Capítulo XVIII - Epulum
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XVIII —
❝ E p u l u m ❞
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Todo parecía estar maravillosamente preparado para la Nochebuena.
Cada rincón del castillo se encontraba vestido de festividad, adornado de hermosas flores que recubrían con elegancia sus arcos, barandas y columnas, respirándose aquel aire de solemnidad que a cierta castaña tanto le gustaba revivir.
Aquel año, como los anteriores, prometía ser una gran celebración. Hermione jamás se hubiera imaginado pasar las Navidades en un castillo como el de Hogwarts, y menos en la compañía de algunos de sus mejores amigos, sensación que la colmaba por completo de alegría.
Se sentía muy emocionada aquella mañana. Se había levantado muy temprano para mandar a tiempo las lechuzas con los regalos correspondientes: a sus padres, les había enviado una extensa carta en la que se disculpaba por no pasar con ellos las fiestas, aún deseándoles toda la felicidad del mundo en aquellas fechas tan señaladas; en el envío, además, había incluido una corbata elegante y azulada para su padre y un pañuelo precioso bañado de un verde esmeralda encantador para su madre.
También había pensado en sus amigos, en especial Cedric y Susan, a quienes les había mandado un paquete de grageas Bertie Bott de todos los sabores y varias ranas de chocolate, además de las felicitaciones de Navidad correspondientes, deseándoles unas felices y plácidas vacaciones.
Y pese a que la castaña tuviera la más firme intención de, aún con medio castillo dormido, disponerse a enviar la correspondencia, hubo un solo detalle que detuvo su paso fiero hacia el exterior de su habitación: un haz de luz caía justamente sobre aquel condenado ejemplar de tapa celeste que reposaba intacto sobre su baúl.
Habían sido muchos los esfuerzos por controlar sus ganas de saber más acerca de aquel libro que a propia voluntad había alquilado a McAllen con el fin de entregárselo a su profesor de Pociones. Se había jurado a sí misma que ahí lo mantendría hasta que fuera el momento adecuado de entregarlo a su correspondiente receptor, si es que este momento llegara alguna vez... pero en ocasiones, la curiosidad es más poderosa que la propia voluntad.
Aparcando sobre su catre la correspondencia a la que se había dedicado, Hermione dejó que su cordura la abandonara en el mismo instante en que sus dedos tocaron nuevamente aquella tapa repleta de cenefas; cegada por sus ansias de saber, no tardó en enterrar su mirada castaña en las firmes páginas de aquel poderoso libro, recordando con claridad las palabras que el propio McAllen había proferido en dos ocasiones.
Un tomo muy interesante acerca del sueño...
Y la castaña supo que había traspasado la delgada línea que separaba la curiosidad de la grosería cuando, treinta minutos y setenta y cuatro páginas después, Harry y Ron acudieron a su habitación para llevarla a desayunar.
Aquella mañana, en la mesa de los Gryffindor, donde todos los alumnos se reunían para comer en conjunto, poco se hablaba más que de lo que les depararía aquella noche: según Percy, que había pasado las Navidades en el colegio en años anteriores, les esperaba una gran cena junto a los profesores.
La mejor de las Gryffindor sentía como los nervios le carcomían despiadadamente el estómago, y era perfectamente consciente de por qué. No se creía capaz de enfrentar a Snape después de aquel encuentro tan fortuito y tan condenadamente desafortunado, en el que él la había escrutado con aquella frialdad que era capaz de helar el alma.
Por otra parte, aquél condenado libro también la atormentaba de sobremanera. Si ya resultaría difícil dirigirse a él después de todo lo acontecido entre ambos, ¿cómo iba a ser capaz de entregarle aquel ejemplar que ella misma había alquilado, gesto que parecía ser una total intromisión a su privacidad, y más habiéndolo leído?
Lo odiaba. Odiaba ese condenado libro que ahora la mantenía entre la espada y la pared, entre la bondad y su corazón herido.
Le odiaba. Odiaba a su profesor de Pociones por ser tan condenadamente difícil, tan desgraciadamente infeliz consigo mismo... por no dejarse ayudar, manteniendo el corazón de ella en un puño.
Se odiaba. Odiaba sentirse preocupada por él, acongojada por su bienestar, pendiente de su felicidad. Se odiaba por apiadarse de Snape, y quería convencerse a sí misma de que apenas le importaba... pero sabía que no era así.
Involuntariamente, entre el animado coloquio de sus compañeros, Hermione alzó vagamente la cabeza, apartando la vista de su plato y dirigiéndola hacia allí donde, durante días, había evitado mirar: con milimétrica precisión, sus ojos castaños aterrizaron sobre la figura sombría del desdichado Snape, quien revolvía con total desgana el contenido de su plato.
Aún sintiéndose cohibida ante la sorpresa que supondría conectar con sus ojos de nuevo, la muchacha demostró para sí misma su valor como Gryffindor, atreviéndose a analizar con detalle a Snape, como nunca antes lo había hecho, pese a los metros de distancia que les separaban.
Cualquiera hubiera dicho que el murciélago se veía igual de desgraciado que cada día: sin embargo, Hermione no supo hacer más que atar cabos sueltos al apreciar todos aquellos detalles y matices que conformaban el rostro cetrino de su profesor.
Aquellas grandes ojeras dibujadas bajo su particular caída de ojos, aquel ceño fruncido con desdén, muestra de su perenne irritabilidad, aquellos labios que conformaban la línea recta más perfecta de la infelicidad...
Hermione entendió entonces que no se había equivocado al teorizar que Snape necesitaba aquel libro, pues así lo hacía, sin ningún tipo de duda: basándose en el estudio que la escritora Daisy Hookum había desarrollado en el tomo que aquella misma mañana había leído, entendió de una vez por todas que su profesor de Pociones era víctima del insomnio más profundo y traicionero, hecho que conformaba singularmente su personalidad.
¿Cómo no había sido capaz de darse cuenta de algo tan simple, teniéndolo ante sus propios ojos?
Y como si de un gesto divino se tratase, una poderosa idea le recorrió la mente como una mecha prendida y desenfrenada. Sin poder evitarlo, sonrió, aún observando la figura entristecida de Snape, perdido en sus propias preocupaciones, sumergido en su inquietud.
Se había prometido enfrentársele, y dentro de aquel propósito se encontraba, por encima de todas las cosas, ayudarle... así que lo haría con todo lo que estuviera en su mano.
Volviendo la mirada en dirección a su mesa, Hermione sonrió para sus adentros. Gracias a la distracción que había supuesto el libro, no había tenido tiempo a enviar las lechuzas a sus destinatarios... así que aprovecharía aquella pequeña oportunidad para hacer el bien, una vez más.
***
—¿Cómo creéis que será? —preguntó Hannah en voz alta, admirando el reflejo de su figura arreglada en el viejo espejo, anclado en una de las paredes del baño de las chicas.
—¿No has estado nunca en un banquete? —respondió Rose con ironía, que se entretenía decorando las puntas de su vestido dorado con sutiles margaritas brotadas de su varita—. Supongo que Dumbledore aprovechará la ocasión para soltar uno de sus interminables discursos sobre la paz y la bondad y lo bella que es esta época del año, y después nos echaremos a comer como borregos hasta que no seamos capaces ni de arrastrarnos hasta los dormitorios.
Hermione, que permanecía sentada frente a otro de los espejos mientras Cho le ordenaba sus indomables rizos en una bonita y dedicada trenza, se observó a sí misma sonreír ante la afirmación de su compañera.
—Veo que tienes claro tu propósito de esta noche, Rose —afirmó ella, dedicándole una mueca divertida que la Hufflepuff de cabellos negros correspondió, devolviéndosela.
—La Navidad es una excusa para engordar, ¿no creéis? —añadió ésta.
—Es una forma de verlo —asintió Cho con alegría, atando el final de la trenza de Hermione con una sencilla goma y dejándola caer por encima del hombro derecho de su compañera—. ¿Qué te parece?
La castaña, observándose atentamente al espejo, sonrió con aprobación: aquel rato ameno que estaban pasando antes de la celebración parecía estar dando sus frutos, pues se encontraba a sí misma muy atractiva para la ocasión.
Con detalle, repasó una vez más las facciones de su rostro jovial: las chicas le habían aplicado un muy sutil colorete rosado en las mejillas y un tono carmesí en los labios que hacía juego con su vestido, dos detalles que le daban singularidad a su aspecto. Jamás había creído que se sentiría cómoda con el maquillaje hasta aquel día, en el que se veía absolutamente radiante.
Animada, la muchacha se alzó de su asiento y compartió un sencillo y entregado abrazo con la Ravenclaw, dándole así las gracias.
—Me gusta mucho como ha quedado, Cho —admitió ella, una vez ambas se separaron—. ¿Quieres que te ayude con tu peinado?
—Oh, no es necesario —exclamó la Ravenclaw—. Con hacerme una simple coleta me bastará.
La Gryffindor asintió ante su afirmación y le dejó el asiento libre para que pudiera proceder: seguidamente, se acercó hasta la posición de Hannah, junto a la que se admiró reflejada en aquel grande espejo que le permitió verse de cuerpo completo.
El vestido que había elegido le quedaba mejor de lo que recordaba: el cuello cortado en pico dejaba entrever con sutileza la marca de su clavícula; la tela se ceñía tanto en sus brazos como en su torso, reafirmando la delgadez de su vientre y la silueta de sus pechos que, aún encontrándose en desarrollo, ya empezaban a formar parte de su figura esbelta; a partir de su cintura, la falda caía elegantemente en hermosos volantes conformados por una serie de suaves ondulaciones que rodeaban sus rodillas con gracejo. Hermione había decidido añadir a su vestuario unas medias de color carne que estilizaban por completo sus largas piernas y, finalmente, unos mocasines azabaches que lucían un sencillo lazo, dándole aquel toque de formalidad que ella buscaba.
Sus ojos brillaron con ilusión al observarse una vez lista: estaba radiante, como nunca antes recordaba haberse visto.
—Estás preciosa, Hermione —inquirió Rose, de quien la Gryffindor descubrió el reflejo al escuchar su voz, encontrándola justo tras de sí.
La castaña no supo hacer más que sonrojarse ante aquel comentario.
Unos suaves golpes sobre la madera de la puerta llamaron la atención de las cuatro chicas, que a su vez giraron la cabeza en la misma dirección.
—Es la hora, damiselas —les anunció la voz de Percy desde el exterior.
Una vez las cuatro hubieron repasado hasta el último detalle en sus atuendos, se dispusieron a salir al exterior, donde el prefecto las esperaba vestido con su túnica de gala.
—Qué elegante, Percy —exclamó Hannah con picardía una vez lo hubo examinado de pies a cabeza.
El muchacho sonrió con gracejo.
—Me temo que las cuatro me ganáis en elegancia esta noche —declaró confiado el muchacho, provocando aquella risa nerviosa que se apoderó de ellas—. Los chicos ya deben encontrarse en el vestíbulo. Vamos, no deberíamos hacer esperar a los profesores.
Las cinco figuras emprendieron entonces su paso hacia el gran vestíbulo a través de los pasillos, en los que Hermione aprovechó para deleitarse una vez más la decoración navideña con la que habían vestido cada rincón, contemplando los carámbanos ajustados en las barandillas, las pequeñas guirnaldas de acebo que colgaban del capitel de las columnas y las enredaderas que descendían de estas con elegancia.
A paso ajetreado alcanzaron el vestíbulo, donde el resto del alumnado esperaba paciente, admirando las manecillas del gran reloj.
Hermione no tardó en reconocer las figuras de Harry, Ron y Malcolm, que lucían el atuendo que ella misma había elegido para ellos en Hogsmeade. Sin poder evitarlo, sonrió en su dirección a medida que se acercaban, y más cuando los tres le devolvieron la mirada, asombrados.
—Pues ya estamos todos —anunció Percy, tomando las riendas de la situación—. ¿Os parece si vamos entrando? Deben estar esperándonos.
Ante la iniciativa de todos los presentes, las puertas del Gran Comedor se abrieron, y los muchachos se dispusieron a adentrarse en el lugar.
—Os sienta muy bien el traje, chicos —exclamó la castaña ante sus tres amigos, que seguían sin apartar de ella la mirada.
Los tres sonrieron con nerviosismo ante su comentario.
—Tu también estás genial, Hermione —manifestó Harry, ajustándose el lazo en el cuello con cierta torpeza.
Ella agradeció el comentario con una dedicada sonrisa, y acto seguido, con un sencillo gesto, les invitó a seguir el paso de sus compañeros, que ordenadamente iban pasando hacia el interior de la gran sala.
Rápidamente, Harry y Ron se pusieron en marcha; tras de sí, Malcolm y Hermione acompasaron su paso, avanzando lentamente por el gran lugar, admirando cada rincón.
—¿Nerviosa? —la voz del Hufflepuff acarició sus oídos, encontrándose ella distraída en sus propios pensamientos.
Con sutileza, la muchacha decidió ser sincera ante su amigo, asintiendo un par de veces con la cabeza.
—¿Qué tontería, verdad? —exclamó ella—. Tratándose de una cena...
El muchacho sonrió con picardía, dejando reposar ambas manos en los anchos bolsillos de su elegante atuendo.
—Tranquila, Hermione —añadió él en un tono pausado—. Él no suele asistir a este tipo de eventos.
La Gryffindor notó como el corazón se le aceleraba al ser plenamente consciente de a quién se refería, y en un intento de abandonar la angustia, suspiró con ganas. Malcolm sabía tan bien como ella que los nervios que la carcomían venían dados por la presencia de Snape y lo que ésta suponía para la castaña después de los últimos encuentros acontecidos.
Sin pensárselo dos veces, el Hufflepuff, retirando una de sus manos del bolsillo, agarró con delicadeza la mano derecha de la castaña y entrelazó los dedos de ella con los suyos, a modo de infundir en ella el coraje necesario como para enfrentarse a los acontecimientos.
La muchacha, algo retraída ante aquel contacto espontáneo, solo supo sonrojarse, hecho que quedó oculto tras el maquillaje pero que no pasó desapercibido por su amigo, quien le brindó una sonrisa despreocupada que Hermione fue incapaz de no imitar, transcurridos unos segundos.
De la mano, ambos siguieron el paso de sus compañeros, y pronto alcanzaron el lugar donde cenarían en aquella noche estrellada: la mesa de profesores se encontraba completamente rodeada por cómodos sillones y estaba elegantemente vestida por fina vajilla y hermosa cubertería de plata. Sobre la gran mesa flotaban un gran número de preciosas velas acompañadas por pequeñas hojas de álamo, y preciosas hadas revoloteaban por la sala con distinción.
Aún en pie, en el lugar también se encontraba la gran mayoría del profesorado, quienes recibieron al alumnado con formales salutaciones y buenos deseos. Hermione correspondió de buena gana cada saludo mientras su interior la mantenía alerta: los ojos de la muchacha se encontraban pendientes en la búsqueda de aquella figura sombría entre la muchedumbre... pero, por suerte o por desgracia, todo indicaba que Snape no se había dignado a asistir al banquete aquella noche, cosa que le provocó un ligero suspiro plagado de una mezcla entre alivio y pesar.
Una vez hubieron concluido los recibimientos, Dumbledore tomó las riendas de la situación: colocándose frente a su característico sitial, el director se apoderó de la atención de todos los presentes, rompiendo el aire con un par de suaves palmadas.
—Les doy a todos la bienvenida a nuestro banquete de Nochebuena. Les agradezco tanto la asistencia como la formalidad y la puntualidad con la que se han presentado hoy, y espero que el banquete sea de su agrado. Sin embargo, antes de iniciar nuestro festín, me gustaría decir unas palabras... papanatas, llorones, baratijas, pellizco —comentó alegremente el director, causante de la risa de algunos presentes ante su agudeza e originalidad—. Y creo que eso será todo. Demos, pues, inicio a nuestro banquete.
Dumbledore, alzando sutilmente su mano derecha, chasqueó sus firmes dedos con decisión; de pronto, de cada plato emergió un delicado trozo de pergamino en el que se encontraba, con distinguida caligrafía, el nombre del asistente que debía ocupar dicho lugar.
Alegremente, cada profesor y alumno se dispuso a hallar su nombre en cada uno de los papelitos. Para la castaña, fue fácil descubrir que la habían colocado justo frente a la profesora McGonagall, quien se encontraba al lado derecho del director. Por otra parte, tanto Malcolm como ella se alegraron al percatarse que la disposición les había sentado de lado. Sin embargo, cuando la curiosidad de la castaña quiso saber quién ocupaba el asiento frente al director, justo a su lado derecho, notó como la respiración se le entrecortó irremediablemente.
Severus Snape.
Malcolm no tardó en leer también el pergamino ante el que su amiga había empalidecido por completo.
—¿Quieres que nos cambiemos el sitio, Hermione? —le susurró al oído, queriendo ser lo más discreto posible.
Sin embargo, antes de que la muchacha pudiera tan siquiera meditar una respuesta, el director tosió un par de veces, apoderándose de la atención de ambos muchachos, quienes le observaron con cierta timidez.
—La profesora McGonagall y un servidor hemos estado trabajando mucho en la disposición de esta noche, Sr. Preece —manifestó el hombre, acariciándose sutilmente aquella frondosa barba nívea—. Difícil tarea ha resultado, debo añadir.
—Sería muy descortés por mi parte querer modificar su disposición, entonces —exclamó educadamente el Hufflepuff.
El director asintió con agradecimiento, y Malcolm y Hermione intercambiaron una mirada resignada ante las circunstancias.
—No te preocupes, Malcolm —le susurró la castaña, intentando mantener la compostura—. Si se presenta, creo que él estará más molesto que yo.
Una vez todos los presentes se encontraron ordenados en su sitio correspondiente, la profesora McGonagall hizo sonar un par de veces su copa con una cuchara, extinguiendo así el coloquio que empezaba a abarrotar el ambiente.
—Atención, por favor —demandó con rectitud.
Cuando el silencio fue protagonista de la escena, Dumbledore procedió a picar de manos.
—Epulum.
Transcurridos unos instantes, la gran mesa se llenó de exquisitos manjares, y los villancicos empezaron a sonar por la gran sala de la mano de las armaduras.
Tanto alumnos como profesores iniciaron el gran banquete: Hagrid y Harry, que habían tenido la suerte de sentarse de lado, conversaban animadamente acerca de mágicas criaturas; Ron, justo a la izquierda del de cabellos azabaches, se entretenía saciando su apetito, admirado por McGonagall, también a su izquierda, quien jamás había visto comer a alguien con un ímpetu semejante; frente a ellos, la profesora Hooch y Malcolm intercambiaban un interesante debate acerca de los resultados del campeonato de Quidditch, mientras Hermione se entretenía cortando el pavo relleno de su plato, degustándolo mientras contemplaba, aún fascinada, toda aquella hermosa decoración navideña que reinaba en el lugar.
La muchacha, para sus adentros, meditaba la decisión que había tomado meses atrás al decidirse por pasar las Navidades en el castillo, y lo cierto era que no se arrepentía en absoluto. Aquella calidez tan hogareña que se respiraba en el ambiente era lo más valioso del mundo para ella, y se sentía feliz por encontrarse allí con sus amigos. Las Navidades en Hogwarts parecían un sueño, un sueño que se estaba convirtiendo en realidad.
La Gryffindor tomó delicadamente su copa de cristal y bebió con lentitud su zumo de calabaza, ahogando así una sonrisa sincera que provenía de sus pensamientos más felices. Estaba justo donde quería estar.
Con aquel alborozo recorriéndole las venas, la muchacha procedió con la comida de su plato, mientras contemplaba alegremente a todos y cada uno de los presentes mientras éstos conversaban y reían amigablemente. El único que fue capaz de llamar su atención fue Dumbledore, a muy pocos metros de ella, quien mantenía la vista al frente, contemplando algo que se escapaba del campo visual de la muchacha.
El director era un tipo muy excéntrico, pensó la Gryffindor, intentando no darle más importancia.
Sin embargo, al cabo de unos pocos minutos, fue la propia voz de Dumbledore quien logró que la muchacha volviera a concentrar su atención en él, manteniendo la vista en el plato.
—Estaba convencido de que vendrías, muchacho —exclamó el director—. Ven, acércate y toma asiento.
Hermione se limitó a levantar la vista al frente, encontrándose con la figura de McGonagall, quien parecía encontrarse sorprendida, mirando en la misma dirección que su compañero.
Y antes de que la muchacha pudiera tan siquiera plantearse girar la cabeza para resolver sus dudas, éstas fueron del todo esclarecidas en cuanto notó que la silla vacía de su lado derecho pasaría entonces a ser tomada por su legítimo dueño.
Hermione no supo hacer más que mantenerse completamente inmóvil ante el aroma amargo que desprendía aquel en quien tanto había pensado, a quien tanto había maldecido... quien ahora se encontraba cenando a su lado en aquella noche estrellada.
—Me alegro de que te hayas decidido a venir, Severus —insistió Dumbledore, mostrando su sonrisa de marfil—. ¿Quieres un poco vino, hijo?
—Por favor —respondió la voz seca del profesor en lo que parecía ser un ruego por inhibirse de la situación por completo.
—Aprovecharemos la ocasión, pues —anunció el director, llamando una vez más la atención de todos los presentes al alzar con fervor su copa—. Damas, caballeros, propongo un brindis en honor al cariño y a la fraternidad tan propios en estas fechas. Un brindis por el amor y la paz, que no sea falto en nuestras vidas.
Todos los presentes alzaron también sus respectivas copas y procedieron a hacerlas chocar con delicadeza con quienes les rodeaban: Malcolm y Hermione se dedicaron una abierta sonrisa al unir sus copas, y cuando el Hufflepuff procedió a repetir el gesto con la profesora Hooch, justo a su lado izquierdo, la Gryffindor se decidió finalmente por llenarse de coraje y atreverse a girarse en dirección a su profesor de Pociones.
Para su sorpresa, Snape, que mantenía su copa alzada con pocas ganas, la observaba con aquellos ojos azabaches tan condenadamente poderosos.
Entre ambos volvió a formarse aquel silencio acaparador, capaz de cortar el aire.
—Granger —exclamó Snape su apellido en un susurro ronco que erizó la piel de la muchacha.
—Profesor —le devolvió ésta con toda la claridad que le fue posible emplear ante su mirada penetrante.
Y en un sencillo gesto, ambos hicieron chocar sus copas, uniéndose al trago colectivo en el que, interiormente, descubrieron sus más recónditos deseos con la esperanza de que éstos se cumplieran.
Tanto Hermione como Snape se tomaron, a partir de ese momento, la cena con más calma. Estaba claro que su relación no iba a curar sus heridas de guerra con tan solo aquel simple contacto, pero sí lo haría la tensión que compartían desde la llegada de él al banquete, cosa que suponía un alivio para ambos.
Así, el festín procedió debidamente para todos los asistentes: Snape se mantuvo en su silencio sepulcral habitual, y Hermione se animó a participar en una conversación conjunta acerca de las costumbres muggles a petición del director, quien ansiaba saber los detalles acerca de cómo éstos celebraban la Navidad, viéndose envueltos en el coloquio más de la mitad de los asistentes.
—¿Y sus padres a qué se dedican, Srta. Granger? —preguntó Dumbledore con la curiosidad a flor de piel, conduciendo la conversación hacia un ámbito diferente.
Hermione, pese a sentirse ligeramente nerviosa al tener la atención de la gran mayoría sobre sí, no dudó en responder.
—Oh. Son dentistas. Arreglan... bueno, los dientes de la gente.
—¿Se considera una profesión peligrosa? —insistió el director.
A unas pocas sillas de la posición del director de encontraba Charity, quién no dudó en guiñarle un ojo a Hermione, consciente de la jocosidad de aquella pregunta que el director había formulado en su más estricta seriedad.
Hermione, consciente de aquel gesto de apoyo, se dispuso a responder.
—No exactamente —añadió ella—. Aunque una vez, un muchacho mordió a mi padre en la consulta. Tuvieron que darle tres puntos de sutura.
Algunos de los presentes rieron con esta pequeña anécdota, entre los que Dumbledore se encontraba antes de proseguir con su ronda de preguntas.
—Fascinante, sin duda —añadió finalmente—. ¿Qué hay de usted, Sr. Preece?
—Mi padre forma parte de los cuerpos de seguridad del Estado. Es policía, similar a la profesión de Auror —explicó Malcolm, recayendo sobre él la atención—. Mi madre es química. Creo que sería una profesión equivalente a pocionista, en este caso.
—Este muchacho puede enseñarte mucho, Severus.
Snape, que se entretenía jugueteando con el vino de su copa, se limitó a fruncir el ceño con desdén.
—Espero que, si sigue la profesión de su madre, se le dé mejor que mi asignatura.
—Hago lo que puedo, señor —recalcó Malcolm sin dejarse intimidar por las palabras del profesor de Pociones.
—No trate de excusarse, Sr. Preece —insistió Snape, terminándose de un trago el licor que restaba en la copa.
—¿Qué hay de sus tíos, Sr. Potter?
—Mi tío Vernon es director de una empresa llamada Grunnings, y mi tía Petunia es ama de casa —explicó el muchacho sin demasiado entusiasmo—. Nada apasionante, me temo.
—No les subestime, Sr. Potter —contestó el director—. El mundo muggle es, en verdad, apasionante como ninguno.
Y entre el ameno coloquio que se formó entre los asistentes, el banquete fue tocando a su fin: muchos de los profesores fueron los primeros en retirarse a sus aposentos ante el atiborramiento de comida que habían sufrido, así como algunos de los alumnos. Harry, Ron, Malcolm y Hermione fueron de los últimos en abandonar el banquete, ayudando cordialmente a adecentar el lugar junto al director, McGonagall, Quirrell y Snape, quien sorprendentemente, sin haber probado bocado, había estado presente durante toda la velada hasta su fin.
Cordialmente, los muchachos se despidieron de los profesores restantes antes de retirarse hacia sus dormitorios. Hermione, por su parte, aprovechó la ocasión para volver a conectar sus ojos castaños con los de Snape, en un contacto tan fiero y tan distante a su vez, capaz de mantenerla abstraída durante todo el recorrido hacia la sala común pese al hablar de Harry y Ron.
¿Le odiaba? ¿Le quería? ¿Qué había en Snape que fuera capaz de desconcertarla de tal forma?
Agotada ante esta encrucijada irresoluble, una vez llegó hasta su dormitorio, habiéndose despedido de sus amigos, Hermione se dejó caer sobre su catre, y sin poder evitarlo, quedó sumida en un sueño profundo en el que pudo olvidarse de todo aquello que la atormentaba.
No fue hasta la mañana siguiente, cuando despertó a causa de unos insistentes gritos provinentes del vestíbulo que repetían su nombre sin cesar, que se maldijo a sí misma por haberse quedado dormida vestida y maquillada de gala.
Saliendo al exterior con desgana, se asomó por la barandilla de piedra, encontrándose con los rostros joviales de sus dos mejores amigos, que desde su posición la observaban con una sonrisa dibujada entre sus mejillas.
—Feliz Navidad, Hermione —le desearon ambos muchachos.
La castaña, habiéndose frotado los ojos con intención de despertarlos, les devolvió la sonrisa con algo más de entusiasmo.
—Feliz Navidad, chicos.
Una vez sus sentidos se hubieron despertado del todo, a la muchacha no le costó percatarse de la presencia de todos aquellos paquetes apilados junto a la chimenea de la sala.
—Venga, baja —le insistió el pelirrojo con dulzura en sus palabras—. ¡Vamos a abrir los regalos!
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