Capítulo XLIX - Expelliarmus
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO XLIX —
❝ E x p e l l i a r m u s ❞
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Las llamas lo envolvieron como un abrazo cálido que lo absorbió, arrastrándolo hacia un abismo al que ya estaba acostumbrado y no dejando más rastro de él que la ceniza que quedó adherida bajo la elegante repisa de mármol que conformaba la chimenea. Segundos después las llamas lo liberaron con elegancia, dejándolo erguido sobre las cenizas de aquel nuevo hogar constituido por la fría piedra que tan bien conocía.
Sin esperar invitación, Albus Dumbledore salió de la chimenea, removiendo la ceniza que había quedado impregnada en sus ropajes con un simple blandir de varita, y circuló a paso sosegado por entre los catres que poseía la estancia, deteniéndose frente a aquel en el que una sombra oscura, dándole la espalda, dedicaba su plena atención.
—¿Todavía te culpas, hijo? —dejó que su voz apaciguada resonara entre las voluptuosas paredes de la enfermería, rompiendo en pedazos aquel silencio sagrado, a medida que avanzaba hasta él.
—Empezaba a echarte en falta, Albus —exclamó Snape con voz tenue, demasiado concentrado en aquella figura inerte que restaba tendida sobre la cama como para postrar sus ojos en su acompañante—. Eres el único capaz de darle voz a mi conciencia.
Con una sonrisa discreta dibujada entre sus barbas albinas, el director colocó su mano derecha sobre el hombro de su compañero, a modo de brindarle su apoyo a través de aquel simple contacto, y clavó sus ojos celestes sobre la figura petrificada.
—Sin embargo, tu conciencia está contaminada por tus emociones internas... por lo que no puedo estar de acuerdo con ella —dictaminó él con convicción—. Ambos estáis equivocados.
—No era necesario que vinieras. Ya sé hundirme yo solo.
Retirando sus dedos firmes del hombro de Snape, Dumbledore rodeó apaciguadamente la camilla, posicionándose en el lado opuesto y acomodándose en el sillón que lo precedía.
—Severus... no puedes encerrarte en tu amargura de esta manera —manifestó él, intentando hacer sonar sus palabras tranquilizadoras—. Minerva me ha comentado que te pasas tardes y noches enteras haciéndole compañía hasta que estás tan cansado que no eres capaz de mantenerte en pie.
La mirada oscura de Snape se alzó entonces, tropezándose con la suya, y sintió como sus ojos negros, situados sobre aquellas profundas ojeras que se le acentuaban, perforaban los propios como brasas calientes.
—Veo que habéis tenido tiempo para contaros vuestros chismorreos —le recriminó el hombre con total inquina, en un tono que para él se había vuelto habitual escuchar—. ¿Y ahora qué? ¿Me vas a soltar uno de tus sermones acerca de la bondad y la pureza espiritual?
El anciano negó con la cabeza un par de veces, intentando restarle importancia a sus reproches.
—Lo único que trato de decirte es que no debes dejarte apresar por tu aflicción. Esto no ha sido culpa tuya.
Lejos de apaciguar su ira contenida, Snape pareció estar haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantener los labios sellados, reprimiendo los improperios que deseaban salir desbocados de su persona.
—¿Yo la cité, entiendes? Los retratos la vieron atenta al reloj por si llegaba tarde al encuentro —declaró con amargura, sintiendo como sus propias palabras hacían mella en su herida interna—. Si no la hubiera convocado, quizá se habría tomado unos minutos de más en la biblioteca... y ahora no estaría tendida sobre esta jodida camilla.
—O quizá el ataque se hubiera producido de la misma forma, y tú no habrías salido en su búsqueda al no conocer su ausencia —sentenció el director, contemplándole por encima de sus gafas de media luna—. ¿Eso te haría sentir menos culpable?
Por primera vez en mucho tiempo, Snape pareció haberse quedado sin habla. Era innegable que las palabras del anciano estaban colmadas de una razón que él no había sido capaz de discernir... pero jamás lo admitiría, cosa de la que ambos eran plenos conocedores.
Dejando que el silencio fuera su única respuesta, el hombre volvió a concentrarse en la figura inerte de Hermione, acariciando tímidamente sus cabellos rizados con los dedos ante la mirada condescendiente de Dumbledore.
—Mira... me temo que no hay nada que puedas hacer para alterar los hechos acontecidos. Al igual que la Srta. Dawlish y el Sr. Preece, ella ha caído por azares del destino, caprichoso como ninguno —manifestó el anciano en un hilo de voz, examinando visualmente las extremidades pálidas de la muchacha con cierta pesadumbre—. Si realmente ansías su pronta recuperación, deja de lamentarte por ella y actúa en consecuencia. Pomona necesitará tu ayuda para elaborar el filtro restaurativo en cuanto las mandrágoras hayan crecido sanas.
Snape soltó entonces un suspiro resignado, otorgándole una vez más la razón al director. Éste, sin embargo, apenas pudo disfrutar de aquella pequeña victoria, dado que sus ojos celestes divisaron en la mano derecha de la muchacha un papel arrugado que se mantenía preso en sus dedos helados, el cual no dudó en acoger discretamente entre los suyos, extendiéndolo con la curiosidad a flor de piel.
—¿Y qué haremos mientras esperamos a que crezcan? —se lamentó Snape, demasiado atento a las facciones pálidas de la Gryffindor como para percatarse del hallazgo de su compañero—. ¿Cuántos ataques más serán necesarios para que tomemos cartas en el asunto?
Los ojos de Dumbledore se iluminaron con un resplandor esperanzado, y no tardó en dejar al descubierto sus dientes de marfil en una sonrisa satisfecha.
—No te preocupes por eso, mi estimado muchacho —se limitó a expresar, retornando el pequeño trozo de pergamino donde le correspondía con la firme convicción de que tarde o temprano sería encontrado por los dedos adecuados—. Nuestro destino está en buenas manos.
***
La aventura de seguir a las arañas había sido muy dura. Pero ahora, burlar a los profesores para poder meterse en un lavabo de chicas, justo el que se encontraba junto al lugar en que había ocurrido el primer ataque, les parecía prácticamente imposible. Tanto Harry y Ron por un lado como Cedric y Susan por el otro habían intentado escabullirse de las tediosas hileras que se veían obligados a formar para recorrer el castillo, pero la mirada acusatoria del profesor o prefecto que se cernía sobre el alumnado al conducirles siempre acababa por hacer desvanecer sus intenciones.
Harry sabía que todo podría resolverse en unos pocos días, cuando el filtro de mandrágora estuviera listo y los petrificados despertaran con la respuesta que, a aquellas alturas, todo el colegio ansiaba conocer. Sin embargo, tenía claro que si se presentaba, no dejaría escapar la oportunidad de hablar con Myrtle... ocasión que surgió a media mañana, cuando Lockhart conducía a los de Gryffindor al aula de Historia de la Magia.
—Recordad mis palabras: lo primero que dirán las bocas de esos pobres petrificados será "fue Hagrid" —exclamó el hombre, doblando con ellos una esquina—. Francamente, me asombra que la profesora McGonagall juzgue necesarias todas estas medidas de seguridad.
—Estoy de acuerdo, señor —alegó Harry, y a Ron, que se encontraba justo a su lado, se le cayeron los libros que sostenía con ambos brazos al escucharle.
—Gracias, Harry —manifestó el profesor cortésmente, mientras esperaban que acabara de pasar una larga hilera de alumnos de Hufflepuff y Ron recogía los tomos del suelo—. Los profesores tenemos cosas mucho más importantes que hacer que acompañar a los alumnos por los pasillos y quedarnos de guardia toda la noche...
—Es verdad —asintió el de cabellos azabaches, distinguiendo los rostros de Cedric y Susan al final de la hilera—. ¿Por qué no nos deja aquí, señor? Sólo nos queda este pasillo.
—¿Sabes, Harry? Creo que tienes razón —respondió Lockhart con una sonrisa altanera—. La verdad es que debería ir a preparar mi próxima clase
Sin esperar respuesta alguna por parte de sus alumnos, el hombre cruzó el corredor apresuradamente, y los leones continuaron con su camino, una vez el pasillo volvió a quedar accesible.
Aprovechando la ocasión, Harry les hizo señas a los dos Hufflepuffs, y éstos se acercaron con cautela, haciéndose a un lado para que la profesora Vector, quien conducía la hilera, no les viera escabullirse.
—Eso ha estado genial, Harry —admitió el pelirrojo, asegurándose de nuevo los libros sobre los brazos.
—Gracias, Ron —sonrió él—, pero no tenemos tiempo para conversar. Será mejor que vayamos a ver a Myrtle antes de que nos descubran.
Sin nada que objetar, los cuatro enfilaron por un pasillo lateral y echaron a correr hacia los aseos con una sonrisa de suficiencia dibujada en sus rostros... la que no tardó en desvanecerse en cuanto se encontraron frente a la profesora McGonagall, que les observaba con expresión inquisidora.
—¿Qué se supone que están haciendo? —les interrogó, apretando los labios.
—Estábamos... estábamos... —balbuceó Susan, intentando encontrar las palabras adecuadas—. Íbamos a ver...
—A Hermione —la interrumpió Cedric, haciendo recaer miradas interrogantes en él—. Pretendíamos colarnos en la enfermería, profesora... hace mucho que no la vemos.
McGonagall seguía contemplándole con severidad, y por un momento Cedric pensó que iba a estallar de furia, pero cuando habló lo hizo con una voz ronca muy poco habitual en ella.
—Naturalmente... comprendo que todo esto ha sido más duro para los amigos de los que están... lo comprendo perfectamente —admitió ella, y los cuatro alumnos fueron testigos de como brillaba una lágrima en uno de sus ojos, redondos y vivos—. Sí, Diggory, claro que pueden ver a la Srta. Granger. Informaré al profesor Binns de dónde han ido... y díganle a Madame Pomfrey que les he dado permiso.
Harry, Ron, Susan y Cedric se alejaron, sin atreverse a creer que se hubieran librado del castigo, y al doblar la esquina, oyeron claramente a la profesora sonarse la nariz.
—Ésa —exclamó Harry con una mueca divertida, tomando a Cedric del hombro— ha sido la mejor historia que has inventado nunca.
No tenían otra opción que ir a la enfermería, así que anduvieron por los corredores del primer piso a paso calmado. Al llegar, Madame Pomfrey les dejó pasar, aunque a regañadientes, y los cuatro se adentraron en el solitario lugar, rodeando la camilla de Hermione con cierta pesadumbre en la mirada.
—¿Vería al atacante? —preguntó Ron, contemplando con tristeza sus rígidas facciones.
Harry y Susan se limitaron a encogerse de hombros, mientras que Cedric, que se encontraba acariciando la mano derecha de Hermione con ternura, parecía haber encontrado algo en ella. Asegurándose de que Madame Pomfrey no se encontraba cerca, lo tomó entre sus dedos perfilados y lo alzó a la vista de sus compañeros, quienes depositaron en él su plena atención.
—¿Qué es? —preguntó Susan en un hilo de voz.
—Escuchad: «De las muchas bestias pavorosas y monstruos terribles que vagan por nuestra tierra, no hay ninguna más sorprendente ni más letal que el basilisco, conocido como el rey de las serpientes.» —leyó Cedric la nota, moviendo sus ojos sobre las oraciones escritas con la ordenada caligrafía de Hermione—. «Esta serpiente, que puede alcanzar un tamaño gigantesco y cuya vida dura varios siglos, nace de un huevo de gallina empollado por un sapo. Sus métodos de matar son de lo más extraordinarios, pues además de sus colmillos mortalmente venenosos, el basilisco mata con la mirada, y todos cuantos fijen su vista en el brillo de sus ojos han de sufrir instantánea muerte. Las arañas huyen del basilisco, pues es éste su mortal enemigo.»
Harry y Ron se contemplaron entre ellos con asombro en la mirada, como si alguien hubiera encendido la luz de repente en su cerebro.
—¡Esto es! El monstruo de la cámara es un basilisco, ¡una serpiente gigante! —musitó Harry, notablemente emocionado—. Por eso he oído a veces esa voz por todo el colegio cuando nadie más lo ha hecho: porque yo comprendo la lengua pársel...
—Sin embargo —objetó Ron—, si mata mirando a la gente... ¿cómo es que nadie ha muerto?
Cedric se alzó de un salto de su asiento, acariciándose los cabellos con cierta exasperación, como si acabara de comprenderlo todo.
—¡Porque ninguno le ha mirado a los ojos, claro! —sentenció él con firme convicción, desplazándose por la sala—. Helen lo vio a través de su cámara muggle... Malcolm debió verlo a través del cuerpo diáfano de Nick Casi Decapitado.
—Y Nick debió de recibir el impacto —añadió Harry—, pero como es un fantasma, ya no puede morir.
—¡Exacto! —prosiguió el Hufflepuff—. Y Hermione lo vio a través del reflejo de su reloj de muñeca.
—¿Qué hay de la Sra. Norris? —preguntó Susan.
—El agua... el suelo estaba encharcado aquella noche por las llantinas de Myrtle —aclaró el mayor, dejando que sus ojos castaños se iluminaran—. Ella solo vio el reflejo del basilisco.
—Hay algo que no me cuadra —declaró Harry, alzándose de su asiento—. ¿Cómo es posible que una bestia de tales dimensiones haya podido pasearse por el castillo sin ser visto?
Poniéndose de puntillas y arrimándose al hombro del castaño, Susan fijó su mirada en una última palabra que restaba escrita en solitario bajo el gran párrafo de la nota que sus dedos sostenían.
—«Cañerías» —leyó ella, frunciendo levemente el ceño—. ¡Por eso Harry oía esa voz dentro de las paredes! ¡Utiliza las cañerías!
—Esto quiere decir que no debo ser el único que habla pársel en el colegio —prosiguió el de cabellos azabaches—. El heredero de Slytherin también lo hace... de esa forma domina al basilisco.
Durante unos breves instantes, los cuatro restaron inmóviles, embriagados por la emoción y sin poder aún creerse del todo su más reciente descubrimiento.
—¿Qué hacemos? —se preguntó la pelirroja en voz alta—. ¿Vamos directamente a hablar con McGonagall?
—Será mejor que vayamos a la sala de profesores —propuso Cedric, guardándose el trozo de pergamino en el bolsillo de su túnica—. Irá allí dentro de diez minutos, ya es casi la hora del recreo.
Decididos, los cuatro bajaron las escaleras corriendo a toda prisa. Como no querían que los volvieran a encontrar merodeando por otro pasillo, fueron directamente a la sala de profesores, una amplia habitación con una gran mesa y muchas sillas alrededor, que se encontraba desierta. Los muchachos caminaron por ella, demasiado nerviosos como para sentarse, a la espera de algún profesor.
Pero la campana que señalaba el comienzo del recreo no sonó, sino que en su lugar se oyó la voz de la profesora McGonagall amplificada por medios mágicos retumbando entre las voluptuosas paredes del castillo.
—Todos los alumnos volverán inmediatamente a los dormitorios de sus respectivas casas. Los docentes deben dirigirse a la sala de profesores. Les ruego que se den prisa.
Los cuatro se contemplaron entre sí, horrorizados.
—¿Habrá habido otro ataque? —preguntó Ron, con los nervios a flor de piel—. ¿Precisamente ahora?
—¿Qué hacemos? —se añadió Susan, mordiéndose las uñas—. ¿Regresamos a nuestras salas comunes?
Cedric echó un breve vistazo alrededor, encontrándose rápidamente con una especie de ropero a su izquierda, de donde colgaban las capas de los profesores.
—Será mejor que nos escondamos aquí para averiguar qué es lo que ha pasado —les señaló él, invitándolos a ocultarse—. Ya tendremos tiempo para hacerles saber lo que hemos averiguado.
De pronto empezó a escucharse el ruido de cientos de personas que pasaban por el corredor a toda prisa, y los cuatro aprovecharon el momento para esconderse bajo las capas, justo a tiempo para que no les atraparan cuando se abriera la puerta. Por entre los pliegues de las capas, que olían a humedad, vieron a los profesores que iban entrando en la sala, algunos con una mueca desconcertada y otros claramente preocupados, hasta que finalmente llegó McGonagall, presidiendo la gran mesa.
—Ha sucedido —anunció ante los presentes, que la escuchaban en completo silencio—. Una alumna ha sido raptada por el monstruo... se la ha llevado a la cámara.
Flitwick dejó escapar un grito, Sprout se tapó la boca con ambas manos, y Snape, que lucía unas pronunciadas ojeras, pareció abrir los ojos con un pavor que nunca antes habían podido llegar a ver plasmado en su persona.
—¿Estás segura, Minerva? —quiso él asegurarse, apretando sus puños con fiereza sobre la gran mesa.
—Sí, Severus... el heredero de Slytherin... —prosiguió la profesora con la voz entrecortada— ha dejado un nuevo mensaje, debajo del primero... «Sus huesos reposarán en la cámara por siempre.»
Las profesoras Vector y Sinistra no pudieron evitar derramar unas cuántas lágrimas, mientras Hooch se dejaba caer en su silla, sintiendo que las rodillas dejaban de sostenerla.
—¿Quién ha sido? —ansió saber ella, dejando entrever en sus ojos amarillos un haz de su quebranto interno—. ¿Qué alumna?
McGonagall tragó saliva antes de pronunciarse.
—Luna Lovegood.
Susan notó como Harry se dejaba caer en silencio y se quedaba agachado sobre el suelo del ropero, atónito, y no dudó en posar la mano sobre su hombro a modo de consuelo.
—Tendremos que enviar a todos los estudiantes a casa mañana —sentenció la profesora—. Me temo que éste es el fin de Hogwarts. Dumbledore siempre dijo...
La puerta de la sala de profesores se abrió bruscamente, interrumpiendo su hablar, y tras de ella pudieron reconocer a Lockhart luciendo una sonrisa despreocupada entre sus agraciadas facciones.
—Lo lamento... me he quedado dormido... —se excusó él con falsa modestia—. ¿Me he perdido algo importante?
No pareció darse cuenta de que los demás profesores lo miraban con una expresión bastante cercana al odio hasta que Snape se alzó de su asiento, dando un paso por delante.
—Una alumna ha sido raptada por el monstruo, Gilderoy —le notificó con una pérfida sonrisa en la que parecía estar escondiendo un dolor infinito—. Ha llegado tu momento...
—¿Mi... mi momento? —balbuceó el hombre, abriendo los ojos con total estupefacción.
—¿No decías anoche que sabías perfectamente donde se halla la entrada de la Cámara de los Secretos? —prosiguió Snape, que parecía estar descargando su furia interna en él.
—Queda en tus manos —dictaminó McGonagall—. Esta noche será una ocasión excelente para llevarlo a cabo. Tu maestría, al fin y al cabo, es legendaria...
Lockhart intentó ocultar su temor fingiendo una sonrisa con la que parecer confiando ante las circunstancias.
—Muy bien —manifestó él, intentando sonar convincente—. Ehm... estaré en mi despacho... preparándome.
Sin esperar ninguna clase de respuesta por parte del resto de profesores, el hombre abandonó la sala a toda prisa.
—Bien —resopló McGonagall—. Los Jefes de las Casas deberían ir ahora a informar a los alumnos de lo ocurrido: decidles que el Expreso de Hogwarts los conducirá a sus hogares mañana a primera hora. A los demás, os ruego que os encarguéis de aseguraros de que no haya ningún alumno fuera de las salas comunes.
Los profesores, acatando sus órdenes, se levantaron y fueron saliendo de uno en uno, dejando de nuevo la sala desierta... y permitiendo que los cuatro muchachos que se escondían aún en el ropero pudieran tomar el aire que les faltaba, saliendo de su escondite.
Susan, viendo que Harry se había quedado en su misma posición, corrió los abrigos a un lado, dejándolo al descubierto, y se arrodilló frente a él, apoyando las manos sobre sus rodillas.
—¿Estás bien? —le susurró dulcemente, intentando no sonar agresiva.
Harry, pese a parecer encontrarse severamente conmocionado por los acontecimientos, sorprendió a la muchacha clavando sus ojos verdes en los de ella con absoluta firmeza, mostrándole el coraje que residía en ellos.
—Solo podemos hacer una cosa —sentenció él—. Deberíamos ir a ver a Lockhart para decirle lo que sabemos. Es un completo inútil... pero va a intentar entrar en la cámara.
Con un asentimiento firme, sus compañeros le mostraron su acuerdo, y sin tiempo que perder, los cuatro abandonaron la sala de profesores y se escabulleron por entre los corredores, ascendieron sigilosamente hasta el segundo piso y se plantaron frente a la puerta del despacho de Lockhart, de donde provenía el sonido de roces, golpes y pasos apresurados.
Harry llamó, tocando con sus nudillos la superficie de la puerta. Dentro se hizo un repentino silencio, y tras unos breves instantes, la entrada se entreabrió y Lockhart se asomó.
—¡Ah...! Eres tú, Harry... Weasley, Diggory... Srta. Bones... —dijo, abriendo la puerta un poco más—. En este momento estaba muy ocupado. Si os dais prisa...
—Profesor, tenemos información para usted —sentenció Harry con los ojos iluminados, interrumpiéndole—. Creemos que le será útil.
—Ah..., bueno..., no es muy... —balbuceó Lockhart, pareciendo encontrarse muy incómodo a juzgar por el trozo de cara que veían—. Quiero decir, bueno, bien...
Con delicadeza, el hombre abrió la puerta, permitiéndoles el paso: una vez dentro, los muchachos pudieron comprobar que el despacho estaba casi completamente vacío. En el suelo había dos grandes baúles abiertos; uno contenía túnicas de color verde jade, lila y azul medianoche, dobladas con precipitación, y en el otro había libros mezclados desordenadamente. Las fotografías que habían cubierto las paredes estaban ahora guardadas en cajas encima de la mesa.
—¿Se va a alguna parte? —le preguntó Cedric con aire desafiante, alzando levemente la barbilla.
—Eh... pues sí, una llamada urgente... —se excusó él, mientras iba cerrando los baúles a toda prisa—. Insoslayable... debo acudir.
—¿Y qué pasa con Luna? —se añadió Harry, notablemente escandalizado.
—Bueno, eso... la verdad, es ciertamente terrible... —musitó el hombre sin remedio—. Nadie lo lamenta más que yo...
—¡Es el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras! —vociferó Ron, poniéndose un paso por delante—. ¡No puede marcharse ahora con todas las cosas oscuras que están pasando!
—Ya, pero... cuando acepté el empleo, no constaba nada en el contrato acerca de... —murmuró él, paseándose por el despacho y observando en todas direcciones—. Bueno, yo no esperaba...
Susan, tomando con fuerza su varita, se plantó frente a él con mirada desafiante.
—¿Está huyendo? —le recriminó, sintiendo como algo se rompía en su interior—. ¿Después de todo lo que cuenta en sus libros?
El profesor se detuvo en aquel preciso instante, notando como los ojos de la chica abrasaban los propios de forma aterradora.
—Los libros pueden ser malinterpretados —intentó justificarse, sintiéndose flaquear frente a ella.
—Los escribió usted —insistió la chica, dejando entrever en su mirada la furia de un volcán que está a punto de entrar en erupción.
—Mi querida muchacha... ¡usa el sentido común! —suspiró el hombre, viéndose indefenso ante la furia desmedida que emanaba de sus ojos castaños—. ¡Mis libros no se habrían vendido tan bien si la gente no hubiera creído que yo hice todas esas cosas!
Colmada por su propia cólera, Susan apretó con fuerza los puños, haciendo empalidecer sus nudillos.
—¡Usted es un jodido farsante! ¡Se ha llevado el mérito de lo que otros magos han hecho! —espetó la muchacha, dejando que el dolor interno que sentía hablara por ella—. ¡Y lo peor de todo es que yo le admiraba ciegamente! ¡Llegué a creer en usted y en sus hazañas, y todo ha resultado en una gran mentira que me da ganas de lanzarle un Crucio aquí mismo!
Antes de que la chica pudiera alzar su varita, Ron la envolvió por la espalda en un abrazo con el que apaciguar su ira.
—¿Hay algo que usted sepa hacer? —se mofó Harry, al haber digerido su macabra confesión.
—Sí, ya que lo mencionas... soy experto en hechizos desmemorizantes. De no ser así, esos magos me habrían desenmascarado, y yo no habría vendido ni un solo libro —manifestó el docente, palpándose los bolsillos de su túnica con fingida despreocupación—. Es más... voy a... voy a... tener que hacer lo mismo con vosotros.
De un momento a otro Lockhart desenfundó su varita, dispuesto a cumplir con su sentencia: sin embargo, él no contaba con que no era el único en la estancia preparado para conjurar magia.
—¡Expelliarmus! —exclamó Cedric con absoluta decisión, apuntando hacia el docente, y la varita se escurrió de entre los dedos de Lockhart, siendo tomada por el muchacho—. Eso ni se le pase por la cabeza.
—¿Qué queréis que haga yo? —les imploró, notablemente acobardado—. No sé dónde está la Cámara de los Secretos. ¡No puedo hacer nada al respecto!
Susan volvió a acercarse a él a paso lento, y con una mueca de desprecio dibujada entre sus facciones anaranjadas, apuntó fijamente sobre él con su varita.
—Tiene suerte, profesor. Creo que nosotros sí sabemos dónde está y lo que se esconde en ella —le anunció con total inquina, logrando que el hombre tragara saliva, asustado—. Vamos.
Sin tiempo que perder, hicieron salir a Lockhart de su despacho, descendieron por las escaleras más cercanas y fueron por el largo corredor en el que se encontraban los mensajes en la pared, hasta la puerta de los aseos de Myrtle la Llorona.
Una vez se encontraron en el interior del baño, distinguieron al espíritu sentado sobre la cisterna del último retrete.
—¡Ah, eres tú! —exclamó ella al reconocer a Harry—. ¿Qué quieres esta vez?
—Preguntarte cómo moriste —sostuvo el muchacho sin ningún miramiento.
El aspecto de Myrtle cambió de repente, como si nunca hubiera oído una pregunta que la halagara tanto.
—¡Oh, fue horrible! Sucedió aquí mismo —manifestó encantada—. Morí en este mismo retrete, lo recuerdo perfectamente... me había escondido porque Olive Hornby se reía de mis gafas. La puerta estaba cerrada y yo lloraba, y entonces oí que entraba alguien.
—¿Quién era, Myrtle?
—No lo sé... decía algo raro. Pienso que debía de estar hablando en una lengua extraña —prosiguió ella, levitando por la estancia—. De cualquier manera, lo que de verdad me llamó la atención es que era un chico el que hablaba, así que abrí la puerta para decirle que se fuera y utilizara sus aseos... y entonces... me morí.
—¿Así, sin más? —insistió Harry, frunciendo el ceño con extrañeza—. ¿Cómo?
—Ni idea. Sólo recuerdo haber visto unos grandes ojos amarillos —confesó en voz baja, dirigiéndole a Harry una mirada ensoñadora, y señaló en dirección al lavamanos—. Justo ahí.
Los muchachos se acercaron a él a toda prisa mientras Lockhart se quedó atrás, con una mirada de profundo terror adornándole el rostro. A simple vista parecía un lavabo normal, así que examinaron esmeradamente cada centímetro de su superficie, por dentro y por fuera, incluyendo las cañerías de debajo. Y entonces, Harry lo vio: había una diminuta serpiente grabada en un lado de uno de los grifos de cobre.
—Ese grifo no ha funcionado nunca —declaró Myrtle con alegría cuando intentó accionarlo.
—Harry —dijo Cedric—, prueba a decir algo en lengua pársel.
Las únicas ocasiones en que había logrado hablar en pársel estaba delante de una verdadera serpiente, así que el muchacho hizo un gran esfuerzo y se concentró en la diminuta figura, intentando imaginar que era una serpiente de verdad. Al mover la cabeza, la luz de la vela producía la sensación de que la serpiente se movía... de que estaba realmente viva.
De él salieron unas palabras siseantes, y de repente el grifo brilló con una luz blanca y comenzó a girar. El lavabo empezó a hundirse bajo sus pies, dejando a la vista una tubería gigante que parecía no tener fondo, a la que se asomaron con absoluta curiosidad.
—Bien, creo que no os hago falta —murmuró Lockhart con una reminiscencia de su antigua sonrisa—. Así que me...
El hombre, dispuesto a salir por patas del lugar, chocó irremediablemente con Cedric, quien supo mantenerse en su sitio, haciéndole retroceder.
—Usted bajará primero —dictaminó la pelirroja con decisión, apuntándole con la varita.
—Susan, querida mía... —balbuceó él, con la cara completamente blanca—. ¿De qué va a servir...?
—¡Cállese de una maldita vez y colóquese junto a la tubería!
Sintiéndose mareado, Lockhart obedeció sus indicaciones, inclinándose ligeramente ante la gran abertura del suelo, intentando vislumbrar algo en su oscuridad.
—No creo realmente... —empezó a decir, pero Ron le dio un empujón y se hundió tubería abajo.
Cedric se apresuró a seguirlo, metiéndose en la tubería y dejándose caer en ella, gesto que Harry no tardó en imitar, precipitándose en la oscuridad instantes después.
Hallándose junto a aquel pozo que no parecía tener fondo, Susan y Ron se encontraron con la mirada una vez más, respirando agitadamente.
—Estoy orgulloso de ti —confesó el muchacho, viéndose perdido en los ojos castaños de su compañera.
Dedicándole una sonrisa de complacencia, Susan estrechó su mano con la propia y volvió a conectar sus ojos con los de él, manifestándole sin necesidad de adornar el silencio con palabras lo que ocurriría a continuación.
Y así, ambos muchachos saltaron al abismo, sintiéndose imparables ante cualquier adversidad que el destino interpusiera en sus caminos... allí, en las profundidades del castillo, donde se enfrentarían a la Cámara Secreta.
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