Capítulo 2: Crónica de un secuestro

Ya era el sexto cigarrillo que se encendía aquella mañana.

Dando vueltas por el salón, sin apartar la vista del periódico que reposaba sobre la mesita auxiliar de la entrada, la mente de Silvia no dejaba de divagar sobre lo sucedido. Y aunque sus amigos más cercanos habían intentado calmarla con el recurrente argumento de la «coincidencia», su intuición le sugería que un cerrojo no era suficiente para proteger su vida.

Sostuvo de nuevo el periódico entre sus manos, y releyó la noticia que tanto le había inquietado, aquella en la que se relataba la desaparición de dos de sus compañeros de trabajo, hacía apenas unos días. Parecía no haber rastro de ninguno.

Aunque no entendía por qué alguien podría tener interés en secuestrar a dos de sus compañeros de profesión, no era capaz de evitar sentirse indefensa sabiendo que su nombre podría ser el siguiente en imprimirse en la primera plana del periódico.

Llevaba toda la noche en vela, pendiente de cada ruido sospechoso del que no acababa de averiguar su procedencia. Parecía algo absurdo tener miedo de alguien cuya existencia era una mera fantasía, ¿o es que acaso cabía la posibilidad de que sus compañeros se hubiesen marchado por voluntad propia? Eso quiso ella pensar para conciliar el sueño.

Pero, una vez más, su intuición no había fallado. Escuchó escabullirse hacia el interior de su habitación una suave melodía proveniente del rellano del edificio, una que le resultó tremendamente familiar. Creyó reconocerla como aquella que se utilizó en una obra de teatro -que hacía ya unos cinco años habían representado en el colegio en el que daba clase- donde se produjo la trágica muerte de un niño.

Al recordarlo, a Silvia le recorrió un escalofrío. El aire comenzó entonces a hacerse más espeso, abrumador. Intentó averiguar el origen de esa repentina pesadez, y dirigió su mirada a la rendija de la puerta. De ella, había empezado a emerger una neblina cristalina que comenzó a inundar la estancia.

Silvia se tapó la boca y la nariz con ambas manos, en un intento de no respirar el humo que, lentamente, se aproximaba a su cuerpo.

Su vista se volvió borrosa cuando el aire envenenado alcanzó sus pulmones, y tratando de luchar contra la pesadez de sus párpados, dirigió una última mirada al umbral de la puerta abierta de la habitación.

Allí, de pie, una figura la observaba retorcerse entre la neblina.

Cuando se dio cuenta ya era muy tarde, se rindió. Los rombos que adornaban la extraña vestimenta de su secuestrador, de un intenso blanco y negro, fue lo último que Silvia alcanzó a ver antes de que sus ojos se cerraran.


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