Capítulo LXXII - Morsmordre
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXXII —
❝ M o r s m o r d r e ❞
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El aire de la noche llevaba hasta ellos estridentes cantos mientras volvían por el camino iluminado de farolas, y los leprechauns no paraban de moverse velozmente por encima de sus cabezas, riéndose a carcajadas y agitando animadamente sus faroles. Cuando por fin llegaron a las tiendas, ninguno tenía sueño, y dada la algarabía que se formaba en torno a ellos, el Sr. Weasley accedió a que tomaran todos juntos una última taza de chocolate con leche antes de acostarse.
No tardaron en enzarzarse una agradable discusión sobre el partido. El Sr. Weasley se mostró en desacuerdo con Ron en lo referente al comportamiento violento, y no dio por finalizado el análisis del partido hasta que Ginny se cayó dormida sobre una de las mesillas, derramando el chocolate por el suelo. Entonces los mandó a todos a dormir, poniéndose sus pijamas y subiéndose en sus respectivas literas. Desde el otro lado del campamento llegaba aún el eco de los cánticos y de ruidos incomprensibles.
Hermione, que se había acostado en una de las literas superiores, se encontraba tumbada boca arriba observando la lona del techo de la tienda, viendo resplandecer algunos faroles que pasaban de un lado a otro. Repasó mentalmente algunas de las jugadas más espectaculares de Krum, sabiendo que se moría de ganas de volver a montar en escoba, y no supo a ciencia cierta si se había llegado a dormir cuando, de repente, el Sr. Weasley entró gritando en su habitación compartida.
—¡Levantaos! ¡Ginny, Hermione... deprisa, levantaos, es urgente!
Ella se incorporó de un salto y se golpeó la cabeza con la lona del techo.
—¿Qué pasa? —preguntó con preocupación.
No fue necesario que el Sr. Weasley le respondiera para darse cuenta de que algo malo ocurría: los ruidos del campamento habían cesado sus cánticos, y ahora sólo se oían gritos y los pasos atropellados de la gente que corría. Hermione bajó rápidamente de la litera y cogió su ropa, pero el mayor, que se había puesto los vaqueros sobre el pijama, la detuvo.
—No hay tiempo. Coge sólo tu chaqueta y sal... ¡rápido!
Hermione obedeció y salió a toda prisa de la tienda arrastrando consigo a Ginny, que bostezaba medio adormilada. A la luz de los escasos fuegos que aún ardían pudo ver a gente que corría hacia el bosque, huyendo de algo que se acercaba detrás, por el campo, y que emitía extraños destellos de luz. Llegaban hasta ellas abucheos escandalosos, carcajadas estridentes y gritos de borrachos. Una luz de color verde apareció, iluminando la escena: a través del campo marchaba una multitud de magos, que se movían apuntando hacia arriba con sus varitas. Hermione entornó los ojos para distinguirlos mejor, percatándose de que iban tapados con capuchas y máscaras.
Harry, Ron, Fred y George llegaron a toda prisa con las chaquetas puestas sobre el pijama y con el Sr. Weasley detrás, que mantenía su varita en la mano y se arremangaba.
—Tengo que ayudar al Ministerio —gritó él hacia los muchachos por encima de todo el barullo—. Vosotros id al bosque y no os separéis. ¡Cuando hayamos solucionado la situación iré a buscaros!
El hombre se precipitó al encuentro de la multitud. Desde todos los puntos salían los magos del Ministerio, dispuestos a cargar contra la fuente del problema.
—¡Vamos! —exclamó Fred, tomándole el relevo a Hermione al tirar de la mano a Ginny hacia el bosque.
Los muchachos le siguieron a paso apresurado, y al llegar a los primeros árboles volvieron la vista atrás: la multitud seguía creciendo irremediablemente. Distinguieron a los magos del Ministerio, que intentaban introducirse por entre el numeroso grupo para llegar hasta los encapuchados que iban en el centro, aunque les estaba costando trabajo.
Las farolas de colores que habían iluminado el camino al estadio estaban apagadas. Las oscuras siluetas daban tumbos entre los árboles, y a su alrededor, en el frío aire de la noche, resonaban gritos de ansiedad y voces aterrorizadas. Hermione avanzaba con dificultad, empujada de un lado y de otro por personas cuyos rostros no era capaz de distinguir, y de pronto oyó a Ron gritar de dolor. Se detuvo tan de repente que Harry chocó contra ella.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó él—. ¿Dónde estás, Ron?
Decidida, Hermione desenfundó su varita.
—¡Lumos!
La varita se encendió, y su haz de luz se proyectó en el camino. Ron estaba echado en el suelo, palpándose la cabeza, y junto a él se encontraba Cedric, imitando su gesto.
—¡Chicos! —exclamó Susan, que se había detenido a un lado—. ¡Veníamos a buscaros!
—Os lo agradecemos, pero... —suspiró Ron, levantándose del suelo—, no sé si era muy buena idea echarse a correr en contra de la multitud...
—Sí... —asintió Cedric, enderezándose a su vez—, en eso estamos de acuerdo...
—Bueno, con cabezas de ese tamaño, lo difícil sería no tropezar —sentenció detrás de ellos una voz que arrastraba las palabras.
Los cinco se volvieron en su dirección con brusquedad. Descubrieron a Draco, cerca de ellos, apoyado tranquilamente en uno de los árboles con los brazos cruzados. Parecía que había estado contemplando todo lo sucedido desde su escondite.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó Harry.
—Sólo estoy haciendo tiempo —contestó él con un brillo en los ojos—. La verdadera pregunta es... ¿no sería mejor que echarais a correr?
Desde el cámping llegaba el sonido de una explosión, y un destello de luz verde iluminó momentáneamente los árboles que había a su alrededor. Con el ceño fruncido, Hermione se encaró con el rostro de Draco, encontrándose ambos con la mirada.
—¿Qué está pasando? —le preguntó sin rodeos, acercándose a su posición.
—Que van detrás de los muggles, Granger. Sería prudente que os marchéis —le sugirió en voz baja—. Especialmente tú... deberías ponerte a salvo.
Hermione se detuvo unos instantes, meditando fríamente sus palabras, hasta que dio un asentimiento con la cabeza que el muchacho le devolvió. Ni Harry, ni Ron, ni Susan comprendieron a qué se debía aquella cercanía, pero sólo Cedric se atrevió a mostrar al aire su disconformidad.
—¿Dónde están tus padres? —exclamó desafiante, alzando la barbilla—. Tendrán una máscara puesta, ¿no?
Draco se volvió hacia él, esbozando una sonrisa maliciosa.
—Bueno, si así fuera, me temo que no te lo diría, Diggory.
—Venga, vámonos —los apremió Susan, arrojándole al muchacho una mirada de asco y arrastrando a Cedric de nuevo al camino.
Los cinco volvieron a encontrarse con el tumulto de gente que huía sin dejar de echar miradas nerviosas por encima del hombro hacia el campamento.
—Fred, George y Ginny no pueden haber ido muy lejos —murmuró Ron, sacando su varita mágica y encendiéndola igual que Hermione—. Tenemos que encontrarles.
Susan y Cedric imitaron su gesto, y Harry buscó su varita en los bolsillos de la chaqueta, pero no la encontró: lo único que había en ellos eran los omniculares.
—No, no lo puedo creer... ¡he perdido la varita!
—¿Bromeas? —se detuvo Hermione.
Los cuatro levantaron las suyas lo suficiente como para iluminar el terreno a cierta distancia. Miraron a su alrededor, pero no parecía haber rastro de la varita perdida.
—A lo mejor te la has dejado en la tienda —sugirió Susan.
—O tal vez se te ha caído del bolsillo mientras corríamos —comentó Cedric.
—Sí —suspiró Harry—, tal vez...
Un crujido los asustó. Una pequeña criatura intentaba abrirse paso entre unos matorrales, moviéndose con mucha dificultad, como si una mano invisible la sujetara por la espalda.
—¡Hay magos malos por ahí! —chilló histérica, mientras se inclinaba hacia delante y trataba de seguir corriendo—. ¡Winky prefiere desaparecer de la vista!
Sin esperar ninguna clase de respuesta por su parte, se metió entre los árboles del otro lado del camino, jadeando y chillando como si tratara de vencer la fuerza que la empujaba hacia atrás. Ron y Susan se quedaron mudos durante unos instantes, hasta que acudieron con sus rostros desconcertados en la dirección de Hermione, que les miró con reproche.
—¡Es una elfina! ¡Una elfina doméstica!
—Pero ¿qué le pasa? —se preguntó Cedric, mirando con curiosidad a Winky mientras escapaba—. ¿Por qué no puede correr con normalidad?
—Me imagino que no le dieron permiso para esconderse —intentó Harry darle explicación, acordándose de Dobby.
—¡Los elfos domésticos llevan una vida muy dura! —exclamó Hermione, completamente indignada—. ¡Es esclavitud, eso es lo que es!
Oyeron otra fuerte explosión proveniente del otro lado del bosque, y decidieron que era buen momento para reemprender la marcha. Harry seguía revolviendo sus bolsillos cuando se internaron en el bosque, siguiendo un oscuro camino en el que trataban de encontrar a Fred, George y Ginny. Pasaron junto a unos duendes que se reían a carcajadas, reunidos alrededor de una bolsa de monedas que habrían ganado apostando en el partido, y que no parecían dar ninguna importancia a lo que ocurría en el cámping. Poco después llegaron a lo más profundo del bosque: se encontraban solos, y todo parecía mucho más silencioso.
Hermione, prevenida, comprobó su alrededor.
—Creo que podríamos aguardar aquí —sugirió Cedric, saliendo del camino para dirigirse a un pequeño claro—. Podemos oír a cualquiera a un kilómetro de distancia.
Aceptando su propuesta, los cinco se sentaron en la hierba seca, al pie de un árbol. Ron se sacó del bolsillo la pequeña figura de Krum, lo posó en el suelo y lo observó caminar durante un rato. Como el auténtico, la miniatura resultaba un poco patosa y encorvada, mucho menos impresionante sobre sus pies que montado en una escoba. Susan apoyó su cabeza sobre su hombro, perdiéndose en su mismo pasatiempo, y Harry, Cedric y Hermione permanecieron atentos a cualquier ruido, aunque todo parecía tranquilo.
Ninguno rompió el discreto silencio que les envolvía, y agradecieron no haberlo hecho en cuanto oyeron unos pasos acercándose hacia ellos, como dando tumbos. Los cinco esperaron, escuchando el sonido tras los árboles, hasta que se detuvo de repente.
Instintivamente, Cedric se alzó con la varita tomada con fuerza, mirando hacia el árbol, y Hermione imitó su gesto, cubriendo sus espaldas. Estaba demasiado oscuro para poder ver mucho más allá, pero tenían la sensación de que había alguien justo un poco más lejos de donde llegaban sus visiones.
—¿Quién está ahí? —preguntó el muchacho con voz tenue, alzando la varita en su dirección.
Sin previo aviso, una característica voz desgarró el silencio con algo que parecía ser un conjuro.
—¡Morsmordre!
Una centella verde y brillante salió de la oscuridad, levantándose hacia el cielo por encima de las copas de los árboles. Harry, Ron, Susan y Cedric se apresuraron en mirar hacia arriba, pero Hermione, durante una fracción de segundo, creyó haber visto la silueta de un hombre dibujada entre las sombras.
En la oscuridad del firmamento se dibujó una calavera de un tamaño colosal, compuesta de lo que parecían ser estrellas de color esmeralda y con una lengua en forma de serpiente que le salía de la boca. Mientras la contemplaban, la imagen iba alzándose más y más, resplandeciendo en una bruma de humo verdoso, estampada en el cielo negro.
De pronto, el bosque se inundó de gritos y la calavera se elevó lo suficiente para iluminar el paraje entero como un horrendo anuncio de neón. Hermione, con el aliento agitado, buscó en la oscuridad a la figura que había lanzado el conjuro, asegurándose de que se encontraban solos para lanzar su grito hacia sus compañeros.
—¡Tenemos que movernos! —les ordenó con firmeza—. ¡Ya!
—¿Qué pasa? —le preguntó Harry, sobresaltándose al ver su cara tan pálida y aterrorizada.
—¡Es la Marca Tenebrosa! —gimió ella, tirando de él con toda su fuerza—. ¡Es el símbolo de Quien-tú-sabes!
Cedric se volvió para tomar a Ron, que recogía a toda prisa su miniatura de Krum, y los cinco se dispusieron a cruzar el claro a toda prisa, pero tan sólo habían dado unos pocos pasos cuando una serie de crujidos anunciaron la repentina aparición de una veintena de magos que los rodearon. Hermione paseó su mirada alrededor en una fracción de segundo, dándose cuenta de que les apuntaban con sus varitas, y sin pensárselo se arrojó sobre sus cuatro amigos, arrastrándolos con ella en la hierba.
Hubo una serie de destellos cegadores ante los que sintió como el pelo se le agitaba como si un viento formidable acabara de barrer el claro. Al atreverse a levantar la cabeza, presenció como unos chorros de luz roja que salían de las varitas de los magos pasaban por encima de ellos, rebotando en los troncos de los árboles y perdiéndose en la oscuridad.
—¡Alto! ¡Deteneos! —gritó una voz familiar—. ¡Es mi hijo!
El pelo de Hermione volvió a caer sobre sus mejillas, y entre sus mechones fue capaz de presenciar que el mago que tenía de frente bajaba su varita. Al darse la vuelta, vio al Sr. Weasley avanzando hacia ellos mediante grandes zancadas.
—Muchachos... —su voz sonaba temblorosa—. ¿Estáis bien?
—Apártate, Arthur —dijo una voz fría y cortante.
Frente a ellos se presentó un hombre mayor de pose estirada y rígida que iba vestido con corbata y un traje impecablemente planchado. Llevaba la raya del pelo tan recta que no resultaba natural, y parecía como si se hubiera recortado el bigote de cepillo utilizando una regla de cálculo. Hermione se dio cuenta de que le relucían los zapatos, pero lo que más le llamó la atención fue que tenía el rostro crispado de rabia.
—¿Quién de vosotros lo ha hecho? —les señaló bruscamente, fulminándolos con la mirada—. ¿Quién ha invocado la Marca Tenebrosa?
—¡Nosotros no hemos hecho nada! —se defendió Ron, frotándose el codo y mirando a su padre con expresión indignada—. ¿Por qué nos atacáis?
—¡No me mintáis! —gritó el hombre, que seguía apuntándoles con la varita, pareciendo enloquecido—. ¡Os hemos descubierto en el lugar del crimen!
—Barty... —susurró una bruja vestida con una bata larga de lana—. Son niños, Barty. Nunca podrían haberlo hecho...
Entonces, Hermione comprendió ante quien se encontraban. Era Bartemius Crouch, el director del Departamento de Cooperación Mágica Internacional.
—Decidme, entonces —insistió él—, ¿de dónde ha salido la Marca Tenebrosa?
—De allí —aseguró Hermione, alzándose del suelo y señalando el lugar del que había partido la voz—. Alguien estaba detrás de los árboles y gritó unas palabras... un conjuro.
—¿Conque estaba allí? —repitió Crouch, volviendo sus ojos hacia ella con la desconfianza impresa en cada rasgo de su rostro—. Usted parece muy bien informada acerca de la manera en que se invoca la Marca Tenebrosa.
Hermione levantó una ceja con incredulidad, y se dio cuenta de que, aparte de Crouch, ningún otro mago del Ministerio parecía creer ni remotamente que ellos pudieran haber invocado la calavera: por el contrario, después de oírla habían vuelto a alzar sus varitas y apuntaban en la dirección que ella les había señalado, tratando de ver algo entre los árboles.
—Demasiado tarde —suspiró la misma bruja, sacudiendo la cabeza—. Han desaparecido.
—No lo creo —declaró el Sr. Diggory, que había aparecido a espaldas de la multitud—. Nuestros rayos aturdidores han penetrado en aquella dirección, así que hay muchas posibilidades de que los hayamos atrapado.
—¡Ten cuidado, Amos! —le advirtieron algunos de los magos en cuanto él alzó su varita.
Sin embargo, el hombre estaba demasiado enfrascado en su labor por querer demostrarse valiente frente a su hijo, a quien guiñó un ojo yendo hacia el borde del claro y desapareciendo en la oscuridad.
Susan se llevó las manos a la boca en cuanto, al cabo de unos segundos, le oyeron gritar.
—¡Sí! ¡Los hemos capturado! ¡Aquí hay alguien! ¡Está inconsciente! Es... pero... ¡caray!
—¿Has atrapado a alguien? —le gritó el señor Crouch con tono de incredulidad—. ¿A quién? ¿Quién es?
Oyeron chasquear las ramas y crujir las hojas hasta que el rostro afable del Sr. Diggory salió entre los árboles, llevando en brazos a un ser pequeño y aturdido. Los muchachos reconocieron enseguida el paño de cocina que vestía: era Winky, la elfina doméstica.
Crouch se mantuvo inmóvil mientras el padre de Cedric depositaba a la elfina en el suelo, a sus pies. Los magos del Ministerio le miraban, percatándose de lo paralizado que se encontraba con los ojos fijos en Winky.
—Esto... es... imposible —balbuceó sin remedio—. No... no puede ser...
Rápidamente rodeó al Sr. Diggory y se dirigió a paso firme hasta el lugar en que éste había encontrado a la elfina, indispuesto a creerle. Lo oyeron moverse entre la hierba, rebuscando en los arbustos sin descanso.
—¡Es inútil, Sr. Crouch! No hay nadie más —declaró con gravedad el padre de Cedric, bajando la vista hacia la inconsciente Winky—. Es algo embarazoso... la elfina doméstica de Barty Crouch...
—Déjalo, Amos —le pidió el Sr. Weasley en voz baja—. ¡No creerás de verdad que fue la elfina! La Marca Tenebrosa es una señal de mago, y se necesita una varita.
—Sí —admitió él—. Es que ella tenía una varita.
—¿Qué?
El Sr. Diggory le mostró la varita que había recogido de la hierba.
—La tenía en mano, de forma que, para empezar, se ha quebrantado la cláusula tercera del Código de Uso de la Varita Mágica —expuso él con claridad—. «El uso de la varita mágica no está permitido a ninguna criatura no humana.»
Crouch volvió con las manos vacías. Su cara seguía estando espectralmente pálida, y se le había erizado el bigote de cepillo.
—Si le parece bien, Sr. Crouch —insistió el padre de Cedric—, creo que deberíamos oír lo que Winky tenga que decir.
Crouch no dio ninguna muestra de haberle oído, pero el Sr. Diggory interpretó su silencio como un gesto de conformidad por su parte. Levantó la varita y apuntó a Winky con ella.
—¡Enervate!
Winky se removió lánguidamente en su sitio, abriendo sus grandes ojos de color castaño y parpareando un par de veces, como aturdida. Ante la mirada de los magos, que guardaban silencio, se incorporó con movimientos vacilantes y se quedó sentada en el suelo. Al ver los pies del Sr. Diggory, fue levantando los ojos, temblando, hasta llegar a su rostro. Sin embargo, no se detuvo: aún más despacio, siguió elevándolos hasta el cielo. Hermione consiguió ver la calavera reflejada en sus enormes ojos vidriosos, y se asustó en cuanto Winky ahogó un grito, miró petrificada a la multitud de gente que la rodeaba y estalló en sollozos de terror.
—¡Elfina! —exclamó severamente el Sr. Diggory—. ¿Sabes quién soy? ¡Soy miembro del Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas!
Winky se balanceó sobre la hierba, respirando entrecortadamente.
—Como ves, la Marca Tenebrosa ha sido conjurada en este lugar hace tan sólo un instante —prosiguió el hombre—. ¡Y a ti te hemos descubierto poco después, justo debajo! ¿Serías tan amable de darnos una explicación?
—¡Yo... yo... yo no lo he hecho, señor! —jadeó la elfina—. ¡Ni siquiera hubiera sabido cómo hacerlo, señor!
—¡Te hemos encontrado con una varita en la mano! —la acusó el Sr. Diggory, blandiéndola ante ella.
Cuando la luz verde que iluminaba el claro del bosque procedente de la calavera dio de lleno en la varita, Harry la reconoció.
—¡Esa... esa varita es mía!
—¿Cómo has dicho? —preguntó el señor Diggory sin dar crédito a sus oídos.
—¡Que es mi varita! ¡Se me cayó!
—¿Que se te cayó? ¿Es eso una confesión? ¿La tiraste después de haber invocado la Marca?
—¡Amos, recuerda con quién hablas! —intervino el Sr. Weasley, visiblemente molesto—. ¿Te parece posible que Harry Potter invocara la Marca Tenebrosa?
—Eh... no, por supuesto —farfulló el Sr. Diggory—. Lo siento... me he dejado llevar.
—De todas formas, no fue ahí donde se me cayó —añadió Harry, señalando con el pulgar hacia los árboles que había justo a sus espaldas—. La eché en falta nada más internarnos en el bosque.
—Así que la encontraste tú, ¿verdad, elfina? —prosiguió el padre de Cedric, mirando con severidad a Winky, que se había encogido de miedo—. La cogiste y quisiste divertirte un rato con ella, ¿no es así?
—¡Yo no he hecho magia con ella, señor! —chilló Winky, mientras las lágrimas le resbalaban por ambos lados de su nariz aplastada y bulbosa—. ¡Yo... yo... yo sólo la cogí, señor! ¡Yo no he conjurado la Marca Tenebrosa, señor, ni siquiera sabría cómo hacerlo!
—¡No fue ella! —intervino Hermione con una determinación que inundaba sus pulmones—. ¡Winky tiene una vocecita chillona, y la voz que oímos pronunciar el conjuro era mucho más grave! ¡Era la de un hombre!
—Bueno, pronto lo veremos —gruñó el Sr. Diggory sin darle mucho crédito—. Hay una manera muy sencilla de averiguar cuál ha sido el último conjuro efectuado con una varita mágica. ¿Sabías eso, elfina?
Winky temblaba y negaba frenéticamente con la cabeza, batiendo las orejas, mientras él volvía a levantar su varita y juntaba la punta con el extremo de la varita de Harry.
—¡Prior Incantato! —pronunció con voz potente.
Ron, Susan y Hermione ahogaron un grito en cuanto una calavera con lengua en forma de serpiente surgió del punto en que las dos varitas hacían contacto. Era, sin embargo, un simple reflejo de la calavera verde que se alzaba sobre ellos, y parecía hecha de un humo gris y espeso: el fantasma de un conjuro.
—¡Deletrius! —volvió a gritar el Sr. Diggory, y la calavera se desvaneció en una voluta de humo—. ¡Bien! ¡Te hemos atrapado con las manos en la masa, elfina!
Con una expresión incontenible de triunfo bajó la vista hacia Winky, que seguía agitándose convulsivamente.
—Amos, piensa en lo que dices —volvió a llamarle la atención el Sr. Weasley—. Son poquísimos los magos que saben llevar a cabo ese conjuro... ¿quién se lo podría haber enseñado?
—Quizá Amos sugiere que yo tengo por costumbre enseñar a mis sirvientes a invocar la Marca Tenebrosa —expresó Crouch, impregnando cada sílaba de una cólera fría—. Te ha faltado muy poco para acusar a las dos personas de entre los presentes que son menos sospechosas de invocar la Marca Tenebrosa: a Harry Potter... ¡y a mí mismo! Supongo que conoces la historia del niño, Amos.
—Por supuesto... todo el mundo la conoce...
—¡Y yo espero que recuerdes las muchas pruebas que he dado, a lo largo de mi prolongada trayectoria profesional, de que desprecio y detesto las Artes Oscuras y a cuantos las practican!
—Sr. Crouch, yo... ¡yo nunca sugeriría que usted tuviera la más remota relación con este incidente!
—¡Si acusas a mi elfina me acusas a mí, Diggory! ¿Dónde podría haber aprendido la invocación?
—Po... podría haberla aprendido... en cualquier sitio...
—Eso es, Amos... en cualquier sitio —repuso el Sr. Weasley, que empleó su tono amable para dirigirse a la elfina—. Winky, ¿dónde encontraste exactamente la varita mágica?
Ella retorcía el dobladillo del paño de cocina tan violentamente que se le deshilachaba entre los dedos.
—Yo... yo la he encontrado... la he encontrado ahí, señor... —susurró en un hilo de voz—. Ahí... entre los árboles, señor.
—¿Te das cuenta, Amos? Quienquiera que invocara la Marca podría haberse desaparecido justo después de haberlo hecho, dejando tras de sí la varita de Harry —asintió el padre de Ron—. Una buena idea, no usar su propia varita, que luego podría delatarlo... y Winky tuvo la desgracia de encontrársela un poco después y de haberla cogido.
—¡Pero entonces ella tuvo que estar muy cerca del verdadero culpable! —exclamó el Sr. Diggory, impaciente—. ¿Viste a alguien, elfina?
Winky empezó a temblar con mucha más fuerza.
—No he visto a nadie, señor... a nadie.
—Amos, soy plenamente consciente de que lo normal, en este caso, sería que te llevaras a Winky a tu departamento para interrogarla —comentó Crouch con sequedad—. Sin embargo, te ruego que dejes que sea yo quien trate con ella.
El Sr. Diggory no pareció tomar en consideración aquella sugerencia, pero para Hermione resultaba evidente que Crouch era un miembro del Ministerio demasiado importante como para negarse a su petición.
—A... a... amo... —tartamudeó Winky, mirando a Crouch con los ojos bañados de lágrimas—. Amo... se lo ruego...
Crouch bajó la mirada, con el rostro tan tenso que todas sus arrugas se le marcaban profundamente. En su mirada no había ni un asomo de piedad.
—Winky, te has comportado esta noche de una manera que yo nunca hubiera creído posible. Te mandé que permanecieras en la tienda mientras yo solucionaba el problema... y me has desobedecido. Esto merece la prenda.
—¡No! —gritó la elfina, postrándose a sus pies—. ¡No, amo! ¡La prenda no, la prenda no!
Hermione sabía que la única manera de liberar a un elfo doméstico era que su amo le entregara una prenda de su propiedad. Viendo la manera en la que Winky se aferraba a su paño de cocina, sollozando a los pies de su amo, se sintió completamente invadida por la frustración más absoluta.
—¡Pero estaba aterrorizada! —saltó sin pensárselo, mirando desafiante a Crouch—. ¡Usted no le puede reprochar que huyera!
El hombre dio un paso atrás para librarse del contacto de su elfina, a la que miraba como si fuera algo sucio y podrido que le podía echar a perder sus lustrosos zapatos.
—Una elfina que me desobedece no me sirve para nada —declaró con frialdad, devolviéndole la mirada a Hermione—. No me sirve para nada un sirviente que olvida lo que le debe a su amo.
Winky lloraba con tanta energía que sus sollozos resonaban en el claro del bosque, y a su alrededor se formó un silencio muy desagradable al que sólo el Sr. Weasley se atrevió a poner fin.
—Bien, creo que me llevaré a los míos a la tienda, si no hay nada que objetar. Amos, esa varita ya no nos puede decir nada más. Si eres tan amable de devolvérsela a Harry...
El Sr. Diggory se la devolvió al muchacho, y éste se la guardó en el bolsillo.
—Sí... será mejor que nos retiremos —suspiró el mayor, alzando la cabeza—. Ced, Susan...
Los muchachos se dividieron en lados opuestos, despidiéndose con un simple gesto. Sin embargo, Hermione permaneció quieta con los ojos fijos en Winky.
Los miembros del Ministerio la observaban sin saber muy bien qué decirle, y ninguno se le opuso en cuanto se despojó de su chaqueta y rodeó la pequeña figura de la elfina con ella. Finalmente se volvió, dedicando una última mirada de odio recíproco con Crouch antes de dejar el claro para internarse entre los árboles.
A Hermione le zumbaba la cabeza cuando regresó a la litera. Tenía motivos para encontrarse abatida por el cansancio, porque eran casi las tres de la madrugada: sin embargo, se sentía completamente impotente.
Estaba acostada de cara a la lona, pero ya no tenía fantasías de escobas voladoras que la fueran induciendo al sueño, y pasó un buen rato desde que comenzaron los ronquidos de Ginny hasta que, finalmente, ella también cayó dormida.
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