Capítulo XXI - Scintilla

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO XXI —

S c i n t i l l a ❞

La recuperación de horas de sueño había supuesto una significativa y pronta recuperación para la salud mental de cierta castaña, quien se había dispuesto, aquella mañana de invierno, a afrontar el día con la mejor de sus sonrisas.

Pese a no haberse levantado tan temprano como le hubiera gustado, el humor de la Gryffindor parecía ser inmejorable. Gracias a haber asumido de una vez por todas el motivo de sus sentimientos, la muchacha sentía mucho más liviana la carga que suponía acarrear con todas aquellas emociones. Había aprendido a aceptar que era inútil luchar contra aquello que sentía; aceptarlo, por otro lado, conseguía hacerla feliz.

Sus amigos se alegraban enormemente de verla tan mejorada respecto a días atrás. Tanto Harry como Ron se habían conformado pensando que aquellos cambios se debían a cosas de chicas, mientras Malcolm, ya siendo consciente del motivo, prefirió reservarse el tema, no queriendo estorbar su felicidad al menos durante aquellas primeras horas.

Aprovechando la buena disposición por parte de la castaña, el Hufflepuff la había convencido para asistir a su entreno de Quidditch aquella misma tarde. Lo que Hermione no se esperaba era que Malcolm cumpliera con su cometido, subiéndola en una de las escobas con la más firme intención de hacerla participar como jugadora junto a él.

—No quisiera dudar de tu amistad, Malcolm —balbuceó la muchacha, viéndose a cincuenta metros por encima del césped del estadio—, pero, ¿seguro que no pretendes matarme con esto?

El rubio sonrió con picardía, manteniéndose frente a ella subido en su propia escoba.

—Confía en mí, Hermione; te lo vas a pasar en grande—inquirió el muchacho, alternándose con fuerza la quaffle entre sus manos mientras se mantenía estabilizado con gran habilidad—. ¿Qué te parece si empezamos con unos pases, a modo de calentamiento?

—Me parece una idea horrorosa.

—Estupendo —sonrió el muchacho—. ¡Pues vamos a empezar!

Sin aviso previo, Malcolm lanzó la pelota en alto con intención que Hermione la atrapara al vuelo; ella, ante la situación, no supo hacer más que agarrarse con fuerza al palo de la escoba, la cual salió disparada en busca de su objetivo.

Con el corazón desbocado, atorándosele la respiración en la garganta, la Gryffindor se atrevió a alzar con pavor una de sus manos, abandonando la seguridad del agarre, y tanto para su sorpresa como para la de Malcolm, sus dedos lograron atrapar con impoluta precisión la escurridiza quaffle.

Aún sin poder creerlo del todo, la muchacha observó con curiosidad aquella pelota que ahora mantenía entre sus manos. Una vez hubo digerido su asombro ante aquel logro inesperado, procedió a fulminar con la mirada a su compañero.

—Si vas a cometer otra estupidez semejante, ¡avísame primero!

—El Quidditch es imprevisible, Hermione —inquirió el Hufflepuff, alzando la vista en dirección a los cielos, consciente de aquello que se acercaba—. ¡Bludger!

Tal y como el muchacho había advertido, el zumbido de una bludger desplazándose a desmesurada velocidad por los aires acarició los oídos de la castaña.

Apretando entonces la mano que le quedaba libre alrededor de la madera de la escoba que la sostenía, la muchacha impulsó su cuerpo hacia un lado, logrando dar un brusco giro sobre sí misma, completando una vuelta entera a modo de esquivar aquella endemoniada pelota, la cual vio pasar rozándole los ropajes.

La bludger se precipitó entonces en dirección a Malcolm, quien con un simple agachar de cabeza se libró de ser víctima de su furia implacable.

Una vez Hermione supo enderezarse de nuevo sobre la escoba, encontrándose nuevamente estable, ambos muchachos volvieron a unir sus miradas.

—¿Sabes que esa forma de esquivar ha sido absolutamente increíble? —exclamó el chico con los ojos brillantes, emocionado ante lo que acababa de presenciar.

La Gryffindor, con una sonrisa pícara dibujada en sus agraciadas facciones, le lanzó con fuerza la quaffle, siendo ésta rápidamente tomada por las manos de su compañero.

Así, con total disposición por ambas partes, los dos muchachos iniciaron animadamente el calentamiento, alternándose la pelota mientras surcaban los cielos con gran entusiasmo y habilidad, subidos en sus escobas.

A fin de cuentas, parecía que Malcolm no le había mentido: se lo estaba pasando en grande en aquel entrenamiento.

Pronto se animaron a recrear diferentes ataques a los aros que conformaban una de las porterías, creando una animada competición en la que ganaría quién más veces lograra pasar por ellos la quaffle.

—¡No puedo creer que me esté ganando una Gryffindor de primer año! —jadeó el muchacho, sintiendo la respiración ajetreada en el pecho.

La castaña, posicionándose ante el aro más alto, alzó con todas las fuerzas que le quedaban el brazo con el que sostenía la quaffle y la lanzó con decisión, haciéndola traspasar el vacío del círculo.

—Será mejor que empieces a creértelo —exclamó ella en un tono amigable, recuperando el aliento—. Acabas de sufrir la mayor derrota de tu vida.

No queriendo aceptar aquella afirmación, Malcolm le sacó la lengua con burla, hecho que hizo reír a la muchacha.

Ambos decidieron concluir con el entrenamiento ante el cansancio que les invadía después de aquella pequeña competición entre ellos, dirigiéndose hacia el castillo en un tranquilo paseo en escoba y manteniendo la corta distancia como para conversar entre ellos a medida que avanzaban por los terrenos.

—Creo que hoy hemos descubierto en ti una gran jugadora de Quidditch —aceptó el rubio con sinceridad, mientras sus cabellos salvajes revoloteaban incontrolables a merced de la ventisca que recibía de cara.

—Jamás creí que pudiera dárseme bien un juego así —admitió la castaña ante su compañero, contemplando el horizonte—. Lo cierto es que me lo he pasado muy bien, Malcolm. Me siento muy animada después de esto. Gracias.

El muchacho asintió cordialmente, aceptando así su agradecer.

—Aunque ya venías de muy buen humor, ¿no es cierto? —quiso así provocarla.

—Vamos, no empieces otra vez —suspiró la Gryffindor, viendo como su compañero se mordía la lengua, divertido.

—Realmente me alegra que estés tan feliz —aceptó el Hufflepuff, en un tono que denotaba la seriedad en sus palabras—. Sea por el motivo que sea... de verdad.

Hermione no supo hacer más que observarle con cierta ternura en sus ojos avellana.

—Lo cierto es que yo también me alegro. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan a gusto conmigo misma —añadió la muchacha—. Aunque...

—¿Aunque...? —repitió su amigo, clavando en ella sus ojos curiosos.

Un ligero suspiro salió disparado de entre los labios de la joven.

—Creo que todavía me falta coraje para afrontar ciertos aspectos en mi vida —manifestó ella con total seguridad en lo que decía—. Está bien aceptarse, pero también hay que saber enfrontarse a los errores de uno mismo. Y a mí, me falta valor.

—¡Por Merlín! Perteneces a la casa de la valentía, Hermione —vociferó el chico—. Es indudable que el coraje fluye abiertamente por tus venas. Sencillamente debes entender lo capaz que eres de afrontar todo aquello que se te presente... yo sé que puedes.

Una media sonrisa se presentó entre las mejillas rosadas de la muchacha.

—¿Realmente lo crees, o es solo un intento por hacerme sentir mejor?

El Hufflepuff dejó escapar una risa sarcástica por debajo de la nariz.

—Te has convertido en una de mis mejores amistades en cuestión de pocos días, sin más necesidad que mostrándote ante mí tal y como eres —declararon las seguras palabras del joven—. Créeme, no te lo diría si no lo pensara.

Aquello fue suficiente como para que la castaña notara el fuerte latir de su pecho, en lo que parecía la fortaleza que aquellas palabras habían sabido causar en ella.

—Eres una gran persona, Malcolm —dictaminó su sinceridad, contemplándole directamente a los ojos.

—Oh, vamos —exclamó su amigo, intentando disimular la modestia que le había provocado aquel elogio tan espontáneo—. ¡Esa sí que es una exageración!

—¡No! —se defendió la muchacha, siguiéndole el juego—. ¡Lo digo muy en serio!

—¡Eso mismo les dirás a todos! —respondió el Hufflepuff con el sobresalir de una sonrisa entre sus labios, apresurando la velocidad de su escoba en la más pura exageración que se le había ocurrido fingir.

La castaña, divertida, sabía seguirle el ritmo.

—¡Serás bobo! —protestó ella, aguantándose la risa.

—¡Y ahora tratas de herirme! —prosiguió Malcolm con su victimismo tan bien representado—. ¡Déjame! ¡Quiero estar solo!

Acelerando la velocidad de su escoba, el chico dejó atrás a Hermione, quien fue víctima de un ataque de risa que logró hacer saltar un par de lágrimas de pura diversión.

—¡Malcolm! —pronunció ella una vez más, agarrándose bien al palo de su escoba y siguiéndole ajetreadamente el paso.

Y así, entre la risotada que entre ambos se provocaban, alcanzaron el castillo en menos de lo esperado, despidiéndose hasta la cena una vez se encontraron en el gran vestíbulo, habiendo hechizado las escobas con tal que estas volvieran a su lugar de origen.

Animadamente, la castaña ascendió la gran escalinata en dirección a su sala común, donde esperaba encontrarse con Harry y Ron, junto a quienes tenía intención de distraerse jugando al Gobstones, juego que recientemente los gemelos les habían descubierto.

Sin embargo, el primer rostro que reconoció fue aquel que, esbozado dentro de su característico marco de oro, parecía encontrándose vigilando la séptima planta.

—¡Qué ven mis ojos! —exclamó la figura del personaje estampada sobre el lienzo una vez la vio llegar—. Miss Granger, la luz de la felicidad irradia en su mirada con intenso fulgor hoy día.

—Buenas tardes, Sir Cadogan —le saludó cordialmente la muchacha—. No se equivoca: me invade la dicha.

El retrato se acarició metódicamente con los dedos, recubiertos por los guanteletes de hierro que portaba, el frondoso bigote que lucía sobre sus labios turgentes.

—¿La obsequió el destino con la buena fortuna en su cometido? —no tardó en manifestar su curiosidad—. Mi señora y un servidor quedamos realmente intrigados ante nuestra falta de conocimiento acerca de sus hazañas.

La muchacha entendió rápidamente a qué se refería: la última vez que se había topado con el retrato, las cosas habían tomado el peor de los rumbos respecto a ella y Snape.

—Debo decir que los hechos ocurridos después de nuestra postrera conversación no fueron aquellos que esperaba —confesaron sus palabras en un tono similar al arrepentimiento, cosa que de inmediato quiso remediar—. Sin embargo, estoy aprendiendo a no darme por vencida. Nadie dijo que la suerte fuera leal.

—Sus palabras son un orgullo para mi corazón senil —admitió el caballero ante ella—. ¿Tiene usted pensado volver a probar fortuna?

Aquella simple pregunta encendió ávidamente los pensamientos de la castaña: todavía tenía una oportunidad, aquella que había aparcado durante tantos días, no sabiendo apreciarla como algo más que un error por su parte, una locura cometida en un momento de debilidad.

—Lo cierto es que así es.

La muchacha fue entonces espectadora de cómo entre las detalladas facciones del retrato brotaba lo más similar a una sonrisa enorgullecida.

—Solo puedo insistirle en que lo haga, Miss Granger —anunció entonces—. La suerte es escurridiza... pero solo aquellos que deciden no rendirse son capaces de atraparla.

No hicieron falta más palabras para que la Gryffindor sintiera como aquel impulso se apoderaba una vez más de su cuerpo.

Despidiéndose cordialmente del retrato, la muchacha se adentró rápidamente en el vestíbulo de su sala común, donde agradeció enormemente el encontrarse sola en el lugar; así, en aquel remanso de paz, podría concentrarse en la labor que ahora la ocupaba.

Como si le fuera la vida en ello, la castaña ascendió por la escalera de piedra hasta su dormitorio, donde se propuso perderse entre tinta y pergamino en busca de las palabras adecuadas que iba a incluir en aquel envío tan especial para ella.

Una vez éstas quedaron plasmadas sobre el pergamino, Hermione, aprovechando el papel de envoltorio sobrante de aquellas Navidades, ordenó adecuadamente todo aquello que tenía pensado en el interior de una sencilla caja de cartón, la cual posteriormente forró de aquel verde esmeralda tan característico, dándole el solemne aspecto de lo que realmente era: un regalo, posiblemente el que más ilusión le hacía enviar desde que tenía memoria.

Teniendo entonces listo el presente, se dispuso a guardar en un pequeño sobre aquella corta nota que con su mejor escribir había redactado, y una vez quedó bien sellado, la sujetó al obsequio con una sencilla cinta azabache con la que rodeó cuatro de sus costados.

Satisfecha, la Gryffindor abandonó la comodidad de sus aposentos con el regalo cargado sobre los brazos y, con total precaución, intentando no ser vista por nadie, alcanzó con cierta dificultad la lechucería, lugar desde el que cumplió por fin su deseo, asegurándose de su entrega.

La más fastidiosa de las preguntas se arrojó sobre ella mientras se encontraba observando el volar de aquella lechuza con su presente bajo las garras, transportándolo a donde correspondía. ¿Había sido realmente una buena idea obedecer ciegamente a sus instintos? ¿Estaba completamente segura que no se arrepentiría después de aquel acto?

Negando con la cabeza para sí misma, la muchacha sonrió para sus adentros. No conocía los caprichos del destino y no sabía qué consecuencias le depararía aquel gesto... pero se había demostrado a sí misma la valentía que residía en ella. Y aquello era, con diferencia, lo más importante.

Aceptaría el destino como éste viniese, sin temerle ni un segundo. A fin de cuentas, nada podría arrebatarle aquel poderío que ahora notaba fluir por sus venas: por fin se sentía como una verdadera Gryffindor.

  *** 

Aquel resultó ser el primer año en el que se sintió horrorizado por el llegar de esa fecha. Había caído sobre sí como un peso muerto del que le resultaba imposible escapar, acorralado por las afiladas garras de su dudar.

La celebración del fin de año nunca había formado parte de los planes en la vida de Severus Snape, a quien siempre le había resultado una conmemoración tan estúpida como cualquier otra. ¿Qué necesidad había en intentar recibir bien el año, si al fin y al cabo, todos suponían, sin excepción, la misma tortura?

Sin embargo, tanto muggles como magos eran fervientes participantes de aquella estúpida tradición año tras año, algo que, en cierto sentido, sí afectaba a la vida del profesor de Pociones: pese a la de veces que había rehusado el asistir, cada Nochevieja era invitado a formar parte de aquella costumbre que se llevaba a cabo en el patio frente a la Torre del Reloj, lugar escogido para que los asistentes pudieran ser testigos del nacimiento del nuevo año tras las doce campanadas.

Una práctica completamente ridícula y carente de cualquier tipo de interés, pensaba Snape, según se desplazaba de un lado a otro de su despacho, inquieto.

Sin embargo, aquel año había diferentes motivos por los que el murciélago de las mazmorras había llegado a plantearse por primera vez su asistencia a dicho evento.

Al que más importancia intentaba darle era al hecho que debía vigilar de cerca al traidor de Quirrell, de quien no debía apartar la mira ni un solo segundo. Era demasiado arriesgado permitir que el profesor tuviera tan siquiera una sola oportunidad de escapársele de entre las manos, después de todos aquellos meses en los que no había descansado, convirtiéndose en su sombra a cada instante.

También estaba esa condenada réplica de James Potter, Harry, a quien Snape se había jurado proteger como muestra de su persistente lealtad hacia la difunta Lily. No era ni por asomo santo de su devoción, pero se trataba de una promesa consigo mismo, de una muestra de respeto por la mujer que le descubrió a qué sabia el amor, así como la nostalgia.

Pero el motivo que más pesaba de entre todas aquellas razones era aquella condenada Gryffindor de primer año que conseguía traerlo de cabeza. Hermione Granger era la legítima causante de aquella mezcla de sensaciones que el profesor experimentaba en su estómago, tan agradables como desconcertantes.

Por un lado, no podía evitar verla como lo que ella misma se mostraba; una insufrible sabelotodo que basaba su existencia en intentar quedar por encima de los demás a base de devorar libros, dejándose consumir delante de todas aquellas páginas en las que se mantenía abstraída día sí, día también.

Sin embargo, por otro, existía aquella fuerza de espíritu en ella, que era lo que más llamaba su atención. No podía decirse que Hermione Granger fuera la típica niña sin ideas propias, incapaz de pensar por sí misma, vulnerable ante el mundo que la rodeaba, manipulable sin oponer resistencia; en más de una ocasión, la muchacha había mostrado con creces su carácter firme, posiblemente la cualidad que Snape más admiraba en ella. Era muy joven todavía, y aún siéndolo, no recordaba haber conocido muchacha más decidida que ella en toda su vida. Pero si había algo que llamara la atención del profesor por encima del resto era la bondad que inundaba el corazón de su alumna. Ni el whiskey de fuego ni su dedicación en las pociones habían conseguido borrar el recuerdo de aquel día en el que ella, sin apenas conocerle, se había mostrado preocupada por su persona, dispuesta incluso a ayudarle sin pedir nada a cambio.

Tampoco iba a resultar fácil olvidarse del día que ahora vivía, encontrándose sobre su escritorio aquel enorme paquete vestido de envoltorio esmeralda, ligeramente desgarrado por un costado a causa de la curiosidad del profesor al recibirlo en su despacho.

No sabía cuántas veces había releído aquella pequeña, sencilla y discreta nota que ahora se mantenía sobre su escritorio de roble, mientras él se movía de un lado a otro, intentando procesar el hecho en sí mientras interiormente lograba escuchar la voz de ella en su cabeza.

«Mi madre solía prepararme una taza de éstas infusiones en aquellas noches que las pesadillas se apoderaban de mi persona. Espero que funcionen en usted tan bien como lo hicieron en mi.» 

No había sido necesaria la presencia escrita del remitente para que el profesor supiera de quién se trataba; conocía tanto aquella caligrafía perfectamente ordenada como el coraje que venía implícito en aquel gesto. No podía haber nadie más entrometido y, a la vez, bondadoso que ella.

Pese a haberse negado en un principio a abrir el presente, la intriga que le carcomía era más poderosa que su orgullo. Así, siendo sumamente cuidadoso a la hora de rasgar el envoltorio con la ayuda del afilado de una pequeña daga, descubrió en aquel regalo las mil olores que aquellas bolsitas desprendían, distinguiendo desde la fragancia de la manzanilla hasta la magnitud de la presencia de la valeriana.

Lo cierto es que, aún conociendo sus propiedades, jamás se había dignado a darle una oportunidad a aquellas soluciones muggles, las cuales, por otra parte, dudaba que resultaran en él... pero lo que más llamó su atención no fue el contenido, si no más bien la dedicación que la muchacha aún mostraba por él, incluso después de haberse comportado como un bastardo cobarde con ella en su último encuentro en soledad.

No tardó en experimentar aquella conmoción en su interior, diciéndose una vez más que no la merecía.

Ella era su insufrible sabelotodo, y al mismo tiempo, su ángel de la guarda.

Sintió entonces la impetuosa necesidad de hacer algo que su orgullo nunca antes le había permitido. Iba a ser la primera vez, y realmente el cometido parecía merecerlo.

Pero, ¿estaba preparado para abandonar su fachada inexpugnable? ¿Realmente tenía el coraje suficiente como para hacerlo?

Notándose mentalmente agotado, Snape se dejó caer con brusquedad sobre uno de los sillones colocados junto a la chimenea, apretándose el puente de la nariz con indignación ante el mar de duda que sentía en el pecho.

Hermione era el motivo más solemne por el cual asistir a la ceremonia, y a su vez, por el que más temía, el que más lo impulsaba a quedarse en la tranquilidad de su despacho, acompañado por los fantasmas del remordimiento.

Involuntariamente, sus ojos azabaches recayeron sobre el envuelto esmeralda de su escritorio, y sus labios escupieron un suspiro cargado de resignación.

Solo había una elección a tomar... y, finalmente, la tomó.

  *** 

Todo parecía estar listo para recibir el nuevo año.

Repartidos en el patio frente a la Torre del Reloj, tanto profesores como alumnos se mantenían pacientes a la espera del llegar de la medianoche.

Todos los asistentes, atentos a las gigantescas manecillas del gran reloj, empezaban a armarse con sus varitas a medida que la hora precisa se acercaba.

Tanto Harry como Hermione descubrieron de la mano de Ron, aquella misma noche, que los magos tenían la tradición de invocar una preciosa centella a cada campanada, que salía disparada de sus varitas en dirección a los cielos, creando un bonito espectáculo de luces en el firmamento estrellado. También cabía destacar que el color de esta centella variaba según el mago que la invocaba, cosa que llamó la atención de Harry, quien deseaba descubrir el color que le representaba.

Hermione, sin embargo, declinó rápidamente hacer uso de aquel conjuro, decantándose por seguir la tradición muggle mediante las tradicionales uvas de la suerte, gesto que fue imitado por Malcolm, quien también deseaba seguir con sus costumbres como hijo de muggles que era.

Charity se alegró mucho al descubrir que ambos muchachos iban, como ella, a seguir con aquella práctica no-mágica, en su opinión tan célebre y digna como cualquier otra. Así, junto a la profesora, se encontraron frente a la Torre del Reloj con las doce uvas en mano, siendo testigos de cómo los minutos iban avanzando con rapidez.

—Queridos alumnos, profesores, compañeros... amigos —aprovechó Dumbledore la ocasión para recitar unas palabras, encontrándose a pocos minutos del momento esperado—. Estoy encantado de poder compartir con ustedes esta bella celebración, y no me queda más que anhelar por todos los que nos encontramos hoy aquí que este año nuevo que está por llegar sea portador de buena fortuna, de amor y fraternidad. Así pues, les deseo un muy feliz año nuevo.

Todos los presentes aplaudieron con fervor ante las palabras del director, reconfortados por sus deseos: sin embargo, la única que se mantuvo seria fue la castaña, quien había buscado con nulo éxito la figura de su profesor de Pociones por el lugar.

Sentía ganas de verle una vez más después del presente que le había mandado. Necesitaba saber su reacción, fuera ésta tanto positiva como negativa... pero, para su suerte o su desgracia, Snape no estaba allí.

—¿Preparada? —le preguntó el Hufflepuff con los ojos brillantes, sacándola de sus pensamientos más profundos.

—Preparada —respondió la muchacha con cierta inseguridad.

Y una vez los cuartos hicieron su aparición de advertencia, los magos alzaron con decisión sus varitas en dirección a los cielos, y Hermione, decidida, tomó la primera de las doce uvas, manteniéndola cerca de sus labios, ansiando el momento.

La primera campanada resonó entonces en el lugar con poderío, y de las varitas surgieron una gran variedad de colores que se unieron en su paso por alcanzar las estrellas, siendo contemplado por la muchacha que, con la rapidez habitual, se deleitaba con el exquisito sabor de aquella primera uva.

—¡Scintilla! —escuchó a Harry conjurar, viendo como una centella azul se alzaba junto al resto.

El ritmo de las campanadas pareció alentarse para la castaña, que a medida que iba acompasando cada toque con una uva distinta, observando el cielo teñido de centellas de colores, se dejaba perder en sus pensamientos repletos de deseos para aquella nueva etapa en su vida.

Solo tres meses habían pasado desde su llegada a Hogwarts como una niña ilusionada por aprender magia; tres meses en los que había cumplido y superado su objetivo con creces. Se había propuesto ser la mejor bruja de su generación, y se encontraba en camino de cumplirlo a base de sus muchos esfuerzos. Sin embargo, también debía admitir que había cambiado mucho respecto a la persona que era al tomar el Expreso de Hogwarts, aquella tarde de otoño que había supuesto un antes y un después en su vida: los meses le habían hecho descubrir lo mucho que aún desconocía de sí misma.

Había conocido a los mejores amigos que jamás hubiera podido encontrar, había sentido los golpes más traicioneros que la habían hecho más fuerte, había experimentado como nunca antes sus más adultas emociones... había dejado atrás a su antiguo yo para dar un paso en su adolescencia, la que la transformaría en la mujer que algún día soñaba convertirse.

Admirando las manecillas del reloj en su continuo movimiento, no pudo evitar sentir aquel ligero gusto a melancolía. Como ella, deseaba la prosperidad para el hombre que no había acudido a la fiesta, el único capaz de turbar su humor con su ausencia... deseaba con todas sus fuerzas que Snape experimentara la dicha de estar vivo por una vez en su vida.

Por un momento, se vio abatida por el peso de sus pensamientos más traicioneros: como nunca antes le había ocurrido, se sentía aferrada a los sentimientos encontrados que sentía por él, experimentando aquella sensación de desazón interna que le provocaba el pensar que debía encontrarse solo en ese preciso instante, sumido en su perenne amargura.

Pero, ¿qué podía hacer más que lo que ya había hecho?

Inevitablemente, la tristeza pareció marchitar su alma como si de una rosa se tratara, delicada, frágil, abatida por las circunstancias. Todos aquellos deseos nacidos de su corazón, brotados en sus venas y deseosos por cumplirse en sus manos parecían romperse en mil pedazos ante sus ojos.

Se sentía estúpida por haber llenado su pecho de esperanza. Ella no significaba nada. Él jamás llegaría...

Pero todos aquellos pensamientos fueron expulsados de su cabeza cuando comprendió lo afortunada que era al percatarse de lo mucho que aún tenía, distinguiendo como aquella figura sombría se había posicionado a su lado derecho e imitaba su mismo proceder ante las últimas campanadas que conformaban aquel cambio que estaba por llegar a sus vidas.

Contra todo pronóstico, él estaba allí, junto a ella. Había sabido escupir su orgullo para asistir a la celebración, para demostrarle que se equivocaba por completo.

No estaba sola. Le tenía.

El hombre se limitó a contemplarla mientras se introducía con lentitud aquellas últimas uvas entre los labios, al son de cada campanada, acompasándose a sus apaciguados movimientos.

Y Hermione no tardó en entender la importancia de su gesto, tan simple y, a su vez, tan significativo: Snape, sin mediar palabra alguna, le estaba pidiendo perdón de la forma más solemne que jamás había presenciado.

Aquella sonrisa sincera que se esbozó entre los labios carmesí de la muchacha, libre de todo perjuicio, fue la manera más pura de aceptación ante su disculpa, haciendo irradiar como nunca antes la felicidad en las profundas orbes oscuras de aquel hombre que, por primera vez, se mostraba vulnerable a su merced.

Y mientras gritos de alegría surcaban los cielos teñidos una vez la última campanada había sido emitida ante los astros de aquella noche invernal, las dos figuras restaron observándose mutuamente en aquella complicidad que tanto habían anhelado para sí.

—Feliz año nuevo, Srta. Granger.

—Feliz año nuevo, profesor Snape.

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