Capítulo XII - Palalingua

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO XII —

 ❝ P a l a l i n g u a

A finales del mes de noviembre, y como todas las mañanas y sin excepción, Hermione y Susan se encontraron a primera hora en el Gran Comedor para tomar juntas el desayuno. Entre semana solían citarse muy temprano para poder conversar con tranquilidad, antes de que la fastidiosa llegada del resto de alumnos del castillo y su consiguiente alboroto las interrumpiera. A pesar de que durante el fin de semana el lugar no solía estar tan concurrido durante las primeras horas, ellas mantenían su mismo horario, explayándose en aquel momento de intimidad compartida.

Durante aquella mañana helada de sábado, Susan le propuso acudir al campo de quidditch para apoyar a Cedric en uno de sus entrenamientos con el equipo. Aunque el frío y la ventisca no convencieron mucho a Hermione, ambas salieron del castillo abrigadas hasta el cuello y se instalaron en una de las gradas, descubriendo un insólito gusto por encontrarse en el campo vacío, rodeadas de una calma inaudita.

Después del impresionante partido que habían vivido el día anterior, ambas muchachas parecían mirarse el entrenamiento con ojo mucho más crítico, como si hubiesen alcanzado un conocimiento del quidditch muy superior. Susan, que se había interesado un poco más por dicho deporte, le iba señalando a Hermione las diferentes maniobras que realizaban los jugadores suspendidos en sus escobas.

—Eso es la Finta de Porskov. El cazador que lleva la quaffle tiene que volar hacia arriba para hacer creer a los cazadores rivales que está tratando de escapar para marcar un tanto, pero entonces arroja la quaffle hacia abajo, a un cazador de su equipo que está precisamente esperando la pelota —le señalaba—. Es una maniobra complicada, porque es esencial tener una coordinación milimétrica.

—¡Vaya! —suspiró Hermione—. ¿Y qué es lo que está haciendo ese grupo de allí?

—Eso es el ataque "cabeza de halcón". Los cazadores se colocan imitando una punta de flecha y vuelan juntos en dirección a los postes.

—Supongo que eso servirá para intimidar al equipo rival.

—Exactamente.

Las dos muchachas, que se habían acercado hasta la barandilla de madera para contemplar mejor las maniobras, decidieron acomodarse en las gradas para descansar un poco.

—Parece que se han propuesto entrenar muy duro —objetó Susan, ajustándose el gorro de lana en la cabeza—. ¡Todo el mundo quiere ganar la Copa de las Casas!

Hermione asintió con la cabeza, compartiendo su mismo pensamiento.

—Me alegro de haber venido —murmuró ella, frotándose las manos para recuperar un poco de calor—. Creo que Cedric está algo nervioso antes del primer partido.

—Es normal. Es su segundo año como buscador, pero ya sabes que siempre trata de superarse a sí mismo en todo lo que hace —asintió la pelirroja—. Estoy convencida de que le hace ilusión que hayamos venido a apoyarle.

—Yo también lo creo —contestó la castaña—. Por cierto, ¿dónde está?

Ambas inclinaron la cabeza hacia atrás, tratando de distinguir la silueta del muchacho dibujada en los cielos a medida que los jugadores iban cruzándose entre jugada y jugada. Fue Susan la primera en advertir su posición, levantándose de la grada de un salto y apuntando hacia él con el dedo índice.

—¡Mira, allí! —señaló, logrando que su amiga también se levantara—. Justo frente al palco de Gryffindor.

Hermione aguzó la vista, distinguiéndole entre la multitud de jugadores: Cedric estaba suspendido en el aire, conversando animadamente con una muchacha de cabellos lacios y rubios que, subida en su propia escoba, vestía un suéter negro, unos tejanos oscuros y unas bambas de deporte al más puro estilo muggle, según Hermione pensó.

—¿Quién es ella? —preguntó Susan—. No lleva los colores del equipo.

—No tengo ni idea. No recuerdo haberla visto nunca.

Antes de que sus conjeturas y cuchicheos empezasen a aflorar en la conversación, ambas se quedaron mudas frente a lo que sucedía: para su sorpresa, Cedric se había inclinado hacia la muchacha, uniéndose a ella en un beso tierno y pausado mientras se mantenían subidos y enderezados en sus respectivas escobas. Susan, que había traído consigo sus binoculares, se los puso a la altura de los ojos para confirmar lo que estaba viendo, y su mandíbula pareció desencajarse aún más.

—¿Eso... eso ha sido...? —balbuceó ella, sin terminar de creerse lo que sucedía—. ¿Ha sido un beso?

Hermione miraba la escena con una media sonrisa, entre sorprendida y divertida con la situación.

—Definitivamente lo ha sido.

Cuando Susan se retiró los binoculares y se giró hacia Hermione, encontrándose con su mirada, ambas compartieron una risilla inocente.

—Cedric no me había comentado que tenía novia.

—A mi tampoco.

Se encontraban tan absortas en su propio chismorreo que no vieron llegar a una pequeña figura, vestida con los colores de la casa Slytherin, que se les acercaba por la espalda y se plantaba junto a la barandilla del palco con posado arrogante, como si llevara allí un buen rato observándolas.

—Es una lástima, ¿verdad, Granger? —musitó con ironía—. Parece ser que te has quedado sin novio.

Ambas voltearon en dirección al recién llegado con suma curiosidad, y en sus rostros se dibujó la misma mueca de desagrado al darse cuenta de quién era.

—Te equivocas, Malfoy —suspiró Hermione—. Él no es mi novio.

—En cualquier caso, está claro que ya no lo es —prosiguió el muchacho, alzando la cabeza para contemplar a Cedric y a su acompañante en la lejanía con una mirada sumamente calculadora—. Ahora está saliendo con Helen Dawlish. Ravenclaw, quinto año. Hija de muggles... qué asco.

Hermione era muy consciente de quién era Draco Malfoy. Él siempre se había encargado de demostrarlo con sus constantes humillaciones y su orgullo desmedido, por lo que estaba convencida de que, en aquella ocasión e igual que en tantas otras, lo único que él buscaba era provocarlas. Tenía muy claro que no debía caer en su juego, que ella estaba muy por encima de todas esas tonterías y que prestarle atención era perder el tiempo, pero su último comentario le pareció tan repugnante que no supo quedarse callada.

—¿Tienes algún problema con los nacidos de muggles? —espetó ella, queriendo hacerse respetar—. Te recuerdo que yo soy uno de ellos.

Como si su atrevimiento le hubiera resultado divertido, Draco le dedicó una mirada afilada y una sonrisa sutil y mordaz.

—Lo sé, lo sé —asintió él—. Me sorprende que Diggory tenga tan mal gusto a la hora de elegir a sus parejas.

Con un enfado muy parecido al suyo, Susan dio un paso por delante y se inclinó ligeramente hacia él, apretando los puños.

—Malfoy, ¿por qué no te largas? —bufó ella—. ¡El castillo es muy grande, y podrías estar molestando a cualquier otro!

—No estoy hablando contigo, Bones —murmuró el muchacho, mirándola con desprecio—. Y tú no eres nadie para decirme lo que tengo que hacer.

—Será mejor que le hagas caso a la señorita, Malfoy —se escuchó una voz firme a espaldas de los tres muchachos—. Si yo fuera tú, me andaría con ojo. Es muy peligrosa.

Al girarse de nuevo hacia el campo, se percataron que Cedric había volado hasta ellos y se mantenía sobre su escoba a un metro escaso de la barandilla de la tribuna. Con gran confianza, les guiñó el ojo a Susan y a Hermione y se enfrentó al rostro soberbio del Slytherin, que parecía molesto con su presencia.

—Vaya, vaya, Diggory... —murmuró Draco, tratando de mantener la compostura—. Entonces, vienes a rescatar a la sabelotodo, ¿verdad? Ella sola no sabe defenderse.

—La damisela se llama Hermione, y será mejor que le muestres respeto —espetó el mayor—. Siento ser yo quien te lo diga, pero ella es mucho mejor hechicera de lo que tú lo serás jamás.

Draco enfurruñó la nariz con gran repugnancia, como si aquellas palabras hubieran supuesto una ofensa desorbitada para él y su propia vanidad.

—¿Mejor que yo? ¿Esta asquerosa sangre sucia?

Frente a su ofensa, Hermione sintió como una puñalada se le clavaba en el pecho y como su frialdad le recorría la espalda como un rayo desaforado. Recordaba el momento en el que conoció aquellas dos palabras un tiempo atrás, en su esmerado estudio por conocer el mundo mágico, y la gran inquietud que sintió al descubrirlas. Aquel término era tan degradante y repulsivo que experimentó las mismas náuseas que había sentido la primera vez, aunque en esta ocasión la acompañaba una rabia tan desmedida que se vio a sí misma desenfundando su varita con agilidad y apuntando fijamente sobre el muchacho, sintiendo que no tenía el suficiente control como para detenerse.

—¡Palalingua!

Inmediatamente, Draco se llevó las manos a la boca. Intentó gritar de pánico al darse cuenta de que el hechizo había surtido su efecto, pero no pudo: la lengua se le había pegado al paladar, y cualquier sonido que intentase hacer se quedaba atrapado dentro de su boca. Humillado y espantado, echó a correr en dirección a las escaleras, y los tres muchachos le vieron perderse escalones abajo, oyendo levemente los pocos sonidos que era capaz de emitir hasta extinguirse con su salida del campo.

Cuando el peligro pareció haber pasado, tanto Cedric como Susan se giraron hacia Hermione, mirándola en silencio. Parecía haberse quedado absorta en la visión del Slytherin huyendo a toda prisa, y sus ojos se habían humedecido ligeramente, evidenciando el gran esfuerzo que debía estar haciendo por contener el llanto. Enseguida, Cedric aterrizó sobre las gradas, se acercó a ella con la escoba en mano y le rodeó la espalda con el brazo restante, a modo de consuelo.

—¿Estás bien, Hermione? —le susurró con dulzura—. No le hagas caso. Ya sabes que es un idiota.

La muchacha asintió levemente, inclinando la cabeza hacia abajo y observándose sus propios zapatos con una mueca de profundo pesar, incapaz de articular palabra.

—Creo que nos vendría bien distraernos —sugirió Susan, acercándose a ellos—. ¿Por qué no vamos a visitar a Hagrid? Seguro que tiene alguna anécdota interesante que contarnos.

Hermione esbozó una media sonrisa, aceptando la proposición, y Cedric se giró de inmediato hacia el campo, silbando con fuerza para llamar la atención de los jugadores.

—¡Maxine! ¡Mañana seguiremos practicando con las bludgers! —afirmó él con una sonrisa—. ¡Por hoy, mi entrenamiento ha terminado!

Una de las bateadoras que sobrevolaba el campo con el uniforme de Hufflepuff le sonrió con entusiasmo, alzando el pulgar de su mano derecha a modo de acuerdo, y Cedric le devolvió el gesto. Antes de que pudieran retirarse, la muchacha rubia se apresuró con la escoba en alcanzar las gradas para despedirse de Cedric.

—¿Nos vemos después, Diggory?

—Donde siempre, Dawlish.

Con una leve carcajada y una sutil caída de ojos, Helen volvió a levantar el vuelo.

Cedric, dedicándole entonces su plena atención a sus compañeras, señaló las escaleras hacia la salida y los tres se pusieron en marcha, abandonando el campo de quidditch y abriéndose camino entre los terrenos helados hasta la humilde cabaña de Hagrid. De la chimenea salía un humo blanco y espeso, y a medida que se acercaban hasta el lugar, el dulce aroma a leña quemada les daba la bienvenida.

Hagrid no tardó en abrirles la puerta una vez se hubieron anunciado dando unos cuántos golpes. Su cara pareció iluminarse, y se dibujó una sonrisa jovial fácilmente distinguible bajo su frondosa barba castaña.

—¡Qué sorpresa! —exclamó él con alegría—. ¡Pasad, pasad! ¡Justo acabo de preparar unas infusiones!

El semigigante los dejó entrar, tirando del collar de un imponente perro negro al que soltó tras haber cerrado la puerta, y que se lanzó contra Cedric y comenzó a lamerle las orejas.

En el interior de la sencilla cabaña sólo había un espacio bastante reducido, pero el techo era considerablemente alto, y colgaban de él algunos jamones y faisanes.También había una chimenea en la que crepitaba un fuego majestuoso, y sobre él había un caldero del que emanaba un vapor blanco, en el que podía olerse el aroma de la camomila. Junto a la chimenea, había situado un sofá y un sillón de cuero, y en la esquina se encontraba una cama enorme con una colcha de retazos echada sobre ella.

—Estáis en vuestra casa —les dijo Hagrid, señalándoles el sofá en el que podían sentarse y viendo cómo el perro les seguía hasta él—. Fang os cuidará mientras estéis aquí.

Los tres se acomodaron sobre el largo y alto asiento, apenas tocando el suelo con los pies, mientras Hagrid estaba volcando el agua hirviendo en una gran tetera y sirviendo pedazos de un pastel que les ofreció. La masa casi les rompió los dientes, pero Susan y Cedric fingieron que les gustaba. Hermione, por su lado, se mantenía cabizbaja, observando la taza con poca apetencia.

—¿Qué sucede? —preguntó Hagrid, al percatarse que la muchacha no probaba bocado—. ¿Qué son esas caras largas?

—Hemos tenido un encuentro con un Slytherin —le explicó Cedric, sabiendo que para su amiga podría resultar incómodo afrontar el tema—. Ya sabes cómo son...

—Oh, no lo jures... —suspiró el semigigante con semblante preocupado, inclinándose hacia ellos—. Pero, ¿qué ha pasado?

Susan, que había estado soplando sobre su té para enfriarlo, rechistó.

—Ha sido ese idiota de Malfoy —aseguró ella—. Vino a molestarnos durante el entrenamiento de quidditch, y acabó llamando a Hermione algo que... bueno, no sé muy bien qué significa.

Como si recordar aquellas dos palabras hubiera significado un mundo, Hermione dejó su taza a un lado, se levantó del asiento y se acercó hasta la pequeña ventana que, a través de sus cristales emborronados, mostraba el castillo y los terrenos nevados. Sentía aún latentes las ganas que tenía de llorar, pero no quería hacerlo delante de sus amigos.

—Me ha insultado —exclamó finalmente con el rostro pálido—. Me ha llamado sangre sucia.

—¡No! —bramó Hagrid, volviéndose hacia Hermione con gran indignación—. ¡Eso no puede ser!

—Claro que se podría decir que ha sido muy grosero... —insistió Susan, mirándoles con curiosidad—. Pero, ¿qué significa exactamente?

—Es lo más insultante que se le podría haber ocurrido a ese mocoso —explicó Hagrid—. Es un término realmente repugnante con el que nombran a los hijos de muggles, ya sabes, padres que no son magos. Hay algunas familias de magos, como los Malfoy, que se creen mejor que nadie porque tienen lo que ellos llaman sangre limpia...

—Es un insulto muy desagradable de oír. Es como decir «sangre podrida» o «sangre vulgar» —se añadió Cedric—. Es una idiotez. La mayor parte de los magos de hoy día tienen sangre mezclada. Si no nos hubiéramos casado con muggles, nos habríamos extinguido.

Hermione se secó con las mangas de su jersey las lágrimas que le habían caído finalmente por sus mejillas, y sintiéndose algo más segura, se volvió hacia sus amigos.

—Lo siento, chicos... —se disculpó con ellos, intentando recuperar la serenidad—. No es precisamente un término que se use en conversaciones civilizadas...

Hagrid, viéndola tan afligida, le tendió una de sus gigantescas manos, y cuando Hermione correspondió al agarre, él se la estrechó con ternura.

—Desde luego, el resto de nosotros sabe que esa patraña de la sangre no tiene ninguna importancia —le susurró con orgullo—. Además, ¡no han inventado un solo conjuro que nuestra Hermione no sea capaz de realizar!

Conmovida por su gesto y sus palabras, Hermione se puso colorada y le dedicó una pequeña sonrisa, sintiendo cómo su propia tristeza empezaba a esfumarse. En cuanto Hagrid abrió los brazos, instándola a dar el paso, ella no dudó ni un segundo y acabó abalanzándose sobre él en un gran abrazo con el que recuperó todas sus fuerzas, sintiéndose valiente de nuevo.

***

Después de haber pasado una mañana fabulosa junto a Susan, Cedric y Hagrid en los terrenos del castillo, y habiéndose divertido como nunca durante la tarde con Harry y Ron descubriendo todo tipos de juegos de mesa mágicos, Hermione había decidido encerrarse al atardecer en la soledad de su habitación compartida para ponerse al día con sus tareas. Si bien le gustaba dedicar sus días libres a divertirse y deshacerse de la tensión que se acumulaba durante la semana, también sabía cuándo había que mantener los pies en la tierra y ser consecuente con sus responsabilidades. Llevaba un buen rato dedicándose a escribir un ensayo que se les había encomendado en la clase de Historia de la Magia, y tardó un largo rato más en revisar cada punto de lo que había escrito hasta sentirse completamente satisfecha con su propio trabajo. Le había quedado impoluto, listo para ser entregado y aprobado.

Complacida con su logro, dejó el pergamino sobre el escritorio en el que había estado trabajando, se levantó para estirar las piernas y se detuvo frente a una de los ventanales que mostraban parte del castillo. Sin poder evitarlo, comenzó a rememorar sus vivencias en el lugar durante los pocos meses que llevaba en él: había hecho frente a un trol, había hechizado al idiota de Draco Malfoy, había logrado hacer enmudecer a su testarudo profesor de Pociones... pero, por encima de todas aquellas pequeñas victorias, destacaba el haber encontrado a sus verdaderos amigos, esas deliciosas personas que se preocupaban por ella y la querían tal y como era.

Con aquella idea inundando su cuerpo con una calidez absoluta, se sintió, por primera vez en muchos días, suma y verdaderamente feliz.

Se encontraba tan inmersa en los pensamientos alegres que colmaban su cabeza que, en cuanto la puerta de la habitación se abrió de un golpe brusco, se asustó ligeramente.

—¿Pero cómo es posible que le permitan arbitrar, si ese hombre es el menos imparcial de todo el colegio? —exclamaba Alicia, arrojando violentamente su chaqueta de Quidditch sobre su cama.

—Eso me pregunto yo —bufó Katie, que se adentraba en la habitación tras ella y cerraba la puerta—. A veces Dumbledore da señales de haberse vuelto loco de remate.

—¿Qué os pasa? —les preguntó Hermione, acercándose a ellas con los brazos cruzados y la curiosidad a flor de piel—. No se os ve muy contentas.

—Acabamos de volver del despacho de la profesora McGonagall. Nos hemos reunido para determinar los días de entrenamiento disponibles para Gryffindor —esclareció Alicia, dejándose caer sobre su catre—. Nos han notificado quién arbitrará en nuestro próximo partido.

—Parece ser que el profesor Snape es el mejor candidato que tienen —afirmó Katie con gran desgana—. ¡Parece un chiste de mal gusto!

Tras oír aquello, Hermione pareció haberse quedado petrificada. Por su cabeza volvieron a pasar las imágenes de lo ocurrido durante el último partido. Recordaba cómo los ojos de Snape se mantenían fijos sobre Harry, cómo sus labios se movían al son de oraciones ininteligibles, cómo la escoba de Harry se tambaleaba para hacerle caer... y sintió cómo su corazón bombeaba con fuerza en su pecho.

—¿Estáis... estáis hablando en serio? —murmuró ella.

Katie suspiró con pesadez, y con un simple gesto se deshizo de su coleta, liberando sus cabellos lacios.

—Oh, sí. Créeme —comentó con convicción—. Con ese maldito murciélago, no tendremos ninguna posibilidad.

—Seguro que lo ha hecho para amañar el partido —se unió Alicia.

—Me apuesto lo que quieras.

—¿Tú qué opinas, Hermione?

La muchacha no supo reaccionar de inmediato. Su cabeza daba vueltas y vueltas, temiendo todas y cada una de las terribles posibilidades que se podían ocultar tras ese hecho. Solo se vio devuelta a la realidad en cuanto sintió que necesitaba esclarecer sus ideas con quienes podían comprender la magnitud de la situación, e inmediatamente cruzó la habitación.

—¡Ahora vuelvo! —bramó ella, abriendo y cruzando la puerta a toda prisa y perdiéndose escaleras abajo como si le fuese la vida en ello.

El vestíbulo de la sala común estaba abarrotado de alumnos, y Hermione tuvo que ponerse de puntillas para divisar las pequeñas figuras de Harry y Ron entre el gentío. Supuso que acababan de entrar, ya que se encontraban junto al retrato discutiendo con Neville y Dean, con toda probabilidad, el mismo asunto que ella acababa de conocer. Tan rápido como pudo, se abrió paso entre los alumnos para alcanzar su posición.

—No juegues —dijo Dean.

—Diles que estás enfermo —sugirió Neville.

—Finge que se te ha roto una pierna —comentó Ron—. ¡O mejor aún! Rómpete una pierna de verdad.

—No puedo —respondió Harry—. No hay buscador suplente. Si no juego, Gryffindor tampoco puede jugar.

—¡Chicos! —exclamó ella al alcanzarles—. Katie y Alicia me lo han contado.

—Es escandaloso, ¿verdad? —pensó Ron—. Me parece increíble que la profesora Hooch haya permitido algo así.

—Tenemos la derrota asegurada —asintió Harry, una vez más.

Hermione les observó durante unos instantes con palpable frustración, creyendo inaudito que no hubiesen sido capaces de comprender la gravedad de la situación.

—¿Eso es lo único que os preocupa? —les recriminó sin miramientos.

No se detuvo a pensar en la reacción que tuviesen Dean y Neville en cuanto ella tomó a los dos muchachos por las mangas de sus túnicas y prácticamente les obligó a cruzar el agujero del retrato, pero poco le importó. Debían hablar seriamente del asunto, sin espectadores de por medio.

—¿Y si Snape vuelve a hechizar tu escoba? —inquirió ella en voz baja una vez se encontraron en el corredor—. ¿Cómo se supone que lo detendré si estará arbitrando el partido?

—Espera un momento, Hermione —murmuró Harry—. ¿Me estás diciendo que crees que Snape se ha ofrecido como árbitro para... para intentar matarme?

—¿Qué sentido tiene que se ofrezca a hacerlo, entonces? —expuso con contundencia—. ¡No puedo encontrar otra explicación!

—Esa es fácil, Hermione —mencionó Ron vagamente—. Está claro que quiere que su casa gane la Copa de Quidditch este año.

Hermione no pudo reprimir sus ganas de poner los ojos en blanco, sintiéndose completamente exasperada ante lo que oía.

—Incluso Snape es más inteligente que eso, Ron, por muy brillante que sea tu teoría.

—Pero, entonces... si lo que pretende es matarme... ¿por qué se expondría como árbitro? —prosiguió Harry, sintiendo cómo un mar de dudas empezaba a colmarle de pies a cabeza—. Es mucho más probable que se le descubra siendo el blanco de tantas miradas, ¿no? No tiene ningún sentido.

Por primera vez, Hermione tuvo que mantener la boca cerrada y aceptar que el muchacho tenía razón. Las piezas no encajaban, y empezaba a sentirse ansiosa por no poder resolver aquel enigma.

Quiso discutirlo con ellos un poco más, y estuvo a punto de articular palabra, pero se detuvo al ver los rostros estupefactos de Harry y Ron, que parecían mirar a sus espaldas. Se arrepintió en el mismo instante en el que decidió virar en aquella misma dirección para saber qué demonios ocurría, cuando se encontró con aquella figura sombría a la que empezaba a detestar con todas sus fuerzas.

—Profesor —exclamó ella, intentando mantener la mayor serenidad posible y deseando hacia sus adentros que él no les hubiese escuchado.

Snape la miraba con la barbilla alzada y los ojos fijos. Su expresión estaba tallada en una profunda mueca de desaprobación, la cual sólo comprendió en cuanto se percató de que Draco se situaba tras él con una sonrisa maliciosa. Esta vez no tenía escapatoria, y lo sabía.

—Srta. Granger —el susurro ronco que profirió la voz de Snape pareció acariciarle fríamente los oídos, haciéndola estremecer por completo—. ¿Sería tan amable de acompañarme a mi despacho?

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