Prólogo


Cuando el ómnibus ingreso en la ciudad de Nueva Palmira, sentí nauseas. Me vino un impulso rabioso que me pedía a gritos que me escondiera, que no descendiera del vehículo. Miré mis manos apoyadas sobre mis piernas en un intento fallido de calmarme y disipar todo el pánico, notar el sudor que corría por la piel de mis dedos sólo me ponía más nerviosa.

El ómnibus se detuvo. Podía escuchar el latido de mi propio corazón haciendo eco en mis oídos. Lo único que quería era regresar a mi casa, con mi madre. Quería irme lejos, desaparecer.

Trague saliva. Me puse de pie y camine hacía la salida de la forma más derecha y correcta que mis piernas temblorosas me permitieron. Bajé los escalones mirando a las personas que había allí, pude divisar una silueta conocida y sin siquiera dudarlo, caminé en su dirección.

Los brazos de mi padre me rodearon con tanta fuerza que el aire escapó de mis pulmones de un solo golpe. El olor de su ropa limpia, me envolvió con tal calidez que por un segundo sentí que todo estaba como debía estar, que yo estaba dónde debía estar. Le devolví el abrazo con fuerza, inspiré hondo sobre su hombro y apreté los ojos con fuerza.

No quiero llorar, pensé.

Él se separó un poco de mí para verme y aunque podía sentir el peso de su mirada me mantuve con la mirada baja, mirando mis tenis.

– ¿Cómo estás hija? – me preguntó, lo cual me resultó incómodo, obligándome a soltar su agarre para apartarme un poco.

Entre cerré los ojos con molestia.

Mi madre me había comprado esos tenis hacía un mes en una de nuestras caminatas por 18 de Julio en pleno día del centro. Amábamos el día del centro, era el momento justo para comprar lo que queríamos con un descuento considerable.

Él entendió a la perfección mi silencio y aunque sabía que mi padre iba a insistir en tener una charla conmigo, me sentí agradecida de que por el momento, no me obligara a hablar sobre lo sucedido.

Carlos se encargó de tomar mis maletas y las cargó hasta una camioneta Toyota gris, aparcada a unos metros de nosotros. Destrabó las puertas y mientras él subía mi equipaje en la parte de atrás, yo arrastré mis piernas al lugar del acompañante.

El camino a la casa fue silencioso, algo más de lo necesario pero no me queje. Miré por la ventanilla el sol, el cielo era celeste y sin nubes, un lindo día sin contar con las circunstancias.

Cuando llegamos a la casa, noté que estaba cambiada desde la última vez que había estado allí. El jardín se veía cuidado con alegrías de colores plantadas a los costados del camino central. La pintura de la fachada se veía reciente, de un blanco mate con detalles bordo en las ventanas y demás aberturas. El interior era un poco más de lo mismo, paredes recién pintadas, orden, prolijidad. No recordaba la última vez en que mi padre estaba siendo tan... cuidadoso por así decirlo.

– Entonces – me aclaré la garganta y el me miró un poco extrañado. – ¿Hace cuánto que la conoces?

Su rostro se puso pálido.

– ¿Cómo lo sabes? – inquirió de forma espontánea.

Me hubiera gustado que al menos lo negara, pero así era él, demasiado honesto y predecible.

– La casa está pintada.

Él arrugó la cara en un intento por comprender.

– Tu cuarto está pintado – dijo.

– Si, tal vez, pero tú nunca le diste importancia al jardín.

Entonces sonrió sutilmente dándome la razón. Le ayude a terminar de entrar mi equipaje a la cocina y me senté en una de las butaca del mostrador. Había una canasta de frutas que parecía llamarme, así que tomé una mandarina y comencé a pelarla.

– Su nombre es Ana Clara – comenzó – trabaja en el puerto conmigo, empezamos a salir hace unos meses.

– Pareces feliz – lamento arruinarlo todo al mudarme contigo, pensé.

– Lo estoy – dijo y noté la presión de su mirada sobre mí, puse un gajo de la mandarina en mi boca y lo miré. – Espero que tú también lo seas aquí.

No respondí.

– Nosotros no queríamos decirte nada, Ana pensaba que con todo lo que ha pasado hubiera sido más fácil para ti que los cambios se fueran dando poco a poco.

La mandarina no tenía gusto a nada, era pura agua, desabrida y sin color, pero aun así, la seguí comiendo como si fuera la cosa más jugosa y dulce que hubiera comido en días.

– Hija – me llamó y tuve el deber de devolverle la mirada. – Lamento mucho lo que le paso a tu madre.

Tomé otra de esas asquerosas mandarinas del canasto.

Había perdido la cuenta de todas las veces que las personas me habían dicho eso, ojala no dijeran nada. Ojala sólo se mantuvieran en silencio y dejaran de recordarme lo mucho que había perdido.

Pelé la mandarina de forma brusca, el nudo que se había formado en mi garganta estaba poniéndome las cosas difíciles.

– No es tu culpa papá – dije intentando sonar neutral. – Además, no soy una niña, soy lo suficientemente mayor como para aceptar que mi padre divorciado al fin tenga novia.

Él me miró sorprendido, mientras yo seguía metiendo esa porquería en mi boca.

– No tienes que ser fuerte conmigo. Sabes que puedes...

Me puse de pie.

– ¿Puedo ir a mi habitación? – señalé con el pulgar hacia atrás.

Él me miró con algo de tristeza, pero de todas formas asintió con su cabeza.

Cerré la puerta detrás de mí con fuerza y me apoyé en ella. El nudo en mi garganta volvió a atacar y ya cansada, me rendí a él. Dejé que mi cuerpo se deslizara por la puerta hacia abajo, mientras las lágrimas surcaban mis mejillas. Sentí la sal en mi boca, mi nariz humedecida y no me importó, sólo lloré.

Desperté a las horas, tenía un fuerte dolor de cabeza y las lágrimas secas pegadas en la piel. Al parecer en algún momento dentro de mi inconciencia me había arrastrado hasta la cama y me había tapado hasta la cabeza. La luz de la luna entraba por mi ventana y me di cuenta que había dormido más de 6 horas como un tronco. Lo cierto era que necesitaba dormir, no siempre tenía el lujo de dormir más de tres horas de corrido.

Arrastré mi cuerpo inerte fuera de la cama y salí de mi cuarto.

En la cocina había olor a pizza. Busqué la comida con la mirada, pero no vi más que ese canasto de frutas que me habían salvado la cabeza más temprano.

– No sabía si ibas a levantarte a cenar – me miró estudiando mi rostro. Debía verme realmente mal ya que él hizo una mueca con su boca, esa que siempre hacía cuando desaprobaba algo y no tenía el valor para decírmelo.

– Necesitaba dormir un poco – dije y me senté en la butaca sin si quiera molestarme en mirarlo.

– ¿Has podido dormir mejor? Tu tía me dijo que no concilias bien el sueño, que tienes pesadillas sobre... - dijo sin acabar con lo que estaba diciendo.

– Pero que boca tan grande tiene esa tía mía – dije en un tono burlón. Supuse que si mi expresión hubiera acompañado mis palabras, mi padre al menos me hubiera devuelto una sonrisa. Pero no, se le veía preocupado. – ¿Dónde está la pizza? – pregunté ignorando su expresión paternal.

Mi padre pareció darse por vencido, se acercó a la cocina, abrió el horno y sacó una crujiente pizza de forma circular cubierta con muzzarella derretida a punto. Se me hacía agua la boca sólo con verla. Papá la cortó en porciones más chicas y en cuanto tuve oportunidad, tomé un trozo en mis manos. Estaba tan caliente que tuve que morder la punta con los dientes, abrí la boca un poco y moví mi mano como si al hacerlo pudiera enfriar un poco la pizza que traía en la boca. Debí esperar un poco, pero estaba tan hambrienta que no me importaba ni en lo más mínimo que pudiera quemarme la lengua o los labios. Mi padre abrió una coca y me sirvió un vaso con ella, tomé un gran sorbo. El dulce de la bebida era adictiva y las burbujas que golpeaban mi garganta me hacían sentir relajada.

– ¿Quieres hablar sobre las pesadillas? – preguntó cuándo me vio tomar la tercera porción.

– No – respondí a secas y le pegué una mordida a mi comida.

– ¿Hay algo de lo que quieras hablar? – insistió.

– Papá preferiría no tener esta discusión en nuestro primer día – respondí mirando el contenido de mi vaso, ese néctar oscuro y endemoniado era mi perdición. Si seguía bebiendo de ese líquido al paso en que lo hacía iba a acabar el año con cincuenta kilos extra, bueno, en cierta manera necesitaba aumentar un poco después de todo el peso que había perdido de golpe. Aunque dudaba que tomar coca cola y comer pizza fuera la solución a la anemia que mi nutricionista me había anotado en la dieta.

– Tarde o temprano tendremos que hablar sobre lo sucedido – comenzó a indagar, - me preocupa que no hables lo suficiente sobre lo ocurrido, necesitas hacer tu duelo, no todos los días muer...

– No lo digas – le interrumpí y al hacerlo me puse de pie. – No quiero hablar sobre esto ahora.

Podía sentir ese nudo subiendo por mi pecho, apretando la base de mi garganta, asfixiándome en mi propia agonía, pero lo contuve allí al igual que las lágrimas que amenazaban con hacerse visibles y recorrer los extremos de mi rostro, en silencio. ¿Acaso aún quedan lágrimas?, me dije. Al parecer aún quedaban muchas.

Froté los dedos de mi mano por mi frente en un intento por aliviar la presión.

– Ese es el problema, si no empiezas a hablar sobre lo ocurrido jamás podrás estar bien.

Dejé escapar una risa sarcástica y lo miré enfadada.

– ¿No se te ocurrió pensar que ya hablé suficiente con los policías que me interrogaron? – grité y noté como mi padre se arrepentía mentalmente de haber dicho lo que me había dicho. Tarde, muy tarde. – ¡No me importa si no vuelvo a estar bien! ¡No me importa nada! ¡Ni siquiera estoy de acuerdo de estar aquí en este pueblo horrible! ¡Si pudiera elegir con quién quedarme créeme que no hubiera sido contigo, tú no me conoces ni en lo más mínimo! – Las palabras se me salían de la boca, sin filtro. Estaba cansada de ser una chica buena, de tener que ser fuerte, de ser correcta en cada cosa que hacía. Estaba cansada de todo y lo único que quería era maldecir al cielo por lo que me quedaba de vida. – Mi madre murió frente a mí – dije y pasé mi mano para limpiar las lágrimas de mi mejilla. – Murió gritando de dolor y yo no pude hacer nada – solté llorando con más fuerza.

Mis piernas se aflojaron y me dejé caer arrodillada sobre el piso, podía sentir la mano de mi padre sobre mi espalda intentando calmar mi dolor, pero no había nada en el mundo que pudiera sacarme el dolor que estaba sintiendo.

– No hice nada – repetí entre llantos.

– No podías hacerlo cariño – habló mi padre. – No había forma de que supieras lo que iba a ocurrir.

Pero sí que sabía. Todo había sido culpa mía. 

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