Capítulo 8: un vuelo hacia la madurez
Markna se encontraba en la gran rama fuera del nido; vio de costado a sus cachorros a su lado; ellos no eran más aquellos pequeños, pues ya le llegaban al inicio de su dorso.
Eran ahora unos inquietos jovencillos, sedientos de libertad y aventuras.
Lohim ya mostraba un patrón de plumaje y pelaje similar al de los adultos. Por debajo de algunos baches de plumones blancos, se apreciaba un plumaje de tonos grises más claros que sus padres, pero el pelaje de su parte felina iba del grisáceo al crema, con rosetas oscuras. La marca blanca en su cuello parecía una hoja de helecho.
Él se movió en su mismo sitio, sus alas se querían abrir y aletear, y su larga cola anillada la meneaba emocionado. Estaba más que listo a pesar de que no había comido desde ayer.
Markna luego detalló a Effrid y sacudió las orejas: a comparación de Lohim, no había cambiado casi en nada el color en su pelaje y plumaje; salvo por los tonos crema en las rosetas que medio se apreciaban y la banda en el cuello era tan clara que apenas y se veía. Ni qué decir de su marca que no se diferenciaba. Además, era cabeza y media más pequeño que su hermano.
«Es tan distinto, tan vulnerable y valiente a la vez. Solo espero que pueda con todo», pensó ella.
Effrid estaba con las orejas hacia atrás; respirando muy agitado, pues batir las alas hasta la salida le había costado mucho esfuerzo y su estómago ansiaba por comida. Asimismo, tenía la vista centrada e impresionada por el vació del gran árbol; sus poderosas garras no dudaron en aferrarse a la madera.
«Como un carajo... Son al menos más de cien metros. Esto se ve más alto que las otras veces. ¿Cómo podré? No, tengo que lograrlo, por mi familia, por Crissa ¿Pero, y si muero? No, al menos lo intentaré», pensó y su mirada se tornó firme. Sus orejas giraron en distintas direcciones por los numerosos ruidos a su alrededor.
—Pequeños, recuerden lo que les dije hace unos minutos. Sé que podrán hacerlo.
—Gracias, madre... —dijo Effrid con voz juvenil y nerviosa al mirarla de reojo.
—Hermano, ¿quieres que vaya primero y te enseñe cómo se hace?
—No —respondió al tiempo que extendió un ala en su dirección para que no interfiriera—. Yo puedo con esto. Iré primero, es solo un salto más grande que volar entre ramas.
—Bien, ¡sé que podrás! Pero no olvides dejarte llevar y usar ca...
—Lohim, lo tengo —Lo vio con ojos entrecerrados—. Usar cada músculo, la cola es mi dirección, ascender si siento las corrientes, aletear con locura. Lo memoricé.
Lohim agachó las orejas y asintió en silencio. Markna, por su parte, sacudió las orejas y resopló por las narinas. Encontró gracioso el orgullo de su hijo; ya que le recordó a su hermana.
Sin más, Effrid inspiró hondo y cerró los ojos con fuerza. Una vez que los abrió, se lanzó en picado.
Con las alas ceñidas al pecho agarró velocidad. Desplegó estas para ascender después de sentir una buena corriente de aire. Effrid se sintió eufórico; por ese instante olvidó la fatiga, aquella adrenalina era única, un lujo que solo él ahora podía experimentar. Movió las plumas desplegadas de la punta de su cola para direccionar y esquivar cuanta liana, tronco y hoja hubiera por delante. La libertad de sentir el aire recorrer su cuerpo era una sensación sin igual.
Su planeo marchó sin complicaciones por un buen tramo, pero no previó que una bandada de periquitos volaría despavorida en sentido contrario a él, tuvo que detenerse para evadirlos. Gracias a ello, perdió velocidad, equilibrio y empezó a descender.
Al percatarse de aquello, le tocó batir las alas con esmero para tratar de nivelarse. Quiso evitar así caer como una bola de cañón sin control.
—¡Aaargh, vamos!—Las ráfagas de aire lo dominaban y no conseguía agarrar altura; la fatiga estaba surtiendo efecto—. Mierda... —Apretó los ojos cada tanto mientras su cuerpo empezaba a rozar hojas de enormes palmas.
Markna se había lanzado junto a Lohim. Ella fue ágil, esquivó la vegetación con tal experiencia que, pasó entre dos troncos dando un giro completo y agarró con ambas patas delanteras a su cachorro a pocos metros antes de que cayera al suelo; procuró ser cuidadosa de no enterrar las garras en él.
A Effrid casi se le salía el corazón del miedo, estaba tembloroso con las orejitas hacia atrás.
Cuando él percibió a Lohim a un costado, aliviado de que madre lo hubiera socorrido, miró arriba y Markna parecía angustiada. Effrid agachó su rostro y orejas. Exhaló por las narinas al aceptar que todavía no tenía la vitalidad para volar libremente.
Al tiempo que Effrid era transportado por la espesura del bosque de selva tropical, logró observar muchas criaturas, animales normales como: ciervos correteando por ahí, primates vocalizando y escapando a los lados de liana en liana, ardillas escondiéndose en los hoyos de los troncos, jabalíes enormes dispersándose en distintas direcciones, un oso negro olfateando el aire y diversas aves exóticas de las cuales no entendía su dialecto; pero se advertían ansiosas y preocupadas cuando les pasaron cerca.
También, avistó de costado un río; en él, formas de agua humanoides y femeninas se encontraban reposando en las lisas rocas; ellas hicieron una reverencia al verlo y se disolvieron después de que ellos las sobrevolaron. Effrid quedó impresionado. Más adelante vio a varias mujeres con rasgos finos haciendo crecer pequeños arbustos, otras movían hojas caídas para jugar con algunos ciervos; ellas reaccionaron igual que las anteriores.
«Quién lo pensaría... Ninfas de agua y dríades del bosque, sí son reales», pensó maravillado.
A unos metros pudo divisar una figura humanoide de aspecto de sabueso con pelaje ocre cubriendo todo su cuerpo hasta la delgada cola; solo ocultaba su entrepierna con faldones de cuero. Effrid y Lohim se impresionaron al detallarlo; con una especie de hacha en mano, llevaba en el hombro un pequeño jabalí cargado. El cánido alzó el hocico, olfateó el aire; les reverenció y sacudió las orejas antes de seguir de largo.
«Así que aquí viven algunos de ellos», pensó Effrid, con el pico abierto y las orejas al frente.
Él los conocía, los había visto en algunos cultivos de señoríos de ostentosos aristócratas: los famosos y humillados hemicanes. Por alguna razón el Duque de Garthonia no gustaba de poseer criaturas que no fueran grifos. Al caer en cuenta bajó las orejas con pesar; al menos le consolaba la idea de que algunos todavía vivían en paz en su verdadero hogar.
—¡Hermano! —exclamó emocionado.
Lohim le hizo salir de su ensimismamiento y le indicó con los ojos para que viera al frente. Effrid miró de costado y el gran valle al fin se había despejado; dejando ver los cerros de piedra caliza que lo rodeaban. en su base: decenas de lagos, ríos serpenteantes y un notorio claro rocoso donde había adornos florales y muchas criaturas familiares. Effrid apartó enseguida el rostro, nervioso, y se encogió.
Tuvo recuerdos esporádicos de la guerra y angustiado sacudió la cabeza. ¿Por qué ahora? ¿Por qué los nervios? Su hermano le notó y sus orejas se echaron hacia atrás. ¿Cómo podía ayudarlo? Sabía parte de lo que podría venir y reconocía lo incómodo que sería para su hermano mayor este nuevo suceso.
Markna dio un largo silbido, anunciando su llegada desde lo lejos.
—Effrid, ten fortaleza. Sé que tienes el valor para esto —dijo sin verle.
Él tragó saliva y trató de controlarse para relajar su cuerpo, aunque no sería fácil.
Al llegar, Markna lo dejó con cuidado. Aterrizó junto a Lohim, aunque este casi tropieza cuando tocó suelo rocoso, pero por fortuna pudo mantener el equilibrio.
Atlios tenía el pico entreabierto al ver cómo había llegado su hijo mayor. Batió las orejas inspirando y exhalando aire.
A su alrededor, una decena de hemicanes; de pelajes grises, cobrizos, negros, cremas y ocres aguardaban con ornamentos en sus cuerpos y lanzas afirmadas. Junto a ellos: quince grifos formados en medio círculo; entre adultos, jóvenes y cachorros, se quedaron anonadados de ver a los recién llegados.
«No recuerdes, no recuerdes», Effrid se dijo una y otra vez al tratar de mostrarse inmutable al escrutinio público.
—Atlios, aquí traigo a nuestros hijos.
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