedo estar tranquilo, acabo de hacer otra vez el ridículo frente a la señorita... Cuando volteo a ver a donde esta de pie Paola me percato de que... ya no está. Sigo con mi vista el sendero que recorrimos y la veo alejarse. 

Paola.

...

Al llegar a casa me sorprende ver al Moco saliendo de la cocina cubierto de la cabeza a los pies con una manta, y sosteniendo en una mano un recipiente repleto de malvaviscos con chocolate líquido, y en la otra a Capitán Pantaletas que gruñe cuando me ve. 

—¿Tú qué estás haciendo aquí? —le pregunto viendo mi reloj—. Son casi las once.

Debería estar en el Instituto. Él no dice nada, solo me ve mientras hace muecas de enojo y mantiene sus ojos entrecerrados.

—Ah, ¿ya viste a Aylin? —recuerdo.

—¿Yi visti i Iylin? —se queja mientras Capitán Pantaletas me sigue gruñendo—. No te quiero ver el resto del día, Armando —amenaza y continua caminando hacia su habitación. 

Observo a Iara que está de pie a mi lado... intentando no reír. 

—Solo dale tiempo —dice.

—Lo sé. Aunque al menos voy a intentar solucionar las cosas con el perro. ¿Sabes pedir consoladores en Amazon?

—Jum, para algo tengo que ser buena —me codea ella y buscamos mi laptop.


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Espero que les haya gustado el capítulo c: ¡Tiene casi 3000 palabras! :O 

¿No se sienten un poco culpables por haber prejuzgado a la Pao? ¡Ajá! O tal vez no... 

No asuman nada. Con ninguna de mis historias asuman que algo va a pasar o no va a pasar. No olviden que yo sorprendo c: Saludos y gracias por votar y comentar ♥

P.D. La imagen no es porque los bebés de Paola hayan alcanzado ese tamaño. Es solo para explicar el sentir de ella


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