Capítulo 5: Mal augurio
De nuevo, el remordimiento remueve mis entrañas sin piedad.
Me siento agobiado y perdido en un laberinto sin salida, buscándole el sentido al grotesco espectáculo del que yo mismo había escrito el guion. Y, aunque, he advertido cómo mi razón se nublaba a merced de la venganza que me ha carcomido durante meses, las pertinaces voces que martillean mi cabeza, no dejan de suplicar clemencia.
Poso mis pies descalzos sobre la húmeda hierba del jardín, observando el cielo encapotado cernirse sobre mi cabeza, al igual que un mal augurio. Me siento en la hierba, y me llevo las manos al pecho, deslizando mis yemas por la placa que cubre parte de mi torso.
Y es que, sabía que había algo que me perforaba por dentro cada vez que los lamentos de mi invitada taladraban mis tímpanos, un tormento mucho mayor que cualquier dolor que jamás había experimentado. El presentimiento del que mis pensamientos no dejaban de advertirme: creer que con el culmen de mi venganza mi ira no iba a mitigar un ápice la intensidad con la que me ha estado atormentado todos estos años.
Unos ensordecedores chillidos me alejaron de las divagaciones en las que mi mente había decidido sumergirse. Tratando de no mostrar la debilidad en la que, sabía, que ahora mismo me veía sumido, bajé a trompicones las escaleras del sótano hasta descubrir el origen de los gritos.
-¡Me duele! ¡Por favor, haz algo! -Silvia, aún amarrada al potro de tortura, y con las extremidades completamente dislocadas, no dejaba de proferir alaridos de dolor.
-Parece que se le ha pasado el efecto del calmante. -Intenté, sin éxito, mostrar la entereza que cada vez me costaba más aparentar.
Extraje de un cajón una de las jeringuillas que hacía unas horas había rellenado, con uno de los calmantes más fuertes que tenía. Yo mismo, solía suministrármelo para mitigar el dolor que las prótesis, a menudo, me causaban. Se lo inyecté a Silvia una vez volví a cargar la jeringuilla.
-En unos minutos le hará efecto -espeté con hosquedad. Cuando me dirigía de nuevo al jardín, escuche la voz de Silvia hablándome en un susurro.
-Sergio... -Apreté los puños al oír mi nombre salir de sus labios-. Sé que eres buena persona, no quiero ni imaginar por lo que has tenido que pasar.
Una ráfaga de odio visceral, al igual que una descarga, me atravesó el pecho al oír aquello. Tensé la mandíbula -o lo que me quedaba de ella-, y clavé mis iracundos ojos en los de Silvia.
-No necesito su asquerosa compasión. -La ira comenzó a impregnar las partículas de mi ser, calcinando todas y cada una de mis dudas-. Será usted la que necesite la mía.
Con rabia, accioné por última vez la manivela que hacía girar el torno, dispuesto a terminar lo que había empezado.
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