Cautivo
-¡Te ordeno que te detengas! -bramé furiosa hacia Luzequiel, que aún empujaba del extremo de su lanza, las manos de Oriel sostenía con fuerza el mango de la misma un poco más arriba del filo, evitando que la punta de hierro le atraviese la garganta.
Oí un sonido de hebillas de armadura chocando las unas contra las otras, aproximándose a nosotros. Lorent apareció detrás y golpeó a Luzequiel en la cabeza con la empuñadura de su espada, haciendo que el Guerrero caiga al suelo desmayado.
-¡Hermano! -Oriel se levantó de inmediato cuando escuchó mi voz -Debemos irnos. Déjalo aquí, él no será un problema.
-¿Por qué te importa este salvaje? -inquirió Alexander con la voz entrecortada, mis manos aún seguían presionando su herida, embarrándose con su sangre. No respondí a su pregunta, siquiera me atreví a mirarlo. Me dirigí nuevamente a Oriel.
-Hermano, debemos irnos. Mira el estado de Alexander.
-Y mira nada más tu estado, hermana. Él se atrevió a lastimarte, a ti, a la princesa del Reino Merle, futura Reina. Arlene, las lecciones de madre y padre sólo eran para que aprendieras a liderar con la cabeza, pero mis lecciones siempre fueron para defenderte como soldado, conectando el corazón con la cabeza y el alma, sin embargo, los soldados deben tomar decisiones que no les gustan, porque créeme cuando te digo que no me da placer cortar cabezas en batalla sabiendo que los enemigos, al igual que nosotros, dejan sus familias a la espera de noticias.
-Pero, Hermano -
-Tú eres el futuro de Merle y mi deber es protegerte, no puedes pedirme que deje a este salvaje con vida luego de ver como te dejó herida y encadenada en esta deplorable cueva.
-Oriel, te lo imploro. No lo lastimes. Él no lo hizo.-Mi hermano desvió su vista de mí para fijar sus ojos en Lorent, quien luego de una mirada de aprobación de Oriel, se aproximó rápidamente hacia donde me encontraba, después de un piquete en mi cuello, me desmayé.
Lo primero que observé al abrir mis ojos fue la ventana de mis aposentos; afuera estaba nublado. Luego, mi vista se fijó en el punzante dolor de mi pantorrilla donde una venda cubría mi herida. El Sanador del Reino se encontraba a mi lado.
-Va a estar bien, Princesa. Quien cauterizó esa herida logró que no se desangrara, hizo un buen trabajo -el Sanador soltó un suspiro y luego volvió a hablar: -. Le dejé las indicaciones a su Majestad, la Reina Katherina, si no puede conciliar el sueño la infusión de Valeriana hará su trabajo.
-Gracias, Sage. -el Sanador hizo una reverencia antes de marcharse de mis aposentos.
Me reincorporé lentamente en mi cama y acomodé mi espalda en la almohada. Mi cabeza dolía y me sentía débil aún así, debía repasar lo que había sucedido, desde los susurros... hasta el -Vampiro... -murmuré entre dientes -, el...Carroñero... el barranco... la cueva... ¡Luzequiel!
«Mierda».
Hice las sabanas a un lado y antes de que mis pies tocaran el suelo, las puertas de mis aposentos se abrieron de par en par. Mi madre traía en el rostro una mezcla de decepción y preocupación.
-¿Ahora sí me creerás que el bosque es peligroso, Arlene?, ¿por fin harás caso a tu madre? Acaso, ¿no tienes compasión por mis nervios? Mira tu estado, es deplorable. -mi madre gesticulaba nerviosamente con las manos, de repente se detuvo y se sentó de golpe a mi lado -. Y si, ¿hubieras muerto? Los guerreros no son buena compañía, mira en el estado en el que te dejó.
-Él no fue, Madre. Él me cuidó.
-No intentes proteger a ese salvaje.
-Madre, debes oírme -
-Arlene...
-Debo pedir una reunión con mi padre, él deberá escucharme. Él -
-Ya basta, Arlene. Tu padre hablará contigo más tarde.
-¿Dónde está él? -pregunté y mi madre fijó sus ojos en la ventana de mis aposentos.
-En las mazmorras. Oriel está allí también. -respondió sin verme a los ojos. Oriel, el Guardia Real, y mi padre, el Rey, juntos en las mazmorras. Algo estaban tramando.
-¿En las mazmorras?, ¿qué podrían hacer allí? -inquirí y ella desvió la mirada de la ventana para fijar sus ojos en los míos. La escrutadora mirada de mi madre me estaba resultando difícil de soportar.
-Interrogarán al salvaje. -respondió finalmente.
-No, Madre, debes parar esto.
-Interrogarán al salvaje -volvió a repetir -, él nos dará información sobre las líneas enemigas. Tu padre cree que habrá un levantamiento contra el Reino. El Sur quiere ser liberado y para ello nosotros debemos caer. No lo podemos permitir.
-Si el Sur quiere un levantamiento debemos unirnos con los Lenemar, sus guerreros son fuertes. No ganaremos sin ellos, nuestros soldados no podrán contra los Pura Sangre, tú no los has visto, madre.
-¿Tú sí, Arlene? ¿Qué más nos estás ocultando?
-No, Madre. Me refiero a como son ellos, recuerda las historias de padre...
Érase una vez, hace dieciocho inviernos, un reino en armonía fue teñido de rojo y monstruos fríos de colmillos puntiagudos tomaron el control del Reino, donde los continentes debieron unir fuerzas para derrotarlos. La guerra de las diez noches. Donde soldados de los cinco Reinos lucharon diez noches y nueve días sin descanso. Hubo bajas de ambos lados, sin embargo, la balanza se inclinó a nuestro favor y pudimos ganar.
-Sé cuál es esa historia, Arlene. Te recuerdo que luché junto a tu padre en la Guerra de las Diez Noches. Sé la crueldad de esos monstruos.
-No debemos separarnos, unidos somos más fuertes. No dejes que padre lastime al Guerrero. No sólo habrá guerra con los Vampiros del Sur, los Lenemar se levantaran contra nosotros si lastimamos a uno de los suyos. Él no es la persona que creíamos.
-¿Por qué te importa él?
-Él salvó mi vida, Madre. Y estoy segura que no es así como deberíamos agradecerle.
-Oriel y Alexander salvaron tu vida. Estabas encadenada, Arlene. Deberías preocuparte por Alexander que se encuentra agonizando en la enfermería y no por el salvaje.
-¿Alexander agonizando? Madre, vi la herida, no fue tan profunda ¿Cómo es que los Sanadores aún no pudieron cerrarla?
-La daga del salvaje estaba envenenada.
-¡¿Envenenada?! Debo ir a verlo, yo debo... ¡Ah! -solté un quejido cuando mi pierna se desbalanceó y amenazó con tirarme al suelo.
-Tranquila, Señorita Arlene. -Sarah, la sirvienta, me tomó de los brazos y me ayudó a sentarme nuevamente en mi cama.
-Debes hacer reposo. Alexander está en buenas manos, no te preocupes -mi madre fue hacia mi mesa de noche, donde una tetera descansaba junto a una taza de porcelana blanca -. Bebe, Arlene.
-¿Qué es? -miré el contenido de esa taza, un líquido verde donde en el fondo tenía varias hierbas -. No quiero más infusiones, Madre.
-Es Tila, te ayudará a dormir.
-No quiero dormir, quiero ver a Alexander.
-Los Sanadores están con él, encontrarán el antídoto.
-El antídoto... -murmuré -El Guerrero debe tenerlo, déjame ir por él. -intenté nuevamente levantarme de la cama pero mi madre me sujetó del brazo parándome el paso.
-¡Basta ya, Arlene! Los hombres se están encargando. Eres una Princesa, compórtate como tal. Solo debes limitarte a sonreír y cuidar tus modales delante de los súbditos. Deja la diplomacia para los hombres de esta familia.
-Madre, deja de perder tiempo en frivolidades.
-Arlene, yo no pensaría que es frívolo cuando veas nuestras cabezas rodar a tus pies. Escúchame bien, te quedarás aquí, te recuperarás y dejarás que tu padre se encargue. Ahora beberás el té y te irás a descansar, mañana será otro día...
-Madre...
-Arlene, es una orden directa. Beatrice llegará mañana a ver el cometa, no querrás que ella te vea de esta manera o, ¿sí? -negué con la cabeza ante sus palabras, solté un suspiro lleno de resignación y bebí el contenido de la taza. La infusión de Tila comenzó a hacer efecto cuando mi madre se marchó de mis aposentos. Era hora de actuar. Luzequiel debía darme el antídoto.
-Sarah, dame la Erectus.
-Señorita Arlene, no debería mezclar hierbas...
-Sé lo que hago, Sarah. Ya dámelas. -luego de que Sarah me entregara las hojas moradas de la Erectus, tomé mis dagas y me las coloqué dentro de mi vestido de dormir, a los lados de mi cintura, mi escote y mis muslos. Daba gracias a la doble tela que Oriel había mandado a confeccionar para mí, donde allí se encontraban los compartimientos para mis dagas.
La noche estaba realmente fría, observé a través de la gran ventana de mis aposentos como los copos de nieve comenzaban a caer. Desde el interior de mi habitación podía percibir la tranquilidad del Reino, todo estaba en un completo silencio. Era hora. Sabía cómo moverme por el castillo sin ser vista, recorrí pasillo tras pasillo, sosteniéndome de la pared con mi mano derecha apoyada en ella mientras que con la otra levantaba el vestido de dormir para no pisarlo.
Paré un momento cuando un dolor punzante me atravesó la herida de mi pantorrilla. El sueño amenazaba con volver así que tomé otra hoja de Erectus y comencé a masticarla.
«Debe ingerir dosis pequeñas, Señorita Arlene. No queremos que el fuego de su centro íntimo se encienda cerca del salvaje».
-Dosis pequeñas, Arlene. -murmuré entre dientes al recordar las palabras de Sarah
Me dirigí hacia la enfermería, un largo pasillo con camas, las cuales se encontraban casi vacías, y digo casi porque la única cama ocupada era la de Alexander. A su alrededor se encontraban los Sanadores, caminando de un lado a otro, mezclando hierbas, intentando bajar la fiebre que el veneno le había proporcionado. Por lo que había escuchado de más enfermeras, Alexander había estado un día completo con fiebre.
Me quedé en un oscuro rincón, oculta de los Sanadores. Me sobresalté al oírlo gritar, era un grito aterrador que provenía de lo más profundo de su ser, un sonido tan fuerte que podía imaginar el dolor punzante de su garganta. Sus ojos se abrieron más de lo normal y comenzó a señalar hacia el oscuro rincón donde me encontraba. Estaba alucinando, la fiebre lo hacía delirar. Repetía una y otra vez las batallas que había presenciado, la sangre, y el lema de su juramento: Nuestra es la furia, nuestra es la gloria, por Merle y por nosotros.
Debía arriesgarme, estaba sufriendo. No importaba pelear con Oriel, inclusive con mi padre, tenía que conseguir el antídoto y Luzequiel iba a dármelo, así sea a la fuerza. Me dirigí con prisa hacia los calabozos. Mi vestido de dormir me rozaba los talones así que nuevamente lo sujeté con ambas manos y me dispuse a bajar los escalones hacia las mazmorras. Un largo pasillo oscuro me recibió, en ambos lados había celdas; los barrotes estaban pintados de negro, en algunos puntos el exceso de pintura se había secado y endurecido formando gruesos goterones. En otros barrotes el óxido había tomado por completo el color.
Al final del pasillo estaban las antorchas encendidas, podía oír murmullos y el habitual sonido que hacen cadenas siendo arrastradas. Me acerqué sigilosamente y lo que se oía eran golpes, sí, tan fuertes que podía oír los quejidos del Guerrero.
Di un paso y me sobresalté cuando choqué con la fría armadura de Oriel. Mi hermano giró violentamente hacia la entrada de la celda donde tenían a Luzequiel, luego me sujetó del brazo y me llevó hacia las escaleras.
-Debes irte de aquí, Arlene. -exigió, presionando ambos lados de mis brazos con sus manos, entretanto alternaba la vista al final del pasillo.
-¿Puedes soltarme? Me lastimas, Oriel. -desvié la vista hacia sus manos, en los nudillos tenía manchas de sangre.
-Lo están torturando, ¿no es así?
-Le sacamos información -corrigió al momento que aflojó el agarre.
-Lo torturan -intervine de inmediato haciendo énfasis en la frase -. Él me salvó y ustedes lo torturan.
-Necesitamos hacer esto. Padre cree que habrá un levantamiento -
-Lo sé -lo corté de inmediato -. Madre me habló sobre eso. No es posible, luego de tantos años... no.
-Los Vampiros jamás estuvieron de acuerdo cuando los otros Reinos firmaron el Tratado de Paz.
-No estoy segura de que quieran otra Guerra. Volverán a ser derrotados.
-Si del conflicto bélico se trata, nosotros ganaremos. Pero, para eso, debemos saber todo sobre las líneas enemigas.
-¿Líneas enemigas?, suenas igual que Madre -solté un bufido de risa -. ¿Por qué piensan que los Lenemar son nuestros enemigos? Pueden ser buenos aliados.
-¿Crees que padre quiere a salvajes como aliados? ¿Tú piensas que los otros gobernantes dejarán que los sobrenaturales opinen en esta Guerra?
-Padre quiere exterminar a los sobrenaturales -afirmé y Oriel asintió -. No puede, Oriel, no tiene oportunidad. No existe fuente de poder que pueda exterminarlos, siquiera detenerlos.
-Sí lo hay... -susurró.
-¿Sí lo hay? Pero, ¿cómo?
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